Determinados
días los anotamos en el calendario de una manera especial. Son fechas que subrayamos
con mucha antelación, con los rotuladores más estridentes, porque en ellas está
previsto que ocurra algo que o no debemos, o no deseamos olvidar. Las personas
que queremos, o nosotros mismos, celebrarán, o celebraremos algo especial que deseamos
compartir; a menudo acontecimientos asociados con sentimientos y
emociones intensas. El sábado pasado era una de esas jornadas. Se casaba la
hija menor de unos de nuestros mejores amigos. Por ello, en el almanaque que
tenemos adherido a la puerta del frigorífico –nuestro mejor recurso
nemotécnico– hace meses que recuadramos muy destacadamente el 5 de
noviembre.
Obviamente,
hacía semanas que nos preparábamos para tan señalado momento: recuperando la
invitación extraviada, haciendo la transferencia bancaria que hipotéticamente
se corresponde con el regalo de boda, etc. En fin, probándonos las prendas, urdiendo
los arreglos pertinentes y buscando los complementos adecuados para rentabilizar
en lo posible el ropero. De modo que en la mañana de autos todo estaba bajo
control. Así que, llegada la hora, acicalados con los perendengues que requería
la ocasión, nos dirigimos a la iglesia. Mientras hacíamos la habitual espera,
reparé en una persona que estaba sentada un par de bancos más adelante. La miré
discreta e inquisitivamente porque, si bien su aspecto general me resultaba
familiar, no me cuadraba su fisonomía. Me parecía desdibujada y confusa,
haciéndome dudar de que se tratase de quién intuí a primera vista. Al remate,
opté por preguntar a mi mujer si le parecía que aquél hombre era quien que yo
pensaba. Lo miró con detenimiento y, tras contrastar dónde y con quienes
estaba, asintió, deduciendo que, por inverosímil que nos pareciese, no podía
ser otro que Paco. Ciertamente, pocos minutos después, los movimientos y
ademanes de algunas personas cercanas, y de otras que se aproximaron ex profeso,
ratificaron que estaba en lo cierto.
Nos
pareció que aquél no era momento oportuno para saludos protocolarios y optamos
por permanecer a la expectativa. Acertamos porque, casi inmediatamente, llegaron
los novios con su corte de acompañantes, que lógicamente acapararon la atención
de todos, inaugurando la ceremonia que justificaba tan singular cónclave. En mi
familia somos poco amigos de recrearnos en las dudosas exquisiteces del
compadreo y el dejarse ver característicos de estos compromisos sociales. No nos
entusiasma descubrirnos inmortalizados en cualquier esquina de las centenares de
instantáneas que certifican gráfica o digitalmente tales eventos. De modo que apenas pronunció el oficiante el ite misa
est, discretamente, hicimos mutis y nos dirigimos al parking donde habíamos
dejado el coche. Parecía que todo quedaba ahí, pero no.
Nos
desplazamos unos cuantos kilómetros para llegar al restaurante donde se
celebraba el convite. Durante el trayecto hicimos algún recado por lo que, cuando
llegamos, ya se encontraba allí buena parte de los invitados. Atravesamos un
tramo de jardín y, cuando apenas habíamos puesto el pie en la terraza donde se
había preparado el cóctel, nos topamos de bruces con Paco, ya perfectamente identificado, que se encontraba frente a nosotros
sentado en una silla y acompañado por un par de amigos. Estaba claro que era un
día predestinado para profundizar en los aprendizajes transcendentes y creo
que no desaproveché la oportunidad que se me presentó.
Allí
estaba, sosteniendo con una de sus manos un ínfimo platito en el que le habían servido
distintas variedades de queso. Me dirigí a él y, sin más preámbulo, le espeté
aquello de: Paco, no sé si te acordarás de mí, soy Vicente… No me dejó
terminar. Inmediatamente, cual si hiciese pocos meses que nos hubiésemos
visto, me espetó: ¡hombre!, naturalmente, el marido de Amalia, la amiga de
África. Y, efectivamente, así era. De modo que, aunque hará más de veinte años
que nos veíamos, ambos nos recordamos como si hubiésemos compartido el día
anterior.
Proseguí
la conversación con cautela, tanteando el terreno. Por un lado, para no
interrumpir la que ya mantenía el pequeño grupo; por otro, porque, aunque tengo
referencias de cómo sobrelleva la grave enfermedad que padece, me pareció inoportuno llevar el diálogo a esos derroteros y preferí que
discurriera por otros más triviales. Tras unos breves comentarios insulsos nuestros acompañantes se marcharon para reunirse con sus familiares o
amigos y, como ni él ni yo acabamos de caernos del guindo y nos conocemos lo suficientemente
para deducir lo que a ambos nos interesaba, abordamos sin tapujos las
circunstancias de su vida actual. De modo que aquella conversación, que se había
iniciado a cuatro bandas, en pocos minutos se transformó en un diálogo entre
dos personas, aderezado con los compases de la música que lo impregnaba todo. Fue
entonces cuando empezó a contarme lo que realmente le pasa y, especialmente, cómo
lo vive. Desde la socarronería, la jovialidad y la falsa indolencia que le han
caracterizado siempre desgranó el relato de los últimos compases de su existencia,
interpretándola desde el desenfado con que siempre desdramatiza cuanto le sucede, aunque
se trate de una secuencia tan sobrecogedora como la que protagoniza en los últimos
años.
Paco
es una persona autodidacta, con una pasión que ha condicionado su vida: la
cocina. Aunque mi insignificante cultura gastronómica me inhabilita para
refrendarlo, aseguro que Paco es el paradigma del buen cocinero. Alguien que ha
sido capaz de confeccionar un menú -permítaseme expresarlo así- con poco más que cuatro piedras, dos puñados
de tierra y un poco de agua. Amistades y conocidos lo hemos asociado siempre
a su proverbial habilidad para guisar. Ha sido el inusitado personaje que
llega a casa a la hora de preparar la comida, abre el frigorífico y, sin
encomendarse a nadie, con lo que encuentra en él prepara un menú perfecto. Nos hemos preguntado mil veces cómo obraba semejantes portentos. Tras
mucho elucubrar, creo que todos hemos coincidido en la respuesta: tales prodigios no son sino la consecuencia de la pasión que siente
por lo que hace, que es a la vez el fundamento del enorme conocimiento culinario que atesora.
Desde
hace cuarenta años vive en La Rioja
porque conoció a una riojana y se fue para allá. Aunque ha consumido los años
de profesión trabajando de bancario, jamás olvidó su entusiasmo por la cocina. No se
conformó con exportar a aquella tierra la sabiduría gastronómica que acumuló en
Alicante, sino que aprendió de allí y de otros territorios y fogones cuanto
se puso a su alcance. Con su viejos aprendizajes y las nuevas erudiciones amasó
una cultura gastronómica que hace años que difunde más allá de los límites
riojanos, por territorios colindantes y más allá. De hecho, él y
quienes le han acompañado en su acreditada aventura han logrado reconocimiento
y premios que avalan su excelencia. Y tan es así, que en otras latitudes, como
Italia, logró aventajar a reputados chefs con sus singulares platos e incluso
llegó a vencerles en una especialidad tan genuinamente transalpina como los
helados. Sin embargo, más allá de sus capacidades y habilidades profesionales y/o
vocacionales, Paco es por definición una persona generosa, con una apertura de miras y un buen hacer insólitos. Inveteradamente, su
casa ha estado abierta para su familia, para los amigos, conocidos, allegados, e
incluso para quienes no lo son.
Hace
tiempo que tiene un problema de salud gravísimo. Dice que tiene dentro de
sí un ‘bicho’, como le llama, que se lo está comiendo. Lo tiene más o
menos a raya desde hace tres años, pese a que sabe que acabará merendándoselo aunque
ponga todo su empeño en que eso no suceda, como buen cocinero que es. No
solamente tiene en su cuerpo el dichoso bichito que tantas fatigas le produce; otras circunstancias familiares acrecientan notoriamente semejante quebradero de
cabeza. Pues bien, pese a lo uno y lo otro, no ha perdido su esencia. Sigue
siendo un tipo jovial y positivo, una persona simpática que sigue riéndose de
sí mismo como ha hecho siempre, un individuo que continua haciendo bromas con
cuanto sucede a su alrededor. En suma, una
persona extraordinaria, obsesionada por el bienestar de quienes le rodean, experta en camaradería, en el buen hacer y en el buen vivir.
El
sábado compartí algunos minutos con este hombre que se trastabilla mientras recorre los últimos pasos de su existencia. Alguien que ya está puesto en el disparadero y que
tiene plena conciencia de ello. De hecho, me aseguraba que el viernes le resultaba
imposible sacarle una sola gota de agua a un manantial que percibía casi
completamente agotado y, sin embargo, el sábado allí estaba, casi en plena “forma”, aunque fuese a base de atiborrarse de
pastillas y de empapelarse de parches de morfina; contento y feliz de ver, abrazar y
disfrutar de la compañía de muchas personas que quiere y a las que sabe que
tendrá pocas oportunidades de volver a ver.
Me estoy refiriendo a alguien que es capaz de encontrar algo positivo hasta en el
animalucho que lo está devorando. Con plena convicción, me confesaba que le ha
enseñado a ver la vida de una manera absolutamente diferente a como la había contemplado
hasta que empezó a convivir con él. Y le agradece que le haya aproximado
esa nueva perspectiva. Un tipo como Paco, que es capaz de seguir aprendiendo y de exprimir
la vida hasta su práctica extinción, merece no solo el respeto, sino la
admiración y la gratitud de quienes hemos tenido la oportunidad de compartir su enorme sabiduría.
Porque, aunque no lo crea ni se vanaglorie de ello, por encima de todo, Paco es un
hombre sabio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario