Mostrando entradas con la etiqueta Covid19. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Covid19. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de octubre de 2024

Post-pandemia

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido reiterada y enfáticamente de que si no somos capaces de revertir el cambio climático más pronto que tarde nos asolarán viejas e inusitadas pandemias. La literatura médica, por otra parte, señala que estas suelen producirse con intervalos de aproximadamente cien años, aunque la tozuda realidad demuestra que se suceden con mayor frecuencia. A lo largo de la historia, las epidemias han ocasionado la enfermedad y la muerte de millones de personas, y continúan haciéndolo. Cuantificar la incidencia de estas enfermedades globales resulta una tarea muy compleja, aunque algunos investigadores se aventuran en ella asegurando que las mayores tragedias humanitarias las han causado la peste negra, el cólera, la gripe, la fiebre tifoidea, el bacilo de Eberth y la salmonela Typhi, la viruela, el sarampión, la tuberculosis, la lepra, el paludismo, la fiebre amarilla, el sida y la Covid-19. Estas afecciones y otras menos alarmantes se han llevado por delante a  centenares de millones de personas. De modo que podemos decir sin temor a equivocarnos que las epidemias y las pandemias ni son nada nuevo ni dejarán de sorprendernos en el futuro.

Como tantísimos otros, creí y utilicé reiteradamente el mantra universalizado en 2020 que decía: «nada será igual tras la pandemia». Parecía inevitable que tamaña catástrofe, causante de la muerte de entre quince y veinte millones de personas en el mundo, marcase nuestros recuerdos y cambiase nuestros hábitos, parecía que la epidemia señalaría la frontera entre dos vidas diferentes. Menos de un lustro después, tanto quienes suscribimos aquel mantra como los que lo rechazaron, comprobamos que apenas ha cambiado nada, incluso a veces parece que ni existió. La realidad, con su peculiar tozudez, demuestra que persiste paradójicamente lo que hubiese sido aconsejable y hasta saludable transformar, o al menos cambiar, y viceversa. Sí, se desvanecieron por completo los grandes propósitos forjados durante el apogeo de la enfermedad. De ahí que algunos opinen que la pandemia no solo no ha contribuido a que aprendiésemos determinadas lecciones, sino que, por el contrario, ha logrado que hayamos empeorado en algunos aspectos. Así, por ejemplo, el pensador francés Pascal Bruckner entiende que ahora vivimos confinados en nosotros mismos y en nuestros temores. En su opinión, el confinamiento ha alumbrado a una nueva generación de hombres y mujeres perezosos, con miedo a salir de casa, a amar y a exponerse a la vida, asegurando que la Covid-19 ha revelado en el mundo occidental una alergia al trabajo. Las generaciones más consentidas ya no quieren trabajar, y la contrapartida es la inmigración. Una opinión que puede ser discutible, pero que comparten pensadores como Alain Finkielkraut, André Glucksmann, o Bernard-Henri Lévy.

En opinión de Bruckner parece como que se haya impuesto la idea de que el trabajo es algo indigno que nos priva de nuestra vida real. Arguye que con esa actitud la gente gana menos y las sociedades se empobrecen. En consecuencia, Europa se adentra en un empobrecimiento provocado por las malas decisiones políticas, y por esta idea de los jóvenes de trabajar menos, pero conservando las ventajas sociales que proporciona el Estado del bienestar. Asegura que tomando esa deriva Francia va camino de ser Grecia.

Los actuales ciudadanos del mundo occidental estamos desacostumbrados a las epidemias, pese a que no hace demasiadas décadas que formaban parte de nuestro universo cotidiano. Desde hace más de medio siglo, con vacunas y antibióticos de dispensa generalizada hemos mantenido a raya a casi todos los patógenos, incluido el coronavirus. No pueden decir lo mismo decenas de millones de ciudadanos de otras latitudes que sufren en sus carnes una infección tras otra: cuando no es el Covid-19 es el SIDA, o el Ébola, la malaria, el dengue, etc. Sin rebasar el perímetro del término municipal de Alicante, ojeando un pequeño opúsculo redactado por el médico Martínez San Pedro a principios de los años setenta, con el título Apuntes históricos sobre las epidemias en Alicante, contrastaremos que en la «terreta» las afecciones epidémicas se remontan a la época cartaginesa, aunque la memoria fehaciente de la más antigua de ellas no va más allá de la peste europea de 1340. Desde entonces hasta la epidemia de gripe de septiembre/octubre de 1918, última recogida en la mencionada publicación, se han sucedido decenas de epidemias de toda índole que mermaron la población de la ciudad y produjeron gravísimos quebrantos a sus habitantes.

Una vez más, la última pandemia se extinguió y con su final llegó el olvido, tal vez el arma más eficaz de que disponemos las personas y el conjunto de la sociedad. Borramos y luego construimos un recuerdo de/con lo que pasó. Con frecuencia se trata de una evocación sesgada que olvida preservar las lecciones que debimos aprender y creímos aprendidas, pero que no lo están. Mencionaré solamente dos porque el listado completo es abultado. Por un lado, la epidemia nos hizo especialmente conscientes de la importancia que tiene la familia (recordemos que nos juramentamos para impedir de una vez por todas el abandono de los mayores confinados en residencias, que más que tales acabaron siendo auténticos muladares). Cuando casi ha transcurrido un lustro desde aquella tragedia y todavía están en plena efervescencia y sin resolver los litigios judiciales emprendidos por los familiares de algunos mayores maltratados y abandonados, podemos preguntarnos: ¿en qué ha cambiado la situación?, ¿qué sucedería si en los próximos años se debiese afrontar una contingencia parecida? Por otro lado, la Covid-19 permitió contrastar lo que algunos ya sabíamos: que las revoluciones en medicina son posibles. Supimos que trabajando en común la comunidad científica puede hacer cosas maravillosas, como habilitar una vacuna en menos de un año, cuando la demora habitual alcanza un intervalo de entre 5 y 20 años. La pregunta en este caso sería: ¿Por qué no exploramos esta senda virtuosa en otros ámbitos igualmente lacerantes y mórbidos como las enfermedades neurológicas, el cáncer, la diabetes o las neumopatías crónicas?

En fin, la eterna paradoja lampedusiana: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi».




martes, 26 de enero de 2021

¿Qué puedo añadir?

A veces los parques son praderas inmensas y otras se asemejan a chiribitiles. Cuando se transita por ellos unas veces se porfía por adivinar los linderos que no logra enfocar la mirada y otras se multiplican las ocultaciones que apenas dejan ver nada. De todo hay. Esta mañana he emprendido uno de mis paseos para hacer los ineludibles recados y las naderías acostumbradas. De regreso a casa me he tomado un pequeño respiro sentándome en uno de los pródigos bancos que equipan un parquecillo entre urbanizaciones próximo a mi barrio. Era casi el mediodía y me ha parecido que la coyuntura invitaba a disfrutar de un espacio relativamente recoleto, que a esa hora permanecía prácticamente desierto.

Soy poco dado a la exigencia y quizá por ello, pese a disponer de una amplia oferta de bancos a la sombra, al sol, entre sol y sombra, en perfecto estado, relativamente deteriorados o manifiestamente desvencijados, todos vacíos y sin amenaza de humano que se me pudiese acercar ¡qué cosas nos suceden ahora!, he optado por sentarme en el primero que se ha puesto a tiro. Tras bajarme la mascarilla y someterla al imperio de mi mandíbula inferior, he aspirado tres o cuatro intensas bocanadas de aire contaminado que me han sabido a gloria, a las que he correspondido con otros tantos suspiros que me han repuesto de la fatiga que arrastraba, devolviéndome el resuello que me veda el maldito antifaz que involuntariamente exhibo desde hará pronto un año, como casi todos.

 

He dejado vagar la mirada que con relativa pereza se ha ido deslizando displicentemente, más atenta de lo que pudiera suponerse, mientras recortaba imaginariamente las siluetas y superficies de varias docenas de árboles caducifolios que a estas alturas de la temporada se han despojado de la práctica totalidad de su vestimenta, permitiendo que atraviesen sus desnudas ramas los rayos de un sol que hoy lucía espléndido, como ninguna otra cosa, en una mañana excepcionalmente primaveral.

Durante unos minutos he saboreado con los ojos entornados el gratificante bienestar que me ofrecían un tiempo bonancible e inusual y el deliberado reposo que he determinado dar a mi  maltrecha osamenta y a las magras y gorduras que la complementan. A medida que la quietud me recuperaba he ido reconectándome a la realidad y extendiendo la mirada sobre cuantas cosas me rodeaban. Rayaba el mediodía y no había un alma a mi alrededor, como si este fuese lugar donde no vive nadie. Solo el piar de los pájaros, los siseos lejanos de los neumáticos de los vehículos rozando el asfalto y el cricrí de algún grillo despistado entre la abundante hojarasca quebraban el intimidante silencio. Frente a mi vagueaban los artilugios que los munícipes ponen en estos lugares para que los viejos ensayemos ridículos ejercicios gimnásticos. Hoy se ofrecían precintados, mostrando a las claras su naturaleza anodina, diría que esencialmente aburridos y dejados de la mano de Dios. Próxima a ellos aparecía, también precintada, una pequeña instalación de juegos para niños, de esas que suelen habilitarse en jardines y plazuelas para entretener a los intrépidos infantes que incluyen columpios, toboganes, muelles rematados por ovejas y caballitos y alguna que otra yincana. Abundaban los árboles que a esa hora proyectaban las largas y nervadas sombras de sus ramas deshojadas, enfrentadas en su desnudez al tímido fulgor de un sol alicaído que, pese a todo, llenaba de vida y de bienestar espacio tan nimio como el que refiero.

En medio de la locura que nos abruma y amedrenta desde hace tantos meses, que pugna por cambiarnos la vida, si no lo ha hecho ya; inmersos en la soledad y el vacío que sentimos diariamente; atormentados por el desasosiego que nos produce contrastar que se nos escapan por decenas las oportunidades que ofrece la vida; atónitos comprobando incesantemente que un insignificante bichito nos ha sumido en un universo de amenazas y urgencias robándonos el tiempo y el sosiego, afortunadamente, todavía logramos aislarnos y evadirnos, descubrir estos ínfimos espacios y minutos de libertad y vida que son todo lo precarios y frágiles que se desee pero que merecen la pena, aunque los quiebre intempestivamente algo tan fortuito como el anárquico ladrido de un perro solitario, pequeño y feo.

lunes, 31 de agosto de 2020

Tiempo de retos y oportunidades

Hace meses que enfrentamos una catástrofe que afecta al conjunto del planeta. No se recuerda otro acontecimiento de origen natural que se haya prolongado tanto como esta pandemia. Los estragos que causa la Covid-19 duran ya más de medio año desconociéndose su alcance temporal. Es como si estuviésemos viviendo en directo las fabulaciones que muestran series como Black Mirror, Contagio y otras. No estábamos preparados para esto, nadie podía imaginar semejante realidad excepto los guionistas, los fabuladores de relatos análogos y otras anónimas mentes no menos calenturientas. El coronavirus es un enemigo desconocido que ha logrado confinar a más de tres mil millones de personas en el mundo, algo inédito para la humanidad.

La magnitud de la pandemia ha inducido una emergencia de salud pública y una crisis económica que interfieren brutalmente en la vida cotidiana. Todo hace pensar que los efectos asociados al cierre de empresas, a los despidos de los trabajadores y a las medidas sanitarias para contener al virus se prolongarán después de que desaparezcan sus amenazas. Se da tan por seguro que se ha llegado a decir que la datación cambiará en el futuro. La fecha de cualquier acontecimiento histórico, que hoy se referencia en el nacimiento de Cristo, en la Hégira o en el Panchanga dependiendo de qué culturas, podría establecerse con relación a la aparición de la Covid-19. De manera que una determinada efemérides sucedería en tal o cual año, anterior o posterior a ella.

Por otro lado, en el corto plazo, estamos activando y desarrollando pautas de comportamiento adaptativo a la vida en pandemia que seguramente no serán respuestas coyunturales o transitorias. Todo parece indicar que seguirán impregnando la cotidianidad cuando se inaugure de verdad una nueva normalidad, tras el  descubrimiento y la administración de vacunas o tratamientos paliativos eficientes y sin exclusiones. Mencionaré algunas de ellas, sin que el orden en que se presentan signifique priorización alguna.

En primer lugar me referiré al teletrabajo que, aunque presenta aristas y sinuosidades y haya llegado súbitamente a nuestro país, parece que se implantará de manera prolongada en amplios sectores de la actividad productiva. Numerosos indicios apuntan a su vocación de consolidarse tanto por voluntad de los trabajadores como de los gestores de empresas e instituciones. Tampoco es asunto trivial la telemedicina o telesalud, como se prefiera denominar, un formato para la atención primaria sin apenas relevancia hasta que se desató la pandemia que hoy apoyan médicos y pacientes porque evita inconvenientes (esperas, desplazamientos, contagios, acompañantes…) y se contempla como solución razonable para algunos de los problemas que afectan a las personas mayores, aunque no solo a ellas.

Otra novedad impulsada por la pandemia es el incremento de la compra de víveres y provisiones a través de Internet. El número de personas que compran alimentos, productos de limpieza y aseo personal, utillaje o electrodomésticos por este conducto se ha multiplicado exponencialmente. Ello no parece un episodio circunstancial sino una tendencia que tiende a consolidarse. En un trimestre han desaparecido reticencias y desconfianzas y nos hemos echado en brazos de las grandes empresas de distribución, que visualizamos como tablas salvíficas que nos ahorran buena parte de los riesgos sanitarios asociados a la compra directa en mercados o establecimientos comerciales. Otro elemento importantísimo que debe destacarse es la metamorfosis producida en los formatos de la socialización. Desde que eclosionó la pandemia nos reunimos con amigos y familiares virtualmente, sea a través de Zoom, de videoconferencias o mediante cualquier otro medio telemático. Nos lamentamos de sus carencias e incomodidades pero, querámoslo o no, esos medios constituyen el nexo que define la nueva e intangible conexión entre las personas, que ha desplazado a las citas, reuniones y tertulias, e incluso a  las llamadas telefónicas, que casi parecen estar agotando su futuro.

También ha cambiado la manera de disfrutar del ocio, sea ir al cine, comer en bares y restaurantes, comprar en los centros comerciales, bailar en las discotecas o asistir a espectáculos y conciertos. Está claro que tiende a encogerse el formato de estos negocios buscando fidelizar a comunidades que confían en la oferta más exclusiva que se les ofrece. En esa transformación sobrevivirán los negocios con capacidad para sintonizar con un público objetivo dándole la respuesta que ansía, que es netamente diferencial respecto a la demanda previa a la pandemia. Otro segmento radicalmente afectado son los viajes. La elección de los destinos o el modo de viajar se supeditan a las cautelas higiénicas y sanitarias que se garantizan. Se imponen los protocolos de limpieza y de ocupación de los medios de transporte que inducen confianza en los viajeros, convenciéndolos de que realizan sus desplazamientos de forma segura. Ello no es nada sencillo y exige un profundo reajuste de las tareas de gestión, mantenimiento y salubridad de los vehículos y accesos que está afectando muy significativamente a turoperadores, hoteleros, agencias de viajes, ferrocarriles, navieras y compañías aéreas de todo el mundo.

Otro asunto trascendental en este tiempo de pandemia es la protección de la privacidad. En ausencia de vacunas y de medios paliativos eficientes el uso de aplicaciones en teléfonos y de otras tecnologías para rastrear los contactos, en tanto que estrategias para contener el virus y facilitar el distanciamiento social, cobra una relevancia enorme. Las grandes empresas tecnológicas aseguran que garantizan la protección de la información personal que los usuarios deben compartir para que funcione el sistema de rastreo, que incluye sus antecedentes médicos y la identidad de las personas con quiénes hayan establecido contactos. Sin embargo, hoy por hoy existe poca transparencia al respecto y parece escasamente compatible asegurar la privacidad de la información que exige el rastreo y la atención a los requerimientos de la salud. En consecuencia lo que parece más verosímil es que acaben imponiéndose los últimos sobre los primeros si el dilema que se nos plantea se expresa en términos similares a “debe usted elegir entre su salud y la de su familia, o que se conozcan los detalles de su vida”.

Nunca la amenaza de una enfermedad había ocupado tanto espacio en nuestros pensamientos y preocupaciones. Diarios, revistas, televisión o redes sociales no hablan de otra cosa desde hace meses.  Opiniones, estadísticas, testimonios, consejos e incluso chistes acerca de la pandemia y de los nuevos hábitos de vida ocupan la mayoría del tiempo que dedicamos a informarnos. Tan extraordinaria exposición a esos contenidos, manifiestamente tóxicos, está aumentando la ansiedad de la gente y produciendo efectos perceptibles en su salud mental. Vivimos presos de un sentimiento de constante alerta y amenaza que tiene consecuencias psicológicas preocupantes y afecta severamente a la manera de relacionarnos. El miedo al contagio despierta actitudes profundamente atávicas que, dependiendo de qué cosas, lo mismo conducen al conformismo que a la intransigencia. El temor nos hace intolerantes (recuérdese el fenómeno de la “policía de los balcones”) y condiciona nuestras actitudes sociales, haciéndolas más conservadoras. Valoramos más los talantes proclives a la obediencia y la conformidad que las actitudes rebeldes o minoritarias. La amenaza de la enfermedad nos hace más desconfiados con los desconocidos y ello tiene evidentes repercusiones en la vida social y amorosa, incluso despierta actitudes xenófobas y racistas, pues tendemos a recelar de las personas que pertenecen a otras culturas o son de diferente etnia.

La pandemia nos ha puesto frente a una realidad desconocida y ha desconcertado nuestro cerebro, que muestra dificultades para reaccionar ante lo imprevisto y nos induce sentimientos descontrolados e insatisfactorios. Tenemos serios problemas para controlar las emociones pese a que conviene que aprendamos a gestionarlas. Porque aunque seamos incapaces de domeñar los sentimientos podemos aprender a administrarlos, a aceptarlos de la manera en que se producen e intentar observarlos como si fuésemos espectadores, no como sus agentes directos, intentando desproveerlos de juicios y evitando que nos hagan sentir mal cuando contravienen nuestras expectativas. Es necesario vivir las emociones sin culpa, sin abrogarnos la responsabilidad de haber generado la distancia entre nuestras expectativas y lo que realmente ha sucedido en unos escenarios calamitosos en los que no hemos podido influir porque los han generado circunstancias que nos sobrepasan.

Otra de las grandes amenazas alentadas por la crisis del coronavirus afecta al deterioro y hasta la quiebra de los lazos comunitarios. Ante la imposibilidad o las dificultades crecientes para materializar el contacto físico interpersonal se impone tejer redes comunicativas a través de la tecnología. Es cierto que difícilmente sustituirán las relaciones directas pero pueden ayudarnos a expresar las emociones, a interactuar con los demás y a compartir sentimientos, opiniones, angustias y esperanzas. Asegurar la comunicación entre las personas me parece una tnecesidad que no puede ni debe descuidarse.

Aunque lamentablemente atisbo pocos indicios que apunten en algunas de las direcciones que vengo desgranando abogo porque la enorme crisis que vivimos nos haga reflexionar de verdad, radicalmente, y también porque nos motive a reorganizar nuestras vidas en todos los sentidos. Ojalá que más allá del dolor y el malestar que en estos momentos nos infringe contribuya a hacernos a todos más sensibles con las necesidades, los derechos y los sueños de todas las personas. Ojalá que nos decida a apoyar y materializar políticas y comportamientos ciudadanos respetuosos con la conservación del planeta y con el aseguramiento de los derechos fundamentales de las personas. Ojalá nos ayude a reinventarnos como tales y a construir unas relaciones sociales más antropocéntricas, más generosas y más humanitarias. Este es mi sueño, que no anhela redimir la realidad para siempre pero que descansa en la esperanza, a veces desilusionada, de que al menos lleguemos a enmendarla y mejorarla.

viernes, 28 de agosto de 2020

Contra la cicatería, el oportunismo y la amoralidad

El bachillerato que estudié en los 60 incluía en su plan de estudios la materia de Filosofía, una única asignatura incardinada en el sexto y último curso. Tuve la suerte de que me la enseñara un gran profesor, D. Fernando Puig, que nos decía que era la madre de todas las ciencias, de la que se fueron segregando a medida que adquirían entidad propia. Así sucedió, por ejemplo, con la Psicología a finales del siglo XIX. La amplitud del contenido que debía abordar en sus clases el recordado profesor no le permitía ahondar en las múltiples facetas de la asignatura, aunque se afanaba en abrir perspectivas y ofrecernos panorámicas amplias. Instalado imaginariamente en una ellas rememoro algunas de sus reflexiones sobre aspectos de psicología básica, en cuyo conocimiento profundice poco tiempo después con la orientación de doña Manolita Pascual, en la Escuela Normal de Magisterio.

En aquellos años adolescentes estos y otros profesores me ayudaron a tomar conciencia de que la vida es una experiencia que se consume en primera persona, sin ambages. Logré entender que el rasgo que sustancialmente nos diferencia de los demás seres vivos es la libertad. Comprendí que los llamados animales superiores reaccionan a los estímulos por instinto, con pautas de conducta prefijadas y automáticas que les exoneran de toda intencionalidad y de la consiguiente responsabilidad. Deduje que las personas seleccionamos nuestras acciones porque poseemos una atribución de la que ellos carecen: la libertad, la capacidad de decidir. De modo que con la propia reflexión y con la ayuda de los profesores a los que he aludido logré diferenciar nítidamente las conductas de los animales de las acciones humanas. Aprendí que ello es precisamente lo que nos confiere la condición de seres morales, obligándonos a responder por lo que hacemos y a asumir las consecuencias derivadas de nuestros actos, algo que debería ser legal y universalmente ineludible.

Por otro lado, la experiencia nos ha enseñado a muchos que si hay media docena de asuntos trascendentales en la vida uno de los primordiales es la motivación. Entre sus múltiples definiciones me parece especialmente acertada la que la asocia a los determinantes internos que nos incitan a realizar ciertas acciones y no otras. En consecuencia, es una faceta crucial para la existencia porque subyace a cualquiera de las acciones, impulsándolas y guiándolas hacia un determinado fin; hasta el punto de que sin motivación es prácticamente inconcebible la acción. Existen motivos básicos e innatos que nos impulsan a buscar los recursos para la subsistencia, de la misma manera que sobrevienen otras motivaciones que nos inducen a practicar aficiones, a desarrollar actividades o a aprender. Estas últimas tienen carácter secundario pues no se vinculan con la naturaleza humana sino que son producto de la cultura concreta de la que se participa.

No me haré pesado con alusiones a las teorías sobre la motivación y otros asuntos colaterales, pero tampoco renuncio a compartir algunos interrogantes retóricos al respecto. Me pregunto, por ejemplo, si se encuentran los bienes morales entre los fines o las metas del comportamiento humano. O si existen necesidades humanas de naturaleza ética. Y si fuese así, qué razones explican que no se haga mención explícita al bien o al mal moral en las motivaciones personales. Me pregunto, en suma, si están la justicia, la honradez o la integridad entre las motivaciones descritas por las principales teorías sobre la motivación.

Una elemental revisión de la literatura científica permite una constatación inequívoca: a todas las cuestiones anteriores les corresponde una respuesta negativa. Si repasamos las teorías psicológicas comprobaremos que todas las motivaciones que se han descrito se encuadran entre los bienes útiles o agradables. La mayoría de las teorías sobre la motivación la enfocan desde una perspectiva amoral, pues consideran que su guía primordial es la búsqueda de bienes útiles y agradables, obviando la necesidad de alcanzar los bienes morales. Dicho de otra manera, la explicación de la motivación humana pone todo el énfasis en el propio logro y en la satisfacción personal; de modo que son las propias necesidades y no las de los demás las que mueven la conducta de las personas. Por tanto, el ser humano es un individuo que busca permanentemente la satisfacción de sus propias necesidades y no las de los otros. En consecuencia, se concibe la motivación desde una perspectiva intransitiva, en la que la actitud receptora prima netamente sobre la inclinación dadora. Es verdad que esta corriente mayoritaria tiene su contrapunto en alguna voz discrepante, aunque es igualmente innegable que la tendencia general se orienta en la dirección apuntada.

Durante estos meses de pandemia tenemos la oportunidad de observar conductas sociales que ratifican las teorías expuestas. Algunos segmentos de la población desarrollan comportamientos que responden exclusivamente a la motivación orientada al propio logro o a la satisfacción personal obviando el interés común, representado en este caso por la salud pública, que se ve perceptiblemente amenazada por las prácticas asociales. Esas conductas desajustadas colisionan frontalmente con el aseguramiento de la salud de la población en general, y particularmente de las personas mayores y/o con patologías previas o múltiples. De modo que, una vez más, la tozuda realidad da la razón a la tendencia mayoritaria que defiende la cualidad intransitiva de la motivación humana.

Por otro lado, parece obvio que en la vida social la raíz egocéntrica de toda motivación y las consiguientes acciones individuales deben conciliarse con la necesidad de asegurar el interés general (síntesis de los derechos de todos) que reclama la sociedad democrática. Por tanto, si la motivación intrínseca de los ciudadanos no moviliza su capacidad de dar sino que estimula exclusivamente la de recibir, para satisfacer los intereses particulares y las propias necesidades (no las de los demás), es incuestionable que se impone instaurar elementos de motivación externa que quiebren la inercia egoísta y ayuden a reorientar las conductas individuales hacia la satisfacción del interés común.

La tendencia que se aprecia recientemente en las declaraciones y en el comportamiento de determinadas autoridades y responsables políticos, defendiendo la autorregulación de la vida social en función de las motivaciones intrínsecas de los ciudadanos, no parece que sea el camino adecuado para  progresar hacia la justicia social o contribuir al logro de la preeminencia del bien moral. Concuerdo en que la educación y la convivencia deben asentarse en actitudes, disposiciones y propuestas positivas, también en la apelación permanente a los valores universales y en la disuasión argumentada. Pero ello no me impide defender a la vez que, cuando se agota la eficacia de los mensajes positivos y se contrasta la irrelevancia de las indicaciones amables, deben activarse medidas contundentes de carácter coercitivo, que ayuden a las personas a orientar sus conductas de manera acorde con una visión moral de la motivación, y no en exclusiva concordancia con los impulsos estrictamente útiles y/o de agrado personal.

Y ello no me parece indecoroso, retrógrado, ni reaccionario. Cuando lo que está en juego es la salud pública, que no es sino una parcela importantísima del interés general, quienes tienen la responsabilidad de gobernar poseen toda la legitimidad para actuar en su defensa y asegurarla. No hacerlo sí que es reaccionario, además de cicatero, oportunista e irresponsable. E incluso, por encima de ello, profundamente amoral e injusto.

viernes, 14 de agosto de 2020

Vuelta al cole

La semana pasada alemanes, noruegos y finlandeses iniciaron la vuelta al colegio. Aquí, solo con pensarlo empezamos a sudar. Sin duda los 17 grados que tienen hoy en Helsinki, los 26 de Oslo y los 30 del norte de Alemania permiten mirar el asunto con otra perspectiva. Por otro lado, tampoco nos viene mal su experiencia por aquello de que “cuando las barbas de tu vecino veas cortar…” En este caso, disponer de un banco de pruebas, es verdad que muy particular, que anticipa en tres o cuatro semanas una réplica más o menos verosímil de lo que nos puede suceder en aproximadamente un mes, no me parece que esté nada mal, especialmente si se aspira a aprender algo de la experiencia de los demás.

En Alemania, donde algunos länder iniciaron la actividad educativa la semana pasada, la situación es variopinta, como corresponde a un estado federal y a la evolución de la pandemia del Covid-19. En Renania del Norte-Westfalia se ha optado por imponer la obligatoriedad de la mascarilla en las horas de clase, no en vano es el länder que encabeza el número de infectados. En cambio, en Berlín, Brandeburgo y Schleswig-Holstein solo debe utilizarse la mascarilla en las instalaciones de los centros, pero no durante las clases. Lo mismo sucede en Hamburgo y Mecklenburgo-Pomerania Occidental, que fueron los pioneros en inaugurar el “experimento” de reabrir las escuelas cinco días por semana. Las previsiones apuntan a que a medida que se vaya desarrollando la actividad escolar se conforme un paisaje heterogéneo en lo relativo a la lucha contra el coronavirus en las aulas. La evolución de la enfermedad en cada uno de los dieciséis länder condicionará estas diferencias regionales, que cada vez resultan menos sorprendentes. Recuérdese, si no, la proscripción de fumar en la calle y las terrazas que ha instituido esta misma semana el conservador gobierno gallego, que parece que encuentra eco en otras autonomías de su mismo y de distinto color político, como Andalucía, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Madrid y Comunidad Valenciana, que sopesan el veto del tabaco en la vía pública para reducir los contagios.

Así pues, la heterogeneidad en la vuelta al cole alemana está vinculada con el número de casos de Covid-19 y estará influenciada en el futuro por la intensidad con que golpee la pandemia a los diferentes estados. Es lo que algunos han denominado “test de estrés para el federalismo educativo”, algo que, por cierto, no debería sonar muy raro en nuestro Estado Autonómico. Sin duda la disparidad de medidas genera incertidumbre, pero la realidad es diversa por más que nos empeñemos en negarlo. De hecho, ya en la primera semana de clase, en Pomerania Occidental se ha registrado el cierre temporal de dos escuelas por casos de coronavirus. Y en Berlín están a las puertas de hacerlo porque el martes había ocho personas en cuarentena relacionadas con la actividad en los colegios. Justamente en la capital berlinesa, antes del inicio del curso, los padres pedían el uso obligatorio de la mascarilla en clase así como poner a disposición de niños y profesores más capacidad de hacer test. Por su parte, los responsables de las escuelas reclamaban más medidas de higiene y más recursos económicos para atender la limpieza de las aulas.

No faltan quienes aventuran que la apertura de colegios e institutos puede acabar siendo un gran caos. Así lo creen representantes de las asociaciones de padres y de los profesores que piensan que se inaugura una etapa en la que la incertidumbre será la tónica dominante, una opinión que concuerda plenamente con el escepticismo que existe entre la población, según reflejan todas todas las encuestas. Sólo la mitad de los ciudadanos alemanes considera que los centros están preparados para la vuelta a la actividad educativa, pese a que casi 80% considera que es muy importante la vuelta a la normalidad académica, algo que todavía parece más evidente a la vista de los resultados del estudio que el prestigioso instituto muniqués IFO ((Information und Forschung, Información e Investigación) ha realizado del denominado “homeschooling”, es decir, del tiempo que los niños destinaron al trabajo escolar diario durante la pandemia, que en absoluto responde a sus necesidades. De las 7,4 horas diarias que le dedican cuando asisten a la escuela se pasó a 3,6 horas de deberes en casa. Más allá de otras consideraciones que pudieran hacerse, el estudio deja claro que Alemania no es un país preparado para poner marcha el aprendizaje a distancia. Resulta evidente que con los medios tecnológicos disponibles  no se llega al segmento social que representan las familias menos favorecidas. No abundaré en lo que sucede al respecto en estos pagos del sur de Europa. Sin embargo, en los países nórdicos parece que la cosa no ha resultado tan lacerante, aunque también ellos reconocen la importancia de las clases presenciales. Destacan el encuentro personal como un factor de especial importancia para el éxito del aprendizaje y para asegurar la educación social.

Por otro lado, más al norte, en Noruega, se actúa más radicalmente. También es verdad que hablamos de un país con cinco millones y medio de habitantes y no de casi 85, como Alemania. Allí las escuelas se catalogan con los colores del semáforo. Se atribuye la luz verde a las que desarrollan normalmente la actividad educativa, las que se colorean de amarillo revelan que han adoptado medidas de distanciamiento social e higiene y, finalmente, se asigna la luz roja a aquellas en las que se ha reducido el número de alumnos por clase y han adoptado decisiones individuales sobre los horarios de asistencia. En todo caso, lo que se atisba en el horizonte escolar del norte de Europa durante el curso 2020-21 –me temo que en el sur no será muy diferente– es un paisaje heterogéneo condicionado por las distintas respuestas que las instituciones sanitarias y educativas darán al Covid-19 en función de su evolución. Parece que existen pocas alternativas.

De manera que todavía tenemos tres o cuatro semanas por delante para observar y estudiar lo que sucede por aquellos territorios y aprender algo de su experiencia antes de que echen a andar nuestras escuelas e institutos, además de estudiar y buscar la manera de poner en marcha y adaptar a cada situación las instrucciones que las administraciones educativas han dictado para organizar la actividad escolar. En mi opinión, no cabe prolongar más la inactividad de los centros educativos. No conviene a los niños ni a los jóvenes, tampoco a sus familias y profesores, ni a la sociedad en su conjunto.

Nadie puede aventurar cuanto durará la pandemia y un país no puede, ni debe, cerrar sus escuelas indefinidamente. Aventuro que el curso no será fácil, que serán abundantes las incidencias y que se producirá una enorme diversidad de situaciones en los diferentes territorios y centros educativos. Sabemos de antemano que  no se habilitarán todos los recursos que se pueden considerar necesarios. Muy pocas veces ha sucedido y, en este caso, son tantas las necesidades de espacios, de personal docente y auxiliar o de medios higiénicos que resulta prácticamente imposible alcanzar los umbrales que demandan algunas organizaciones corporativas y comunidades educativas radicalizadas que me parece que enfocan mal el asunto. Nos concierne a todos afrontar y salir de la catastrófica situación en que nos encontramos, y a todos nos exige sacrificios. La insuficiencia de recursos no puede ser motivo para la parálisis o para instalarnos en el lamento y la queja permanentes que no llevan a otro territorio distinto de la inacción y la ruina. Echemos a andar con los medios de que disponemos, seamos imaginativos y eficientes a la hora de utilizarlos, también al diseñar las medidas organizativas y de salubridad en los centros. Tomemos todas las precauciones posibles, extrememos cuantas cautelas estén a nuestro alcance, apelemos a la solidaridad del conjunto de la sociedad porque nos jugamos el futuro.

Cuando hace pocos meses, inopinadamente, la pandemia desató el toque a rebato para priorizar la preservación de la salud de la población frente a todo, se extremó como nunca la exigencia al sistema sanitario, lográndose hacerle frente a la catástrofe y doblegarla inicialmente con el esfuerzo titánico del personal y los recursos que pudieron allegarse. Sabemos sobradamente, y lo sabe de manera especial el personal sanitario, que no fueron suficientes. Es más, se dieron situaciones y ocurrieron episodios lamentables y hasta catastróficos. Pues bien, salvando las distancias existentes, ha llegado el tiempo de afrontar los retos educativos, quizás los mayores y más novedosos que hemos conocido. Por tanto, no va a resultar sencillo encararlos y doblegarlos. La escuela que conocemos ya no será la misma, de hecho es ya otra. Como sucedió en otros momentos de la historia, todos estamos concernidos en repensarla y reconstruirla: administraciones, familias, docentes, niños y jóvenes, ciudadanos en general.  Tenemos una oportunidad única para ofrecer una enorme lección de civilidad y armonía social extremando la exigencia en las conductas escolares y comunitarias para asegurar el menor número de incidencias patológicas y el mayor éxito educativo posible. Nos jugamos el futuro y, por tanto, inexcusablemente, debemos seguir luchando –con riesgos, porque no existe lucha que no los entrañe– por lograr que las escuelas continúen siendo los lugares de encuentro entre las personas –todas iguales, todas diferentes– que dialogando y trabajando conjunta y solidariamente contribuyen al éxito educativo de todos y universalizan la educación ciudadana.

domingo, 9 de agosto de 2020

To The Lancet readers

Ayer, algún periódico, no sé si interesadamente –doy por supuesto que sí, porque ¿acaso existe la prensa realmente independiente?– aseguraba que España es el país que acumula más contagios por Covid-19 en Europa occidental. En el artículo de referencia se decía que la estadística elaborada por la Universidad John Hopkins atribuye a nuestro país 314.362 infectados, siguiéndonos de cerca el Reino Unido con 310.667 casos. Por tanto somos el país europeo con mayor número de contagiados. Esas estadísticas y también las que proporcionan las autoridades españolas, que ofrecen cifras similares, han llevado a una veintena de expertos, supuestamente representativos de la élite científica del país, a remitir una carta a la veterana y prestigiosa revista de investigación médica The Lancet pidiendo que se examinen de forma independiente los sistemas epidemiológicos para identificar sus deficiencias y proponer las reformas que corresponda. Se preguntan en ella cómo es posible que España se encuentre inmersa en la situación que atraviesa teniendo una sanidad considerada entre las mejores del mundo, pese a que no olvidan mencionar ciertos indicadores que condicionan negativamente la realidad sanitaria como la escasa preparación de los sistemas de vigilancia epidémica, la baja capacidad para pruebas PCR, la escasez de equipos de protección personal, la reacción tardía por parte del sistema, la lentitud en los procesos de toma de decisiones, los altos niveles de movilidad de la población, la descoordinación entre las autoridades, la elusión del asesoramiento científico, el envejecimiento de la población o la insolvencia del personal que trabaja en las residencias de mayores.

De momento, el Ministerio de Sanidad calla ante la referida iniciativa, en tanto que las entidades corporativas claman por la oportunidad que a su juicio encarna. Los promotores de la carta han recibido la adhesión de la Federación de Asociaciones Científico Médicas Españolas (FACME), que agrupa a 46 sociedades y representa a más de 100.000 profesionales médicos. Una de sus impulsoras, la reputada viróloga Margarita del Val, subraya la importancia de la revisión que se propone, insistiendo en que no se trata de identificar los responsables de lo que ha acontecido, sino de buscar y encontrar soluciones y estar mejor preparados en el futuro. Obviamente, la oposición política, fiel a su estrategia, no ha aportado al debate otra cosa que las recurrentes descalificaciones e insultos al Gobierno, acusándolo en este caso de negligente e irresponsable. Ello no hace sino sembrar dudas sobre la espontaneidad y los buenos propósitos de la mencionada iniciativa, que algunos consideran que está más estimulada por intereses corporativos y partidistas que por la preocupación por la eficiencia del sistema sanitario.

Me falta mucha información para enjuiciar ponderadamente la iniciativa aludida. No obstante, la realidad suele ser tozuda y acostumbra a imponerse sobre las intenciones de quienes pretenden conculcarla o negarla. El implacable juez que encarna el tiempo seguro que pondrá las cosas en su sitio. Más allá de lo que finalmente resulte, es evidente que la gestión de la pandemia en España tiene aspectos positivos y negativos. No lo es menos que conocer unos y otros, investigarlos adecuadamente y proponer las medidas correctoras para hacer más eficiente el sistema sanitario, basadas en lo que el conocimiento aconseje y los recursos permitan, son pretensiones loabilísimas. Ahora bien, la iniciativa que menciono se produce en un contexto con claroscuros que me parece que la empañan. Así, por ejemplo, los investigadores que la promueven indican que, aunque este tipo de evaluación es inhabitual en la mayoría de los países, España necesita una "evaluación exhaustiva de los sistemas de salud y asistencia social de cara a prepararse para nuevas oleadas de COVID-19 o futuras pandemias, identificando debilidades y fortalezas, y lecciones aprendidas". Naturalmente. Y el resto de los países, también. Estamos frente a un problema global frente al que no sirven las soluciones parciales. Por tanto, coincido en que disponer de esa información es importante y necesario, pero ¿es precisamente éste el momento adecuado para emprender esa tarea? ¿Por qué hacerlo en España y no en el resto de los países de la Unión Europea, por ejemplo?

Por otro lado, los científicos que lo promueven aseguran que el estudio propuesto debe centrarse "en las actividades del Gobierno central y de los gobiernos de las 17 comunidades autónomas" y debe incluir "tres áreas: gobernanza y toma de decisiones, asesoramiento científico y técnico, y capacidad operativa". Apostillan que deben considerarse las circunstancias sociales y económicas que han contribuido a que España sea más vulnerable, incluidas las crecientes desigualdades. Pese a que no parecen descabelladas sus conjeturas, no deja de sorprender que solo tres de los veinte que firman la carta referenciada han asesorado a los gobiernos central y/o regionales y participado en grupos de trabajo multidisciplinares sobre la Covid-19.

También sorprende que, más allá de las hipótesis que cualquier estudioso se formula en los estadios iniciales de una investigación, en este caso, sin siquiera haberla diseñado, los firmantes aventuran explicaciones en su carta que más parecen la consecuencia de un proceso indagatorio concluido que la enunciación de sus premisas. Apuntan a una falta de preparación para afrontar la pandemia, a sistemas de vigilancia débiles, a la baja capacidad para realizar las pruebas PCR o a la escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos. Aluden también a una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, a la lentitud de los procesos en la toma de decisiones, a los altos niveles de movilidad y migración de la población, a la escasa coordinación entre las autoridades centrales y regionales, a la baja dependencia del asesoramiento científico, al envejecimiento, a los grupos vulnerables afectados por desigualdades sociales y de salud, así como a la falta de preparación de quiene gestionan las residencias de ancianos. Todo ello no me parecen conjeturas preliminares sino más bien prejuicios pre-constituidos, que no son buenos compañeros del rigor y el cientificismo.

En fin, por no hacerme pesado aludiré a la respuesta que ha dado una de las epidemiólogas firmantes de la carta a la pregunta formulada por un medio sobre su creencia en la viabilidad de la auditoría que se propone: “Estoy convencida de que es muy posible y por eso he participado en la carta”, asegura, “hemos hecho una llamada de atención que me parece muy pertinente. Además, España ahora mismo tiene la oportunidad de liderar a otros países con una buena práctica que debería extenderse a otros lugares. Creo que sí se va a hacer la evaluación y no únicamente por la reacción de la gente, que está diciendo que lo que planteamos es algo muy sensato, sin intención de que se utilice como instrumento político. Cuando uno reclama una evaluación no se debe interpretar como una crítica, simplemente se hace para mejorar la gestión de la pandemia en lo venidero. Porque tenemos pandemia para rato”. Me parece que la respuesta se comenta por sí misma. Tal vez apunta a aquel viejo adagio que reza “quien se excusa, se acusa”. Con mi absoluto respeto y consideración a los trabajadores del sistema sanitario, ojalá que esta movida les ayude en algo a ellos y a la salud de los ciudadanos.

miércoles, 29 de julio de 2020

El palacio azul

Han transcurrido casi dos meses desde que escribí la última entrada en este blog. Dos meses que en líneas generales abarcan lo que las instancias gubernamentales han denominado “nueva normalidad”, que ni es nueva, ni es normalidad. Más bien parece una desdichada circunstancia que todos deseamos que acabe cuanto antes. Dos meses en los que se nos echó encima el verano, especialmente durante la última quincena, con temperaturas que nos vuelven a abrasar como sucedió en los últimos años. Un bimestre en el que han acaecido algunas cosas extraordinarias. La primera de ellas, y la más notoria para mí, que logramos ver y tocar físicamente a nuestra familia más próxima, especialmente a nuestros nietos, tras casi seis meses sin verlos con otros ojos que no fuesen los que proporcionan los teléfonos y las tabletas. Dos largos meses en los que la COVID19 continuó sin perdernos de vista, contumaz en la implacable persecución a que nos somete desde hace más de medio año, repuntando en diversos lugares del territorio patrio con intensidades desiguales, amenazando a tirios y a troyanos, a meseteños, norteños y sureños, a los muchos que vivimos en el levante  y a los pocos que habitan el poniente, en definitiva, haciendo que nadie pueda vivir tranquilamente estando seguro de que eludirá su contingencia; solo la relativa inconsciencia que inducen los ardores juveniles o la candidez de la infancia consiguen que niños y jóvenes desafíen irresponsable e insolidariamente la gravedad de una intimidación que nos perturba a todos.

En estos dos últimos meses han sucedido, o han continuado ocurriendo muchas, demasiadas cosas indeseables. Así, por ejemplo, hemos seguido privándonos de ver, abrazar y besar a muchas personas que queremos; caminamos por las calles huyendo de nuestros convecinos o poniendo pies en polvorosa cuando percibimos su proximidad; criticamos con vehemencia y acritud a quienes prescinden de las mascarillas o las malutilizan; tememos entrar a comprar en los comercios; casi hemos extinguido por desistimiento las reuniones que posibilitan la vida social, sean bodas, bautizos, comidas familiares o de amigos; se han suprimido o casi las manifestaciones, las concentraciones y los acontecimientos multitudinarios, sean de carácter reivindicativo o se trate de meros eventos deportivos, musicales o de cualquier otra naturaleza; millones de personas hemos renunciado a viajar o a hacer turismo con lo que ello significa para nuestra salud física y emocional, y también para la economía de un país que prácticamente vive de él; desatendemos el cuidado personal y nos mostramos desaliñados  y descompuestos, embozados tras las mascarillas y otras (des)protecciones, pese a que ello ni nos ayuda a sentirnos bien ni mejor, tan es así que algunas personas inteligentes perfilan sus labios con tonalidades vistosas en la intimidad de sus hogares para reconocerse, agradar a su gente y reforzar la autoestima. Son muchas, demasiadas, las cosas que están convirtiendo la cotidianeidad en una gran anormalidad, no en una mera variante de la normalidad que conocíamos. Una anomalía que profundiza raudamente, y lo hará más, el enorme déficit que arrastran las sociedades modernas en asuntos como la educación emocional de los ciudadanos, que acabará pasando voluminosas facturas al contado y en diferido.

Han transcurrido dos meses en los que tras arduas negociaciones se logró sacar adelante un proyecto para la reconstrucción europea tras la COVID19 después de maratonianas jornadas de trabajo; finalmente los Veintisiete acordaron el martes 21 de julio el mayor desembolso financiero de la historia de la Unión Europea (UE), un total de 1,824 billones de euros, divididos en un fondo de reconstrucción dotado con 750.000 millones y un marco financiero para 2020-2027 de más de un billón, que sientan las bases de la recuperación económica de la UE; un acuerdo que la derecha reaccionaria vilipendió antes, durante y después de su gestación y aprobación, y que ahora pretende patrimonializar como hace habitualmente con cualquier asunto; ya se sabe que el norte y guía de su iniciativa política es siempre el mismo: mentir, desdibujar los acontecimientos y difundir bulos antes de que se desmientan los anteriores, porque así nunca deja de planear la duda mentirosa e impune sobre la opinión pública; frente a semejante estrategia es inútil intentar desmontar las patrañas porque siempre habrá una nueva en el candelero oscureciendo los argumentos que pretenden disipar o neutralizar la anterior; en fin, la inasible no caducidad de las estrategias goebelianas.

Dos meses en los que he estado preparando la publicación de un pequeño librito de relatos de experiencias, sentimientos y percepciones que me ha suscitado mi pueblo en los últimos años, recogidos en las páginas de mi blog ababolesytrigo; un proceso tedioso en el que he contado con la inestimable ayuda de Miguel Aguilar, que se ofreció para ilustrar las veintisiete piezas que lo integran, que son otros tantos flashes que reflejan aristas y perspectivas y también ciertas vivencias relativas a la población en que nací. Espero que el próximo otoño alumbre la criatura.

Sin embargo, una de las experiencias que más me ha satisfecho de este mi último periodo ágrafo ha sido la lectura de la novela que me recomendó mi buen amigo Pascual Ruso, un libro de Fulgencio Argüelles titulado "El palacio azul de los ingenieros belgas", que recomiendo. Un texto de poco más de 300 páginas, fluidísimo, competentísimo, con una arquitectura espectacular, con personajes admirablemente perfilados, con una enorme intensidad y minuciosidad léxica; en definitiva, un goce para los sentidos es lo que ofrece un texto que engancha y subyuga, y que te mantiene a pie de libro hasta que lo terminas. Una auténtica gozada que me ha hecho olvidar durante un par de días la calamitosa situación que vivimos.

viernes, 29 de mayo de 2020

Más allá de la pandemia

En ocasiones he deducido que en el imaginario de la gente de mi generación, la que integramos quienes nacimos durante los años que cerraron la década de los cuarenta e inauguraron la de los cincuenta, operan dos variables que han condicionado ingénitamente nuestras vidas, casi hasta que nos ha sorprendido la Covid19.

La primera de ellas es el franquismo y cuanto representa para al menos la mitad de los ciudadanos del país. Veintitantos años soportándolo y cuarenta más de engullir los epítomes posfranquistas –aunque ni ambos, ni todos, pueden calificarse de la misma manera– parecía vacuna más que suficiente para inmunizarnos contra toda suerte de desgracias. Nos lo decían los mayores y lo comprobamos en nuestras carnes.

El segundo factor, que en cierto modo se deduce de la variable anterior, es la convicción –ampliamente compartida por mis iguales– de que cualquier tiempo pasado fue peor, pues no en vano veníamos de la gran precariedad, de un enorme infortunio y de un oprobio de hambre, miedo, represión y muerte. Pocos dudábamos de que cuanto nos sucedía o pudiera acontecernos difícilmente empeoraría aquello de lo que procedíamos. Tal vez inconsistentemente, inauguramos un camino de progreso que, en cierta medida, ha ido evolucionando paralelamente a nuestras vidas. Tan prolongada escalada ha conocido intervalos críticos, sin duda, que nos han advertido de que la vida no es un camino de rosas. Sin embargo, nada equiparable a la magnitud de la calamidad que nos asola hoy.

Lo que sucede nos interpela con una intensidad inédita, en tanto que individuos y también como especie. Aunque lo olvidemos frecuentemente, la historia nos recuerda machaconamente que las situaciones adversas forman parte de nuestras biografías. Por tanto, deberíamos tener presente que, además de los desafíos personales que suponen, inducen obligaciones ciudadanas para encontrar sentido a lo que acontece y coadyuvar, en la medida de nuestras fuerzas y posibilidades, a la mejora de las condiciones vitales que a todos atañen. Ahora, en el fragor de la pandemia, y después, en los escenarios que se sucederán en el mundo postpandemia.

Me equivoqué al estimar que el franquismo y sus epítomes nos habían inmunizado contra toda suerte de desgracias. Ni lograron vacunarnos a la inmensa mayoría, ni fueron extirpados jamás de las instituciones y de los dominios de los poderes fácticos del Estado. Ahí siguen, vivos y coleando. No hay más que prestar atención a la última refriega en el Ministerio del Interior, a propósito del cese de un coronel opusdeísta de la Guardia Civil, para comprobarlo. Las crisis del siglo XXI, provocadas por el neoliberalismo galopante, atroz e involucionista, han contribuido significativamente a reverdecerlo. Cada quince días tenemos oportunidad de comprobarlo en las tribunas parlamentarias y diariamente en alguna céntrica calle de determinadas ciudades, especialmente del barrio que diseñó el malagueño Marqués de Salamanca para ensanchar Madrid, que ofrecen pasto a espuertas a una pequeña y ruidosa legión de mangantes digitales, que llenan las RRSS de proclamas y mentiras, cada cual de ellas más ignominiosa.

También me equivoqué al estimar que mis coetáneos consideraban, como yo, que cualquier tiempo pasado fue peor. No, definitivamente, no lo fue. Es incontestable que la inmensa mayoría de quienes integramos la generación a la que pertenezco hemos vivido mejor que lo hicieron nuestros padres, como no lo es menos que demasiados de nuestros descendientes parecen condenados a vivir peor que lo hicimos nosotros. Para más inri, largos lustros de recortes nos han dejado expuestos al escenario crítico del Covid19, que nadie podrá demostrar que es efecto que viene de aquella causa aunque esté más que acreditado que es realidad que afecta infinitamente más a quienes menos tienen.

De modo que se agotó el tiempo del pensamiento débil. Es hora de impulsar las políticas públicas, de aumentar el gasto y el empleo públicos, y de asegurar la solvencia y viabilidad de sectores esenciales, como el sanitario y el de los cuidados. Ello ayudará a paliar las enormes tasas de desempleo que está produciendo la parálisis de la actividad económica. No se trata de una ocurrencia, ni de una opinión personal. Existe un amplio consenso entre las oligarquías financieras y económicas de ambos lados del Atlántico norte –también entre los gobiernos– sobre la necesidad de incrementar significativamente el gasto público. El debate no se centra sobre la pertinencia de una exigencia ampliamente compartida sino sobre cuales son los sectores en los que se debe intervenir y cuando hacerlo. Frente a esa realidad, las alternativas progresistas priorizan la inversión social, simultaneada con la reconversión del sector industrial para hacerlo más sensible a las exigencias del bien común. Obviamente, los más involucionistas defienden que lo prioritario es satisfacer las necesidades del mercado, condicionadas por la capacidad adquisitiva de los consumidores. En todo caso, cada vez es más amplio el acuerdo acerca de que es imposible seguir con un sistema de privatizaciones y políticas de inversión pública sesgadas hacia los intereses de los grupos socioeconómicos que favorecen a los gobiernos, desestimando el daño que causan a la calidad de vida y al bienestar de amplios sectores populares.

La enorme tasa de paro que se está generando exige que el sector público emprenda políticas de empleo masivo. Insisto en que no lo digo yo, que nada sé de Economía, lo están pidiendo gente de enorme prestigio como Paul Krugman, Joseph Stiglitz y una larga lista de premios nobeles. La formidable crisis económica y social en que estamos inmersos requiere una intervención masiva del Estado, de todas las administraciones públicas, para mitigar la precariedad e intentar paliar el desempleo, que alcanzará niveles elevadísimos y deteriorará muy gravemente la calidad de vida de la mayoría de la población.

Además de reponer y mejorar los estándares de los servicios sanitarios y sociales, es urgente que el Estado active el empleo en otros sectores. Me parece que puede actuar significativamente en tres ámbitos: apoyando la recuperación de las empresas, incentivando la creación masiva de puestos de trabajo en los ámbitos sociales y en la transición energética, y reduciendo significativamente el tiempo de trabajo de cada persona ocupada.

A ello añadiría que se debe apostar por financiar la ciencia básica, garantizando la investigación en ramas del saber cuya rentabilidad no tiene inmediatez, pero es enorme en el largo plazo y en las épocas críticas. Ninguna estructura o institución lucrativa invertirá en ciencia básica porque sus beneficios, diferidos en el tiempo, jamás serán factores de motivación para quienes se guían exclusivamente por la rentabilidad cortoplacista.

Otro aspecto que en mi opinión tampoco puede descuidarse es la soberanía tecnológica. En el siglo XXI, en épocas de confinamiento como la que vivimos, deshabitamos las calles para transitar los espacios digitales, que no conviene olvidar que son ámbitos de gestión privada, cuyas normas de participación deciden ciertas corporaciones y no la ciudadanía. Debemos ser conscientes de que la ciudadanía digital está privatizada, incluso las dimensiones que corresponden a las entidades públicas (muchos centros educativos utilizan, por ejemplo, la suite de Google y otras para ofrecer sus clases, y todas ellas han sido autorizadas para almacenar y vender datos a terceros). Unas prácticas que pueden ser extremadamente peligrosas en ámbitos como la educación y la sanidad. Por tanto, recuperemos el interés por el software libre, que siempre será menos intrusivo con la privacidad. Por último, una mención a la exclusión. Claro que vivimos en la sociedad digital, pero no puede olvidarse que el acceso a las nuevas tecnologías no está garantizado para la totalidad de la población. Por tanto, atención, también, a la brecha y a la exclusión digital.

Verdaderamente, hay mucha tarea por delante. Y los del ruido, pues qué decir: ¡ya está bien! Debían plantearse arrimar un poco el hombro. Pero tal vez sería más interesante que quienes los jalean y los votan tomasen conciencia de lo que hacen y dejasen de reírles las ocurrencias. Y que quienes tienen la responsabilidad de asegurar los derechos y la igualdad de todos los ciudadanos, acabasen con su impunidad. Tal vez sea ese el punto de partida adecuado para reconsiderar la vigencia de mi hipotético imaginario.

viernes, 22 de mayo de 2020

Erika

La muerte de Erika Mejía el pasado domingo, 17 de mayo, nos ofrece al menos un par de lecciones que no deberíamos olvidar. La primera de ellas es la violencia con que acomete el Covid-19, un virus que se ceba con algunas personas tan poderosamente que las deja inermes y las condena a perecer irremisiblemente. Hasta hoy sus víctimas son mayoritariamente gente mayor, pero también se lleva por delante a jóvenes como Erika, una mujer que ya no celebrará su 38 aniversario. Por tanto deberíamos acordarnos de que el Covid19 sigue activo y matando. Insisto en la comparación que han hecho algunos: tres meses después de iniciada la pandemia en España, cada día muere por coronavirus un número de personas equivalente a las víctimas que produciría el desplome de un avión de tamaño medio. Así pues, desde que se inauguraron las estadísticas se han precipitado al vacío 140 aviones, cada uno con 200 pasajeros. Y tampoco puede olvidarse que muchos de ellos y ellas han muerto solos, desasistidos, como perros abandonados. Una indignidad que no debería volver a suceder. Así pues, recordémoslo: tras tres meses de enfermedad y muerte, de confinamiento y miedo, nadie está libre de contraer el virus, ni de sufrir su encarnizamiento y de morir. O lo que puede ser peor, de sobrevivir con gravísimas secuelas.

Claro que a todos nos alegra el inicio de la desescalada y lo que ello significa, que es tanto como recuperar parte de la libertad de movimientos, reincorporarse tímidamente al trabajo, reencontrarse con familiares y amigos, ir a comprar algo distinto de medicamentos y víveres o visitar la peluquería. Sin embargo, la alegría por la interrupción parcial del confinamiento, la aparente recuperación de la normalidad, no debe confundirnos haciendo que nos relajemos más allá de lo inevitable. Todas las precauciones son pocas para eludir una enfermedad que es letal, también para los jóvenes que disfrutan de las terrazas de los bares y para los niños que juegan en las calles y ciertos espacios públicos. Y aunque no fuese así, la solidaridad intergeneracional nos obliga a todos: hoy por ti, mañana por mi. Nadie es autosuficiente ni está exento de que le sucedan desgracias y calamidades: ni en todas las facetas, ni durante toda la vida. De modo que deberíamos exigir que a los olvidadizos y a los proclives a las conductas laxas y renuentes se les aplicasen con rigor los siempre efectivos resortes del conductismo: refuerzo de las conductas positivas, disuasión, y, finalmente, sanciones y privación de derechos. Me parece que no hay otra: o nos autorregularnos o alguien debe motivarnos a hacerlo, porque sin regulación, en el territorio donde algunos ansían disfrutar de una malentendida libertad (que es exclusivamente la suya, porque la de los demás les importa un bledo), es imposible desarrollar la vida social civilizada.

La segunda lección que deberíamos aprender y no olvidar es la necesidad de defender la grandeza de nuestro sistema público de salud y el privilegio que supone disfrutar de él. La constatación de lo que ha sido capaz de llevar a cabo en los últimos meses debe conducirnos a reivindicarlo con mayor denuedo y a exigir los recursos necesarios para asegurar su solvencia, desde la disponibilidad de instalaciones e instrumental sanitario hasta la dignidad de las condiciones laborales que afectan a su personal y sus retribuciones. Por más que lo nieguen interesadamente, es indiscutible la merma de recursos que ha ocasionado la política de recortes sistemáticos y privatizaciones desarrollada por los gobiernos conservadores durante la última década. Sin embargo, pese a ello, sigue siendo una de las sanidades punteras del mundo, que además se rige por unos códigos deontológicos que poco tienen que envidiar a los demás. Recordemos si no la monumental movilización de recursos que se produjo para trasladar a Erika desde el hospital de Guadalajara, donde se hospitalizó inicialmente, hasta el Hospital Puerta de Hierro de Madrid. Ambulancias, helicóptero, policías, sanitarios. Un pequeño ejército sanitario y logístico, para reubicar un cuerpo muy maltrecho desde un sanatorio que había agotado todos los recursos para tratarlo hasta otra instalación mucho mejor dotada, con el loabilísimo objetivo de salvar la vida a una persona joven, para la que se aventuraba una prospectiva favorable, con independencia de quien fuese. Fue tal el despliegue que hubo que planificar y poner en acción para realizar el traslado que algún testigo llegó a decir algo así como: “debe tratarse de una persona importante”. Pues bien, esa persona era ni más ni menos que Erika Mejía, una ciudadana hondureña, residente en nuestro país, contratada a media jornada para atender los cuidados que precisaba una persona mayor, con un sueldo que puede imaginarse, y unos recursos y condiciones de vida humildísimos. Ella, como cualquier otro ciudadano, tuvo acceso a los medios de una sanidad que es puntera en el mundo, ejercitando un derecho al que no debemos renunciar. Más allá de los sistemáticos aplausos al personal sanitario a las ocho de la tarde (que ya se están encargando algunos de desactivar), cuando esta pandemia se mitigue debemos recordar lo sucedido y exigir la restitución de los recursos que garantizan una sanidad pública modélica.

El derecho a tener derechos no puede supeditarse a la hegemonía del mercado porque ello incrementa el riesgo de que se nos pierda el respeto a los ciudadanos. Si consentimos que se equipare a las personas con las mercancías y el dinero habremos dado carta de naturaleza a un monstruo que no conoce patria ni piedad, y que no solo acabará con nuestros derechos sino que también negará toda forma de esperanza a las futuras generaciones. De la misma manera que no todo es permisible en tiempos de bonanza, tampoco lo es en los períodos críticos. Y desde luego muy especialmente cuanto atenta contra toda forma de humanidad y solidaridad.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Difícil, pero no imposible

Vengo aludiendo a la proliferación de adivinos, pitonisas, comunicadores, expertos y asesores, columnistas y especímenes varios, versados en prospectiva socioeconómica y política, que prodigan y airean sus certezas, presuntamente fundamentadas en incontrovertidos axiomas defendidos por plumas afamadas o autoridades institucionales y académicas, atributos que en absoluto son garantes per se de raciocinio o solvencia científica. En este orden de cosas, hace unos días atrajo mi interés un artículo que publicaba el diario El País, firmado por Mohamed El-Erian, jefe de asesoría económica en la macroempresa alemana de servicios financieros Allianz.

Este personaje, con amplísima y fructífera trayectoria personal en el ámbito de las finanzas internacionales, afirmaba en su escrito que muchos observadores están deduciendo que el golpe que el coronavirus está dando a las economías de sus respectivos países es peor que la carnicería que provocó la crisis financiera de 2008. Decía, por otro lado, que la nueva conmoción marcará a una generación entera y ya está poniendo a prueba no sólo la capacidad de gestión de los sistemas políticos y de las instituciones, sino también la potencia para la recuperación que tiene el conjunto de la sociedad. De ahí que considere que deben activarse políticas para evitar que las amenazas a corto plazo se conviertan en impedimentos duraderos y asegurar así la prosperidad económica inclusiva, la sostenibilidad y la estabilidad financiera. No debo alcanzar a desentrañar bien lo que intenta decir este buen hombre porque, en mi opinión, lograr eso es poco menos que alcanzar la cuadratura del círculo. Algo que en el mundo actual, en el marco del neoliberalismo radical en que nos hemos instalado a nivel global, me parece simplemente imposible.

Asegura, por otra parte, que las incertidumbres sanitarias, cuya duración nadie es capaz de prever, hacen muy difícil aventurar cuánto tiempo se prolongará la emergencia económica. Llega a suponer que algunas de las disrupciones coyunturales que se producen actualmente (desempleo con tendencia a la larga duración, quiebras de empresas, etc.) es posible que se instalen permanentemente en la economía de muchos países. De ahí que insista en que, si no se toman las oportunas medidas políticas, la productividad no tardará en caer. Incluso aventura que es posible que emerja una nueva era de desglobalización, con incidencia en determinadas cadenas de suministro locales y con el consiguiente aumento de las tensiones geopolíticas. También especula con la probabilidad de que aumente la concentración industrial y de que subsistan grandes empresas zombis, que se mantendrían vivas a base de medidas excepcionales de bancos centrales y gobiernos. Y todo ello se dará, según él, en un contexto de mayor confusión por el enmarañamiento creciente del sector público con el privado.

Comenta finalmente en su artículo que el consumo podría debilitarse por causa del desempleo, del descenso de los salarios y de la automatización. Por otro lado, aunque considera difícil estimar en qué medida aumentará el ahorro doméstico como forma de previsión, piensa que la rigidez en la combinación de oferta y demanda es otro lastre estructural que se añadirá al endeudamiento creciente de gobiernos, hogares y empresas.

De Economía apenas sé nada, y de geopolítica menos. Sobre gobernanza, teorías de las organizaciones y teoría social, así como sobre regímenes políticos y sus transiciones y evoluciones, sé aproximadamente lo mismo. Sin embargo, desde el atrevimiento que me procura la ignorancia, me aventuro a compartir algunas de las perogrulladas que me inspira la condición de ser humano reflexivo y de atónito ciudadano habitante de un mundo global, que comparto con siete mil ochocientos millones de congéneres.

La primera y la más importante de ellas es que la salud es el asunto principal de la vida. Si falla, todo lo demás deviene irrelevante. ¿Para qué se quieren el dinero, las propiedades y posesiones o la capacidad de influencia si no hay posibilidad de disfrutarlos? No es necesario buscar inspiración en películas de ciencia ficción o en las distopías relatadas por quienes imaginaron futuros inexistentes e indeseables. Circunscribámonos a lo sucedido en el último trimestre y comprobaremos inmediatamente que un ínfimo virus puede paralizar el mundo, ponerlo patas arriba y cuestionarlo por completo. ¿Alguien puede asegurar que se trata de un episodio circunstancial e irrepetible? En mi opinión –y en esto coincido con eximios conciudadanos que sí tienen acreditada su sabiduría, verbigracia, gente como S. Hawking, B. Obama, B. Gates, entre otros– la agresión sistemática que desde hace siglos venimos causando al Planeta, que en las últimas décadas se ha intensificado exponencialmente, nos aboca irremisiblemente a futuras y virulentas crisis, que muchos aventuran que serán cada vez más frecuentes y devastadoras. Hasta el punto de que se ha llegado a conjeturar que será una de ellas, y no una explosión nuclear, un meteorito u otro fenómeno provocado por la mano del hombre, lo que acabe con la especie humana. Ergo, no parece que el camino que seguimos nos conduzca al lugar adecuado para disfrutar placenteramente de nuestro bien más preciado. Insisto, no hay duda, la salud es lo primero. Y, por tanto, cuanto se invierta en ella será poco. Conclusión: no más recortes ni cicaterías en la inversión en investigación, prevención, infraestructuras sanitarias, médicos, medicinas… Punto y final de la tolerancia con los negocios que se lucran con la gestión de hospitales, cuidados a mayores, dependientes y atención social.

Segunda cuestión. Los discursos que escucho en las últimas semanas insisten en la necesidad de neutralizar rápidamente la crisis sanitaria para reemprender la vida justo en el punto donde la dejamos, sin replantearse otras cosas que no sean las exigencias al Gobierno para que dicte instrucciones básicas (limpiezas, desinfecciones, pantallas protectoras, mascarillas, distanciamiento) que hagan posible retomar la actividad productiva en la nueva normalidad. Para muchos la pandemia aparenta ser un fenómeno fortuito, lamentable, sí, pero que no reviste mayor relevancia. Se acota, se combate, se resuelve y punto pelota. Leo y veo en la televisión y en las RRSS a líderes políticos criticando sistemáticamente la estrategia gubernamental para la desescalada, sin que aporten una sola propuesta alternativa. Veo a Presidentes Autonómicos enfadados porque sus respectivas Comunidades no han alcanzado la fase 1, pareciéndoles que pierden una absurda carrera para lograr los primeros lugares en no sé qué ranking nacional de la estupidez. Escucho a empresarios, que aseguran estar en la ruina, presionando a las autoridades para que aceleren la vuelta a la normalidad, regateando rebajas en los requisitos higiénicos que deberán observar sus empresas y demandando ayudas y reducciones de impuestos, pero sin alterar un punto sus expectativas de negocio. Veo y leo noticias relativas a empresas de construcción, promotoras inmobiliarias, turoperadores, aerolíneas, restauradores, dueños de chiringuitos, gestores de apartamentos turísticos, todos clamando por la vuelta a la normalidad con carácter inminente, como si ello dependiese del poder de una varita mágica accionada por el Merlín de turno, capaz de revertir cuanto ha sucedido y devolver las fichas a la casilla de inicio retomándose así la acostumbrada normalidad. No creo que se precise ser un lince para deducir que es imposible revertir el desastre social, laboral, económico y personal que ha generado y seguirá produciendo la radical limitación de la movilidad de los ciudadanos y la paralización de buena parte de la actividad económica. Me temo que asistimos a fenómenos que no serán coyunturales sino que han venido para quedarse, como el desempleo de larga duración y la quiebra de multitud de empresas por la debilitación del consumo y otras disfunciones económicas. Por no mencionar el descenso de los salarios, las consecuencias de la automatización y el teletrabajo, el  estrepitoso endeudamiento de gobiernos, hogares y empresas, etc. En síntesis, nada será igual en el futuro por más que nos empeñemos en mirar para otro lado.

Tercero.  Aún considerando que fuese posible devolver las cosas al punto donde se encontraban antes de que se desatase la pandemia, está más que acreditado que el sistema económico neoliberal es incompatible con la sostenibilidad, pues impacta en los ecosistemas y arrasa los recursos de manera inconciliable con la viabilidad del Planeta, abocándonos, como han argumentado autoridades científicas reconocidísimas, a un cambio climático insoportable, que alterará las condiciones de vida de las especies, por no mencionar el paralelo agotamiento de las energías fósiles, las letales tasas de contaminación atmosférica, etc. Y todo ello para que un número progresivamente menor de personas acumulen incalculables beneficios a base de producir y distribuir bienes que no satisfacen ninguna necesidad básica y que suelen producirse deslocalizadamente en unas condiciones laborales indecentes e intolerables. Una de los extremos que ha evidenciado la pandemia a los ojos de muchísimas personas es que se puede vivir consumiendo muchísimas menos cosas de las que compramos habitualmente y, por tanto, que necesitamos menos dinero del que gastamos normalmente. De modo que, desde mi cortedad de miras, no veo la economía del Planeta creciendo al ritmo que lo hacía en los últimos años. Ni por capacidad de hacerlo, ni por conveniencia. Lo que ha sucedido en los últimos años ha contribuido enormemente a agrandar la desigualdad en la distribución de la riqueza y en el acceso a las oportunidades. Es más, incluso me parece que este es uno de los principales incentivos que ha instigado la polarización política que se ha instalado en muchas regiones del mundo.

De modo que, desde mi ignorancia, pero también desde mi irrenunciable derecho a opinar, me atrevo a aventurar algunas actuaciones que igual podrían tomarse en consideración. La primera de ellas es la contención. Creo que es una obviedad que debe ralentizarse la actividad económica, haciéndola compatible con una explotación más armoniosa de los recursos naturales, con la mirada puesta en la vida decente de las personas y la sostenibilidad del Planeta. Acabamos de comprobar el efecto que producen dos meses de parálisis productiva en los indicadores de la salubridad global, que alcanzan niveles que casi habíamos olvidado. La cuestión es si queremos vivir sanamente u optamos por seguir acríticamente la insaciable carrera del consumismo, desatendiendo las auténticas necesidades y contribuyendo a asolar el futuro de la Humanidad.

La segunda es la desactivación de la secular tendencia hacía la urbanización desaforada. Me parece que se impone la desescalada urbanística y la reocupación del territorio vaciado e incluso de otros más inhóspitos. Las megalópolis no son sino inventos de quienes jamás pensaron en vivir continuadamente en ellas, al menos no en las condiciones que lo hace el común de los ciudadanos. Son instrumentos para el lucro, que favorecen a quienes no persiguen otra cosa que especular u obtener el máximo rendimiento con la menor inversión, sojuzgando con sus servidumbres, problemas y dificultades a quienes residen en ellas, y hasta a quienes no. Además de contener su crecimiento, debería incentivarse la redistribución de la población y de los recursos en el conjunto del territorio planetario. Las grandes ciudades y las megalópolis fagocitan las inversiones, las instituciones y las empresas productivas, absorben los recursos de las zonas colindantes y generan agravios lacerantes con los territorios que las abastecen. A esa finalidad debieran aplicarse una parte significativa de los enormes recursos que tenemos. Si nos lo proponemos, podemos hacerlo y ello contribuirá a que vivan mejor las futuras generaciones. Recuperarán referencias, identidades, empatías y, en conjunto, valores imprescindibles para asegurar la auténtica civilidad y la convivencia.

La tercera es recomponer lo antes posible y con determinación la estructura económica del país. No podemos seguir dependiendo del monocultivo turístico y de lo que conlleva con relación a la construcción y a los servicios afines. Este producto estacional, dependiente de la demanda de terceros y sensibilísimo a factores coyunturales (epidemias, conflictos sociales, flujos comerciales…) no puede seguir teniendo el altísimo peso que tiene  en el PIB de este país. O diversificamos la economía o acabaremos pobres de solemnidad y esclavos del “no turismo” de sol y playa, que llegará. Existen decenas de alternativas: energías limpias, cuidados y geriatría para la población europea, agricultura ecológica, manufacturas a precio justo, suministros para atender las necesidades básicas de salud y alimentación, etc.

La cuarta es consolidar socialmente la relevancia de la política, en tanto que instrumento útil para matizar las pulsiones de la economía. Obviamente me estoy refiriendo a la política de escala, la que se escribe con letras mayúsculas, no a la que practican cada vez más a menudo instituciones menos representativas y  ciudadanos crecientemente mediocres. Está demostrado que la pulsión lucrativa del capitalismo socava profundamente la cohesión social, generando inestabilidad y multiplicando la desigualdad. El sistema capitalista sustituye la ética del trabajo por la estética del consumo, desprecia la cohesión social y busca crear el consenso en torno a la idea de que lo que importa es poder elegir en la rueda del consumo, desatendiendo las opciones redistributivas. Es imprescindible arrancar a la economía la gobernanza global y reasentarla en una arquitectura institucional con más recursos y capacidades, más transparente, justa y democrática, que contribuya a moralizar la acción cotidiana, a reorientar su rumbo, transitando desde la búsqueda del beneficio económico y la satisfacción de los intereses particulares al logro del interés común, que podría concretar el cumplimiento de objetivos definidos en nuevas constituciones más respetuosas con los derechos humanos que corresponden a los ciudadanos.

Soy consciente de la complejidad del mundo y de la pluralidad de intereses que acoge. Tengo conciencia de que son muchísimas las aristas que debe abordar la gobernanza universal. Pero toda gran empresa la integran pequeñas porciones sin cuya concurrencia es imposible alcanzar los grandes propósitos corporativos. Las reflexiones y propuestas precedentes no tienen otra pretensión que intentar concitar el interés de los lectores y motivarles a emprender sus propias reflexiones. Dicen que las crisis acarrean grandes dificultades pero también propician nuevas oportunidades. Ojalá que la pandemia que nos acosa represente un tiempo de oportunidad que impulse alternativas radicales para enfocar la vida planetaria desde perspectivas más saludables, sostenibles y justas para todos.