Hoy
es un día cualquiera en una ciudad cualquiera. Por no restringirlo a su insustancial
entidad, podrían reconocérsele los atributos de plomizo y húmedo, hasta el
punto de que resulta casi otoñal, aunque se deje sentir plenamente veraniego. Una
aparente incongruencia que le hace acreedor a dos inapelables y merecidos calificativos:
anodino y desustanciado.
Hace
rato que salí de casa para hacer unos recados. Mientras regreso, distraído y ajeno
al ajetreo que me rodea –producto del tráfago que a estas horas asedia las calles–, camino
distraídamente con la mirada perdida en los caprichosos dibujos del
interminable muestrario de baldosas que deslustran las aceras. Una pareja que transita
algunos pasos por delante azuza mi atención y me sustrae del ensimismamiento. Alzo
la vista y descubro una imagen que aunque habitual no deja de interesarme. Corresponde
a una pareja que engrosa el sinnúmero de personas de cierta edad que deambulan
por las calles, sin rumbo aparente ni destino conocido. Son centenares, miles,
decenas de miles de seres humanos que diariamente caminan, silenciosa y
gregariamente por paseos, bulevares y avenidas de pueblos y ciudades. La pareja
que tengo ante mi, como tantas otras, ha diversificado sus funciones. Uno empuja
el carro que transporta al otro, sin que exista solución de continuidad entre
ambos.
Nuestras
respectivas posiciones me proporcionan una perspectiva sesgada que solo me permite
ver sus dorsos. Repaso el contorno del primero y advierto que corresponde a un
hombre de cierta edad y mediana estatura, de complexión normal, caminar parsimonioso
y ademanes perezosos. Una gorrilla de visera remata su silueta dándole un toque
estrafalario, que contrasta con el porte sosegado y apacible que parece caracterizarle.
Delante de él se adivina, interpolado, el contorno de una mujer de aproximadamente
la misma edad, que permanece acomodada en una silla de ruedas, sin otros rasgos
distintivos destacables. A simple vista, se trata de una pareja de personas
mayores que ha decidido salir a pasear en esta mañana de otoño. Intuyo que,
desde la posición en que se encuentran, la longitud de la acera debe antojárseles
una distancia interminable. Me pregunto, ¿qué harán estas personas por aquí, a
estas horas?
Mantengo
la distancia y disimuladamente les sigo mientras se desplazan ajenos a mi
inquisidora mirada. Lo hacen despacio, más que tranquila, cansinamente.
Evidentemente no tienen prisa. Tal vez porque no saben siquiera a dónde van,
seguros como están de que nadie les espera al final de su recorrido. Acaso un
encuentro fortuito con algún amigo o viejo conocido sea la única improbable sorpresa
que les aguarde en esta insulsa mañana, aunque es más verosímil que no
encuentren durante su paseo otras miradas que no sean las de personas desconocidas
y anónimas, errantes, como ellos.
Proyecto
en el horizonte el alcance que presupongo a sus miradas. La de la señora apenas
alcanzará los cincuenta metros; la de él no llegará al centenar. Inmediatamente,
me pregunto, ¿acaso tiene importancia alguna?, ¿qué interés puede incitar a saber
hasta donde se alcanza a ver, si apenas se mira y casi nunca se ve? Porque el
paisaje de muchas de estas personas se constriñe a su pensamiento perennemente
absorto, enredado en cavilaciones y preocupaciones por las cosas perentorias. Sus
ademanes indican a las claras su despreocupación por las inquietudes usuales en
el ecosistema en que se desenvuelven. Apenas reviste interés para ellos nada
que trascienda las dificultades para atravesar la primera calzada que deben
cruzar o el enésimo obstáculo que han de sortear. Probablemente, el suyo es un
horizonte imaginario, inconsciente, subliminal, definido por un vocablo que adquiere
connotaciones mágicas: esperanza. Un término primordialmente reverdecido en un
diccionario ahíto de conceptos vacuos, amenazantes o infortunados.
Casi
nueve millones de personas mayores de 65 años envejecen imparablemente el país.
Sigue creciendo la población octogenaria. En 2016, según las proyecciones del Instituto
Nacional de Estadística (INE), habrá más de dieciséis millones de personas
mayores, casi el 40% del total. Las frías estadísticas no solo ofrecen una idea
cuantitativa del futuro, también apuntan tácitamente las problemáticas que se
avecinan.
Es
una evidencia, por ejemplo, que la edad aumenta la posibilidad de vivir en
soledad. En los últimos años se ha constatado un incremento importante de los
hogares unipersonales en los que residen personas mayores de 65 años. Por otro
lado, se sabe que tres de cada cuatro mayores que viven solos son mujeres, y
que la forma de convivencia mayoritaria entre los hombres de 65 y más años es
la pareja. Las personas que fundamentalmente cuidan de los hombres mayores son
sus cónyuges, seguidas de sus hijas. En el caso de las mujeres se invierte el
orden, son las hijas las que principalmente se hacen cargo de los cuidados,
seguidas de otros familiares y amigos. Unos patrones que responden al modelo
clásico de ayuda provista por la familia, la solidaridad funcional por
excelencia, que se da entre las diferentes generaciones a través de los
vínculos verticales entre hijos y progenitores.
Está
claro que el futuro será diferente. De hecho ya lo está siendo. La crisis y sus
variopintas consecuencias, los recortes en los derechos, los nuevos patrones de
convivencia, la deslocalización del empleo, etc., etc., están prefigurando nuevos
escenarios. El papel de la familia respecto al cuidado también se modifica al
ritmo que lo hace la longevidad, pues la dependencia avanza en paralelo a la
edad. Cuanto más crezca la población de personas mayores dependientes, más lo
hará la población de cuidadores. En este sentido, el cuidado habría que
concebirlo –y atenderlo– como una respuesta a los cambios demográficos y a los
problemas que plantearán en el futuro el gran número de personas mayores que
llegarán a edades avanzadas. Porque las personas dependientes severas aumentarán,
como lo harán las parejas que no podrán cuidarse mutuamente por sus respectivas
limitaciones funcionales. Todo ello incidirá en una mayor demanda de ayuda
formal, bien en domicilio o en institución. ¿Hay recursos para ello? ¿Existe
voluntad para habilitarlos?
Es
más que probable que las personas que divisé esta mañana no tengan ni idea de
esta realidad. Pese a ello, si algo parecía no importarles era la prisa. Prisa,
¿para qué?, dirían, si la conociesen, ¿para alcanzar ese todavía más incierto
futuro? Quizá por ello caminaban con tanta displicencia, sin ningún
apresuramiento, sin pretender llegar a ningún destino. Vagaban al albur, simplemente
se dejaban llevar hacia donde el azar les condujese. No les importaba el recorrido,
ni el destino. Seguramente hace tiempo que para ellos perdieron importancia las
prisas, lo inaplazable. Les llegó el tiempo de la tranquilidad y se impuso la expectativa sobre la certeza.
Probablemente no les queda otra actitud que la pasividad activa, el hacer hasta
donde alcancen las fuerzas, el dejar correr la vida con la mayor dignidad
posible. Pienso que en ello estaban cuando los encontré, disfrutando a su
manera de lo único que, pese a todo, realmente les importa: vivir el presente.
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