jueves, 29 de diciembre de 2016

Gallipatos.

La primera vez que tuve noticias de ellos fue en los primeros años de la década de los 90. Creo recordar que estando en el pueblo, con motivo de la visita que nos hicieron Emilio, Concha y Laura. Fue en el verano del 92, durante un largo fin de semana que pasaron con nosotros, probablemente en el curso de alguna de nuestras conversaciones, cuando Emilio mencionó este vocablo. Un año extraordinario aquél, para nosotros y para el país. ¡Qué lejos quedan aquellos añorados tiempos! Fuimos al Mestalla, a ver una de las semifinales de las Olimpiadas, en las que se enfrentaban España y Ghana, a la que vencimos por 2-0. Una selección que entrenaba Vicente Miera y que acabó ganando a Polonia el oro olímpico el 8 de agosto, en el Nou Camp, derrotándola (2-3), con goles del “Pitu” Abelardo (hoy entrenador de su Sporting), todavía con la azotea poblada, y un doblete del talentoso “Kiko” Narváez.

Esa conversación debe vincularse con una de las incontables experiencias que tuvo Emilio en su época de político activo, porque es una tautología reiterar que nunca dejó de pensar, ser y actuar como tal. Vagamente, creo recordar que la cosa tuvo que ver con uno de sus viajes a la vecina localidad de Casinos, donde le habían invitado a participar en algún acto relacionado con la cultura, porque no en vano era Director General del ramo en la Generalitat. A su conclusión, se dio el refrigerio que se dispensa tradicionalmente en estos pueblos de la Serranía y, justamente allí, en una de las conversaciones que acompañan a esos momentos de distensión, apareció tan singular vocablo: gallipato; un término que lo dejó tan patidifuso como lo hizo conmigo cuando lo oí de sus labios por primera vez.

No recuerdo con exactitud de qué manera describió la fisonomía de un ser tan inespecífico que, sin fundamento alguno, imaginé como híbrido de gallinácea y anátida, una especie de engendro rarísimo sin viso de verosimilitud alguna. Algo que, de entrada, me sonó a la típica tomadura de pelo con que se obsequia por estos pagos a los visitantes primerizos. Los habitantes de estos pueblos serranos, históricamente aislados y ajenos a las modas y costumbres urbanitas, poseen un complejo atávico, que nace del temor a ser sorprendidos o engatusados por medio de ocurrencias o habilidades desconocidas para ellos. Esa prevención, a menudo, les lleva a adoptar una actitud defensiva, que expresan con un matizado tono burlesco que pretende tomar la delantera en una hipotética porfía de ocurrencias con quienes perciben con aires de superioridad. En el despliegue de esa descabellada estrategia, a veces llegan a imaginar y aparentar situaciones disparatadas que pretenden que crean los visitantes, considerándolos tontos o casi, o mejor dicho, porque están convencidos de que no tienen ni idea de lo que sucede por estos mundos de la ruralidad.

Pero mira por donde, ahora que han transcurrido más dos décadas desde que aconteció aquella anécdota, casualmente, he averiguado que esa palabra, que en su día me pareció tan excepcionalmente rara, alude a un encantador animalito que es casi un endemismo de estas tierras serranas. Efectivamente, el gallipato, denominado científicamente Pleurodeles waltl, tiene la apariencia de una lagartija de agua, aunque realmente es un tritón que habita en la mitad sur de la Península Ibérica. Por cierto, es el más grande de nuestra fauna, pudiendo alcanzar 30 centímetros de longitud desde el hocico hasta el extremo de la cola. Tiene el cuerpo de color grisáceo y es muy carroñero. Se alimenta de materia en descomposición que encuentra en sus hábitats naturales, que son habitualmente las pozas y balsas que se utilizan para el riego, los pantanos y las charcas.

Este anfibio de ojos prominentes y piel de color parduzco tiene un particular mecanismo de defensa que activa cuando se ve amenazado. En sus dos costados presenta una línea de nueve protuberancias de color amarillento, una especie de costillas que, cuando un depredador lo engulle, proyecta al exterior, causándole dolor y obligándole a regurgitarlo, escapando así de su agresor. En otras ocasiones se defiende proporcionando a su cuerpo una rigidez hierática que disuade a sus captores. De hecho, estos rasgos funcionales están en el origen de algunas de las denominaciones locales con las que se le conoce, tales como "ofegabous", "cullerot" o “venancio”.

Dejando a un lado los aspectos faunísticos y biológicos, volvamos al anecdotario. Según he podido saber, en el pasado era habitual la presencia de gallipatos en Casinos, aunque actualmente es absolutamente excepcional. De hecho, hace pocos años, alguien descubrió un par de estos tritones, con el consiguiente alborozo de la población. Porque, aunque pueda pensarse que allí ni se siente ni se padece, también ha llegado a la Serranía esa pseudosensibilidad que por desgracia ofrece más a menudo vacuos planteamientos y perspectivas medioambientales que apoyos a comportamientos comprometidos e intransigentes con la explotación y conservación de los recursos de un territorio secularmente expoliado.

A raíz del excepcional hallazgo, el alcalde de Casinos expresó su voluntad de recuperar una vieja charca para que pudiesen seguir viviendo en su hábitat natural esos animales y otros congéneres que hipotéticamente se hallasen por aquellos lares. Incluso se difundió que en un centro ubicado en El Saler se estaban criando en cautividad estos anfibios. Y hasta su responsable ofreció al alcalde casinense la posibilidad de soltar de forma controlada algunos ejemplares de gallipato para reinsertarlos en su hábitat natural y recuperar así la colonia que se creía extinguida.

He de confesar que no sé en qué quedaron todos estos buenos propósitos. Sí sé que en Casinos existe una Plaza del Gallipatos, que acoge el pequeño recinto ferial de la localidad. En él, desde principios de siglo, se celebra cada año la Feria del Dulce Artesano, Peladillas y Turrones, en la que se pueden degustar y comprar los dulces típicos del municipio. Una feria muy conocida en el Cap i Casal, por la calidad de los productos y por su cercanía. Mucho menos por estos pagos sureños, en los que priman el turrón de Alicante y Xixona, las “peladilles d’Alcoi”y “els canellons”, la “coca de canonge”, las almojábenas, los rollos de vino o los pasteles de gloria.

Por cierto, ahora que estamos inmersos en la diatriba del cambio de denominación de los espacios públicos, buena cosa sería aprovechar la circunstancia para acordar en la ciudad una ordenanza o reglamento que regule el otorgamiento de los nombres de las nuevas vías, espacios urbanos, edificios y monumentos que limite la discrecionalidad o las actuaciones arbitrarias y/u ocurrentes de quienes tienen atribuciones para promover las propuestas y llevarlas a la aprobación de la municipalidad. Aspectos como el arraigo y la historia locales, la educación, los valores universales o los derechos humanos, la infancia, la democracia, los topónimos (no los antropónimos), la flora o la fauna me parecen, todos, elementos que debieran considerarse prioritariamente en el mencionado protocolo y ser operativos a la hora de acordar la denominación de los espacios públicos. ¿A qué alicantino no le gustaría tomarse una cañita o una “palometa”, o simplemente pasear, jugar o comprar en la “plaça del gambosí”, en el “carrer del canari” o en el “racó del cabasset”?

jueves, 15 de diciembre de 2016

O valioso tempo dos maduros.

Hoy estoy vaguete y no tengo ganas de escribir. Me conformo con reproducir este texto de Mário Andrade, uno de los fundadores del modernismo brasileiro, con el que evoco el recuerdo de mis amigos lusitanos y brasileiros hoy, un día torvo de diciembre, que amaneció sin pena ni gloria.

Contei meus anos e descobri que terei
menos tempo para viver daqui
para a frente do que já vivi até agora.
Tenho muito mais passado do que futuro.

Sinto-me como aquele menino que
recebeu uma bacia de cerejas.As primeiras,
ele chupou displicente, mas percebendo
que faltam poucas, rói o caroço.

Já não tenho tempo para lidar com mediocridades.
Não quero estar em reuniões onde desfilam
egos inflamados. Inquieto-me com invejosos
tentando destruir quem eles admiram,
cobiçando seus lugares, talentos e sorte.

Já não tenho tempo para conversas intermináveis,
para discutir assuntos inúteis sobre vidas alheias
que nem fazem parte da minha.

Já não tenho tempo para administrar melindres
de pessoas, que apesar da idade cronológica,
são imaturos.

Detesto fazer acareação de desafetos
que brigaram pelo majestoso cargo de secretário
geral do coral. ?As pessoas não debatem conteúdos,
apenas os rótulos?.

Meu tempo tornou-se escasso para debater rótulos,
quero a essência, minha alma tem pressa?

Sem muitas cerejas na bacia, quero viver ao lado
de gente humana, muito humana;
que sabe rir de seus tropeços, não se encanta com
triunfos, não se considera eleita antes da hora,
não foge de sua mortalidade, caminhar perto de
coisas e pessoas de verdade,
O essencial faz a vida valer a pena.
E para mim, basta o essencal!.

[Mário Raul de Moraes Andrade, 1893-1945] 

sábado, 3 de diciembre de 2016

Crónicas de la amistad: Elx (16).

A veces, en las conversaciones que surgen en nuestros encuentros, nos hemos preguntado sobre el origen, el desarrollo, el significado o la finalidad de la amistad. Una palabra que proviene de otra latina: amicus –el que ama–, que me parece que expresa como ninguna otra esa especial relación afectiva que tanto ansiamos lograr y que encuentra su anclaje en valores universales como la comunicación, la comprensión, el afecto, el apoyo mutuo y la armonía entre las personas. Sabemos bien que la amistad, como el vínculo conyugal, es una relación íntima con un flujo bidireccional: se da y se recibe, no es posible concebirla de otro modo. Quizá por ello la valoramos tanto, o tal vez sea por sus otras muchas bondades. Porque, sin ir más lejos, satisface necesidades básicas como la seguridad o la aprobación de los otros, o nos aporta recompensas invaluables, como la compañía o el sentirnos comprendidos y queridos. Además, no solo facilita estas prebendas socioemocionales que fluyen de la estricta relación afectiva, sino que constituye un excelente recurso para el enriquecimiento personal al propiciar que aprendamos de las experiencias, de los conocimientos y de las vivencias de los demás.

Casi intuitivamente, sabemos que la conciencia de la amistad es algo que se instaura en la infancia, cuando nos incorporamos a las instituciones escolares, sean guarderías, escuelas infantiles o colegios. No en vano invocamos a menudo la recurrente frase: “es un amigo de la infancia”. En el mundo occidental, donde la mayoría de los niños se escolarizan desde hace siglos, es la escuela el lugar donde solemos descubrir a los otros y a sus valores, que son distintos de los nuestros, como lo son sus familias. Hasta entonces, la estirpe respectiva es generalmente la proveedora casi única de los vínculos socioafectivos. Ahora, en la guardería o en el colegio, se amplía el horizonte y se aprenden otras cosas: a compartir, a confiar y a querer a otras personas de edades similares, con las que se establece una relación que influye en el desarrollo recíproco. Para que este aprendizaje se perfeccione idóneamente es primordial la actitud que se trae desde el hogar que, lógicamente, está muy influenciada por el comportamiento de los padres. De ahí que sea una realidad incontrovertible que los niños cuyas familias valoran y potencian la amistad tengan más amigos.

Casino de La Baia-Elx.
Pero la mistad no es patrimonio exclusivo de la infancia; también se da en distintas etapas de la vida y en diferentes grados de importancia y trascendencia. A lo largo de la adolescencia y de la juventud casi todos porfiamos por recomponer una y otra vez las piezas de nuestro particular rompecabezas afectivo. En ambas etapas evolutivas se suscitan nuevas oportunidades para prosperar en la amistad (la que nos une a nosotros es una evidencia de ello). Paulatinamente, vamos orillando los abigarrados grupos de conocidos, en tanto que merma la profusión de las demasías juveniles. Buscamos, alternativamente, personas con quiénes compartir y avivar nuestras inquietudes personales y psicosociales. Aprendemos, en suma, a querer más y a menos gente ya que, como se suele decir, los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Casi imperceptiblemente, con el transcurso de los años, acaba pesando más la calidad que la cantidad en las relaciones amistosas. La experiencia vital nos ayuda a ponderar las distancias y las proximidades afectivas en función de nuestras necesidades. No es que se reduzca progresivamente la sociabilidad, sino que nos interesa menos relacionarnos con muchos que rodearnos de quiénes verdaderamente nos importan, de los que nos proveen de bienestar emocional, social y cognitivo. Esa suele ser la propensión evolutiva hacía el perfil finalista de las amistades que, como las nuestras, acaban siendo casi hermandades, uniones hondas ajenas a ocultismos o a enmascaramientos que permanecen como alianzas en el tiempo y se recuperan de todo. Esos son los reconocibles y placenteros vínculos que nos conexionan y que nos motivan los abrazos más sinceros y las miradas más cómplices.

Además, la amistad genera unos beneficios impagables. Está demostrado, por ejemplo, que tener amigos amortigua el estrés y alarga la vida. ¿Quién nos iba a decir que las relaciones socioafectivas son la medicina más barata a nuestro alcance? Pues así lo testifican más de cien estudios científicos que revelan que la amistad es muy provechosa para la salud. Tan es así que se ha contrastado que las personas que tejen estrechos lazos amistosos adquieren protectores biológicos, que les reducen el riesgo de morir de enfermedades graves porque desarrollan un sistema inmunitario más resistente. Además, gozan de mejor salud mental y son más longevas que las que no disfrutan de apoyo social. Así que, más allá de la particular percepción y de la valoración que cada cual tenemos y/o hacemos de la amistad, indiscutiblemente, es una realidad subyugante que termina fidelizándonos a todos.

Hoy nuestra particular y amistosa peregrinación por los lugares de la provincia recaló en Elx, la ciudad que vio nacer a Antonio Antón y que hace años adoptó como vecinos a Elías y a Luis, y a sus respectivas familias. Elx es mucho más que la tercera ciudad del País Valencià por razón de su población, o la vigésima del Reino de España, como se prefiera (la cuarta, si se excluyen las capitales de provincia). Desde la época de la Reconquista, su término municipal está dividido en partidas rurales y pedanías que rodean el casco urbano por los cuatro puntos cardinales. Su número y superficie han ido cambiando con el paso del tiempo, siendo actualmente treinta las partidas ilicitanas. Nuestros anfitriones nos han llevado a dos de ellas, situadas respectivamente al suroeste y al sureste de la trama urbana: Pusol y La Baia.

Antonio Antón había fijado el meeting point en su casa, junto a la carretera de Santa Pola. A las once en punto, allí estábamos todos, como clavos, a excepción de Elías. Nos hemos dispensado los abrazos y arrechuchos protocolarios, hemos saludado a Paqui y, tras apurar algunos improvisados cafés, hemos emprendido la marcha hacia la escuela de Pusol, siguiendo a Antonio por el laberinto de caminos y veredas que vertebran inmemorialmente el Camp d’Elx. Junto a la escuela se hallan las instalaciones del Centro de Cultura Tradicional, conocido popularmente como el Museo de Pusol, que nació el año 1969 como parte del proyecto pedagógico La Escuela y su Medio, que dirigía Fernando García, su alma mater. Una interesantísima propuesta para incorporar al curriculum escolar el estudio de los oficios y tradiciones del Camp d’Elx. Aquella modesta y voluntarista instalación se ha transformado recientemente en un complejo museístico, inaugurado en 2001, que integra salas de exposiciones, áreas de almacenamiento, talleres de conservación y restauración, sala de usos múltiples, biblioteca, archivo, zona de servicios, huerto de estudios medio-ambientales, etc. Un espacio espléndido que acoge fondos únicos que ilustran y documentan distintos aspectos etnológicos relativos a la agricultura, el comercio, la industria, el folklore, las tradiciones, etc. del Camp d’Elx. En 2009, fue incluido por la UNESCO en el Registro de Prácticas Excelentes en Materia de Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial. En síntesis, una delicia de visita realizada de la mano de Fernando y Mª José Picó, que nos han acompañado amabilísimamente explicándonos anécdotas y detalles curiosos e interesantes que nos han permitido evocar decenas de recuerdos asociados a los centenares de objetos, utensilios y productos que allí se exponen y que forman parte de nuestras propias biografías.

Cumplimentada la faceta cultural del encuentro, rebasado ampliamente el mediodía y cercana la hora del aperitivo, Antonio nos ha propuesto dirigirnos directamente a la siguiente estación, proposición que ha sido aceptada unánimemente. A pocos quilómetros hacia el este se encuentran dos partidas rurales: La Baya Alta La Baya Baja, que comparten núcleo urbano, tradiciones y servicios. Tal vez por ello sus habitantes las denominan genéricamente La Baia, sin más. Según el Onomasticon Cataloniae, el nombre deriva de la Serra del Tabaià, situada al norte del término municipal, cuyas últimas ondulaciones alcanzaban estos lugares separándolos de la costa. Con tres mil almas es la cuarta pedanía en población, siendo conocida más allá de sus confines por los luctuosos sucesos acaecidos allí en 1938, 1981 y 1984, todos enfrentamientos de grupos de vecinos con delincuentes comunes ventilados en la cercanía del celebérrimo “Pi de la Baia”, que hicieron popular en la comarca el dicho “En la Baia te veas”, que suele destinarse a las personas a quienes no se les desea nada bueno. Por encima de estos circunstanciales e infaustos sucesos, la Baia ha acogido a ilustres vecinos como el Mestre Canaletes, que impartía clases en muchos lugares del Camp d’Elx, el Tio Ximenez, que vivió 106 años, o el Tio Fregidor, inspirado poeta en valencià, que colaboraba en los diarios de principios del siglo XX.

Nuestro destino estaba muy próximo al meritado pino, aunque nada tenía que ver con él. Se trata del famoso “Casino”, el mejor restaurante de la localidad, propiedad de la familia Alemany, que elabora un delicioso “arròs en costra”, cuya fama ha trascendido las fronteras ilicitanas. Además de restaurante, el establecimiento ha sido tradicionalmente punto de encuentro de muchos de los hombres de La Baia, que después de la jornada de trabajo iban a tomarse una copa y echar una partida al dominó o a las cartas.

Acabábamos de sentar los respectivos reales en la terraza trasera, cuando ha aparecido Elías, que venía de atender obligaciones odontológicas, al que hemos saludado efusivamente, como merece. Inmediatamente, nos hemos aplicado a dar cuenta de unas cuantas mahous y de algunos vinos y refrescos, que han acompañado a unos frugales aperitivos, antesala obligada del contundente menú de la casa, que hemos pasado a degustar en la parte noble del establecimiento.

Acomodados en una mesa redonda, cual pares sin “primus”, hemos dado buena cuenta de los aperitivos, a base de pan tostado con aceite virgen y recién exprimido de aceitunas de la Montaña, que traía Alfonso, al que han acompañado taquitos de queso, zepelines, calamares a la andaluza y croquetas, junto con una ensalada que era el necesario contrapunto a la contundente “costra” que ha seguido, maridada con más mahous, un par de botellas de Ramón Bilbao y algún “colpet” de café licor con gaseosa o bitter Kas, según gustos. Un excelente menú rematado por una sabrosísima tarta de almendras con helado, que nos ha regalado los paladares entremezclada con pequeños sorbos de un brut Juve Camps.

Apenas se había vaciado el salón y ya habíamos dado inicio a la sobremesa en la que, como es habitual, hemos abordado el repaso general a los asuntos pendientes: próximos encuentros, situación del país y las pensiones, misceláneas y recuerdos, apuntes pseudofilosóficos, etc., etc. Sin que nos hayamos apercibido, la brevedad de estos días otoñales nos ha echado encima el titileo de las primeras farolas del alumbrado que anunciaba el crepúsculo. Una señal de despedida que todos hemos atendido, dirigiéndonos a los vehículos, dándonos los postreros abrazos y emprendiendo cada cual su particular camino de vuelta a casa.

Aún no habíamos descendido de los coches cuando recibíamos a través del whatsup la enésima reflexión de Pascual: “Queridos amigos, jornada feliz acabada. Llego a casa. Y cuando uno duda del origen, de los porqués de las relaciones humanas, se encuentra que llega a casa pletórico de lo que ha vivido hoy, solo cabe pensar que la necesidad de uno respecto a los otros, se sacia con vosotros. Justificáis todos los porqués. Gracias por sostener la filosofía de lo que se ha venido en llamar amistad. Gracias a todos y hoy a Antonio y a Paqui”. A mí solo se me ocurre rematarla con una pequeña apostilla, la que inscribe la frase que escribió hace años Katherine Mansfield, que dice: Siempre sentí que el gran privilegio, el alivio y la comodidad de la amistad era que uno no tenía que explicar nada.

Salud, amigos.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Anécdotas de un paseante.

Caminar, vagar por la ciudad, por sus aceras y calles, por sus avenidas y descampados, recorrer los lugares que la vertebran y la delimitan, conlleva múltiples sorpresas, algunas incomodidades y numerosas oportunidades para descubrir aspectos que ni se pretenden indagar ni nos incumben, pero que a menudo asombran, interesan y hasta inquietan cuando se encuentran de frente.

Tengo una intensa propensión a pasear la ciudad, a desplazarme diariamente por itinerarios que recorro aleatoriamente y que me conducen a cualquiera de sus barrios, rincones y hasta algunos de sus andurriales. Contrasto así la realidad ciudadana, su vitalidad y su desgana, sus prodigalidades y sus miserias, sus beneficios y sus dificultades, sus grandezas y sus decepciones. Algo de ello he contado en este blog en otras ocasiones.

De la misma manera que he expresado mi asombro frente a la imponente grandiosidad del macho del Castillo de Santa Bárbara, especialmente cuando se contempla desde la calle Villavieja, he compartido mi irritación por la hedionda y deslustrada atmósfera que invade multitud de espacios urbanos, particularmente los jardines y zonas de uso común, en los que los orines y excrementos de los perros y sus efluvios campan a sus anchas sin que nadie les ponga remedio: ni la lluvia que limpia las flores del campo –en los lugares donde menudea su presencia, que no por estos pagos–, ni la diligencia de los servicios municipales, hipotecados o maniatados por una contrata que desoye las necesidades y demandas de los ciudadanos, bien por la desidia o la impericia de los adjudicatarios, bien por la connivencia cómplice de quienes debían saber y actuar, gestionando eficientemente los servicios públicos; o bien por las dos cosas a la vez, o por otras que nada tienen que ver con ellas.

He aludido en más de una ocasión al encanto que atesoran muchos aleros, que subsisten y cubren parte de la fábrica de algunas casas distribuidas caprichosamente por los barrios de la ciudad, o al seductor atractivo de la mar encalmada del Postiguet, cuyo subyugante magnetismo atrapa y conforta con vehemencia el ánimo de cuantas almas transitan por el paseo que media entre el Cocó y el espigón del puerto. Me he rendido al romántico encanto de los exiguos parques urbanos –más descuidados de lo que sería deseable– que son auténticas reliquias que sintetizan las viejas aspiraciones de una ciudad que hace décadas que se abandonó a su destino y cayó en manos de los depredadores, que la han desguazado arrebatándole sus señas de identidad con el silencio cómplice de muchos y la descarada tolerancia de quienes debieron impedirlo. En fin, obviando injustamente la benevolencia del tiempo atmosférico que nos acompaña casi privativamente durante todo el año, hasta he reseñado los rigores del tórrido sol estival, que algunos días deshidrata las carnes y fríe los sesos a poco que te descuides.

Sin embargo, no voy a referirme a nada de todo esto porque mi propósito es abordar algunos sorprendentes detalles de cierta versión actualizada de una ocupación secular, hoy convertida en negocio, que se ofrece en muy pocos establecimientos porque suele comercializarse asiduamente a través de plataformas digitales o mediante el teléfono. Me referiré a una especie de bazar que a primera vista parece una empresa pequeña y sencilla, instalada en un bajo comercial de una casa cualquiera, de una calle del mismo tenor, de uno de tantos barrios de la ciudad. Nada hay en el inmueble que reclame especialmente la atención de los viandantes salvo los enigmáticos ofrecimientos que incluyen los letreros adheridos a las cristaleras de sus escaparates, que aparecen coronados por el rotulo corporativo superpuesto a una imagen del globo terráqueo sobre el que destaca una especie de sacerdotisa ataviada con larga túnica, con los brazos extendidos y las palmas de las manos orientadas hacia el cielo, en la misma dirección que su mirada. Con profusa caligrafía se ofertan servicios como idesses personalizados, reiki, endulzamientos, rituales y limpiezas, tirada de caracol, entrega de guerreros, mano de orula, etc. También se ofrecen los clásicos servicios de hipnosis, tarot y alguna otra especialidad. Se trata, por tanto, de una oferta polifacética que permite conocer cualquier sortilegio o enfrentar las penurias y enajenamientos contraídos por el efecto de maldiciones, males de ojo y otros maleficios.

Como soy de natural curioso y no estoy familiarizado con el mundo del esoterismo, consciente de que se me olvidarían muchos de los servicios y productos que se anunciaban allí, me dispuse a registrarlos con la cámara del teléfono. Y como, así mismo, me parecía que son asuntos que inspiran un cierto repelús, retranqueé un tanto mi posición en la acera, situándome a resguardo de una esquina para tomar la fotografía con relativo disimulo. Sin embargo, pese a que creía que actuaba discretamente, apenas había presionado el obturador de la pantalla cuando, para mi asombro, vi salir del interior del establecimiento a dos mujeres que se me encararon con cierta agitación inquiriéndome acerca de por qué fotografiaba el  escaparate. Las tranquilicé asegurándoles que únicamente pretendía recordar los servicios que ofertaban porque podían interesarle a una persona conocida. Entonces, me invitaron a pasar al interior de la tienda para entregarme una octavilla publicitaria. Les acompañé y me facilitaron el folleto que incluye los datos del establecimiento, su situación en la trama urbana, los servicios que oferta y demás detalles (dirección postal, teléfonos, web, etc.)

Más que asombrarme, la anécdota me dejó perplejo. Aunque hace algunos meses que acaeció, todavía recuerdo lo sucedido como si fuese una alucinación. Continúo sin dar crédito a la extrema agudeza de aquellas personas, que ni siquiera vi cuando pasé por delante de la tienda, para detectar que la estaba fotografiando; y sigo sin entender la celeridad y el interés por averiguar la finalidad de la fotografía. Es más, cuando pasé ante el escaparate tuve la impresión de que no había nadie en el interior, ni clientes ni dependientes; aunque evidentemente no estaba en lo cierto. En fin, ¿qué puedo añadir? Solo se me ocurren algunas preguntas para las que no tengo respuesta: ¿cómo explicar que los responsables de un comercio estén más pendientes de lo que sucede en la calle que en su interior?, ¿qué justifica tanto interés por conocer el destino de una inocua fotografía?, ¿por qué la mayoría de los negocios de esoterismo se gestionan a través de internet o del teléfono?

Aunque, bien mirado, si –como aseguran quienes dicen haber investigado este mundo– el mercado del esoterismo mueve en España en torno a 3.000 millones de euros y emplea a unas 100.000 personas cada año, si es verdad que la mayor parte de las transacciones se hacen en dinero negro y si, como parece verosímil, la amenaza del fraude personal pende sobre muchísimos usuarios, que acuden desesperados a quienes les aseguran que pueden conocer su futuro  o conseguirles costosos remedios para asegurarse la buena suerte, puedo imaginar perfectamente las respuestas a aquellas preguntas, y a otras muchas.

martes, 22 de noviembre de 2016

El Buto.

Duérmete, niño,
que viene el Coco
y se lleva a los niños
que duermen poco.

¿Quién desconoce esta nana? ¿Cuántas veces nos habrán exhortado a que durmiésemos o nos portásemos bien amenazándonos con que si no lo hacíamos vendría el Coco y nos engulliría o, lo que es peor, se nos llevaría a un lugar lejano y espantoso? Para millones de niños, para decenas de generaciones, el Coco ha encarnado el más genérico, entrañable y representativo de los miedos que conocimos en nuestra primera infancia. No es solamente un fetiche asociado a esa etapa evolutiva, identificado asiduamente con un hombretón desgarbado y feo que se come o secuestra a los niños, aunque es innegable que, con la llegada de la pubertad, el miedo a tan siniestro personaje se desdibuja y acaba siendo oscurecido por la emergencia en el imaginario puberal de nuevos temores, que inducen otras celebridades más reales y espeluznantes como el Sacamantecas o el Chupasangres.

No obstante, ello solo representa un breve paréntesis en la biografía de esta atávica fobia, que poco tiempo después reaparece para acompañarnos casi vitaliciamente. De modo que, entre los doce y los veintitantos años, el Coco lo personifica ese profesor terrorífico que ha logrado angustiarnos a casi todos; a los treinta, lo asociamos con el acreedor que nos hostiga infatigablemente; a los cuarenta, lo ligamos con las canas que blanquean el cabello inmisericordemente; a los cincuenta, con los primeros achaques importantes de salud; a los sesenta y setenta, con el miedo a morir; y desde entonces, sin solución de continuidad, con la propia muerte que, de nuevo, imaginamos hermanada con el personaje desgarbado y sombrío que nos amedrentaba en la niñez y que, embozado tras sus cientos de máscaras, continúa intimidándonos toda la vida.

Goya, ¡Que viene el Coco!
Sin embargo, en mi niñez jamás me amenazaron con que venía el Coco. Y tampoco recuerdo que mi familia utilizase la figura del Hombre del Saco para tales menesteres. En mi casa, en mi pueblo y en toda la comarca, el personaje que por antonomasia encarnaba la auténtica coerción de comernos o llevarnos lejos de nuestros hogares era “El Buto”. ¡Qué viene el Buto!, era la admonición que blandían nuestras madres y abuelas cuanto nos mostrábamos renuentes a obedecer sus indicaciones.

Siempre he imaginado al Buto deambulando incansablemente por las callejuelas y placetas de los pueblos, revestido con sus viejos y astrosos ropajes, cargando a los hombros su hatillo con pertrechos inconcretos, amparado en las tinieblas nocturnas y desgranando la espaciosidad de su doliente caminar, inmune a las barreras y a los impedimentos que erigen las personas. Para mi y para mis convecinos, El Buto era un personaje mudo, que vivía envuelto en un silencio que solo quebraban los lamentos y gemidos que proferíamos los niños aterrorizados y los siseos sordos de nuestras madres y abuelas advirtiéndonos de su proximidad. Aunque habitualmente ignoraba tales fragilidades tal vez porque no las entendíaa veces parecía que se detenía y espiaba por el rabillo del ojo las imágenes incompletas de los niños que dejaban entrever las rendijas de las contraventanas mal cerradas.

El Buto que imaginé jamás tuvo patria ni hogar. Recorrió el mundo miles de veces sin contaminarse con las desavenencias, las injusticias y las iniquidades que lo gobiernan porque seguramente desconocía el significado de palabras como egolatría, odio, desprecio, enemistad o desamor.

Estoy convencido de que El Buto, al que tanto temí, logró traspasar los umbrales del tiempo, siendo como era una suerte de correcaminos que hacía suyos la sombra de los cipreses, la brisa de los atardeceres, los abrigos y veredas de los montes o el frescor del río y de las fuentes. Con la caída del sol, aquel extraño ser se enseñoreaba diariamente de las calles del pueblo, con las que conformaba su particular feudo, aunque careciese del título nobiliario o cédula de propiedad que lo legitimara para ello. A él le daba igual porque, aunque podía decirse que era como un soberano sin corona, no necesitaba tales perifollos para hacer notar su presencia a cada instante. Incluso me llegaron a decir que no solo se adueñaba de las soledades de aquellas villas sino que también reinaba en el bullicio de las ciudades, donde aseguraban que había lugar y ocasión para casi todo, excepto para soñar.

Paradójicamente El Buto es un personaje siniestro y a la vez entrañable que vive integrado en muchas de nuestras biografías. Su figura encorvada y deforme incita multitud de preguntas que no tienen respuesta. Nadie conoce su procedencia ni es capaz de augurar su rumbo. Sin embargo, permanece ahí, cercano, cual testigo sigiloso del transcurrir de millones de infancias y vidas, cual vigilante impertérrito de los ciclos generacionales. Un ser singular, sin pasado ni destino, condenado a vivir en la eterna soledad. Tal vez por ello el libro privativo de nuestra memoria le reserva un epígrafe especial: el que corresponde a las criaturas que, como él, hicieron su camino rodeados de gente, pero recorriéndolo en la más absoluta misantropía.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Yin y yang.

Determinados días los anotamos en el calendario de una manera especial. Son fechas que subrayamos con mucha antelación, con los rotuladores más estridentes, porque en ellas está previsto que ocurra algo que o no debemos, o no deseamos olvidar. Las personas que queremos, o nosotros mismos, celebrarán, o celebraremos algo especial que deseamos compartir; a menudo acontecimientos asociados con sentimientos y emociones intensas. El sábado pasado era una de esas jornadas. Se casaba la hija menor de unos de nuestros mejores amigos. Por ello, en el almanaque que tenemos adherido a la puerta del frigorífico nuestro mejor recurso nemotécnico hace meses que recuadramos muy destacadamente el 5 de noviembre.

Obviamente, hacía semanas que nos preparábamos para tan señalado momento: recuperando la invitación extraviada, haciendo la transferencia bancaria que hipotéticamente se corresponde con el regalo de boda, etc. En fin, probándonos las prendas, urdiendo los arreglos pertinentes y buscando los complementos adecuados para rentabilizar en lo posible el ropero. De modo que en la mañana de autos todo estaba bajo control. Así que, llegada la hora, acicalados con los perendengues que requería la ocasión, nos dirigimos a la iglesia. Mientras hacíamos la habitual espera, reparé en una persona que estaba sentada un par de bancos más adelante. La miré discreta e inquisitivamente porque, si bien su aspecto general me resultaba familiar, no me cuadraba su fisonomía. Me parecía desdibujada y confusa, haciéndome dudar de que se tratase de quién intuí a primera vista. Al remate, opté por preguntar a mi mujer si le parecía que aquél hombre era quien que yo pensaba. Lo miró con detenimiento y, tras contrastar dónde y con quienes estaba, asintió, deduciendo que, por inverosímil que nos pareciese, no podía ser otro que Paco. Ciertamente, pocos minutos después, los movimientos y ademanes de algunas personas cercanas, y de otras que se aproximaron ex profeso, ratificaron que estaba en lo cierto.

Nos pareció que aquél no era momento oportuno para saludos protocolarios y optamos por permanecer a la expectativa. Acertamos porque, casi inmediatamente, llegaron los novios con su corte de acompañantes, que lógicamente acapararon la atención de todos, inaugurando la ceremonia que justificaba tan singular cónclave. En mi familia somos poco amigos de recrearnos en las dudosas exquisiteces del compadreo y el dejarse ver característicos de estos compromisos sociales. No nos entusiasma descubrirnos inmortalizados en cualquier esquina de las centenares de instantáneas que certifican gráfica o digitalmente tales eventos. De modo que apenas pronunció el oficiante el ite misa est, discretamente, hicimos mutis y nos dirigimos al parking donde habíamos dejado el coche. Parecía que todo quedaba ahí, pero no.

Nos desplazamos unos cuantos kilómetros para llegar al restaurante donde se celebraba el convite. Durante el trayecto hicimos algún recado por lo que, cuando llegamos, ya se encontraba allí buena parte de los invitados. Atravesamos un tramo de jardín y, cuando apenas habíamos puesto el pie en la terraza donde se había preparado el cóctel, nos topamos de bruces con Paco, ya perfectamente identificado, que se encontraba frente a nosotros sentado en una silla y acompañado por un par de amigos. Estaba claro que era un día predestinado para profundizar en los aprendizajes transcendentes y creo que no desaproveché la oportunidad que se me presentó.

Allí estaba, sosteniendo con una de sus manos un ínfimo platito en el que le habían servido distintas variedades de queso. Me dirigí a él y, sin más preámbulo, le espeté aquello de: Paco, no sé si te acordarás de mí, soy Vicente… No me dejó terminar. Inmediatamente, cual si hiciese pocos meses que nos hubiésemos visto, me espetó: ¡hombre!, naturalmente, el marido de Amalia, la amiga de África. Y, efectivamente, así era. De modo que, aunque hará más de veinte años que nos veíamos, ambos nos recordamos como si hubiésemos compartido el día anterior.

Proseguí la conversación con cautela, tanteando el terreno. Por un lado, para no interrumpir la que ya mantenía el pequeño grupo; por otro, porque, aunque tengo referencias de cómo sobrelleva la grave enfermedad que padece, me pareció inoportuno llevar el diálogo a esos derroteros y preferí que discurriera por otros más triviales. Tras unos breves comentarios insulsos nuestros acompañantes se marcharon para reunirse con sus familiares o amigos y, como ni él ni yo acabamos de caernos del guindo y nos conocemos lo suficientemente para deducir lo que a ambos nos interesaba, abordamos sin tapujos las circunstancias de su vida actual. De modo que aquella conversación, que se había iniciado a cuatro bandas, en pocos minutos se transformó en un diálogo entre dos personas, aderezado con los compases de la música que lo impregnaba todo. Fue entonces cuando empezó a contarme lo que realmente le pasa y, especialmente, cómo lo vive. Desde la socarronería, la jovialidad y la falsa indolencia que le han caracterizado siempre desgranó el relato de los últimos compases de su existencia, interpretándola desde el desenfado con que siempre desdramatiza cuanto le sucede, aunque se trate de una secuencia tan sobrecogedora como la que protagoniza en los últimos años.

Paco es una persona autodidacta, con una pasión que ha condicionado su vida: la cocina. Aunque mi insignificante cultura gastronómica me inhabilita para refrendarlo, aseguro que Paco es el paradigma del buen cocinero. Alguien que ha sido capaz de confeccionar un menú -permítaseme expresarlo así- con poco más que cuatro piedras, dos puñados de tierra y un poco de agua. Amistades y conocidos lo hemos asociado siempre a su proverbial habilidad para guisar. Ha sido el inusitado personaje que llega a casa a la hora de preparar la comida, abre el frigorífico y, sin encomendarse a nadie, con lo que encuentra en él prepara un menú perfecto. Nos hemos preguntado mil veces cómo obraba semejantes portentos. Tras mucho elucubrar, creo que todos hemos coincidido en la respuesta: tales prodigios no son sino la consecuencia de la pasión que siente por lo que hace, que es a la vez el fundamento del enorme conocimiento culinario que atesora.

Desde hace cuarenta años vive en La Rioja porque conoció a una riojana y se fue para allá. Aunque ha consumido los años de profesión trabajando de bancario, jamás olvidó su entusiasmo por la cocina. No se conformó con exportar a aquella tierra la sabiduría gastronómica que acumuló en Alicante, sino que aprendió de allí y de otros territorios y fogones cuanto se puso a su alcance. Con su viejos aprendizajes y las nuevas erudiciones amasó una cultura gastronómica que hace años que difunde más allá de los límites riojanos, por territorios colindantes y más allá. De hecho, él y quienes le han acompañado en su acreditada aventura han logrado reconocimiento y premios que avalan su excelencia. Y tan es así, que en otras latitudes, como Italia, logró aventajar a reputados chefs con sus singulares platos e incluso llegó a vencerles en una especialidad tan genuinamente transalpina como los helados. Sin embargo, más allá de sus capacidades y habilidades profesionales y/o vocacionales, Paco es por definición una persona generosa, con una apertura de miras y un buen hacer insólitos. Inveteradamente, su casa ha estado abierta para su familia, para los amigos, conocidos, allegados, e incluso para quienes no lo son. 

Hace tiempo que tiene un problema de salud gravísimo. Dice que tiene dentro de sí un ‘bicho’, como le llama, que se lo está comiendo. Lo tiene más o menos a raya desde hace tres años, pese a que sabe que acabará merendándoselo aunque ponga todo su empeño en que eso no suceda, como buen cocinero que es. No solamente tiene en su cuerpo el dichoso bichito que tantas fatigas le produce; otras circunstancias familiares acrecientan notoriamente semejante quebradero de cabeza. Pues bien, pese a lo uno y lo otro, no ha perdido su esencia. Sigue siendo un tipo jovial y positivo, una persona simpática que sigue riéndose de sí mismo como ha hecho siempre, un individuo que continua haciendo bromas con cuanto sucede a su alrededor. En suma, una persona extraordinaria, obsesionada por el bienestar de quienes le rodean, experta en camaradería, en el buen hacer y en el buen vivir.

El sábado compartí algunos minutos con este hombre que se trastabilla mientras recorre los últimos pasos de su existencia. Alguien que ya está puesto en el disparadero y que tiene plena conciencia de ello. De hecho, me aseguraba que el viernes le resultaba imposible sacarle una sola gota de agua a un manantial que percibía casi completamente agotado y, sin embargo, el sábado allí estaba, casi en plena “forma”, aunque fuese a base de atiborrarse de pastillas y de empapelarse de parches de morfina; contento y feliz de ver, abrazar y disfrutar de la compañía de muchas personas que quiere y a las que sabe que tendrá pocas oportunidades de volver a ver.

Me estoy refiriendo a alguien que es capaz de encontrar algo positivo hasta en el animalucho que lo está devorando. Con plena convicción, me confesaba que le ha enseñado a ver la vida de una manera absolutamente diferente a como la había contemplado hasta que empezó a convivir con él. Y le agradece que le haya aproximado esa nueva perspectiva. Un tipo como Paco, que es capaz de seguir aprendiendo y de exprimir la vida hasta su práctica extinción, merece no solo el respeto, sino la admiración y la gratitud de quienes hemos tenido la oportunidad de compartir su enorme sabiduría. Porque, aunque no lo crea ni se vanaglorie de ello, por encima de todo, Paco es un hombre sabio.

domingo, 30 de octubre de 2016

Sin prisa.

Hoy es un día cualquiera en una ciudad cualquiera. Por no restringirlo a su insustancial entidad, podrían reconocérsele los atributos de plomizo y húmedo, hasta el punto de que resulta casi otoñal, aunque se deje sentir plenamente veraniego. Una aparente incongruencia que le hace acreedor a dos inapelables y merecidos calificativos: anodino y desustanciado.

Hace rato que salí de casa para hacer unos recados. Mientras regreso, distraído y ajeno al ajetreo que me rodea –producto del tráfago que a estas horas asedia las calles–, camino distraídamente con la mirada perdida en los caprichosos dibujos del interminable muestrario de baldosas que deslustran las aceras. Una pareja que transita algunos pasos por delante azuza mi atención y me sustrae del ensimismamiento. Alzo la vista y descubro una imagen que aunque habitual no deja de interesarme. Corresponde a una pareja que engrosa el sinnúmero de personas de cierta edad que deambulan por las calles, sin rumbo aparente ni destino conocido. Son centenares, miles, decenas de miles de seres humanos que diariamente caminan, silenciosa y gregariamente por paseos, bulevares y avenidas de pueblos y ciudades. La pareja que tengo ante mi, como tantas otras, ha diversificado sus funciones. Uno empuja el carro que transporta al otro, sin que exista solución de continuidad entre ambos.

Nuestras respectivas posiciones me proporcionan una perspectiva sesgada que solo me permite ver sus dorsos. Repaso el contorno del primero y advierto que corresponde a un hombre de cierta edad y mediana estatura, de complexión normal, caminar parsimonioso y ademanes perezosos. Una gorrilla de visera remata su silueta dándole un toque estrafalario, que contrasta con el porte sosegado y apacible que parece caracterizarle. Delante de él se adivina, interpolado, el contorno de una mujer de aproximadamente la misma edad, que permanece acomodada en una silla de ruedas, sin otros rasgos distintivos destacables. A simple vista, se trata de una pareja de personas mayores que ha decidido salir a pasear en esta mañana de otoño. Intuyo que, desde la posición en que se encuentran, la longitud de la acera debe antojárseles una distancia interminable. Me pregunto, ¿qué harán estas personas por aquí, a estas horas?

Mantengo la distancia y disimuladamente les sigo mientras se desplazan ajenos a mi inquisidora mirada. Lo hacen despacio, más que tranquila, cansinamente. Evidentemente no tienen prisa. Tal vez porque no saben siquiera a dónde van, seguros como están de que nadie les espera al final de su recorrido. Acaso un encuentro fortuito con algún amigo o viejo conocido sea la única improbable sorpresa que les aguarde en esta insulsa mañana, aunque es más verosímil que no encuentren durante su paseo otras miradas que no sean las de personas desconocidas y anónimas, errantes, como ellos.

Proyecto en el horizonte el alcance que presupongo a sus miradas. La de la señora apenas alcanzará los cincuenta metros; la de él no llegará al centenar. Inmediatamente, me pregunto, ¿acaso tiene importancia alguna?, ¿qué interés puede incitar a saber hasta donde se alcanza a ver, si apenas se mira y casi nunca se ve? Porque el paisaje de muchas de estas personas se constriñe a su pensamiento perennemente absorto, enredado en cavilaciones y preocupaciones por las cosas perentorias. Sus ademanes indican a las claras su despreocupación por las inquietudes usuales en el ecosistema en que se desenvuelven. Apenas reviste interés para ellos nada que trascienda las dificultades para atravesar la primera calzada que deben cruzar o el enésimo obstáculo que han de sortear. Probablemente, el suyo es un horizonte imaginario, inconsciente, subliminal, definido por un vocablo que adquiere connotaciones mágicas: esperanza. Un término primordialmente reverdecido en un diccionario ahíto de conceptos vacuos, amenazantes o infortunados.

Casi nueve millones de personas mayores de 65 años envejecen imparablemente el país. Sigue creciendo la población octogenaria. En 2016, según las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), habrá más de dieciséis millones de personas mayores, casi el 40% del total. Las frías estadísticas no solo ofrecen una idea cuantitativa del futuro, también apuntan tácitamente las problemáticas que se avecinan.

Es una evidencia, por ejemplo, que la edad aumenta la posibilidad de vivir en soledad. En los últimos años se ha constatado un incremento importante de los hogares unipersonales en los que residen personas mayores de 65 años. Por otro lado, se sabe que tres de cada cuatro mayores que viven solos son mujeres, y que la forma de convivencia mayoritaria entre los hombres de 65 y más años es la pareja. Las personas que fundamentalmente cuidan de los hombres mayores son sus cónyuges, seguidas de sus hijas. En el caso de las mujeres se invierte el orden, son las hijas las que principalmente se hacen cargo de los cuidados, seguidas de otros familiares y amigos. Unos patrones que responden al modelo clásico de ayuda provista por la familia, la solidaridad funcional por excelencia, que se da entre las diferentes generaciones a través de los vínculos verticales entre hijos y progenitores.

Está claro que el futuro será diferente. De hecho ya lo está siendo. La crisis y sus variopintas consecuencias, los recortes en los derechos, los nuevos patrones de convivencia, la deslocalización del empleo, etc., etc., están prefigurando nuevos escenarios. El papel de la familia respecto al cuidado también se modifica al ritmo que lo hace la longevidad, pues la dependencia avanza en paralelo a la edad. Cuanto más crezca la población de personas mayores dependientes, más lo hará la población de cuidadores. En este sentido, el cuidado habría que concebirlo –y atenderlo– como una respuesta a los cambios demográficos y a los problemas que plantearán en el futuro el gran número de personas mayores que llegarán a edades avanzadas. Porque las personas dependientes severas aumentarán, como lo harán las parejas que no podrán cuidarse mutuamente por sus respectivas limitaciones funcionales. Todo ello incidirá en una mayor demanda de ayuda formal, bien en domicilio o en institución. ¿Hay recursos para ello? ¿Existe voluntad para habilitarlos?

Es más que probable que las personas que divisé esta mañana no tengan ni idea de esta realidad. Pese a ello, si algo parecía no importarles era la prisa. Prisa, ¿para qué?, dirían, si la conociesen, ¿para alcanzar ese todavía más incierto futuro? Quizá por ello caminaban con tanta displicencia, sin ningún apresuramiento, sin pretender llegar a ningún destino. Vagaban al albur, simplemente se dejaban llevar hacia donde el azar les condujese. No les importaba el recorrido, ni el destino. Seguramente hace tiempo que para ellos perdieron importancia las prisas, lo inaplazable. Les llegó el tiempo de la tranquilidad y se impuso la expectativa sobre la certeza. Probablemente no les queda otra actitud que la pasividad activa, el hacer hasta donde alcancen las fuerzas, el dejar correr la vida con la mayor dignidad posible. Pienso que en ello estaban cuando los encontré, disfrutando a su manera de lo único que, pese a todo, realmente les importa: vivir el presente.

sábado, 29 de octubre de 2016

Impresiones apresuradas de un socialdemócrata no militante.

No he oído la radio esta mañana, tampoco he visto la televisión. Prácticamente, mi información se limita a dos pantallazos de Facebook y unos correos electrónicos. Me entero por estas fuentes de que Pedro Sánchez ha renunciado a su acta de diputado para evitar votar la abstención que dará el gobierno a un partido putrefacto. Ya me gustó la noche que le espetó a Rajoy lo de “usted no es una persona decente”. Aquello fue un punto y aparte en el curso de las cosas, fundamentalmente en lo que venía sucediendo al PSOE con relación al PP y con los partidos políticos de la izquierda.

Apresuradamente, sin reflexión alguna, diré que Pedro Sánchez no me acaba de convencer. No vislumbro en él a un líder capaz de conducir la socialdemocracia española hacia un nuevo y solvente proyecto de progreso. No lo veo encabezando una corriente rigurosa de pensamiento ni un gobierno solvente para los próximos años. En mi opinión, después de tanta mediocridad, el país necesita estadistas. Y Pedro Sánchez me parece que no tiene madera para ello. Espero que se alíe con otros que la atesoran en mayor medida, al menos desde mi punto de vista.

Pese a todo, he de reconocerle algunas virtudes. La primera, su conducta de hoy que aúna la renuncia al acta de diputado y su voluntad de volver a empezar, aunque evidentemente no será lo mismo que la primera vez. Quiero pensar que la suya no es una actitud aislada, individualista, sino el primer paso de un proyecto importante, pergeñado a la sombra del impresentable aparato partidista, que pretende ir mucho más de lo que significa la fugaz anécdota del simple golpe de efecto. Tengo esperanza en que esa virtualidad se materialice, en que de verdad se dé un paso adelante que desmarque por muchos años la socialdemocracia de su asimilación a la ignominia, a la indecencia, al latrocinio, a la indignidad y al estado de cosas que caracteriza a los partidos conservadores y a sus opciones ultraliberales, que campan a sus anchas por toda Europa. Esta es una aspiración irrenunciable para millones de españoles de a pie y para decenas de millones de europeos que creemos en la justicia distributiva y en la solidaridad, que aspiramos a vivir en una sociedad inclusiva y sensible con los problemas de los otros, no en una entelequia imposible donde la única norma sea la exclusión radical de la diferencia y el sálvese quien pueda. Por tanto mi reconocimiento a su actitud de hoy, que representa un primer paso imprescindible. ¡Enhorabuena!

Por otro lado, insisto en que quiero creer que su conducta no es un hecho aislado sino que forma parte de una estrategia bien trazada, con pretensión de desgranarse a través de un largo recorrido. En ese camino, sin duda, se van encontrar de frente con las fuerzas del establishment, con el statu quo, con los privilegios y los diezmos logrados tras décadas de navegar  y vivir “en” y “de” las instituciones, “en” y “del” partido, “en” y “de las” estructuras del poder. Sabemos de sobra que muchos de ellos no tienen vida fuera del contexto institucional y partidario. Obviarlo es poner en peligro la nueva aventura que se emprende. Ese estado de cosas debe neutralizarse, para acabar con él. El rumbo del nuevo proyecto no es ajeno al éxito de esta lamentable, desagradable e imprescindible empresa. Los que han iniciado el envite saben perfectamente de lo que hablo.

No me parece que lo que hoy se precisa sea dar un golpe de mano y cambiar ligeramente el rumbo de las cosas, o hacerse con el poder que otros perderán; por otro lado, asuntos todos legítimos y saludables, tal y como están las cosas en el PSOE. Porque no lo olvidemos, los líderes que actualmente tienen a gala serlo en esa organización deben saber que, en la opinión mayoritaria de sus militantes y votantes, ni son líderes, ni son nada. Es más nos avergüenzan escandalosamente a quienes les hemos votado convocatoria tras convocatoria electoral.

Pero no nos confundamos. Pese a todo, pese al pobre y lamentable espectáculo que nos dan cada mañana muchos de los dirigentes del PSOE, el objetivo de la organización no debe ser quítate tú para que me ponga yo. El objetivo debe ser rearmar el partido, discutir una nueva estructura organizativa a la luz de los tiempos que corren, redefinir los objetivos de la socialdemocracia, vertebrar un proyecto a medio y largo alcance que ofrezca soluciones a los problemas actuales, que contribuya a recuperar la esperanza de la sociedad española, a reencontrar el camino de la socialdemocracia en el siglo XXI impulsando y armonizando un gran proyecto europeo, en concordancia y cooperación con el resto de las fuerzas progresistas del continente. Lo que la auténtica socialdemocracia tiene como reto es acabar con la escalada creciente del populismo de derechas y de izquierdas, y con el apabullante predominio de una derecha cada vez más ultraliberal e insoportable, que nos está sumiendo en la mayor crisis económica, política, social e ideológica que hayamos conocido.

Todos estos y muchos más son los desafíos que tiene delante el amigo Pedro y quienes vayan con él. No soy militante del Partido Socialista ni tengo intención de serlo en próximos tiempos, pero soy simpatizante y votante de un partido que hasta hoy representaba la socialdemocracia en el país. Y desde luego estoy dispuesto a arrimar el hombro para materializar un proyecto de la naturaleza que menciono cuando se requiera mi cooperación. Sé que a estas alturas de la vida poco puedo aportar, pero lo que pueda lo pongo a disposición de un proyecto imprescindible para transformar efectiva y sensatamente la realidad en que vivimos.

Gracias, Pedro, por la decencia que resume tu actitud. Espero que tu renuncia signifique el inicio de una gran historia y que logres vivirla en plenitud conjuntamente con los millones de personas que compartimos el argumentario que fundamenta tu decisión de hoy.

sábado, 22 de octubre de 2016

Crónicas de la amistad: Novelda (15)

Aunque no lo supieseis, yo ayer tenía dos citas: la primera con vosotros, la otra me esperaba cuando el día se perdiera en las tinieblas.

Nos despedimos cuando concluía la primera a las puertas del Dalton, un garito con reminiscencias que hace guardia junto al curso del Vinalopó, que hoy nos ofreció las penúltimas copas y que acogió nuestras postreras conversaciones en un adiós deshilvanado, inusualmente encogido por las prisas y las juveniles sorpresas.

Me esperaba en Alicante la otra cita: Luis García Montero y sus amigotes, Sabina, Miguel Ríos, Ángel González, Enrique Morente, Almudena Grandes, Benjamín Prado, Quique González, Ismael Serrano… Aunque tú no lo sepas. La poesía de Luis García Montero, un lujo de documental que han codirigido Charlie Arnaiz (casi de mi familia) y Alberto Ortega sobre el poeta y su obra. Un título que han tomado prestado de uno de sus poemas, que ha sido canción en bocas diferentes (El Canto del Loco, Quique González) y que lo dice casi todo de él y de sus poco recomendables compañías –como podría decirse de nosotros–, en cuya última estrofa se asegura que:

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Pero no adelantemos acontecimientos. Ayer tocaba Novelda. Eran apenas las once y media y ya nos habíamos constituido en asamblea permanente a las puertas del Panach, el meeting point preferido de nuestro amigo Luis, donde tiene habilitada la particular oficina de gestión o sede social, como se prefiera, de sus asuntos varios: amistosos, políticos, ciudadanos, etc. Un breve refrigerio precedió a un interesante paseo cultural que tuvo dos estaciones. La primera puso ante nuestros ojos la fábrica de la primera mezquita que hubo en Novelda, posteriormente convertida a la “auténtica” fe y explotada como templo y enterramiento cristiano. Carmen Payá nos explicó la evolución histórica del lugar y los detalles de su restauración. Un lujo de acompañamiento y una grata sorpresa encontrar estos céntricos lugares recuperados para los usos ciudadanos. A pocos pasos, la segunda obligada estación era el casino. Un soberbio espacio que recorrimos mientras escuchábamos las pormenorizadas explicaciones de Carmen y Luis, que antecedieron a un segundo refrigerio, obligado por el contexto y exigido por la necesaria pausa para mitigar la sed y el cansancio provocado por tan exigente recorrido.

En la puerta del Casino
de Novelda 
Regresamos al meeting point y nos acomodamos en los vehículos para dirigirnos al destino que había previsto el anfitrión: el restaurante Asunción, en las Casas del Señor, una exigua población vecina de un territorio que jalonan otros lugares como Las Encebras, el Culebrón o el Xinorlet, bajo la atenta vigilancia del Monte Coto, junto al Mañá. Un paisaje adusto y estepario que ofrece una sorprendente compenetración de innovación y tradición, siendo perceptibles en él tanto las huellas humanas del pasado como las señales que dejan las nuevas explotaciones. Un paisaje interior, azoriniano, íntimamente ligado al carácter de sus habitantes, a los rasgos distintivos de su tradición y de su historia, a su identidad colectiva. Un territorio seco y áspero que culinariamente ofrece dos suculentos manjares: el arroz con conejo y caracoles y los gazpachos que, como no podía ser de otro modo, constituyeron la columna vertebral de la colación que degustamos en este mediodía. Excelentes ambas especialidades, regadas con un buen caldo del terreno, un par de botellas de Juan Gil, que hizo las delicias de casi todos porque, ya se sabe, algunos son de fidelidad extrema y permanecieron leales a sus cervezas.

El programa inicial que había previsto Luis contemplaba una interesantísima visita a una cantera de mármol. Sin embargo, a juicio de los expertos, las condiciones meteorológicas aconsejaban desistir del propósito. En nuestro ir y venir de Novelda a las Casas del Señor veía en lontananza el Monte Coto y los lugares aledaños y evocaba otros momentos en que tuve oportunidad de contemplar la ciclópea magnitud de las canteras.

La mente es como una olla presión, como un cumulonimbo desbocado, como un torrente desmadrado, capaz de imaginar cualquier cosa y de recorrer itinerarios inexistentes, de modelar minuciosamente lo que ni siquiera existe. No puedo deciros otra cosa sino que mi enrevesado cerebro insistía en convencerme de que el periplo que emprendimos hace más de un trienio está consolidándose como una construcción genuina, que nos pertenece y que en cierto modo se asemeja, al menos en sus postreras aspiraciones, a la ruta de la amistad que inventaron los aztecas hace muchos años.  Sin duda, recordáis que corría el año 1968 cuando empezábamos a conocernos. Ese mismo año vio la luz uno de los proyectos más destacados de las olimpiadas que se celebraron en México: la Ruta de la Amistad. Una magnífica propuesta ideada por Mathias Goeritz que materializó conjuntamente con el gran arquitecto mejicano Ramírez Vázquez. Se trata del corredor escultórico más grande del mundo, con una longitud que rebasa los diecisiete kilómetros. Un singularísimo camino de geometrías y colores creadas por artistas de los cinco continentes que comunicaba los escenarios olímpicos, propiciando que los espectadores hiciesen su particular interpretación de las diecinueve obras allí alineadas. Sin duda, aquellos juegos representaron el último esfuerzo auténticamente creativo del olimpismo moderno, el intento postrero por compaginar a la griega intelecto y fuerza mediante un programa que incluía dos semanas de atletismo y todo un año de actividades culturales.

Aunque la climatología había impedido que completásemos el programa inicial, era tan atractiva la propuesta que mi mente se había autoprogramado para materializarla. De modo que, mientras recorríamos la serpenteante carretera que enlaza Novelda con Monóvar y las Casas del Señor perdí la mirada en el horizonte e imaginariamente visualicé grandes bloques de mármol de color crema marfil y rojo Alicante. En una fantasiosa e inmaterializable transposición aparecían formando parte del maravilloso corredor que conforma la Ruta de la Amistad, dando cuerpo a 10 de las 19 esculturas que jalonan esa singular travesía. En los diez bloques vi esculpidas el Ancla, la Torre de los Vientos, el Hombre de Paz, el Disco Solar, la Rueda Mágica, Jano, el Muro Articulado, el Sol Bípedo, la Puerta al Viento y hasta un Hombre Corriendo. Sorprendido, miré con más atención sus detalles para acabar descubriendo que aquellos bloques inmortalizaban nuestra inefable cuadrilla. ¿Cuál era quién? Eso lo dejo a la imaginación de cada uno.

Llegaba a Alicante con Alfonso, Sofo y Tomás cuando la noche había caído sobre la ciudad. Me dirigí raudo a la Sede de la UA para reencontrarme con los sueños, con García Montero y sus poemas, con su humanidad y su compromiso, con su menuda figura agrandada en un inaudito y poético olor de multitudes (más de trescientas personas de abigarrado reflujo humano) y recordé por enésima vez a Gabriel Celaya: “la poesía es un arma cargada de futuro”. Elx nos espera el próximo 2 de diciembre, amigos.

martes, 18 de octubre de 2016

Asco.

El asco, al que también llamamos aversión o repugnancia, es una emoción universal e innata. Por eso la Psicología lo considera una de las emociones básicas que contribuye a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social, como todas las demás. El asco es la respuesta emocional que producimos cuando sentimos repulsión hacia alguna cosa, o si algo nos impresiona desagradablemente. Sabemos por experiencia que es una emoción compleja, que implica un rechazo hacia lo que es desagradable, molesto o peligroso (un olor corporal, el cadáver de un animal, un alimento en descomposición, etc.), o bien hacia un acontecimiento concreto o a determinados valores morales que consideramos infectos o poco éticos (conductas sexuales, como el incesto o la zoofilia; comportamientos antisociales, como la corrupción o la drogadicción, etc.).

Los elementos y factores que desencadenan el asco son diversos. Generalmente son estímulos repulsivos y potencialmente peligrosos o molestos, como los víveres corrompidos, los olores orgánicos o la contaminación ambiental; aunque también lo induce una amplia gama de impulsos que varían de unas personas a otras. En tanto que emoción básica, una de las principales funciones del asco es su cometido adaptativo, es decir, su capacidad para condicionar al organismo, haciéndole rechazar las condiciones ambientales que potencialmente le resultan dañinas, movilizando simultáneamente la energía necesaria para asegurar su alejamiento de esos estímulos. Por tanto, la finalidad del asco no es otra que hacer prevalecer los hábitos saludables e higiénicos estimulando respuestas de escape o de evitación para eludir situaciones desagradables y/o potencialmente nocivas para la salud. En este sentido, algunos estudiosos han insistido en la importancia de esta emoción para la vida de nuestros antepasados ya que supuso un importante mecanismo de contención frente a las enfermedades infecciosas, que tuvo gran trascendencia para la supervivencia de la especie.

Aunque ya lo he apuntado, insistiré en la acentuada función social que tiene el asco, en tanto que facilita la práctica de conductas ajustadas, que son especialmente valiosas en los procesos de relación interpersonal. Así, por ejemplo, cuando alguien prueba un determinado alimento y pone cara de asco está previniendo al resto de los comensales, tan involuntaria como evidentemente. Podría decirse, por tanto, que el asco facilita la interacción social y afecta al proceder de los otros, posibilitando la comunicación de los estados afectivos y promoviendo las conductas ‘prosociales’.

Sin embargo, no todas las facetas asociadas al asco son positivas, también tiene aristas negativas. Una de ellas, no sé si la más importante, es que históricamente ha sido utilizado como mecanismo de control social. Por ejemplo, el asco interpersonal es una variable que han activado quienes abogan por el trato discriminatorio entre las personas en base a su apariencia física, sexualidad, estatus social o raza. De modo que, a veces, el asco también juega un importante y execrable papel en los juicios morales y en la violencia étnica.

No obstante, por encima de estos y otros inconvenientes, la función nuclear del asco es potenciar los hábitos saludables, tanto higiénicos como adaptativos. De hecho se ha llegado a concebir como una especie de motor casi imprescindible para asegurar la evolución positiva de la civilización. Hace tiempo que creo que quienes piensan así tienen razón porque me descubro habitualmente asqueado, puntualmente atormentado por las insufribles náuseas que me producen determinados congéneres, no por el color de su piel, su sexo, su apariencia o su condición socioeconómica, sino por su mendacidad, su cinismo y su criminalidad.

Desprecio las actitudes y las conductas discriminatorias basadas en criterios arbitrarios y me esfuerzo en que las mías se sustenten en pautas morales coherentes con principios éticos universalmente compartidos. En mi opinión, hace demasiado tiempo que asistimos a un espectáculo lamentabilísimo -dramático para muchos de nuestros conciudadanos- que nos asombra cada mañana, al que no damos crédito, pero al que tampoco combatimos como creo que debiéramos. 

Han transcurrido cinco siglos desde que se escribieron sus glosas y casi nada ha cambiado, éste sigue siendo el país de la picaresca, eso sí, en una nueva versión que podríamos apellidar ‘customizada’. Ahora el pícaro no es el antihéroe que encarna el deshonor y se arrastra por su vida, radicalmente opuesta a la del caballero. Ha dejado de ser el típico golfillo que practica la mendicidad aunque, curiosamente, conserva sus cualidades distintivas, muy particularmente la de estar dispuesto a todo por dinero –engañar, robar, perjudicar–, con el único objetivo de trepar, de ascender en la escala social; algo inalcanzable en la versión clasicista que ahora se consigue en ocasiones, o por lo menos así se lo parece a los nuevos pícaros.

Hambre, lo que es hambre, ya no pasan, aunque siguen sobreviviendo gracias a su ingenio –torticero y malintencionado- en un mundo menos hostil y cruel, y tampoco en soledad, como entonces. Son cuadrillas organizadas, que suelen tener el amparo institucional, unas veces tácito y otras explícito. Se trata de auténticas organizaciones mafiosas, de delincuentes profesionales y paralegales. La suya ha dejado de ser una narración autobiográfica, aquel relato ordenado de los servicios prestados a diferentes amos desde la perspectiva única del malandrín. Hoy se han traspuesto los términos, quién cada vez es más único es el amo, lo que cambian son las representaciones del pícaro, que abarcan el espectro pleno de la vida social, porque no hay vericueto donde los miserables estén ausentes.

Como se sabe, el humor está presente en todos los relatos de la picaresca. En ellos las situaciones cómicas se suceden de manera ininterrumpida, lo que ha hecho decir a más de un crítico que su finalidad primordial es provocar la risa de los lectores. Nada más lejos de la realidad porque el humor solo se utiliza como recurso para mostrar situaciones moralizantes y ejemplificantes. Es cierto que algunos episodios de los tiempos actuales encuadrarían en esta particular cosmogonía. Pero hemos llegado a tal nivel de latrocinio, de desvergüenza, de caradura, de amoralidad, de incompetencia profesional..., que lo nuestro hace mucho tiempo que sobrepasó el vodevil para convertirse en un estercolero nauseabundo. La sinvergonzonería y la delincuencia de todos los colores campa por sus respetos afectando a cualquier ámbito de la vida pública y privada, económica, social y política. Produce asco asistir a esta dramática astracanada, a esta enorme hoguera de las vanidades que lo arrasa todo, a este desgobierno inaceptable.

Diariamente me planteo adoptar la conducta adaptativa alternativa que teóricamente debiera asociar al asco socioexistencial que experimento. Habiendo contrastado que malamente puedo contribuir mínimamente a limpiar semejante avalancha de porquería, quisiera tomar las de Villadiego y hacerme apátrida, especialmente en la vertiente fiscal, para evitar que mis recursos contribuyan a mantener un estado de cosas que aborrezco. Visto lo imposible de mi pretensión, creo que no me queda otra que el estoicismo, seguir respirando el aire fétido e insalubre de esta atmósfera putrefacta y reconcomerme en el asco porque, de momento, descarto la defección a lo samurái. ¡Menos mal que no soy asqueroso!

sábado, 15 de octubre de 2016

1.957

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catástrofe.
(Raimon, 1983)

Anteayer, 13 de octubre, como si de un una conmemoración se tratase, apenas eran las nueve y media de la mañana cuando se abrió el cielo sobre la ciudad. Un inopinado, inhabitual y anhelado aguacero descargó sobre ella anegando calles y jardines, mojando a muchos de los viandantes y perturbando levemente la vida ciudadana. Afortunadamente, los rigores del cielo duraron poco y apenas interrumpieron unos minutos la rutina matinal. Era el primer amago de marcharse que ha hecho el verano. Pareció por momentos que llegaba el otoño para quedarse, aunque visto lo visto solo fue una especie de mentirijilla bienintencionada, o una anécdota irrelevante. Tras un larguísimo estío cada año más dilatado y secosimplemente ocurrió lo habitual en estas tierras: nos sorprendió un chaparrón de escasa entidad que nos volvió a pillar a contrapié pese a que venimos sufriéndolos desde el año de Maricastaña.

En el Cap i Casal, estos días es sorprendentemente normal encontrar en los periódicos referencias y recordatorios de la gran riada que lo asoló en 1.957. Ahora se cumplen cincuenta y nueve años de aquella descomunal avenida producida por un “proceso convectivo de mesoescala” –como lo califican los expertos– que afectó gravemente la cuenca media y baja del río Turia, con precipitaciones superiores a los 100 litros en 24 horas, causando la muerte de un centenar de personas. Una riada que probablemente ha sido estudiada más que ninguna otra, al menos de las sucedidas por estos pagos. De hecho hace pocas fechas que unos investigadores de la Universidad Politécnica de Valencia concluyeron un trabajo hidrológico-sedimentario que ofrece novedosas explicaciones sobre el singular acontecimiento.

Tareas de limpieza tras la riada de 1957.
El estudio al que me refiero no es un ejercicio retórico sino que tiene una vocación utilitaria. Como se sabe, en las últimas décadas los usos del suelo en el territorio regado por el Turia han cambiado radicalmente, especialmente en su cuenca baja, donde la expansión de la urbanización ha sido exponencial. La preeminencia de la construcción ha impulsado que se hayan adoptado ciertas medidas y soluciones para minimizar los efectos de un hipotético episodio de precipitaciones torrenciales, como el acaecido en 1957. De hecho, en las conclusiones del trabajo que menciono se asegura que, hoy, una avenida como la de aquel año sería perfectamente absorbida por los dispositivos que se han habilitado para prevenir estos fenómenos y para rentabilizar el uso del agua. Según ese trabajo, el embalse de Loriguilla almacenaría el volumen de agua proveniente de la primera fase de lluvia intensa que se produjo en la tarde noche del trece de octubre. Por otro lado, el desvío del cauce del río por el sur de la ciudad de Valencia mitigaría las dramáticas consecuencias de una segunda avenida, como la que se produjo en la madrugada siguiente, neutralizándola prácticamente en su totalidad porque la capacidad de evacuación del nuevo lecho supera en más de 1.000 litros por segundo los 3.700 de aquella avalancha.

Los fríos datos y los argumentos que los estudios proyectan sobre las realidades me asombran, especialmente cuando los contrasto con los recuerdos que conservo de aquella catástrofe, que tuve el dudoso honor de vivir en directo siendo apenas un niño. Recuerdo la atronadora noche del 13 al 14 de octubre de 1957 como si hubiese sucedido la pasada madrugada. Los reportajes, las fotografías, los vídeos, los comentarios periodísticos reavivan en mi retina las imágenes de los hombres trasegando su desesperación por todo el pueblo, recorriendo calles y casas, transportando personas y animales a palpas, envueltos en las sombrías tinieblas de una noche de relámpagos, truenos y lluvia a cántaros. Las mujeres compartiendo sus casas con sus vecinos y conocidos, deambulando por las habitaciones tenuemente iluminadas por el irregular centelleo de los candiles que proyectaba sobre las paredes y cortinas sus fantasmales y caprichosas sombras, dando cobijo a quienes no tenían casa que habitar ni lecho donde descansar. Aquella noche, mi familia fue una de las privilegiadas porque nuestra casa estaba a salvo de la avenida del río y aguantó firme los aguaceros. En ella se recogieron una docena larga de personas, familiares, conocidos y amigos, que pasaron la velada con nosotros, amontonados en los dormitorios, en el comedor y en la cambra. Incluso en la parte de la casa donde se guardaban los aperos hubo que acomodar a algunas personas mayores. Esa noche compartí cama con otros cuatro o cinco niños. Aquello a mi me pareció que era como la guerra o como el fin del mundo.

Todavía resuena en mis oídos el amenazante runrún del río, que unas veces ululaba como los lobos y otras proyectaba al viento el estruendo sordo que provocaban sus aguas desbocadas arramblando árboles, carrizales, piedras y cantos rodados, chocando unos con otros y produciendo un estrépito cuyo recuerdo todavía me ensordece. Rememoro aquellas tinieblas, aquella especie de túnel sin fin que nos engulló a todos aquella aciaga noche del trece de octubre de 1957, en la que no logramos pegar ojo ni niños, ni jóvenes, ni adultos, ni viejos. Aquella disparatada jornada activó la solidaridad de la gente como pocas veces he conocido, hasta el punto de que toda casa útil se convirtió en refugio improvisado y solidario, como se aprovechó cualquier fuerza disponible hasta que devino exhausta. Aquella fue una de esas ocasiones en las que la familia humana pareció tal.

Poco después de amanecer, mi padre me cogió de la mano y me llevo a ver el resultado de la catástrofe. Así era la vida entonces, nos colmaban de besos cuando tocaba (pocas veces, todo hay que decirlo) y nos mostraban la crudeza de la realidad cuando correspondía (en muchas más ocasiones). Conservaré toda la vida en mi retina la desoladora imagen que presencié. El mismo río que horas antes alimentaba una huerta feraz la había transformado en un barrizal, en una enorme gravera donde sobrevivía un pequeño y desaliñado arbolito, de apenas un metro de altura, que en su orgullosa y frágil soledad testificaba el drama de la desolación que le rodeaba. El  paisaje que contemplaron mis ojos aquella mañana era extraterrestre, aquello parecía corresponder a otro mundo, a algo que jamás había imaginado.

Por suerte, la terrible desgracia no produjo víctimas mortales en el pueblo, aunque significó para muchos de mis convecinos el principio del fin de su vida allí. Aquí empezó la masiva emigración, la huida hacia cualquier otro lugar. Aquello cercenó las raíces que unían a muchos con su pasado y les determinó a iniciar una nueva vida que, afortunadamente, casi siempre fue para mejor.