viernes, 28 de agosto de 2020

Contra la cicatería, el oportunismo y la amoralidad

El bachillerato que estudié en los 60 incluía en su plan de estudios la materia de Filosofía, una única asignatura incardinada en el sexto y último curso. Tuve la suerte de que me la enseñara un gran profesor, D. Fernando Puig, que nos decía que era la madre de todas las ciencias, de la que se fueron segregando a medida que adquirían entidad propia. Así sucedió, por ejemplo, con la Psicología a finales del siglo XIX. La amplitud del contenido que debía abordar en sus clases el recordado profesor no le permitía ahondar en las múltiples facetas de la asignatura, aunque se afanaba en abrir perspectivas y ofrecernos panorámicas amplias. Instalado imaginariamente en una ellas rememoro algunas de sus reflexiones sobre aspectos de psicología básica, en cuyo conocimiento profundice poco tiempo después con la orientación de doña Manolita Pascual, en la Escuela Normal de Magisterio.

En aquellos años adolescentes estos y otros profesores me ayudaron a tomar conciencia de que la vida es una experiencia que se consume en primera persona, sin ambages. Logré entender que el rasgo que sustancialmente nos diferencia de los demás seres vivos es la libertad. Comprendí que los llamados animales superiores reaccionan a los estímulos por instinto, con pautas de conducta prefijadas y automáticas que les exoneran de toda intencionalidad y de la consiguiente responsabilidad. Deduje que las personas seleccionamos nuestras acciones porque poseemos una atribución de la que ellos carecen: la libertad, la capacidad de decidir. De modo que con la propia reflexión y con la ayuda de los profesores a los que he aludido logré diferenciar nítidamente las conductas de los animales de las acciones humanas. Aprendí que ello es precisamente lo que nos confiere la condición de seres morales, obligándonos a responder por lo que hacemos y a asumir las consecuencias derivadas de nuestros actos, algo que debería ser legal y universalmente ineludible.

Por otro lado, la experiencia nos ha enseñado a muchos que si hay media docena de asuntos trascendentales en la vida uno de los primordiales es la motivación. Entre sus múltiples definiciones me parece especialmente acertada la que la asocia a los determinantes internos que nos incitan a realizar ciertas acciones y no otras. En consecuencia, es una faceta crucial para la existencia porque subyace a cualquiera de las acciones, impulsándolas y guiándolas hacia un determinado fin; hasta el punto de que sin motivación es prácticamente inconcebible la acción. Existen motivos básicos e innatos que nos impulsan a buscar los recursos para la subsistencia, de la misma manera que sobrevienen otras motivaciones que nos inducen a practicar aficiones, a desarrollar actividades o a aprender. Estas últimas tienen carácter secundario pues no se vinculan con la naturaleza humana sino que son producto de la cultura concreta de la que se participa.

No me haré pesado con alusiones a las teorías sobre la motivación y otros asuntos colaterales, pero tampoco renuncio a compartir algunos interrogantes retóricos al respecto. Me pregunto, por ejemplo, si se encuentran los bienes morales entre los fines o las metas del comportamiento humano. O si existen necesidades humanas de naturaleza ética. Y si fuese así, qué razones explican que no se haga mención explícita al bien o al mal moral en las motivaciones personales. Me pregunto, en suma, si están la justicia, la honradez o la integridad entre las motivaciones descritas por las principales teorías sobre la motivación.

Una elemental revisión de la literatura científica permite una constatación inequívoca: a todas las cuestiones anteriores les corresponde una respuesta negativa. Si repasamos las teorías psicológicas comprobaremos que todas las motivaciones que se han descrito se encuadran entre los bienes útiles o agradables. La mayoría de las teorías sobre la motivación la enfocan desde una perspectiva amoral, pues consideran que su guía primordial es la búsqueda de bienes útiles y agradables, obviando la necesidad de alcanzar los bienes morales. Dicho de otra manera, la explicación de la motivación humana pone todo el énfasis en el propio logro y en la satisfacción personal; de modo que son las propias necesidades y no las de los demás las que mueven la conducta de las personas. Por tanto, el ser humano es un individuo que busca permanentemente la satisfacción de sus propias necesidades y no las de los otros. En consecuencia, se concibe la motivación desde una perspectiva intransitiva, en la que la actitud receptora prima netamente sobre la inclinación dadora. Es verdad que esta corriente mayoritaria tiene su contrapunto en alguna voz discrepante, aunque es igualmente innegable que la tendencia general se orienta en la dirección apuntada.

Durante estos meses de pandemia tenemos la oportunidad de observar conductas sociales que ratifican las teorías expuestas. Algunos segmentos de la población desarrollan comportamientos que responden exclusivamente a la motivación orientada al propio logro o a la satisfacción personal obviando el interés común, representado en este caso por la salud pública, que se ve perceptiblemente amenazada por las prácticas asociales. Esas conductas desajustadas colisionan frontalmente con el aseguramiento de la salud de la población en general, y particularmente de las personas mayores y/o con patologías previas o múltiples. De modo que, una vez más, la tozuda realidad da la razón a la tendencia mayoritaria que defiende la cualidad intransitiva de la motivación humana.

Por otro lado, parece obvio que en la vida social la raíz egocéntrica de toda motivación y las consiguientes acciones individuales deben conciliarse con la necesidad de asegurar el interés general (síntesis de los derechos de todos) que reclama la sociedad democrática. Por tanto, si la motivación intrínseca de los ciudadanos no moviliza su capacidad de dar sino que estimula exclusivamente la de recibir, para satisfacer los intereses particulares y las propias necesidades (no las de los demás), es incuestionable que se impone instaurar elementos de motivación externa que quiebren la inercia egoísta y ayuden a reorientar las conductas individuales hacia la satisfacción del interés común.

La tendencia que se aprecia recientemente en las declaraciones y en el comportamiento de determinadas autoridades y responsables políticos, defendiendo la autorregulación de la vida social en función de las motivaciones intrínsecas de los ciudadanos, no parece que sea el camino adecuado para  progresar hacia la justicia social o contribuir al logro de la preeminencia del bien moral. Concuerdo en que la educación y la convivencia deben asentarse en actitudes, disposiciones y propuestas positivas, también en la apelación permanente a los valores universales y en la disuasión argumentada. Pero ello no me impide defender a la vez que, cuando se agota la eficacia de los mensajes positivos y se contrasta la irrelevancia de las indicaciones amables, deben activarse medidas contundentes de carácter coercitivo, que ayuden a las personas a orientar sus conductas de manera acorde con una visión moral de la motivación, y no en exclusiva concordancia con los impulsos estrictamente útiles y/o de agrado personal.

Y ello no me parece indecoroso, retrógrado, ni reaccionario. Cuando lo que está en juego es la salud pública, que no es sino una parcela importantísima del interés general, quienes tienen la responsabilidad de gobernar poseen toda la legitimidad para actuar en su defensa y asegurarla. No hacerlo sí que es reaccionario, además de cicatero, oportunista e irresponsable. E incluso, por encima de ello, profundamente amoral e injusto.

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