El
bachillerato que estudié en los 60 incluía en su plan de estudios la materia de
Filosofía, una única asignatura incardinada en el sexto y último curso. Tuve la
suerte de que me la enseñara un gran profesor, D. Fernando Puig, que nos decía
que era la madre de todas las ciencias, de la que se fueron segregando a
medida que adquirían entidad propia. Así sucedió, por ejemplo, con la Psicología
a finales del siglo XIX. La amplitud del contenido que debía abordar en sus
clases el recordado profesor no le permitía ahondar en las múltiples facetas de
la asignatura, aunque se afanaba en abrir perspectivas y ofrecernos panorámicas
amplias. Instalado imaginariamente en una ellas rememoro algunas de sus
reflexiones sobre aspectos de psicología básica, en cuyo conocimiento
profundice poco tiempo después con la orientación de doña Manolita Pascual, en
la Escuela Normal de Magisterio.
En
aquellos años adolescentes estos y otros profesores me ayudaron a tomar conciencia
de que la vida es una experiencia que se consume en primera persona, sin
ambages. Logré entender que el rasgo que sustancialmente nos diferencia de los
demás seres vivos es la libertad. Comprendí
que los llamados animales superiores reaccionan a los estímulos por instinto, con
pautas de conducta prefijadas y automáticas que les exoneran de toda intencionalidad
y de la consiguiente responsabilidad. Deduje que las personas seleccionamos
nuestras acciones porque poseemos una atribución de la que ellos carecen: la
libertad, la capacidad de decidir. De modo que con la propia reflexión y con la
ayuda de los profesores a los que he aludido logré diferenciar nítidamente las
conductas de los animales de las
acciones humanas. Aprendí que ello es precisamente lo que nos confiere
la condición de seres morales, obligándonos a responder por lo que hacemos y a asumir las consecuencias derivadas de nuestros
actos, algo que debería ser legal y universalmente ineludible.
Por
otro lado, la experiencia nos ha enseñado a muchos que si hay media docena de asuntos
trascendentales en la vida uno de los primordiales es la motivación. Entre sus
múltiples definiciones me parece especialmente acertada la que la asocia a los determinantes
internos que nos incitan a realizar ciertas acciones y no otras. En
consecuencia, es una faceta crucial para la existencia porque subyace a cualquiera
de las acciones, impulsándolas y guiándolas hacia un determinado fin; hasta el
punto de que sin motivación es prácticamente inconcebible la acción. Existen
motivos básicos e innatos que nos impulsan a buscar los recursos para la
subsistencia, de la misma manera que sobrevienen otras motivaciones que nos inducen
a practicar aficiones, a desarrollar actividades o a aprender. Estas últimas
tienen carácter secundario pues
no se vinculan con la naturaleza humana sino que son producto de la cultura
concreta de la que se participa.
No
me haré pesado con alusiones a las teorías sobre la motivación y otros asuntos
colaterales, pero tampoco renuncio a compartir algunos interrogantes retóricos al
respecto. Me pregunto, por ejemplo, si se encuentran los bienes morales entre
los fines o las metas del comportamiento humano. O si existen necesidades
humanas de naturaleza ética. Y si fuese así, qué razones explican que no se
haga mención explícita al bien o al mal moral en las motivaciones personales.
Me pregunto, en suma, si están la
justicia, la honradez o la integridad entre las motivaciones descritas por las
principales teorías sobre la motivación.
Una
elemental revisión de la literatura científica permite una constatación inequívoca:
a todas las cuestiones anteriores les corresponde una respuesta negativa. Si
repasamos las teorías psicológicas comprobaremos que todas las motivaciones que
se han descrito se encuadran entre los bienes útiles o agradables. La mayoría de
las teorías sobre la motivación la enfocan desde una perspectiva amoral, pues consideran
que su guía primordial es la búsqueda de bienes útiles y agradables, obviando
la necesidad de alcanzar los bienes morales. Dicho de otra manera, la explicación
de la motivación humana pone todo el énfasis en el propio logro y en la satisfacción
personal; de modo que son las propias necesidades y no las de los demás las que
mueven la conducta de las personas. Por tanto, el ser humano es un individuo que
busca permanentemente la satisfacción de sus propias necesidades y no las de los
otros. En consecuencia, se concibe la motivación desde una perspectiva intransitiva,
en la que la actitud receptora prima netamente sobre la inclinación dadora. Es
verdad que esta corriente mayoritaria tiene su contrapunto en alguna voz
discrepante, aunque es igualmente innegable que la tendencia general se orienta
en la dirección apuntada.
Durante
estos meses de pandemia tenemos la oportunidad de observar conductas sociales
que ratifican las teorías expuestas. Algunos segmentos de la población
desarrollan comportamientos que responden exclusivamente a la motivación
orientada al propio logro o a la satisfacción personal obviando el interés
común, representado en este caso por la salud pública, que se ve perceptiblemente
amenazada por las prácticas asociales. Esas conductas desajustadas colisionan
frontalmente con el aseguramiento de la salud de la población en general, y
particularmente de las personas mayores y/o con patologías previas o múltiples.
De modo que, una vez más, la tozuda realidad da la razón a la tendencia mayoritaria
que defiende la cualidad intransitiva de la motivación humana.
Por
otro lado, parece obvio que en la vida social la raíz egocéntrica de toda
motivación y las consiguientes acciones individuales deben conciliarse con la
necesidad de asegurar el interés general (síntesis de los derechos de todos) que
reclama la sociedad democrática. Por tanto, si la motivación intrínseca de los
ciudadanos no moviliza su capacidad de dar sino que estimula exclusivamente la
de recibir, para satisfacer los intereses particulares y las propias
necesidades (no las de los demás), es incuestionable que se impone instaurar elementos
de motivación externa que quiebren la inercia egoísta y ayuden a reorientar las
conductas individuales hacia la satisfacción del interés común.
La
tendencia que se aprecia recientemente en las declaraciones y en el
comportamiento de determinadas autoridades y responsables políticos, defendiendo
la autorregulación de la vida social en función de las motivaciones intrínsecas
de los ciudadanos, no parece que sea el camino adecuado para progresar hacia la justicia social o contribuir
al logro de la preeminencia del bien moral. Concuerdo en que la educación y la convivencia
deben asentarse en actitudes, disposiciones y propuestas positivas, también en
la apelación permanente a los valores universales y en la disuasión argumentada.
Pero ello no me impide defender a la vez que, cuando se agota la eficacia de
los mensajes positivos y se contrasta la irrelevancia de las indicaciones
amables, deben activarse medidas contundentes de carácter coercitivo, que ayuden
a las personas a orientar sus conductas de manera acorde con una visión moral
de la motivación, y no en exclusiva concordancia con los impulsos estrictamente
útiles y/o de agrado personal.
Y
ello no me parece indecoroso, retrógrado, ni reaccionario. Cuando lo que está
en juego es la salud pública, que no es sino una parcela importantísima del
interés general, quienes tienen la responsabilidad de gobernar poseen toda la
legitimidad para actuar en su defensa y asegurarla. No hacerlo sí que es
reaccionario, además de cicatero, oportunista e irresponsable. E incluso, por
encima de ello, profundamente amoral e injusto.
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