viernes, 31 de julio de 2020

¡Ay de los libros!

Cada vez leemos menos. La difusión de este breve texto aportará la enésima prueba de ello pese a su ínfima relevancia. Tengo alrededor de 400 selectos amigos en Facebook y sé de antemano que apenas la octava parte lo leerán. Subrayo lo de selectos porque a todos los he sometido a escrutinio previo, pues antepongo la calidad a la cantidad. De modo que lo que decía no es una impresión u opinión subjetiva sino una constatación diría que irrefutable. Ni siquiera la pandemia, esa dislocación existencial que, ilusos de nosotros, hemos llegado a imaginar como una inusitada oportunidad para leer más de lo habitual, para completar tareas que veníamos aplazando inmemorialmente, o para disponer de tiempo que perder, en lugar de proporcionarnos ocasión para todo ello, muy contrariamente, ha contribuido a sumirnos en cierta indeliberada vaguería desencajando nuestros mejores hábitos lectores. Según aseguran ciertos expertos, ha logrado empeorar la situación porque las preocupaciones y la desconcentración inducidas por las espantosas noticias generadas por la enfermedad han diluido el interés por la lectura. Podría decirse que, entre tantas otras cosas, la COVID-19 ha profundizado la calamitosa situación en que se encontraba, especialmente la que concierne a los libros. La pandemia ha impuesto el cierre provisional de las bibliotecas, esos lugares a los que cada vez acuden menos estudiantes y ciudadanos para satisfacer su afición por la lectura o colmar el placer de leer; ha contribuido a desvanecer inveteradas costumbres como la de regalar libros por San Jorge; ha clausurado sin siquiera inaugurarlas centenares de ferias del libro y miles de actividades de animación lectora.

Ciertamente, no subyugan las perspectivas. Resulta evidente que cada vez leemos menos a diario: ni lo hacemos cuando viajamos en el metro, ni tampoco en la cama para intentar conciliar el sueño. En las estaciones del ferrocarril y en las salas de espera de las consultas de los médicos abrimos el libro mucho menos de lo que lo hacíamos. El móvil o la tableta le han tomado el relevo abrumadoramente. Los últimos informes sobre la lectura en España insisten en que aproximadamente el 40% de los conciudadanos no lee un solo libro, con independencia de su extensión o su temática. Una situación que afecta particularmente a los adolescentes y a los jóvenes. Hasta el punto de que, para conseguir que lo hagan, sus profesores establecen como obligatoria tal proeza y amenazan con que ciertas preguntas de los exámenes aludirán a las lecturas prescritas. No sé si existe peor manera de motivar a nadie por una tarea apriorísticamente gratificante. Desconozco si definitivamente –porque nada en la vida lo es– se ha instalado entre los adolescentes la convicción de que, como disponen de infinitas fuentes de información a través de Internet, los libros son innecesarios, pues solo aportan visiones sesgadas y alicortas. Por el contrario, ignoran –simplemente por inexperiencia– que su lectura continuada y reflexiva ayuda infinitamente más que ojear incontinentemente fugaces y triviales mensajes y tuits en la tableta o en el móvil. Leer libros, además de estimular la memoria y la imaginación, incrementa el vocabulario, desarrolla el pensamiento analítico, potencia la concentración y la empatía, favorece la expresión oral y la escrita. Dicho de otro modo, leer es labor que contribuye decisivamente al éxito escolar y académico, y también a cultivar la personalidad y a mejorar la condición de ciudadano.

Me produce una enorme tristeza visualizar al libro camino de la extinción. Quién podía imaginar semejante destino para un bien que, como dice Emilio Lledó, “es sobre todo un recipiente donde reposa el tiempo, una prodigiosa trama con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que lleva la experiencia del vivir hacia la nada del olvido” (E. Lledó, “Los libros y la libertad”). Cómo imaginar que se pierda la lectura si, como asegura Antonio Basanta, “leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse. Leer, aún siendo un acto comúnmente sedentario, nos vuelve a nuestra condición de nómadas” (“Leer contra la nada”). O como pensar en prescindir de los libros y las bibliotecas si, como refiere la joven creadora Irene Vallejo, “toda biblioteca es un viaje y todo libro un pasaporte sin caducidad […], ¿acaso Internet no es sino una emanación, multiplicada, vasta y etérea de las bibliotecas? (“El infinito en un junco”).

Qué lástima que se pierda la lectura, aunque sea un poco, porque leer construye, como alguien ha dicho, una comunicación íntima, una soledad sonora. ¡Ay los libros!, esas extensiones de la memoria, testigos únicos, todo lo imperfectos y ambiguos que se quiera, pero igualmente insustituibles de los tiempos y los lugares a donde no llega el recuerdo.

miércoles, 29 de julio de 2020

El palacio azul

Han transcurrido casi dos meses desde que escribí la última entrada en este blog. Dos meses que en líneas generales abarcan lo que las instancias gubernamentales han denominado “nueva normalidad”, que ni es nueva, ni es normalidad. Más bien parece una desdichada circunstancia que todos deseamos que acabe cuanto antes. Dos meses en los que se nos echó encima el verano, especialmente durante la última quincena, con temperaturas que nos vuelven a abrasar como sucedió en los últimos años. Un bimestre en el que han acaecido algunas cosas extraordinarias. La primera de ellas, y la más notoria para mí, que logramos ver y tocar físicamente a nuestra familia más próxima, especialmente a nuestros nietos, tras casi seis meses sin verlos con otros ojos que no fuesen los que proporcionan los teléfonos y las tabletas. Dos largos meses en los que la COVID19 continuó sin perdernos de vista, contumaz en la implacable persecución a que nos somete desde hace más de medio año, repuntando en diversos lugares del territorio patrio con intensidades desiguales, amenazando a tirios y a troyanos, a meseteños, norteños y sureños, a los muchos que vivimos en el levante  y a los pocos que habitan el poniente, en definitiva, haciendo que nadie pueda vivir tranquilamente estando seguro de que eludirá su contingencia; solo la relativa inconsciencia que inducen los ardores juveniles o la candidez de la infancia consiguen que niños y jóvenes desafíen irresponsable e insolidariamente la gravedad de una intimidación que nos perturba a todos.

En estos dos últimos meses han sucedido, o han continuado ocurriendo muchas, demasiadas cosas indeseables. Así, por ejemplo, hemos seguido privándonos de ver, abrazar y besar a muchas personas que queremos; caminamos por las calles huyendo de nuestros convecinos o poniendo pies en polvorosa cuando percibimos su proximidad; criticamos con vehemencia y acritud a quienes prescinden de las mascarillas o las malutilizan; tememos entrar a comprar en los comercios; casi hemos extinguido por desistimiento las reuniones que posibilitan la vida social, sean bodas, bautizos, comidas familiares o de amigos; se han suprimido o casi las manifestaciones, las concentraciones y los acontecimientos multitudinarios, sean de carácter reivindicativo o se trate de meros eventos deportivos, musicales o de cualquier otra naturaleza; millones de personas hemos renunciado a viajar o a hacer turismo con lo que ello significa para nuestra salud física y emocional, y también para la economía de un país que prácticamente vive de él; desatendemos el cuidado personal y nos mostramos desaliñados  y descompuestos, embozados tras las mascarillas y otras (des)protecciones, pese a que ello ni nos ayuda a sentirnos bien ni mejor, tan es así que algunas personas inteligentes perfilan sus labios con tonalidades vistosas en la intimidad de sus hogares para reconocerse, agradar a su gente y reforzar la autoestima. Son muchas, demasiadas, las cosas que están convirtiendo la cotidianeidad en una gran anormalidad, no en una mera variante de la normalidad que conocíamos. Una anomalía que profundiza raudamente, y lo hará más, el enorme déficit que arrastran las sociedades modernas en asuntos como la educación emocional de los ciudadanos, que acabará pasando voluminosas facturas al contado y en diferido.

Han transcurrido dos meses en los que tras arduas negociaciones se logró sacar adelante un proyecto para la reconstrucción europea tras la COVID19 después de maratonianas jornadas de trabajo; finalmente los Veintisiete acordaron el martes 21 de julio el mayor desembolso financiero de la historia de la Unión Europea (UE), un total de 1,824 billones de euros, divididos en un fondo de reconstrucción dotado con 750.000 millones y un marco financiero para 2020-2027 de más de un billón, que sientan las bases de la recuperación económica de la UE; un acuerdo que la derecha reaccionaria vilipendió antes, durante y después de su gestación y aprobación, y que ahora pretende patrimonializar como hace habitualmente con cualquier asunto; ya se sabe que el norte y guía de su iniciativa política es siempre el mismo: mentir, desdibujar los acontecimientos y difundir bulos antes de que se desmientan los anteriores, porque así nunca deja de planear la duda mentirosa e impune sobre la opinión pública; frente a semejante estrategia es inútil intentar desmontar las patrañas porque siempre habrá una nueva en el candelero oscureciendo los argumentos que pretenden disipar o neutralizar la anterior; en fin, la inasible no caducidad de las estrategias goebelianas.

Dos meses en los que he estado preparando la publicación de un pequeño librito de relatos de experiencias, sentimientos y percepciones que me ha suscitado mi pueblo en los últimos años, recogidos en las páginas de mi blog ababolesytrigo; un proceso tedioso en el que he contado con la inestimable ayuda de Miguel Aguilar, que se ofreció para ilustrar las veintisiete piezas que lo integran, que son otros tantos flashes que reflejan aristas y perspectivas y también ciertas vivencias relativas a la población en que nací. Espero que el próximo otoño alumbre la criatura.

Sin embargo, una de las experiencias que más me ha satisfecho de este mi último periodo ágrafo ha sido la lectura de la novela que me recomendó mi buen amigo Pascual Ruso, un libro de Fulgencio Argüelles titulado "El palacio azul de los ingenieros belgas", que recomiendo. Un texto de poco más de 300 páginas, fluidísimo, competentísimo, con una arquitectura espectacular, con personajes admirablemente perfilados, con una enorme intensidad y minuciosidad léxica; en definitiva, un goce para los sentidos es lo que ofrece un texto que engancha y subyuga, y que te mantiene a pie de libro hasta que lo terminas. Una auténtica gozada que me ha hecho olvidar durante un par de días la calamitosa situación que vivimos.