Cincuenta
años en la ciudad son un bagaje lo suficientemente importante como para generar
un poso sólido, consistente, capaz de laminar cualquier atisbo de pensamiento,
práctica, costumbre o comportamiento previo. Ahora se cumplen cinco décadas desde
que dejé la vida pueblerina, allá, a casi doscientos cincuenta kilómetros, una distancia
lo suficientemente pequeña o lo convenientemente grande, como se antoje,
que a lo largo del tiempo ha sido como el filtro natural de mis
idas y venidas desde aquel vecindario a esta ciudad y viceversa. Diría que esos desplazamientos han sido los suficientes o, cuanto menos, los
necesarios para alimentar el vigoroso flujo que he percibido de ambos ambientes, que me ha facilitado el alambicado trasiego entre unas y otras
costumbres y que ha propiciado transiciones naturalizadas entre mis viejas
y nuevas maneras de ser y de actuar.
Esta
aventura 'urbanita', que se extiende a lo largo y ancho de las tres cuartas
partes de mi vida, me ha proporcionado muchos beneficios y ventajas,
facilitándome la adquisición de pródigos aprendizajes y experiencias que
me han provisto de capacidades y recursos para ganarme la vida y que han alimentado sensibilidades necesarias para percibir ignotas perspectivas sobre su transcurso. Sin embargo, el abandono de la
experiencia anterior, que impregnó profundamente mi infancia y mi adolescencia, en cierto sentido me despojó de referencias tan imperceptibles como imprescindibles. Aquella forzosa y definitiva trashumancia hizo
que con el paso del tiempo olvidase buena parte del vocabulario que empapaba mis
viejas conversaciones, de la misma manera que diluyó la mayoría de mis costumbres ancestrales. No
sólo ha sido la distancia la causante de estos menoscabos, también son
producto de la enorme transformación que ha sufrido el país en estos diez
lustros que, como acostumbraba a decir Alfonso Guerra, ha hecho que hoy no lo
conozca ni la madre que lo parió. Pese a todo, no creo que exista experiencia alguna que consiga hacernos olvidar completamente nuestro pasado,
eso es algo que solamente les sucede a las personas que tienen profundamente
mermadas sus capacidades intelectuales y/o emocionales. Siempre permanece un
sedimento más o menos grande y denso constituido por aprendizajes, experiencias y sentimientos de los que es difícil desproveerse;
es más, diría que nadie deseamos prescindir del talismán que subsume ciertas trazas identitarias que nos permiten entender e interpretar el
sentido de nuestras vidas.
Aceitunas caseras aliñadas con sosa cáustica. |
De las
cosas que conservo en mi particular hatillo, algunas parecen escasamente
relevantes pese a que son cualificados vestigios de lo que supuso aquella vida
pretérita. En ella, una de las costumbres más arraigadas era la obcecación por aprovechar
al máximo los frutos de las cosechas y extender su benefactora influencia más
allá de las escasas fechas en que se recolectaban. Así sucedía con prácticamente
todo tipo de géneros, fuesen hortalizas, frutas, leños, vinos, aceites o cualesquiera
otros productos. Una de aquellas vetustas usanzas era la elaboración de la
conserva de aceitunas. En el pueblo, la mayoría de las mujeres –porque
entonces era una ocupación que asumían privativamente–, cuando llegaba el mes de
octubre y empezaban a ‘pintar’ las aceitunas, encargaban a los maridos que
hiciesen una pequeña recolección de unos veinte o treinta kilos. Una vez la traían a casa, se ponían a la faena, es decir, a conservarlas en salmuera para disponer de otro
aditamento que añadir a las ensaladas, o simplemente para consumirlas acompañando los almuerzos o las comidas.
Eran
diversas las maneras de enfocar este trabajo. Por un lado, se separaban las
aceitunas verdes de las maduras –negras– porque unas y otras se aliñaban
de distinta manera. Por otro lado, también eran diferentes las técnicas de
conservación, según se pretendiese consumirlas de inmediato o guardarlas para más
adelante. Generalmente se hacía una pequeña conserva para “matar el gusanillo”,
que empezaba a despertarse dada la lejanía de la cosecha anterior. Para
este menester se utilizaba la sosa cáustica o hidróxido de sodio, con la
que se consigue un aliño rapidísimo que permite el consumo casi inmediato. Mi
madre nos enseñó a disfrutar del privilegio que supone la degustación de los frutos
primerizos y a consumir con mesura los selectos rendimientos
de los fatigosos trabajos agrícolas, de la misma manera que nos adiestró en controlar
la impaciencia por meter la mano en la jarra y catar las primeras aceitunas, que todavía tenían un regusto amargo aunque aromatizado por el aliño de hierbas silvestres maceradas en aguasal. Recuerdo las indelebles imágenes de nuestros fruitivos
almuerzos a base de un puñado de aquellas inigualables aceitunas, acompañadas
de un trozo de hogaza, de las que heñía con sus manos y cocía en el horno
moruno de la casa Suay.
Hace
unos días preparé un pequeño hatillo que me trajo mi cuñado. Apenas tres kilos de
una variedad denominada cornicabra, cuya
producción se extiende fundamentalmente por Toledo y Ciudad Real. En cierto
modo, su fisonomía hace honor a su nombre y, por otro lado, tienen unas propiedades que
las hacen idóneas para su preparación en conserva: mucha pulpa y poco hueso. En
el pueblo, esta variedad era desconocida; allí se utilizaban otras para esos usos
primerizos, como las llamadas villalongas, que en otros lugares denominan manzanilla villalonga y manzanel y que son igualmente carnosas y
de características muy aceptables como frutos de mesa.
Las preparé
como lo hacía mi madre, siguiendo la eficientísima receta que, además de ahorrar
el esfuerzo y los inconvenientes derivados de partirlas a golpes o sajarlas con el
cuchillo, permite disfrutar de unas aceitunas magníficas, parecidas a las sevillanas, en menos de una semana.
Dispuse los escasos pertrechos que exige la tarea e inmediatamente las deposité
en el barreño para que se hidratasen durante un par de días, cambiándoles el
agua varias veces. Una vez hidratadas, las escurrí y, en el mismo barreño,
preparé una mezcla de agua y sosa al 2% e introduje en ella las aceitunas por
espacio aproximado de veinticuatro horas con el objetivo de reducir su amargura.
Logrados los dos propósitos, es decir, que tuviesen la tersura y el amargor
deseados, las escurrí y deposité en sendos botes de cristal, cubriéndolas con
una disolución de salmuera al 6% mezclada con tallos de tomillo, romero e
hinojo, a discreción. Pasados dos o tres días tuve a mi disposición unas
magníficas aceitunas con las que acompaño las ensaladas y que consumo directamente, sin aditamento alguno.
Estos
y otros sencillos oficios son algunos de los escasos vestigios que me quedan de
aquel tiempo rural, humilde, precario y silencioso que, por más años que pasen,
algunos ni podemos ni queremos olvidar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario