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jueves, 9 de marzo de 2023

Imagen de lo desconocido


Boda de mis abuelos paternos 
(27 de noviembre de 1899)


«Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, que es a la vez una de las frases preferidas de fotógrafos, cineastas y artistas plásticos. Una sentencia que como he dicho en otras ocasiones casi ha alcanzado la categoría de dogma, de verdad incuestionable. Asunto este delicado e incluso comprometido, porque aceptar sin reservas tal afirmación puede conducir a un chasco estrepitoso o al ensimismamiento más infructuoso. No son pocos los fotógrafos y artistas plásticos que en algún momento de sus carreras profesionales han asegurado que sus obras se vendían solas, pese a que la terca realidad se obstinaba en demostrarles que no encontraban comprador alguno. Pero no creo que sea este el caso, al menos en lo que a mí se refiere. 

La imagen a la que hoy dedico mis comentarios —copia restaurada de una vetusta fotografía— incluye tres docenas de personas, que suponen buena parte de mis ancestros por vía paterna. Si revelo que únicamente he conocido personalmente a dos o tres de ellas, la pregunta resulta obvia: ¿qué interés puede tener para mí semejante instantánea? Respondo inmediata y categóricamente: lo tiene, y mucho. Para empezar, diré que se tomó el día de la boda de mis abuelos paternos, celebrada el 27 de noviembre de 1899, según me contó hace tres décadas mi tía Carmen, hija menor de los contrayentes, fallecida en 2001, a la edad de 88 años. De modo que nos movemos entre aromas añejos acreditados.

En un pueblo agrícola y montaraz como el mío, poblado por menos de dos millares de habitantes en el año finisecular del siglo XIX, debían ser inusuales las instantáneas. Lo que he podido rescatar entre las pertenencias que me legó mi familia más cercana y otros testimonios, me permite asegurar que las fotografías no eran moneda corriente en aquella sociedad precaria, en la que los ciudadanos empeñaban sus extenuantes esfuerzos y los escasos dineros disponibles en atender necesidades mucho más prosaicas. En algún otro lugar, he dicho que mi familia paterna era una «estirpe de posibles», radicado el término en el contexto socioeconómico de un municipio esencialmente agrícola en aquel tiempo crítico. Desde ese punto de vista, la fotografía a la que me refiero me parece un dispendio extraordinario, que no estaba al alcance de cualquiera. Así pues, me siento un privilegiado por disponer de un testimonio gráfico tan revelador y emotivo.

Me echo a la cara la fotografía y me surgen las primeras preguntas. ¿Quién sería el autor? Aunque no hay rastro explícito, la respuesta me parece que no ofrece dudas: un profesional, alguien que disponía de una cámara capaz de tomar una panorámica semejante. Segunda pregunta, ¿dónde se tomó? Parece imposible precisar el lugar concreto (probablemente a las puertas de la vivienda de mis bisabuelos). Sea cual fuese ese lugar, deduzco que debió estar en Chiva. Distintos indicios me llevan a esa convicción: por un lado, la presencia de muchos más parientes y amistades de mi abuela que de mi abuelo; por otra parte, la abundante presencia de mujeres. No parece plausible en aquellas fechas el desplazamiento de un contingente tan numeroso entre localidades distantes 20 kms., que exigía viajar en carro durante 5 o 6 horas y disponer de alojamiento en el destino. Por otra parte, la mayoría de los oriundos de Gestalgar son varones, a quienes resultaría más fácil el viaje y el hipotético alojamiento, aunque no resulta desdeñable que hiciesen el camino de ida y vuelta entre Gestalgar y Chiva el mismo día. De hecho, bastantes años después, cuando estudiaba en esta localidad, contrasté que mi padre lo hizo en más de una ocasión.

Pero fijemos la atención en la instantánea. Empezaremos por el ángulo inferior izquierdo. Aquí encontramos en primer lugar a Félix Cervera (número 31), conocido en casa como el tío Félix de Rita. Un trabajador incansable, que ayudó como jornalero a mis abuelos y a mi padre durante muchísimos años, y al que nos ha unido, igual que a su hermano Claudio, una amistad rayana en la familiaridad. A su izquierda, aparece un jovenzuelo desconocido (32) y a continuación, con el número 33, se ve a Miguel Herráez, progenitor de otro del mismo nombre, al que conocí siendo niño como «Miguelico». Fue persona que desempeñó en el pueblo distintas ocupaciones administrativas (corredor de comercio, delegado bancario, etc.) y murió nonagenario. A su izquierda está Ricardo (34), a quién no sé identificar de mejor manera. Junto a él, aparece Manuel (36), hermano de mi abuela Carmen, la contrayente, sosteniendo con sus brazos a su hija, Doloricas (35), y a su hermano Manuel (37), que falleció veinte años después. Sentada a su izquierda, está María (38), la afamada «Corachana», hermana de mi abuela, que falleció soltera y nonagenaria. Sostiene en su regazo a Fernando Corral Corachán (39), padre de mis primos Alfredo y Fernando. Completando la fila inferior, aparece el perro de mi bisabuelo, Manuel Corachán Valero, acreditado cazador, según decían, cuyo perro no podía faltar en la foto familiar de un evento tan destacado (Dejo constancia de que también lo he visto en otras instantáneas).

Desplazo la mirada, remontándola al margen izquierdo de la segunda fila. Inicia la secuencia una jovencita (23), con cara de pocos amigos, que era una sirvienta de la casa. A su lado, con idéntico grave semblante aparece la tía Eulogia (24), de la que no puedo dar mayores detalles. Y junto a ella, con un porte circunspecto y acorde con la formalidad del instante, aparece el tío Justo (25), en cuyos hombros descansan las manos de la tía Pepa. Justo a su izquierda, en el centro de la fotografía, están los contrayentes: mis abuelos Vicente Carrasco Suay (26) y Carmen Corachán Bonacho (27) que, por lo que he podido averiguar, revisando lápidas y otros documentos, contaban respectivamente 28 y 24 años. Flanquea por su izquierda a mi abuela su hermana, Manuela (28), esposa de Fernando Corral, al que me referiré después. A su lado están sus padres: mis bisabuelos Micaela Bonacho (29) y Manuel Corachán Valero (30), con el sombrero reposando sobre su rodilla.

Vuelvo de nuevo la mirada al margen izquierdo y, en la tercera fila, descubro con cara resignada a una criada de la panadería de mi bisabuelo (13), cuyo nombre desconozco. A su lado, está Milagros (14), hermana de mi abuela, una joven «rechazada», según oí decir, seguramente por emparentar con algún mozo que no sería del agrado familiar. Ciertamente, he olvidado un chisme que, por otro lado, nunca me ha interesado. Lo que está claro es que algo había porque aparece desgajada del núcleo familiar, que se visualiza concentrado en el lado opuesto de la fotografía. Según me dijo mi tía Carmen, aunque sin asegurarlo, el señalado con el número 15 es el tío Jesús de Ramonico que, a decir verdad, no sé qué le vinculaba a mi familia. A la derecha, luciendo mantón, como todas las señoras, está la tía Pepa (16), esposa de José Sánchez, de Bugarra, al que aludiré más tarde. Entre ella y el cura, emerge el parvo busto de Leoncio Carrasco Suay (17), hermano de mi abuelo, padre de mi tío, del mismo nombre, y abuelo de mis primos Leoncín (que murió siendo adolescente), Salvador (Voro para todo el pueblo) y José, que es la viva imagen de su abuelo. De hecho, es una de las pocas personas de la fotografía que identifiqué sin la ayuda de mi tía.

Tras los contrayentes, casi como fedatario del recién trabado vínculo matrimonial, aparece el cura Valero (18), justo a las espaldas de mi abuelo que, por cierto, fue hombre de profundas convicciones religiosas, según se me dijo siempre, y a su vez persona sensata, conciliadora y con excelente reputación. Desconozco quién es la persona con sombrero (19) que aparece a su lado, tras mi abuela. Junto a ella, con la inequívoca fisonomía de la familia Corachán, aparece Micaela (20), que residió en Xàtiva, supongo que por ser el lugar de procedencia de su marido. Creo recordar que no tuvo descendencia. En esa población hizo el servicio militar mi padre, en los años veinte. Junto a ella, encontramos a Dolores Obrador (21), esposa de Manuel Corachán (36) y madre de mis tíos Dolores, Manuel y Bernardo, este último todavía no nacido, que acabó siendo el continuador de la saga de horneros chivanos. Una persona excepcional al que aprecié y recuerdo como merece. Cierra esta tercera fila de personajes un ufano jovencito (22), sirviente de mi familia, cuyo nombre desconozco.

Por último, en la cuarta fila hacia la izquierda, rematando la parte superior de la fotografía, se recorta la imagen del tío Simeón el Vasero (1), al que recuerdo de oídas. A su lado, aparecen tres personas cubiertas con sombrero (números 3, 4 y 5), cuyas identidades desconozco. El siguiente es José Sánchez (6), de Bugarra, esposo de la tía Pepa y ancestro de mis primos José y Rafael, el primero de ellos agricultor empedernido y mediero largos años en la explotación de nuestras tierras gestalguinas. José y quién tiene a su lado, Fernando Corral (7), debían ser los cachondos del grupo, una condición que percibí en su descendencia. Sí, tanto su hijo Fernando Corral como su nieto homónimo eran un venero de chanzas, algazaras y bullas, y de un hablar atolondrado y hasta ininteligible. Tales atributos contribuían notoriamente a generar a su alrededor gratísimos climas en las relaciones sociales y familiares. Hace más de dos décadas que se fue y todavía recuerdo a mi primo Fernando dándole cariñosas palmadas en el trasero y gastándole bromas a nuestra tía María Corachán, siendo ya octogenaria. Cierran la fila Pablo Torres (8), secretario del Ayuntamiento, según me dijo mi tía Carmen, el tío Morau (9), padre de la tía Diluvina, vecina de mi abuela Malena; el tío Sento (10) y el tío Ángel (11), padre de la tía Adoración, esposa del tío Antonio «Cabecica Larga», un pastor que durante muchos años guardó sus rebaños de ovejas y cabras en nuestros corrales de la Casa Suay y de Albacora. Finalmente, desconozco a la persona señalada con el número 12.

Como se ha dicho, y yo mismo he apuntado en algún otro lugar, me cuento entre los humanos que hemos acabado comprendiendo que nuestra individualidad es solo una estación transitoria en el proceso de permanente renovación de la vida. Me cuento entre los que sabemos que algún día desaparecerá́ toda huella de nuestro paso por el mundo, incluso en la memoria de los nuestros. Porque mal que nos pese nacemos, nos agitamos algún tiempo y desaparecemos por completo, y debemos reconocer modestamente que nada sustancial se pierde con ello.

Pese a todo, sin creerme superior a nadie, me siento orgulloso de pertenecer a mi familia. Aunque quisiera hacer alguna precisión al respecto. El orgullo se puede considerar una actitud de superioridad hacia los demás, pero también se entiende como un sentimiento de satisfacción con algo propio o cercano, que se considera meritorio. En el primer caso, alude a una actitud inadaptativa, sinónima de soberbia, arrogancia y vanidad, cualidades propias de seres rígidos o narcisistas, entre los que sinceramente creo que no me cuento. Sin embargo, el orgullo entendido como valoración de la identidad de cualquier persona, de sus logros y de los grupos a los que pertenece, en absoluto implica un talante de superioridad sino que apunta a cómo uno se autovalora por lo que es y por lo que tiene. En este caso, refrenda que los seres humanos celebramos la pertenencia a nuestro grupo natural, que valoramos esa parcela identitaria, que reivindicamos que el conjunto de la sociedad acepte lo que somos y nuestra procedencia. Y en este aspecto me he sentido, y me siento, orgulloso de formar parte de mi familia. Rotundamente.



miércoles, 30 de noviembre de 2022

De nuevo, Gestalgar

Plutarco decía que disfrutar de todos los placeres es insensato y evitarlos insensible. Según ese criterio me declaro sensato y sensible a la vez. Fernando Savater, con quien discrepo frecuentemente, reflexionaba en uno de sus artículos sobre los gozos, asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños de las aficiones. Decía —y en esto sí concuerdo— que los primeros los compartimos casi todos, y que por ello nos individualizan escasamente. Verdaderamente, ¿qué persona no ansía ser libre o feliz? Sin embargo, embelesarse contemplando un cuadro, olvidarse del tiempo mientras se lee una obra literaria o levitar escuchando un gran concierto son, sin duda, hechos más excepcionales. Las personas percibimos los pequeños placeres de manera distinta. Y esos encantos no son menos sustanciales que los grandes disfrutes porque, al fin y al cabo, los magnos sentimientos no representan sino acúmulos de pequeños goces. Con poco que reflexionemos constataremos que frecuentemente las cosas importantes de la vida apenas trascienden sutilmente la párvula entidad de las anécdotas cotidianas o de los sucesos irrelevantes.

He dicho en otra ocasión que uno de mis pequeños grandes placeres es practicar la pesca con caña. Siempre me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en Gestalgar, cuando era un niño. Mis paisanos me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña que nos acompañaba casi todas las tardes veraniegas. La tienda de la tía Angelita era el único establecimiento donde se vendían los anzuelos y el sedal («hilo de pescar», le llamábamos entonces). En aquel ecosistema, en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del aparejo empezaba por la elección de una caña común bien recta y seca, que seleccionábamos entre los miles que engordaban los cañares que enmarcan las orillas del río. La pelábamos y alisábamos con esmero para evitar pinchazos, asegurar su elasticidad y presumir ante los vecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un segmento de hilo de palomar porque el presupuesto no alcanzaba para comprar el sedal necesario. En su extremo libre añadíamos alrededor de un metro de sedal, suficiente para salvar la profundidad del río. Previamente pasábamos el flotador y los pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del agua, anudando finalmente el anzuelo —tarea nada sencilla— que exigía entrenamiento y que todos conseguíamos completar.

Preparado el aparejo, debían habilitarse los cebos. El más habitual era la masilla, una mezcla de harina y agua a la que se añadían briznas de colorante alimentario, que le conferían cierta tonalidad y que nos parecía que la hacía más atractiva para los peces. Tengo dudas al respecto porque, cuando no disponíamos de él, utilizábamos la masilla sin más y los resultados eran similares. También empleábamos lombrices de tierra, abundantes en las zonas húmedas de los bancales colindantes con las acequias. Las introducíamos en botes de hojalata, donde habíamos depositado previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera para doblarla y asegurar así la humedad y la adecuada conservación de la carnada.

Cuando era niño, durante los veranos, me divertía extraordinariamente pescando en el río centenares de «madrijas» y bastantes barbos. Cuando despuntaba la tarde un tropel de niños se alineaba en las riberas del Turia próximas a la población para practicar una afición compartida que, todo sea dicho, carecía de competencia entre las alternativas que ofrecía entonces el municipio. Algunas horas después, el ocaso ponía fin a la diaria aventura piscícola y encendía los ojos amorosos de nuestras madres, que nos veían volver con la sarta diaria de peces sin saber qué hacer con ellos para no desairarnos, pues además de ser desaboridos tenían muchas espinas. Los gatos eran finalmente quienes se daban el banquete. El transcurrir de los años me ha hecho apreciar más y más aquella manera sana, ecológica, placentera y social de vivir y convivir. 

Lo que antecede viene a cuento de que el pasado fin de semana lo pasamos en Gestalgar acompañados de nuestros nietos, Fernando y Arizona, y de sus padres. Los niños ponían sus pies en el pueblo por primera vez. Puede imaginarse el impacto que les debió producir el abrumador contraste entre una población netamente rural, con apenas 500 habitantes, y el ecosistema urbano del que proceden, que no es otro que el que conforma la villa y corte. Estoy convencido de que cuanto encontraron fue para ellos novedoso y extraordinario, aunque debe relativizarse el impacto que los objetos y los acontecimientos producen en los niños, que es notoriamente diferente del que suscitan en los mayores, como corresponde a sus peculiares maneras de entender la vida.

Pese a ello, a lo largo del fin de semana hemos constatado su curiosidad y su asombro cuando contemplaban espacios domésticos y naturales que les resultaban novedosos y desconocidos, o los productos agrícolas y objetos manufacturados en su contexto. También los juguetes antiguos y desusados o algunos comercios tan precarios como peculiares. Incluso algunos productos alimenticios que degustaban por primera vez. Contemplaban admirados los naranjos, los mandarinos y los persimones. También las riberas del río repletas de cañares, chopos, fresnos, lentiscos y brezos, que han avivado su interés por el conocimiento de la flora y de la fauna autóctonas. Les ha sorprendido una casa de pueblo, con diversas alturas, con espacios y recovecos para jugar y esconderse. Muchas son las anécdotas acaecidas en estos apretados días que podría contar. Sin embargo, me referiré exclusivamente a una de ellas.

Llegaron al pueblo el viernes por la tarde. Para el sábado por la mañana habíamos previsto llevar a cabo una pequeña jornada de pesca. A tal efecto, les habíamos comprado a los niños un par de cañitas para que practicasen en las proximidades de una especie de playa fluvial donde la gente se baña durante el verano. De modo que cumplimentadas las obligaciones matutinas cargamos con los aparejos decididos a iniciar nuestra pequeña aventura.

Dado que los niños son todavía muy pequeños —poco más de 6 y 4 años, respectivamente— , en lugar de fabricar masilla o buscar lombrices, optamos por una vía más expeditiva: unos cebos de material sintético que traían las cañas con una hipotética doble utilidad; por un lado, neutralizar la peligrosidad de los anzuelos y, por otro, facilitar la carnada. Adicionalmente, cogimos un par de panecillos para, por si acaso, emplearlos como cebo. Iniciamos la práctica del lanzamiento con los cebos artificiales, que era la primera habilidad que debían aprender los niños. Ensayamos reiterados lanzamientos hasta que Fernandito entendió la mecánica. Arizona permanecía más a la expectativa, entretenida con otros detalles que ofrecía la ribera.

Como puede deducirse, los peces son cualquier cosa menos tontos. Por tanto, tras observar detenidamente los cebos artificiales que les brindábamos, optaron por tomar las de Villadiego y desinteresarse absolutamente de nuestras artes de pesca. Frente a la evidencia, opté por cambiar el cebo, ensartando en el anzuelo trocitos de pan. Nieto y abuelo lanzamos al alimón repetidas veces el sedal y aquello fue harina de otro costal. Inmediatamente, una flotilla de barbos que nadaba tranquilamente se revolucionó. Empezaron a porfiar por morder la carnada y arrebatarla del anzuelo. Visto que aquello funcionaba, realizamos sucesivas carnadas y lanzamientos y, en una de ellos, un hermoso ejemplar, que andaría por los 750 gramos, optó por morder con decisión el anzuelo quedando prendido de él.

Puede imaginarse la sorpresa y la alegría del niño al contrastar que el extremo de la caña se doblaba apreciablemente, porque pendiendo del sedal venía un pez de considerable tamaño. Obviamente, tomé la caña y afortunadamente logré extraerlo del agua. Una vez agarrado por las agallas lo acerqué al niño, que lo contempló, lo tocó, se fotografío con él y expresó su incontenible alegría por haberlo capturado. Naturalmente, entendió que debía ser devuelto a su entorno natural, como hicimos, para preservar la fauna y, en su caso, para que diese futuras alegrías a otros pescadores. 

Desconozco las novedades y asombros que recordarán Arizona y Fernandito de cuanto encontraron a lo largo del fin de semana en el pueblo, pero tengo la convicción de que esa inicial experiencia de pesca que tuvo Fernandito quedará en su memoria a largo de su vida. Hasta es posible que sea el recuerdo al que más vivamente asocie a su abuelo, cuando pasen los años y la pesca llegue a ser una quimera en el río Turia a su paso por Gestalgar. Y es que, pese a las décadas transcurridas, preparar la pequeña aventura que significa una jornada de pesca mantiene el mismo interés y demanda parecidos preparativos: habilitar los cebos, realizar determinados desplazamientos, seleccionar el espacio idóneo, apostarse en una atalaya desde la que no se divise otra cosa que no sea el agua, preparar y lanzar los aparejos, esperar la picada de las presas, atraparlas, recogerlas y devolverlas a su medio, sin otro pensamiento que no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para lograrlo, mientras se toma el sol o nos refresca la brisa. Algo que no tiene precio. Y eso lo saben hasta los niños.

miércoles, 6 de abril de 2022

Remembranzas de un gestalguino

El pasado sábado, 2 de abril, presenté en mi pueblo el libro Remembranzas de un gestalguino, que recoge algunas de las reflexiones que en los últimos años he anotado en este blog. A continuación os dejo el contenido de mi intervención inicial.

"Quiero empezar dando las gracias a Emilio Soler y a Miguel Aguilar, que aceptaron prologar e ilustrar mi libro cuando se lo propuse, sin duda porque, como podéis imaginar, son mis amigos. Hoy no pueden estar aquí físicamente, pero estoy seguro que sus respectivos avatares estarán perdidos por algún rincón de esta sala. Quiero dar las gracias a Alfons Cervera por la acogida que ha dispensado a este libro, un honor que valoro especialmente viniendo de él. También quiero dar las gracias al Ayuntamiento de Gestalgar, muy especialmente a Raúl y a Nacho por su sensibilidad con mi trabajo y por la calidez con la que lo atendieron desde que lo compartí con ellos. Gracias a mi familia y a cuantos han hecho posible que hoy estemos aquí, presentando este pequeño libro, es verdad que bastante a destiempo, como sucede últimamente con tantas cosas, por razones de todos conocidas. Gracias, en suma, a cuantos estáis aquí.

Permitidme que inicie estas reflexiones recordando las palabras de un ilustre convecino de Alicante, Enrique Cerdán Tato, un insigne escritor, periodista y cronista de la ciudad, que falleció hace casi una década y al que oí decir en una de sus conferencias algo parecido a lo siguiente: «Cuando eché el cierre a los cincuenta tuve la impresión de que dejaba atrás todo un mundo, que ahora la memoria me devuelve no tan chato ni tan insípido como se me figuraba (…)  Fue justamente por entonces cuando levanté la mirada por encima del recogido horizonte y descubrí, con asombro, la vida. Y con la vida, el compromiso de expresarla». 

Pienso que algo similar me ha sucedido a mí, aunque es verdad que con algunos años más de los que tenía él. Y a la postre, en buena medida, me parece que ello es lo que me ha traído hoy por aquí: presentar un breve texto en el que cuento algunos retazos de mi vida. Obviamente, con mis limitaciones y mis inclinaciones, pero siempre con absoluta sinceridad. Sabemos por experiencia que las cosas no son lo que son, sino como cada cual las vive. Y así, con esa aparente simplicidad, decidí relatar algunos retales de mí aventura existencial en el blog «ababolesytrigo» que, posteriormente, trasladé corregidos a las páginas del libro que hoy presentamos.

No siento rubor alguno al deciros que estoy satisfecho por haber decidido difundir esas parcelas de mi vida de manera sencilla y franca. Estoy contento por compartir públicamente algunos de mis recuerdos, pensamientos y emociones. Nunca imaginé que abordar estos asuntos, contarlos en los pequeños relatos que incluye este libro, produjese tanta satisfacción.

Para que se entienda lo que intento decir, precisaré que he ocupado mi vida profesional ejerciendo el oficio de educador. He ayudado a aprender a miles de personas, pero sobre todo me he esforzado en motivarlas a ser tales, a convertirse en gentes de bien formándose a través de la práctica de los valores y de las convicciones cívicas y humanitarias. Los educadores estamos habituados a compartir con los demás muchas facetas de nuestras vidas, aunque no lo hacemos con frecuencia a través de los libros.

Mirándolo bien me reconozco en ese prototipo de personaje público que ha sido más actor de improvisaciones y monólogos que autor o intérprete consumado. Escribir este librito ha supuesto para mí muchas cosas. Quizá una de las más importantes sea que probablemente me ha permitido saldar una deuda que, de alguna manera, percibía que tenía con vosotros, con la gente de mi pueblo. He dicho en reiteradas ocasiones que soy quien soy porque provengo de donde provengo. Jamás he olvidado donde nací y siempre he presumido de ser de pueblo… y pequeño. Sí, siempre he reconocido y agradecido la generosa contribución que ha hecho esta comunidad a la forja de mi carácter y de algunas de mis mayores convicciones.

Ahora bien, como decía, lo que me ha ocupado en la vida no ha sido la escritura sino más bien el activismo. He hecho muchísimas cosas y he escrito bastante menos a propósito de ellas. Además, he sido intencionadamente parco para expresar las que me atañen en privado. De ahí que mis reflexiones y mi escritura se hayan deslizado habitualmente hacia los asuntos de la profesión y de la vocación. 

Por otra parte, no soy un virtuoso de la pluma. Más bien he sido un crédulo en el progreso, un optimista realista. Alguien que piensa y actúa proactivamente, que cree que lo mejor está por llegar, pero que no olvida provocar, incentivar, hacer, movilizar recursos y capacidades para que sucedan las cosas deseables.

Nuestro paisano Alfons ha dicho en alguna de las entrevistas que le han hecho a propósito de su último libro «Algo personal», que «uno es lo que leyó, que somos los libros que leímos, más que los libros que leemos recientemente». ¡Qué poco pudimos leer en aquellos años de tanta precariedad e incuria! Decía también que en su caso —que es el mío y el de tantísimos otros— se trata de los libros que leía un joven que creció en una casa sin libros, como casi todas las nuestras, apostillo. Y que tardó mucho tiempo en tener una pequeña biblioteca propia. Que leía lo que le dejaban los amigos, lo que compraba en los mercadillos cuando vivía en pueblos más grandes que Gestalgar (…). Sobre todo, aquellas viejas novelitas del Oeste, del FBI, de ciencia-ficción… Efectivamente, ¡cuántos nos reconocemos en ese paisaje!, ¡cuánto nos costó llegar a conocer los universos que nos muestran los libros, sean los que sean, los hayan contado quienes los hayan contado! 

Afortunadamente hoy estamos aquí para celebrar que tenemos otro libro entre las manos que habla de nosotros y de cuanto nos rodea. El registro que he utilizado para componerlo nada tiene que ver con los enfoques literarios porque insisto una vez más en que no soy un escritor. En el mejor de los casos puedo ser un escribano o un escribiente aceptable, con cierto relativo oficio, aprendido a lo largo de mi dilatada trayectoria como maestro y profesor. 

Así pues, no es la pretensión de contar historias lo que generalmente me ha estimulado para ponerme frente a la hoja en blanco. Más bien ha sido la necesidad de abordar reflexivamente situaciones profesionales o académicas que me pareció que debían escribirse, argumentarse o resolverse. De ahí que me mueva más cómodamente en el ámbito de la descripción que en ningún otro. Y tal vez por ello he sido frecuentemente un cronista de la cotidianeidad, un relator curioso atento a lo que acaecía a su alrededor. Y ello ha propiciado que haya dejado testimonio escrito de algunos de los efímeros viajes sentimentales que emprendí o compartí, entre ellos los que se desgranan en los pasajes que encierran las páginas de este libro que, como sabéis, no es otra cosa que un breviario de valiosos recuerdos.

Recientemente reflexionaba en torno a la necesidad que tengo de escribir, una necesidad casi diaria. La misma que siento de lavarme la cara, tomar el primer café o ponerme a empezar el día cuando despierto. Escribir es una experiencia muy personal y por eso tiene tantos significados. La única manera de responder con honestidad al sentido que tiene la escritura es expresar lo que significa para uno mismo. Para mi, la actitud de escribir refleja múltiples intenciones, algunas bastante simples y otras mucho más pretenciosas. A veces escribo simplemente para dejar correr el pensamiento e intentar ponerlo negro sobre blanco en una hoja de papel o en un archivo digital. Otras escribo para concretar lo que siento o lo que medito, como si radiografiase mi raciocinio o mis emociones. A veces escribir me permite dejar escapar la conciencia o la pasión, la preocupación o la petulancia, la memoria casi olvidada o las sensaciones más vegetativas. Y casi siempre, escribir significa para mi decir lo que no se puede o no se debe callar. ¡Cuántas cosas se concretan en la acción de escribir! Como dijo alguien, escribir es poner la cara, hablar de frente. Y todo el que escribe se juega algo en sus palabras.

Por otro lado, es innegable que escribir resulta una aventura fascinante, aunque frecuentemente sea más resultado de la transpiración que de la inspiración. La escritura exige esfuerzo, dedicación, hacer y deshacer, buscar, corregir, reescribir... Y no una, sino decenas de veces. Y no hay que buscar excusas ni pretextos.  Lo que corresponde es disciplinarse cada día y dedicarse a la tarea: diez minutos, media hora o dos horas, lo que haga falta. A propósito de la misma o de cien cosas diferentes; lo que se tercie o lo que corresponda.

Me alegra haber encontrado espacio para retomar la escritura, me complace recuperar las palabras, recordarlas, utilizarlas, componerlas entre sí para intentar conformar mi pensamiento. No quiero olvidar las palabras y menos lo que significan. Y solo por eso merece la pena escribir.

He descubierto que la escritura tiene para mí una función antioxidante y hasta propiedades curativas que me distraen del proceso de envejecer, de huir de las hermanas Cloto, Láquesis y Átropos, y de acercarme a la muerte. Es como si las palabras acogiesen entre sus trazos retazos de mi existencia, lo que pienso que ha sido y cómo he creído vivirla. Es como si me ayudasen a disociar el vivir del morir, lo que es de lo que ya no será. Como si solo acogiesen la parte briosa de mi ser, la que permanece, aquello que no quiero abandonar y que me hace sentir en este mundo. Eso es para mí la escritura. Y tal vez por eso escribo, para sentirme vivo y renegar de la parca.

Espero que quienes todavía no lo hayáis hecho disfrutéis del pequeño itinerario que ofrecen las páginas de este libro. Un recorrido muy personal y nada neutral que hace años transitó un viajero sentimental, proclive al disfrute emocional y amante de su tierra y de sus gentes.






domingo, 9 de junio de 2019

Intemperies

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catàstrofe.
(Raimon, 1983)


Dicen los técnicos de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) que las lluvias están por bajo de sus valores normales en buena parte de la provincia de Alicante y en el oeste de la provincia de Valencia. Ocho meses después del inicio del año hidrológico 2018-19, las precipitaciones acumuladas en España suponen un 15 por ciento menos de lo normal y parece que la tendencia apunta, en general, a la continuidad del endémico déficit hídrico que sufrimos por estos lares.

Probablemente la machacona reiteración del día a día nos hace perder perspectiva y deslavaza la percepción que tenemos de la secuencia de las estaciones, que con tenues oscilaciones creo que genéricamente se repite con regularidad. Sin embargo, en las últimas décadas se han producido enormes transformaciones tecnológicas que han acrecentado exponencialmente nuestra capacidad destructiva. Los expertos tienen cada vez menos dudas sobre el daño irreversible que estamos infligiendo al Planeta, que debemos evitar a toda costa. Sin embargo, subjetiva y contradictoriamente, tengo la impresión, por supuesto infundada, de que apenas han cambiado las cosas. De hecho insistiré en ciertas observaciones que escuché de boca de mi padre hace muchos años y que he mencionado en alguna otra ocasión.

Sería allá por el año 1967, meses después de nuestra llegada a Alicante, cuando se nos ofreció la primera oportunidad de viajar al pueblo, volviendo esta vez “de visita”. No es posible olvidar aquellos interminables recorridos en los autobuses de la Unión de Benissa, que nos llevaban a su cochera de la calle Játiva, en Valencia, desde donde nos desplazábamos a la cercana calle Cuenca, en las proximidades de Lanas Aragón, para enlazar con los de la VASA (Valenciana de Transportes, S.A.), que tenían allí la parada desde la que nos conducían a Gestalgar, donde conseguíamos llegar tras un par de horas de viaje que había que sumar a las tres o cuatro precedentes para completar finalmente un recorrido total de poco más de doscientos kilómetros. Esos desplazamientos, que fuimos frecuentando progresivamente, nos dieron la oportunidad de familiarizarnos con las panorámicas que acompañaban el trayecto, aunque las visualizásemos  apresuradamente. Mirábamos a través de las lunas de los autobuses y nos impactaban paisajes y labores desconocidos que despertaban nuestra curiosidad. Imaginábamos y comentábamos los hipotéticos trabajos y las cavilaciones de las gentes que habían puesto en pie aquellas ínfimas explotaciones agrarias; nos preguntábamos por la idiosincrasia de las colectividades que habrían poblado desde antiguo esos agrestes y desabridos territorios, modelándolos tan primorosamente.

Recuerdo que, en uno de esos viajes de regreso a Alicante, mi padre me hizo un comentario que ejemplifica sus habituales, cáusticas y lacónicas sentencias: “chiquillo –me vino a decir– hemos venido al desierto; aquí no se cría más que el esparto”. Ese fue su pronunciamiento. A su juicio, habíamos dejado atrás un vergel (verdaderamente, no era tal) para adentrarnos en una tierra yerma e inhóspita, con escasísimas posibilidades de aprovechamiento agrícola. Yo asentí; primero, porque mi padre era para mí, entonces, fuente de autoridad incuestionable; segundo, porque desconocía absolutamente cuanto veía a mi alrededor. Años después, cuando recorrí y descubrí a fondo esos paisajes y me documenté sobre las transformaciones que los moriscos llevaron a cabo en los territorios de la montaña alicantina y en sus abruptos piedemontes, no es que cambiase de opinión, pero sí que alcancé a ver las cosas de manera muy diferente a como las percibimos inicialmente.

Decía que la aridez característica de las tierras del sur del País Valencià y el paisaje estepario que modela nos impactaron poderosamente cuando llegamos a este territorio. Veníamos de un pueblo en el que, aunque su latitud difiere apenas un grado de la que corresponde a Alicante, sorprendentemente, los otoños y las primaveras eran estaciones en las que menudeaban lo que allí se llamaban “temporales”, unas precipitaciones persistentes, procedentes del Mediterráneo, que durante tres o cuatro días descargaban copiosas lluvias que anegaban barbechos y labrantíos, dejando la tierra con sazón para acometer labranzas y sementeras.

Recuerdo perfectamente aquellas jornadas interminables, recluidos en las casas y ocupados en tareas inhabituales que los mayores, intencionadamente, reservaban para esos días en los que “el tiempo estaba hinchao”. Días y noches en las que no dejaban de chorrear los canalones, vertiendo las aguas desde los tejados a las calles con un característico repiqueteo de ritmos e intensidades dispares, acompasados con la intensidad de los chaparrones, que llenaban todo de charcos. Ese soniquete que nos acompañaba durante horas y horas no solo lo producía la lluvia al precipitarse sobre la calle, sino también las gotas que se filtraban por los desperfectos de los tejados, golpeando sobre los cacharros que colocaban nuestras madres sobre el suelo de la cambra para recogerlas y neutralizar las filtraciones. Esos goteos sonaban con timbres diferenciados en función del material con que estaban fabricados los recipientes y de su tamaño. De modo que cada noche conciliábamos el sueño escuchando el concierto de ruidos producidos por el fluir de las aguas cayendo desde los tejados o discurriendo por las calles, al que ponía un desacompasado contrapunto el soniquete de los cacharros que recogían el agua de las goteras.

Era el tiempo reservado para desgranar el maíz, pelar las almendras, trasegar el aceite, remendar los sacos, ensebar las lonas, ordenar aperos, arreos y carros, hacer las pequeñas y aplazadas reparaciones domésticas, apilar las cosechas en la cambra, limpiar los corrales, etc. Jornadas en las que la única holgazanería autorizada era el desplazamiento a la escuela calzando las botas de agua. Aquella especie de borceguíes de goma negra con los que nos metíamos en los charcos, chapoteando en ellos hasta rebosarlos de agua, que obviamente vaciábamos antes de volver a casa para intentar eludir los castigos de nuestras progenitoras.

Días de temporal en los que jugábamos a huir de las aguas y, paradójicamente, acabábamos anegados en ellas. Días que se extinguían inexorablemente a medida que se iba deteniendo la lluvia y el cielo se despejaba. El paisaje recobraba entonces su belleza, rendido a la ternura de una vegetación renovada que asomaba entre las perezosas hebras de niebla, o sorteaba las nubes bajas que dormitaban abrazadas a las laderas de las montañas. Escampaba y el tiempo seguía su imparable transcurso con indiferencia, cincelando su impronta en las particulares biografías de quienes vivíamos, por fin, libres y a la intemperie.

viernes, 18 de agosto de 2017

La casa Suay

Ya nada es lo que era,
nuevos paisajes, nuevas fronteras,
delimitando mis gestos, mis costumbres.
Otra lumbre iluminará mis versos,
otros muertos mis soledades,
otras felicidades mis fiestas,
otras dudas mis certezas. 

[Ismael Serrano, Ya nada es lo que era]


Nada es lo que parece, nada es lo que era. Todo cambia, nada permanece. Hoy es dieciocho de agosto. Hace años ello equivalía a decir que se habían acabado las fiestas. Eran tiempos en los que las celebraciones en honor de la Asunción y San Roque duraban tres o cuatro días a lo sumo. Hoy no se sabe cuánto, depende del año, de las ganas del personal y de otras muchas cosas. Entonces, pocos días de festejos conducían inexorablemente al inicio de la temporada de la garrofa.

En el montaraz territorio donde nací y me crié, en aquel tiempo –y mucho antes– la recolección de la algarroba era una de las tareas más importantes del año agrícola. Los vecinos tenían depositadas en ella y en la vendimia las mayores esperanzas económicas. De ambas dependían sustancialmente sus precarísimas economías domésticas. Una mala cosecha podía sobrellevarse, aunque fuese a base de penurias, pero fracasar en ambas casi era la garantía de un desastre de proporciones inasumibles. Las inclemencias atmosféricas, el rigor de las tareas del campo, la fragilidad de las minúsculas explotaciones y la depreciación de los productos agrícolas han influenciado históricamente la despoblación de los pueblos serranos.

Así pues, como se trataba de asegurar una de las principales cosechas, no se regateaban esfuerzos en los preparativos, lo que originaba una gran movilización y un ajetreo perceptibles en todo el pueblo. Durante las semanas previas a las fiestas de agosto se habilitaban los pertrechos necesarios para llevar a cabo la recolección. Se preparaban las cañas de gancho para hacer caer a tierra las algarrobas que todavía permanecían en las ramas de los árboles, los sacos para envasarlas y los cordeles para anudarlos, se recuperaban y remendaban los capazos y las espuertas para recolectarlas y se preparaban los carros (varales, delanteras, tablas, teleras…) y los animales (reforzando su alimentación con avena y algarrobas), así como los sombreros, los botijos, etc. De modo que, acabadas las solemnidades, todo estaba listo para iniciar la recolección en las zonas limítrofes del pueblo, situadas a menor altura, en las que maduraban los frutos más tempranamente. Concluidas las cercanías, empezaba la tarea en los espacios más montaraces, un proceso que ya he descrito en alguna otra entrada de este blog. Así que hoy me limitaré a rememorar cómo viví ciertos aspectos de ese particular acontecimiento, cuando apenas era un niño de pocos años.

No es la Casa Suay, pero se parece a lo que acabó siendo.
Cuando llegaba la época de la recolección de la garrofa mis padres se mudaban de domicilio. Dejaban la casa del pueblo y se iban a vivir durante unas semanas a la denominada Casa Suay. Subrayo lo de que “se iban” porque ciertamente era así. Se desplazaban a una casona que teníamos a cinco kilómetros del pueblo, en la carretera de Chiva, y se llevaban con ellos hasta las gallinas. Era una casa de campo, grande, tosca, ramplona, sin ningún tipo de comodidad contemplada desde la perspectiva actual, pero con lo necesario para vivir razonablemente bien con arreglo a los parámetros de aquel tiempo. Tenía adosado un corral de ganado, una especie de majada, en el que se guarecían durante el invierno los rebaños de ovejas que venían de Cuenca a pasar el invierno. Nosotros les ofrecíamos el cobijo de las teñadas (corralizas cubiertas) y el confort de la paja y ellas nos correspondían con el inmejorable abono orgánico que producían, que mi padre denominaba “girle”

Obviamente, desde la ensoñación que pudo distorsionar mi imaginación de niño de pueblo y desde la recreación y las reconstrucciones posteriores, más o menos idealizadas, que sin duda habré materializado, recuerdo aquella casa como el gran paraíso perdido, un lugar fascinante donde podían suceder cosas inimaginables en el pueblo.

Aquél caserón, en cuyas inmediaciones mi padre se dejó la piel durante cincuenta años, se estructuraba en dos alturas adaptadas a la ligera pendiente que le servía de asiento. Un gran portalón de madera daba acceso a la planta baja. A la entrada, inmediatamente a la derecha, se abría un amplio vano que daba acceso a la cuadra. Antes de acceder a ella, un viejo trabuco permanecía recostado sobre la pared, cual vigilante mudo. Siempre estuvo allí, hasta que un día desapareció, no se por qué, y jamás volví a verlo. Los trabucos eran buenos compañeros en aquellos espacios apartados y a la intemperie, en tiempos en los que eran imprevisibles los acontecimientos. Aquél debió acabar en las manos de algún gitano transeúnte, que seguramente le ofrecería a mi padre los veinte duros de rigor. Probablemente lo pillaría en alguna de las habituales penurias y optó por deshacerse de una de las reliquias de la familia, haciendo valer aquel viejo adagio de “primum vivere, deinde filosofare”. La vida misma, aunque las actuales circunstancias nos hagan verla de distinto color.

A continuación del espacio que ocupaba la cuadra, una puerta desvencijada daba acceso a la habitación donde dormían mis padres sobre unos viejos somieres,  apoyados en muelles y protegidos por colchones rellenos de ‘pellorfas’ de maíz, que tenían una musicalidad característica. Los niños dormíamos en una pequeña alcoba de esa misma habitación, de la que a su vez partía una estrecha escalera que daba acceso al piso superior, o cambra, donde se guardaban provisionalmente algunas cosechas, ciertos aperos y diversos materiales empleados en las tareas agrícolas. A esta estancia también se podía acceder directamente por una puerta que daba a una era, que se extendía en la parte superior de la pendiente sobre la que se asentaba la casa. En su día, allí debió trillarse porque llegué a conocer un rulo de piedra, apartado en un lateral, aunque nunca vi realizar allí esa tarea.

Regresando a la parte inferior de la casa, frente a la entrada estaba dispuesto el hogar, compuesto por una amplia chimenea y una especie de frontis que acogía un horno moruno que me fascinaba. Mi madre cocía allí el pan que ella misma elaboraba artesanalmente cada semana y también otros guisos que llenaban la estancia de unos aromas que jamás he vuelto a percibir. Recuerdo el olor que emanaba de aquellas hogazas mientras se cocían o el perfume que desprendían las hortalizas asándose de aquel modo tan rudimentario y tan natural, que las hacía tan exquisitamente únicas, aunque debo apostillar que la exigencia de las tareas agrícolas en las que colaborábamos y lo menguado de las raciones alimenticias seguramente contribuyeron a acrecentar mi aprecio por sus bondades.

Finalmente, saliendo al exterior de la casa, a la derecha se encontraba un amplio portón que daba acceso al corral. Este se estructuraba en un amplio deslunado rectangular, flanqueado en tres de sus lados por sendas teñadas que protegían al ganado del frío y de la lluvia durante el invierno. Una  pequeña habitación, que ocupaban los pastores y en donde dejaban sus pertenencias, completaba esta parte de la casa. A menos de cincuenta metros, hacia el norte, en una zona muerta que separaba unas parcelas de olivos, había un pozo con una profundidad de entre quince y veinte metros y un diámetro de aproximadamente dos. Aunque en general replicaba la estacionalidad de las lluvias, habitualmente tenía agua, que era potable y sin sanguijuelas, así como excelente para beber y cocinar. Aunque el pozo no tenía morcones ni polea, junto al brocal había una pila de piedra donde mi madre fregaba los platos y los utensilios de cocina.

Hace más de tres décadass que destejaron la Casa Suay, con nocturnidad y alevosía. Dado lo oneroso de la reposición de la cubierta y la nula rentabilidad de la explotación agrícola, optamos por no reponerla, lo que acarreo su ruina progresiva, acelerada por el maltrato que la gente desaprensiva suele dar a cuanto encuentra en su camino, especialmente si está deshabitado. Al cabo de pocos años, aquella casona se había convertido en un espacio ruinoso y peligroso, y opté por allanar las ruinas para evitar males mayores. Y así permanece hoy el solar, llano y casi mimetizado con la maleza que ha crecido sobre lo que algún día fue nuestro segundo hogar.

En fin, como canta Ismael Serrano, Ya nada es lo que era,/nuevos paisajes, nuevas fronteras…

miércoles, 14 de junio de 2017

Cuando el maíz se llama canaria

Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl los aztecas solo se alimentaban de las raíces que recolectaban y de los animales que cazaban. Desconocían el maíz, que permanecía oculto detrás de las montañas. Aseguran que los antiguos dioses intentaron apartar las montañas para hacerse con él, cosa que nunca lograron pese a su colosal fuerza. Conocedor del endémico problema, Quetzalcóatl escuchó con cabal sensibilidad las rogativas de su pueblo prometiéndole que conseguiría el maíz. El reto al que se enfrentaba estaba a la altura de su proverbial astucia, de ahí que para admiración de su celestial corte decidiese recurrir a la picardía y no a la fuerza para sortear las montañas. A tal efecto, se transformó en una hormiga y marchó cara a ellas recorriendo un camino repleto de dificultades y fatigas, que no lograron quebrar su determinación, espoleado por el recuerdo de las penurias y miserias que acuciaban a su pueblo. De ese modo logró sobrepasarlas y llegar hasta donde estaba el maíz. Dado que su himenóptera corporeidad no le permitía otra cosa, tomó un grano maduro entre las mandíbulas y emprendió el viaje de regreso. Llegó a su tierra exhausto y entregó el prometido tesoro a los hambrientos indígenas que, evidenciando una vez más su acreditada sabiduría, en lugar de comérselo lo plantaron. Pocos meses después obtuvieron el fruto de tan preciado tesoro y  de su no menos lúcida decisión. A partir de entonces cosecharon sistemáticamente el maíz, aumentando sus riquezas, haciéndose más fuertes y logrando ser más felices. Desde entonces los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, que les trajo el maíz.

La palabra maíz nos ha llegado casi con la misma forma con que la utilizaban los aborígenes americanos –mahíz–, con un significado equivalente a algo así como “lo que sustenta la vida”, que habla por sí mismo de la importancia de un cultivo que conocían  inmemorialmente los pueblos indígenas de toda América y que junto al arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno y el sorgo conforma las siete gramíneas que han alimentado a la humanidad a lo largo de la historia, y aún antes. Fue a partir de la conquista cuando lo importamos los europeos, extendiéndose su cultivo por el resto del mundo en pocas décadas. No se cuando llegó a Gestalgar, mi pueblo, aunque probablemente sería cuando lo poblaban los moriscos. Pese a la relevancia de su significado, allí el maíz no se llama tal, ni tampoco se denomina como en otros lugares de España, que lo mencionan con apelativos como danza, mijo, millo, oroña, panizo o zara, entre otros. Desconozco por qué, pero entre nosotros toda la vida de Dios se le feminizó el nombre, denominándolo “canaria”, de la misma manera que sucede en Villar del Arzobispo, Chelva o Domeño, todas ellas localidades serranas.

Desde mi niñez, y mucho más desde que estrené la adolescencia, tengo asociada la canaria a estas fechas finales de la primavera y al verano. En este tiempo menudeaban en la huerta los pequeños maizales que tenían como principal objeto atender una parte de la alimentación de los animales de corral, esencialmente gallinas, pollos, pavos y cerdos. Rara era la familia que no sembraba porque quién más y quién menos necesitaba de su imprescindible aporte a la subsistencia doméstica. De modo que en estos meses los mozalbetes, calzón en ristre, nos disponíamos a esclarecer los maizales por encargo expreso de nuestros padres, al tratarse de una faena sencilla que no consiste en otra cosa que en arrancar a mano las plantas que tras la siembra han crecido con menor prestancia, preservando la más robusta, que gana así espacio y condiciones para crecer sin competencia y con lozanía. Es decir, algo equiparable a una selección desnaturalizada.

A esa primera labor que se hacía tras la siembra, y además del riego, le seguía otra más cansina que se dilataba a lo largo de la estación estival hasta pocas semanas antes de la recolección, cuando el porte de las plantas hacía imposible realizarla sin perjudicarlas. Esa tarea no era otra que ‘rascar’ la canaria, una faena consistente en arañar superficialmente el suelo del bancal con una pequeña azada, para despojarlo de las hierbas que crecen espontáneamente en perjuicio de la labor, fundamentalmente ‘sorrejes’, verdolagas, ‘junza’, ‘escorihuela’…, cuyos nombres científicos y correctos sigo desconociendo. Algo similar hacíamos con las cebollas, casi siempre descalzos, porque así trabajábamos con mayor esmero, sintiendo en los pies desnudos el tacto de las plantas, tanto de las que debían preservarse como de las que había que prescindir. Aunque, todo sea dicho, de vez en cuando también percibíamos otras sensaciones menos agradables como los agudos pinchazos de algún que otro cardo, el escozor de las sempiternas ortigas y las “caricias” de otros afilados especímenes vegetales que nos sorprendían y espabilaban nuestras mientes.

Recuerdo con distante agrado los enormes sudores que acompañaban al repaso minucioso y superficial que con las pequeñas azadas hacíamos de los infinitos laberintos que dibujaban los surcos y los plantones. Retengo la caricia benévola que recibían los pies de aquel cernido mantillo, resultado de mil labores precedentes. Evoco el frescor de la humedad que brotaba de las entrañas de la tierra y que abducían las ardorosas y desnudas extremidades juveniles, también aliadas y visitantes frecuentes de las aguas que acompañaban permanentemente las acequias que construyeron nuestros antepasados en las cabeceras de las parcelas. Recuerdo aquel picor insufrible del polen que caído de las espiguillas se mezclaba con el sudor e irritaba sobremanera las doblegadas y juveniles espaldas, mucho antes de que el reloj del campanario anunciase el mediodía.

Rememoro las lluviosas jornadas invernales deshaciendo el maíz recolectado. Aquellas faenas en las que participábamos cuantos vivíamos en casa, cada cual con sus fuerzas, todos ‘panojón’ en ristre, erosionándonos las yemas de los dedos mientras desgranábamos las mazorcas que habían pasado el otoño oreándose en la cambra. Recuerdo los párvulos y precarios regalos enterrados por mi madre cada noche de reyes en los montones de aquel maná granulado y amarillo.

Como todos los años, cuando despuntan los primeros rigores del verano, me gusta andar descalzo por casa, sintiendo en los pies el frescor de las losas del suelo, que ellos agradecen muy especialmente, libres de la reclusión en que viven permanentemente entre calcetines y zapatos. Aunque hace muchas décadas que no practico las viejas faenas, cuando llegan estas fechas y me descalzo un tanto a hurtadillas, suelo recordar la proverbial frescura de aquellos campos de maíz, que además fueron proveedores de las hojas –chalas las denominan en algunos lugares de América, ‘callorfas’ en mi pueblo– con que se rellenaron algunos de los colchones que acogieron mis sueños adolescentes.

miércoles, 4 de enero de 2017

Una aclaración necesaria.

Cualquier lector perspicaz que ojee este blog reparará con presteza en sus pocas etiquetas. Más allá de la estricta consideración numérica, incluso es probable que unas le parezcan más seductoras que otras, y que hasta llegue a pensar que tal vez existe un marcado desequilibrio en las entradas que acoge cada una de ellas. Si está relativamente familiarizado con la bitácora, es posible que especule con que el autor ha dedicado escaso tiempo a evocar los personajes que poblaron sus paisajes vitales, cuyas descripciones y glosas se ofrecen más pródigas que las virtudes y provechos de aquéllos. Inclusive, puede conjeturar con que sea persona de pocas amistades o de escasa parentela. Y no le faltaría razón a ese curioso observador porque, efectivamente, solo se encuentran en el blog dos etiquetas que genéricamente engloban la parcela de los afectos y de los parientes, rotuladas como “personajes de mi galería” y “con nombre propio”, que no sólo acogen la mayoría de las observaciones relativas a los apegos y progenies del gacetillero, sino también reflexiones que aluden a sus amistades, a sus colegas profesionales y hasta a algún que otro espécimen.

No sería de extrañar, por tanto, que cualquier atento lector se preguntase si no faltarán personajes o nombres propios en la profusa relación de entradas, que abordan aspectos que tienen menor calado en la vida de las personas, como las vivencias fortuitas, algunos paisajes y territorios bosquejados, y hasta otros avatares accesorios. Y no le faltaría razón a ese cualificado leedor porque, efectivamente, son muchos, muchísimos, los personajes no incluidos en las mencionadas etiquetas. Recontándolos, se echan a faltar, injustificadamente, menciones merecidísimas a multitud de seres que han habitado campiñas y predios que moldearon las hechuras del autor, pese a que muchos de ellos no hayan reparado en semejante circunstancia.

Empezaré por los más próximos, que son quienes integran mi parentela. El linaje del que provengo y la corta familia que he logrado constituir han influenciado muy significativamente mi pensamiento, mi afectividad, mis convicciones y aspiraciones, y muchos de mis rasgos característicos. Tengo un tremendo pudor para expresar públicamente el caudal de pensamientos, sentimientos y emociones que he tenido y tengo, que he sentido y siento, que he dispensado y dispenso o que he recibido y recibo del núcleo fundamental de las personas que me son más próximas. Hoy por hoy, no quiero expresar abiertamente lo que significan para mí, porque considero que es asunto que me pertenece privativamente. Sin embargo, en más de una ocasión me he visto tentado a decirles a las claras lo que pienso y lo que siento de y por cada uno de ellos, para que lo escuchasen, sin suposiciones, brotar directamente de mi boca. La verdad es que siempre me he retraído en el último instante. Por otro lado, estoy convencido de que lo saben y que decírselo no sería más redundar en algo que conocen de sobra, aunque a nadie le desagrada que le regalen el oído con buenas palabras y lisonjas, especialmente si son sinceras.

Pero, más allá del pudoroso reconcomio con que preservo mis pensamientos y afectos a los familiares más próximos, debo advertir a quienes pudiesen pensar que mi vida está falta de otros personajes que se equivocan de plano, porque está cuajada de interlocutores de toda naturaleza. A unos me vinculan y vincularon los afectos, a otros los admiro o admiré por sus capacidades y su inteligencia, existen terceros a los que preferiría no haber conocido y, por haber, hasta existen personajes singulares que son o han sido parte del paisaje transitado en las seis décadas que llevo viviendo. Supongo que, como la mayoría, he conocido y conozco personas y personajes de todo tipo. Y no renuncio a conformar una elemental relación de ellos porque, aunque sé que olvidaré a muchos y que probablemente retomaré la relación en algún otro momento o capítulo de este cuaderno, merecen figurar en ella, como parte que son de mi vida y de mis recuerdos, que he elaborado y reelaborado con muchas de las vivencias, experiencias, sentimientos, dichas e incluso infortunios que he compartido en mayor o menor medida con ellos.  

En ese elenco de personajes que debieran figurar en mi galería no pueden faltar muchos habitantes del pueblo en que nací, particularmente mis vecinos más próximos, como la tía María la Gregoria, su marido, el tío Eugenio; su padre, el tío Jesús; y sus hijos Vicente, Eugenio y María Adela. El tío Vicente Fabián y su mujer, la tía María, una persona entrañable a la que hacían sus confidencias las mujeres de la vecindad. ¿Cómo olvidar a la Quintina, un personaje que superaba al más disparatado figurante de la mejor película de Berlanga? Mis tíos María y Simeón y sus hijas Maricarmen y Milagros. Mi abuela materna Magdalena (Malena, para todos) que dio nombre a la estirpe de sus hijas “malenas”, María, Carmen y Elisa, mi madre. La tía Liduvina y su marido, el tío Cortés, personas cordialmente unidas a la familia de mi madre. En fin, avanzando por la calle Valencia en dirección a la entrada de la población, encontraríamos otros muchos personajes que merecen al menos un apresurado boceto en esa galería de mis recuerdos. Me refiero al tío Estanislao, al tío Rafel, el hornero, al tío Ignacio el Carpintero, al tío Rubio, al tío Celestino o al tío Frasquito, entre otros. Y si enfilamos la calle en dirección a la plaza, hallaríamos también figurantes imprescindibles en mi relato: la tía María de Elías; Claudio el Cherano y Concha la Quirubina, su mujer; el tío Eliseo, buen aficionado taurino y gran amigo de mi padre; el tío Vicente el Rocho, el tío Caguetas, el Barbero; el tío Pepote, la tía Angelica de la tienda, el tío Pepe el Prisquilla, el tío Chulillano y la tía Carmen la Morica… 

Mi familia carnal merece otro capítulo de menciones: mis abuelos Vicente y Carmen, a quienes apenas llegue a conocer pero a los que siempre he sentido cercanos a través de los relatos de mi padre y sus hermanas Vicenta y Carmen. Mis tíos y primos Leoncio, Josefina, Voro y Joselín; mi tío Eusebio y sus hijas Doloricas y Eusebia. Mis abuelos maternos Esmeraldo y Malena, junto a la saga de mis tíos maternos: Germán, Miguel, María, Carmen y Vicente, con la consiguiente retahíla de primos que, además de las referidas MariCarmen y Milagros, incluye a Miguel, Rupertina, Carmen, Manolita, Vicente, Ernesto y Angelita. 

No puedo olvidar los amigos y amigas de mis padres. El tío Merienda, compañero de divertimentos y de muchas fatigas agrícolas, pues echaba muchos jornales ayudando a mi progenitor. El tío Cañamizas y el tío Juan de Longinos, el tío Faustino el Capador o el tío Antonio de Ruperto. Y las tías Regina, María de Lino y Palmira, amigas de juventud de mi madre. Tampoco quiero obviar otras amistades inmemoriales de mi familia como el tío Félix de Rita o el tío Claudio de las Higuericas, cuyas familias siempre estuvieron próximas a la mía. ¿Y cómo descuidar la mención a la matrona sin título que asistió a mi madre –y a tantas otras mujeres– en sus partos, la inefable tía Rufina, a la que nos enseñó a querer como a una más de la familia, lo mismo que a sus hijas Lola y Elia?

Tampoco quiero olvidar a mis amigos de la infancia: a Paco el Custodio, a mi primo Joselín, a Eugenio el Panarra, a Vicente Quirubín, a Paco Marín, a José María o a Salvador Domingo. Una relación que debo acrecentar con otros convecinos de alguna generación anterior como Paco el Guerra, Gerardo Torres, Pepe el Portugués o Juanchán el mayor, o la de Rambla, Batiste, Piquete y otros, que nos enseñaron a jugar al fútbol con balón de reglamento. Por último, debo mencionar algunos personajes cuyo recuerdo, por diversas razones es, además de patrimonio personal, pertenencia de la ciudadanía de Gestalgar, como es el caso de Chicago, la tía Cabera, el tío Alguacil, Ignacio el Mimí, el Chato Baldomero o el tío Royo Pellejas, entre otros.

Debo referenciar en esta entrada a mi familia chivana, a la que me vincula un afecto imperecedero que mis ancestros supieron alimentar. La tía María la Corachana (tía de todos los “Corachanes”), mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. 

No puedo olvidar a los compañeros de fatigas de aquel Colegio Libre Adoptado Luis Vives, de Chiva: Aniceto y Paco Tarín Herráez, José Vicente García, los Juan Vicentes Muñoz y Hernández, Juanjo Tarín, Armando Boullosa… Silvia, Maricarmen, Merceditas, Matilde, María Luisa, Bienve… Las mil y una aventuras en aquel desvencijado “establecimiento educativo” y los inefables personajes que probablemente soñaron con domeñarnos, sin conseguirlo: Don José Morera, don Juan, doña Amparito, doña Maruja, don Fernando Galarza… 

Todos ellos, que tan solo enmarcan el retrato de mis primeros quince años, merecen como mínimo un apunte a lápiz de su figura, aunque la mayoría podrían reclamar un retrato a la acuarela. Otros serían justos pretendientes de una tela al óleo que hiciese justicia a sus virtudes y méritos. Algunos incluso deberían lucir sus galas encuadrados en una escenografía de alegorías singulares que reclaman la solidez de sus méritos y contribuciones.

Espero tener tiempo y salud para pergeñar los retratos de estos personajes, que han hecho merecimientos más que sobrados para estar incorporados a mi galería y para figurar con nombre propio no solo en este blog sino en otras crujías de mayor enjundia.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Gallipatos.

La primera vez que tuve noticias de ellos fue en los primeros años de la década de los 90. Creo recordar que estando en el pueblo, con motivo de la visita que nos hicieron Emilio, Concha y Laura. Fue en el verano del 92, durante un largo fin de semana que pasaron con nosotros, probablemente en el curso de alguna de nuestras conversaciones, cuando Emilio mencionó este vocablo. Un año extraordinario aquél, para nosotros y para el país. ¡Qué lejos quedan aquellos añorados tiempos! Fuimos al Mestalla, a ver una de las semifinales de las Olimpiadas, en las que se enfrentaban España y Ghana, a la que vencimos por 2-0. Una selección que entrenaba Vicente Miera y que acabó ganando a Polonia el oro olímpico el 8 de agosto, en el Nou Camp, derrotándola (2-3), con goles del “Pitu” Abelardo (hoy entrenador de su Sporting), todavía con la azotea poblada, y un doblete del talentoso “Kiko” Narváez.

Esa conversación debe vincularse con una de las incontables experiencias que tuvo Emilio en su época de político activo, porque es una tautología reiterar que nunca dejó de pensar, ser y actuar como tal. Vagamente, creo recordar que la cosa tuvo que ver con uno de sus viajes a la vecina localidad de Casinos, donde le habían invitado a participar en algún acto relacionado con la cultura, porque no en vano era Director General del ramo en la Generalitat. A su conclusión, se dio el refrigerio que se dispensa tradicionalmente en estos pueblos de la Serranía y, justamente allí, en una de las conversaciones que acompañan a esos momentos de distensión, apareció tan singular vocablo: gallipato; un término que lo dejó tan patidifuso como lo hizo conmigo cuando lo oí de sus labios por primera vez.

No recuerdo con exactitud de qué manera describió la fisonomía de un ser tan inespecífico que, sin fundamento alguno, imaginé como híbrido de gallinácea y anátida, una especie de engendro rarísimo sin viso de verosimilitud alguna. Algo que, de entrada, me sonó a la típica tomadura de pelo con que se obsequia por estos pagos a los visitantes primerizos. Los habitantes de estos pueblos serranos, históricamente aislados y ajenos a las modas y costumbres urbanitas, poseen un complejo atávico, que nace del temor a ser sorprendidos o engatusados por medio de ocurrencias o habilidades desconocidas para ellos. Esa prevención, a menudo, les lleva a adoptar una actitud defensiva, que expresan con un matizado tono burlesco que pretende tomar la delantera en una hipotética porfía de ocurrencias con quienes perciben con aires de superioridad. En el despliegue de esa descabellada estrategia, a veces llegan a imaginar y aparentar situaciones disparatadas que pretenden que crean los visitantes, considerándolos tontos o casi, o mejor dicho, porque están convencidos de que no tienen ni idea de lo que sucede por estos mundos de la ruralidad.

Pero mira por donde, ahora que han transcurrido más dos décadas desde que aconteció aquella anécdota, casualmente, he averiguado que esa palabra, que en su día me pareció tan excepcionalmente rara, alude a un encantador animalito que es casi un endemismo de estas tierras serranas. Efectivamente, el gallipato, denominado científicamente Pleurodeles waltl, tiene la apariencia de una lagartija de agua, aunque realmente es un tritón que habita en la mitad sur de la Península Ibérica. Por cierto, es el más grande de nuestra fauna, pudiendo alcanzar 30 centímetros de longitud desde el hocico hasta el extremo de la cola. Tiene el cuerpo de color grisáceo y es muy carroñero. Se alimenta de materia en descomposición que encuentra en sus hábitats naturales, que son habitualmente las pozas y balsas que se utilizan para el riego, los pantanos y las charcas.

Este anfibio de ojos prominentes y piel de color parduzco tiene un particular mecanismo de defensa que activa cuando se ve amenazado. En sus dos costados presenta una línea de nueve protuberancias de color amarillento, una especie de costillas que, cuando un depredador lo engulle, proyecta al exterior, causándole dolor y obligándole a regurgitarlo, escapando así de su agresor. En otras ocasiones se defiende proporcionando a su cuerpo una rigidez hierática que disuade a sus captores. De hecho, estos rasgos funcionales están en el origen de algunas de las denominaciones locales con las que se le conoce, tales como "ofegabous", "cullerot" o “venancio”.

Dejando a un lado los aspectos faunísticos y biológicos, volvamos al anecdotario. Según he podido saber, en el pasado era habitual la presencia de gallipatos en Casinos, aunque actualmente es absolutamente excepcional. De hecho, hace pocos años, alguien descubrió un par de estos tritones, con el consiguiente alborozo de la población. Porque, aunque pueda pensarse que allí ni se siente ni se padece, también ha llegado a la Serranía esa pseudosensibilidad que por desgracia ofrece más a menudo vacuos planteamientos y perspectivas medioambientales que apoyos a comportamientos comprometidos e intransigentes con la explotación y conservación de los recursos de un territorio secularmente expoliado.

A raíz del excepcional hallazgo, el alcalde de Casinos expresó su voluntad de recuperar una vieja charca para que pudiesen seguir viviendo en su hábitat natural esos animales y otros congéneres que hipotéticamente se hallasen por aquellos lares. Incluso se difundió que en un centro ubicado en El Saler se estaban criando en cautividad estos anfibios. Y hasta su responsable ofreció al alcalde casinense la posibilidad de soltar de forma controlada algunos ejemplares de gallipato para reinsertarlos en su hábitat natural y recuperar así la colonia que se creía extinguida.

He de confesar que no sé en qué quedaron todos estos buenos propósitos. Sí sé que en Casinos existe una Plaza del Gallipatos, que acoge el pequeño recinto ferial de la localidad. En él, desde principios de siglo, se celebra cada año la Feria del Dulce Artesano, Peladillas y Turrones, en la que se pueden degustar y comprar los dulces típicos del municipio. Una feria muy conocida en el Cap i Casal, por la calidad de los productos y por su cercanía. Mucho menos por estos pagos sureños, en los que priman el turrón de Alicante y Xixona, las “peladilles d’Alcoi”y “els canellons”, la “coca de canonge”, las almojábenas, los rollos de vino o los pasteles de gloria.

Por cierto, ahora que estamos inmersos en la diatriba del cambio de denominación de los espacios públicos, buena cosa sería aprovechar la circunstancia para acordar en la ciudad una ordenanza o reglamento que regule el otorgamiento de los nombres de las nuevas vías, espacios urbanos, edificios y monumentos que limite la discrecionalidad o las actuaciones arbitrarias y/u ocurrentes de quienes tienen atribuciones para promover las propuestas y llevarlas a la aprobación de la municipalidad. Aspectos como el arraigo y la historia locales, la educación, los valores universales o los derechos humanos, la infancia, la democracia, los topónimos (no los antropónimos), la flora o la fauna me parecen, todos, elementos que debieran considerarse prioritariamente en el mencionado protocolo y ser operativos a la hora de acordar la denominación de los espacios públicos. ¿A qué alicantino no le gustaría tomarse una cañita o una “palometa”, o simplemente pasear, jugar o comprar en la “plaça del gambosí”, en el “carrer del canari” o en el “racó del cabasset”?

martes, 22 de noviembre de 2016

El Buto.

Duérmete, niño,
que viene el Coco
y se lleva a los niños
que duermen poco.

¿Quién desconoce esta nana? ¿Cuántas veces nos habrán exhortado a que durmiésemos o nos portásemos bien amenazándonos con que si no lo hacíamos vendría el Coco y nos engulliría o, lo que es peor, se nos llevaría a un lugar lejano y espantoso? Para millones de niños, para decenas de generaciones, el Coco ha encarnado el más genérico, entrañable y representativo de los miedos que conocimos en nuestra primera infancia. No es solamente un fetiche asociado a esa etapa evolutiva, identificado asiduamente con un hombretón desgarbado y feo que se come o secuestra a los niños, aunque es innegable que, con la llegada de la pubertad, el miedo a tan siniestro personaje se desdibuja y acaba siendo oscurecido por la emergencia en el imaginario puberal de nuevos temores, que inducen otras celebridades más reales y espeluznantes como el Sacamantecas o el Chupasangres.

No obstante, ello solo representa un breve paréntesis en la biografía de esta atávica fobia, que poco tiempo después reaparece para acompañarnos casi vitaliciamente. De modo que, entre los doce y los veintitantos años, el Coco lo personifica ese profesor terrorífico que ha logrado angustiarnos a casi todos; a los treinta, lo asociamos con el acreedor que nos hostiga infatigablemente; a los cuarenta, lo ligamos con las canas que blanquean el cabello inmisericordemente; a los cincuenta, con los primeros achaques importantes de salud; a los sesenta y setenta, con el miedo a morir; y desde entonces, sin solución de continuidad, con la propia muerte que, de nuevo, imaginamos hermanada con el personaje desgarbado y sombrío que nos amedrentaba en la niñez y que, embozado tras sus cientos de máscaras, continúa intimidándonos toda la vida.

Goya, ¡Que viene el Coco!
Sin embargo, en mi niñez jamás me amenazaron con que venía el Coco. Y tampoco recuerdo que mi familia utilizase la figura del Hombre del Saco para tales menesteres. En mi casa, en mi pueblo y en toda la comarca, el personaje que por antonomasia encarnaba la auténtica coerción de comernos o llevarnos lejos de nuestros hogares era “El Buto”. ¡Qué viene el Buto!, era la admonición que blandían nuestras madres y abuelas cuanto nos mostrábamos renuentes a obedecer sus indicaciones.

Siempre he imaginado al Buto deambulando incansablemente por las callejuelas y placetas de los pueblos, revestido con sus viejos y astrosos ropajes, cargando a los hombros su hatillo con pertrechos inconcretos, amparado en las tinieblas nocturnas y desgranando la espaciosidad de su doliente caminar, inmune a las barreras y a los impedimentos que erigen las personas. Para mi y para mis convecinos, El Buto era un personaje mudo, que vivía envuelto en un silencio que solo quebraban los lamentos y gemidos que proferíamos los niños aterrorizados y los siseos sordos de nuestras madres y abuelas advirtiéndonos de su proximidad. Aunque habitualmente ignoraba tales fragilidades tal vez porque no las entendíaa veces parecía que se detenía y espiaba por el rabillo del ojo las imágenes incompletas de los niños que dejaban entrever las rendijas de las contraventanas mal cerradas.

El Buto que imaginé jamás tuvo patria ni hogar. Recorrió el mundo miles de veces sin contaminarse con las desavenencias, las injusticias y las iniquidades que lo gobiernan porque seguramente desconocía el significado de palabras como egolatría, odio, desprecio, enemistad o desamor.

Estoy convencido de que El Buto, al que tanto temí, logró traspasar los umbrales del tiempo, siendo como era una suerte de correcaminos que hacía suyos la sombra de los cipreses, la brisa de los atardeceres, los abrigos y veredas de los montes o el frescor del río y de las fuentes. Con la caída del sol, aquel extraño ser se enseñoreaba diariamente de las calles del pueblo, con las que conformaba su particular feudo, aunque careciese del título nobiliario o cédula de propiedad que lo legitimara para ello. A él le daba igual porque, aunque podía decirse que era como un soberano sin corona, no necesitaba tales perifollos para hacer notar su presencia a cada instante. Incluso me llegaron a decir que no solo se adueñaba de las soledades de aquellas villas sino que también reinaba en el bullicio de las ciudades, donde aseguraban que había lugar y ocasión para casi todo, excepto para soñar.

Paradójicamente El Buto es un personaje siniestro y a la vez entrañable que vive integrado en muchas de nuestras biografías. Su figura encorvada y deforme incita multitud de preguntas que no tienen respuesta. Nadie conoce su procedencia ni es capaz de augurar su rumbo. Sin embargo, permanece ahí, cercano, cual testigo sigiloso del transcurrir de millones de infancias y vidas, cual vigilante impertérrito de los ciclos generacionales. Un ser singular, sin pasado ni destino, condenado a vivir en la eterna soledad. Tal vez por ello el libro privativo de nuestra memoria le reserva un epígrafe especial: el que corresponde a las criaturas que, como él, hicieron su camino rodeados de gente, pero recorriéndolo en la más absoluta misantropía.

sábado, 15 de octubre de 2016

1.957

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catástrofe.
(Raimon, 1983)

Anteayer, 13 de octubre, como si de una conmemoración se tratase, apenas eran las nueve y media de la mañana cuando se abrió el cielo sobre la ciudad. Un inopinado, inhabitual y anhelado aguacero descargó sobre ella anegando calles y jardines, mojando a muchos de los viandantes y perturbando levemente la vida ciudadana. Afortunadamente, los rigores del cielo duraron poco y apenas interrumpieron unos minutos la rutina matinal. Era el primer amago de marcharse que ha hecho el verano. Pareció por momentos que llegaba el otoño para quedarse, aunque visto lo visto solo fue una especie de mentirijilla bienintencionada, o una anécdota irrelevante. Tras un larguísimo estío cada año más dilatado y secosimplemente ocurrió lo habitual en estas tierras: nos sorprendió un chaparrón de escasa entidad que nos volvió a pillar a contrapié pese a que venimos sufriéndolos desde el año de Maricastaña.

En el Cap i Casal, estos días es sorprendentemente normal encontrar en los periódicos referencias y recordatorios de la gran riada que lo asoló en 1.957. Ahora se cumplen cincuenta y nueve años de aquella descomunal avenida producida por un “proceso convectivo de mesoescala” –como lo califican los expertos– que afectó gravemente la cuenca media y baja del río Turia, con precipitaciones superiores a los 100 litros en 24 horas, causando la muerte de un centenar de personas. Una riada que probablemente ha sido estudiada más que ninguna otra, al menos de las sucedidas por estos pagos. De hecho hace pocas fechas que unos investigadores de la Universidad Politécnica de Valencia concluyeron un trabajo hidrológico-sedimentario que ofrece novedosas explicaciones sobre el singular acontecimiento.

Tareas de limpieza tras la riada de 1957.
El estudio al que me refiero no es un ejercicio retórico sino que tiene una vocación utilitaria. Como se sabe, en las últimas décadas los usos del suelo en el territorio regado por el Turia han cambiado radicalmente, especialmente en su cuenca baja, donde la expansión de la urbanización ha sido exponencial. La preeminencia de la construcción ha impulsado que se hayan adoptado ciertas medidas y soluciones para minimizar los efectos de un hipotético episodio de precipitaciones torrenciales, como el acaecido en 1957. De hecho, en las conclusiones del trabajo que menciono se asegura que, hoy, una avenida como la de aquel año sería perfectamente absorbida por los dispositivos que se han habilitado para prevenir estos fenómenos y para rentabilizar el uso del agua. Según ese trabajo, el embalse de Loriguilla almacenaría el volumen de agua proveniente de la primera fase de lluvia intensa que se produjo en la tarde noche del trece de octubre. Por otro lado, el desvío del cauce del río por el sur de la ciudad de Valencia mitigaría las dramáticas consecuencias de una segunda avenida, como la que se produjo en la madrugada siguiente, neutralizándola prácticamente en su totalidad porque la capacidad de evacuación del nuevo lecho supera en más de 1.000 litros por segundo los 3.700 de aquella avalancha.

Los fríos datos y los argumentos que los estudios proyectan sobre las realidades me asombran, especialmente cuando los contrasto con los recuerdos que conservo de aquella catástrofe, que tuve el dudoso honor de vivir en directo siendo apenas un niño. Recuerdo la atronadora noche del 13 al 14 de octubre de 1957 como si hubiese sucedido la pasada madrugada. Los reportajes, las fotografías, los vídeos, los comentarios periodísticos reavivan en mi retina las imágenes de los hombres trasegando su desesperación por todo el pueblo, recorriendo calles y casas, transportando personas y animales a palpas, envueltos en las sombrías tinieblas de una noche de relámpagos, truenos y lluvia a cántaros. Las mujeres compartiendo sus casas con sus vecinos y conocidos, deambulando por las habitaciones tenuemente iluminadas por el irregular centelleo de los candiles que proyectaba sobre las paredes y cortinas sus fantasmales y caprichosas sombras, dando cobijo a quienes no tenían casa que habitar ni lecho donde descansar. Aquella noche, mi familia fue una de las privilegiadas porque nuestra casa estaba a salvo de la avenida del río y aguantó firme los aguaceros. En ella se recogieron una docena larga de personas, familiares, conocidos y amigos, que pasaron la velada con nosotros, amontonados en los dormitorios, en el comedor y en la cambra. Incluso en la parte de la casa donde se guardaban los aperos hubo que acomodar a algunas personas mayores. Esa noche compartí cama con otros cuatro o cinco niños. Aquello a mi me pareció que era como la guerra o como el fin del mundo.

Todavía resuena en mis oídos el amenazante runrún del río, que unas veces ululaba como los lobos y otras proyectaba al viento el estruendo sordo que provocaban sus aguas desbocadas arramblando árboles, carrizales, piedras y cantos rodados, chocando unos con otros y produciendo un estrépito cuyo recuerdo todavía me ensordece. Rememoro aquellas tinieblas, aquella especie de túnel sin fin que nos engulló a todos aquella aciaga noche del trece de octubre de 1957, en la que no logramos pegar ojo ni niños, ni jóvenes, ni adultos, ni viejos. Aquella disparatada jornada activó la solidaridad de la gente como pocas veces he conocido, hasta el punto de que toda casa útil se convirtió en refugio improvisado y solidario, como se aprovechó cualquier fuerza disponible hasta que devino exhausta. Aquella fue una de esas ocasiones en las que la familia humana pareció tal.

Poco después de amanecer, mi padre me cogió de la mano y me llevo a ver el resultado de la catástrofe. Así era la vida entonces, nos colmaban de besos cuando tocaba (pocas veces, todo hay que decirlo) y nos mostraban la crudeza de la realidad cuando correspondía (en muchas más ocasiones). Conservaré toda la vida en mi retina la desoladora imagen que presencié. El mismo río que horas antes alimentaba una huerta feraz la había transformado en un barrizal, en una enorme gravera donde sobrevivía un pequeño y desaliñado arbolito, de apenas un metro de altura, que en su orgullosa y frágil soledad testificaba el drama de la desolación que le rodeaba. El  paisaje que contemplaron mis ojos aquella mañana era extraterrestre, aquello parecía corresponder a otro mundo, a algo que jamás había imaginado.

Por suerte, la terrible desgracia no produjo víctimas mortales en el pueblo, aunque significó para muchos de mis convecinos el principio del fin de su vida allí. Aquí empezó la masiva emigración, la huida hacia cualquier otro lugar. Aquello cercenó las raíces que unían a muchos con su pasado y les determinó a iniciar una nueva vida que, afortunadamente, casi siempre fue para mejor.