Hace
meses que enfrentamos una catástrofe que afecta al conjunto del planeta. No se
recuerda otro acontecimiento de origen natural que se haya prolongado tanto
como esta pandemia. Los estragos que causa la Covid-19 duran ya más de medio
año desconociéndose su alcance temporal. Es como si estuviésemos viviendo en
directo las fabulaciones que muestran series como Black Mirror, Contagio y
otras. No estábamos preparados para esto, nadie podía imaginar semejante
realidad excepto los guionistas, los fabuladores de relatos análogos y otras
anónimas mentes no menos calenturientas. El coronavirus es un enemigo
desconocido que ha logrado confinar a más de tres mil millones de personas en
el mundo, algo inédito para la humanidad.
La magnitud
de la pandemia ha inducido una emergencia de salud pública y una crisis
económica que interfieren brutalmente en la vida cotidiana. Todo hace pensar que los efectos asociados al cierre de empresas, a los
despidos de los trabajadores y a las medidas sanitarias para contener al virus se
prolongarán después de que desaparezcan sus amenazas. Se da tan por seguro que se
ha llegado a decir que la datación cambiará en el
futuro. La fecha de cualquier acontecimiento histórico, que hoy se
referencia en el nacimiento de Cristo, en la Hégira o en el Panchanga dependiendo de qué culturas, podría establecerse con relación a la aparición de
la Covid-19. De manera que una determinada efemérides sucedería en tal o cual
año, anterior o posterior a ella.
Por
otro lado, en el corto plazo, estamos activando y desarrollando pautas de
comportamiento adaptativo a la vida en pandemia que seguramente no serán respuestas
coyunturales o transitorias. Todo parece indicar que seguirán impregnando la
cotidianidad cuando se inaugure de verdad una nueva normalidad, tras
el descubrimiento y la administración de
vacunas o tratamientos paliativos eficientes y sin exclusiones. Mencionaré
algunas de ellas, sin que el orden en que se presentan signifique priorización
alguna.
En
primer lugar me referiré al teletrabajo que, aunque presenta aristas y sinuosidades y haya llegado súbitamente a nuestro país, parece
que se implantará de manera prolongada en amplios sectores de la actividad
productiva. Numerosos indicios apuntan a su vocación de consolidarse tanto por voluntad de los
trabajadores como de los gestores de empresas e instituciones. Tampoco es
asunto trivial la telemedicina o telesalud, como se prefiera denominar, un
formato para la atención primaria sin apenas relevancia hasta que se desató la
pandemia que hoy apoyan médicos y pacientes porque evita inconvenientes (esperas,
desplazamientos, contagios, acompañantes…) y se contempla como solución razonable para algunos
de los problemas que afectan a las personas mayores, aunque no solo a ellas.
Otra
novedad impulsada por la pandemia es el incremento de la compra de víveres y provisiones a
través de Internet. El número de personas que compran alimentos, productos de
limpieza y aseo personal, utillaje o electrodomésticos por este conducto se ha
multiplicado exponencialmente. Ello no parece un episodio circunstancial sino
una tendencia que tiende a consolidarse. En un trimestre han desaparecido reticencias y
desconfianzas y nos hemos echado en brazos de las grandes empresas de
distribución, que visualizamos como tablas salvíficas que nos ahorran buena
parte de los riesgos sanitarios asociados a la compra directa en mercados o
establecimientos comerciales. Otro elemento importantísimo que debe destacarse es
la metamorfosis producida en los formatos de la socialización. Desde que
eclosionó la pandemia nos reunimos con amigos y familiares virtualmente, sea a
través de Zoom, de videoconferencias o mediante cualquier otro medio telemático. Nos
lamentamos de sus carencias e incomodidades pero, querámoslo o no, esos medios
constituyen el nexo que define la nueva e intangible conexión entre las
personas, que ha desplazado a las citas, reuniones y tertulias, e incluso a las llamadas telefónicas, que casi parecen
estar agotando su futuro.
También
ha cambiado la manera de disfrutar del ocio, sea ir al cine, comer en bares y
restaurantes, comprar en los centros comerciales, bailar en las discotecas o asistir
a espectáculos y conciertos. Está claro que tiende a encogerse el formato de estos
negocios buscando fidelizar a comunidades que confían en la oferta
más exclusiva que se les ofrece. En esa transformación sobrevivirán los
negocios con capacidad para sintonizar con un público objetivo dándole la
respuesta que ansía, que es netamente diferencial respecto a la demanda previa
a la pandemia. Otro segmento radicalmente afectado son los viajes. La elección
de los destinos o el modo de viajar se supeditan a las cautelas higiénicas y
sanitarias que se garantizan. Se imponen los protocolos de limpieza y de
ocupación de los medios de transporte que inducen confianza en los viajeros, convenciéndolos de que realizan sus desplazamientos de forma segura. Ello no es nada sencillo y
exige un profundo reajuste de las tareas de gestión, mantenimiento y salubridad
de los vehículos y accesos que está afectando muy significativamente a turoperadores,
hoteleros, agencias de viajes, ferrocarriles, navieras y compañías aéreas de
todo el mundo.
Otro
asunto trascendental en este tiempo de pandemia es la protección de la
privacidad. En ausencia de vacunas y de medios paliativos eficientes el uso de
aplicaciones en teléfonos y de otras tecnologías para rastrear los contactos,
en tanto que estrategias para contener el virus y facilitar el distanciamiento
social, cobra una relevancia enorme. Las grandes empresas tecnológicas aseguran
que garantizan la protección de la información personal que los usuarios deben
compartir para que funcione el sistema de rastreo, que incluye sus antecedentes
médicos y la identidad de las personas con quiénes hayan establecido contactos.
Sin embargo, hoy por hoy existe poca transparencia al respecto y parece escasamente
compatible asegurar la privacidad de la información que exige el rastreo y la
atención a los requerimientos de la salud. En consecuencia lo que parece más verosímil es que acaben imponiéndose los últimos sobre los primeros si el dilema que se nos
plantea se expresa en términos similares a “debe usted elegir entre su salud y
la de su familia, o que se conozcan los detalles de su vida”.
Nunca
la amenaza de una enfermedad había ocupado tanto espacio en nuestros
pensamientos y preocupaciones. Diarios, revistas, televisión o redes sociales
no hablan de otra cosa desde hace meses.
Opiniones, estadísticas, testimonios, consejos e incluso chistes acerca
de la pandemia y de los nuevos hábitos de vida ocupan la mayoría del tiempo que
dedicamos a informarnos. Tan extraordinaria exposición a esos contenidos,
manifiestamente tóxicos, está aumentando la ansiedad de la gente y produciendo
efectos perceptibles en su salud mental. Vivimos presos de un sentimiento de
constante alerta y amenaza que tiene consecuencias psicológicas preocupantes y
afecta severamente a la manera de relacionarnos. El miedo al contagio despierta
actitudes profundamente atávicas que, dependiendo de qué cosas, lo mismo
conducen al conformismo que a la intransigencia. El temor nos hace intolerantes
(recuérdese el fenómeno de la “policía de los balcones”) y condiciona nuestras actitudes
sociales, haciéndolas más conservadoras. Valoramos más los talantes proclives a
la obediencia y la conformidad que las actitudes rebeldes o minoritarias. La
amenaza de la enfermedad nos hace más desconfiados con los desconocidos y ello
tiene evidentes repercusiones en la vida social y amorosa, incluso despierta
actitudes xenófobas y racistas, pues tendemos a recelar de las personas que
pertenecen a otras culturas o son de diferente etnia.
La
pandemia nos ha puesto frente a una realidad desconocida y ha desconcertado nuestro
cerebro, que muestra dificultades para reaccionar ante lo imprevisto y nos induce
sentimientos descontrolados e insatisfactorios. Tenemos serios problemas para
controlar las emociones pese a que conviene que aprendamos a gestionarlas. Porque
aunque seamos incapaces de domeñar los sentimientos podemos aprender a administrarlos, a aceptarlos de la manera en que se producen e intentar observarlos
como si fuésemos espectadores, no como sus agentes directos, intentando desproveerlos
de juicios y evitando que nos hagan sentir mal cuando contravienen nuestras
expectativas. Es necesario vivir las emociones sin culpa, sin abrogarnos la
responsabilidad de haber generado la distancia entre nuestras expectativas y lo
que realmente ha sucedido en unos escenarios calamitosos en los que no hemos podido influir porque los han generado circunstancias que nos sobrepasan.
Otra
de las grandes amenazas alentadas por la crisis del coronavirus afecta al
deterioro y hasta la quiebra de los lazos comunitarios. Ante la
imposibilidad o las dificultades crecientes para materializar el contacto físico
interpersonal se impone tejer redes comunicativas a
través de la tecnología. Es cierto que difícilmente sustituirán las relaciones
directas pero pueden ayudarnos a expresar las emociones,
a interactuar con los demás y a compartir sentimientos, opiniones, angustias y
esperanzas. Asegurar la comunicación entre las personas me parece una tnecesidad que no puede ni debe descuidarse.
Aunque
lamentablemente atisbo pocos indicios que apunten en algunas de las direcciones que vengo
desgranando abogo porque la enorme crisis que vivimos nos haga reflexionar de
verdad, radicalmente, y también porque nos motive a reorganizar nuestras vidas en todos
los sentidos. Ojalá que más allá del dolor y el malestar que en estos momentos nos infringe
contribuya a hacernos a todos más sensibles con las necesidades, los derechos y
los sueños de todas las personas. Ojalá que nos decida a apoyar y materializar políticas y
comportamientos ciudadanos respetuosos con la conservación del planeta y con el
aseguramiento de los derechos fundamentales de las personas. Ojalá nos ayude a reinventarnos
como tales y a construir unas relaciones sociales más antropocéntricas,
más generosas y más humanitarias. Este es mi sueño, que no anhela redimir la
realidad para siempre pero que descansa en la esperanza, a veces desilusionada, de que al menos lleguemos a enmendarla y mejorarla.
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