viernes, 18 de agosto de 2017

La casa Suay

Ya nada es lo que era,
nuevos paisajes, nuevas fronteras,
delimitando mis gestos, mis costumbres.
Otra lumbre iluminará mis versos,
otros muertos mis soledades,
otras felicidades mis fiestas,
otras dudas mis certezas. 

[Ismael Serrano, Ya nada es lo que era]


Nada es lo que parece, nada es lo que era. Todo cambia, nada permanece. Hoy es dieciocho de agosto. Hace años ello equivalía a decir que se habían acabado las fiestas. Eran tiempos en los que las celebraciones en honor de la Asunción y San Roque duraban tres o cuatro días a lo sumo. Hoy no se sabe cuánto, depende del año, de las ganas del personal y de otras muchas cosas. Entonces, pocos días de festejos conducían inexorablemente al inicio de la temporada de la garrofa.

En el montaraz territorio donde nací y me crié, en aquel tiempo –y mucho antes– la recolección de la algarroba era una de las tareas más importantes del año agrícola. Los vecinos tenían depositadas en ella y en la vendimia las mayores esperanzas económicas. De ambas dependían sustancialmente sus precarísimas economías domésticas. Una mala cosecha podía sobrellevarse, aunque fuese a base de penurias, pero fracasar en ambas casi era la garantía de un desastre de proporciones inasumibles. Las inclemencias atmosféricas, el rigor de las tareas del campo, la fragilidad de las minúsculas explotaciones y la depreciación de los productos agrícolas han influenciado históricamente la despoblación de los pueblos serranos.

Así pues, como se trataba de asegurar una de las principales cosechas, no se regateaban esfuerzos en los preparativos, lo que originaba una gran movilización y un ajetreo perceptibles en todo el pueblo. Durante las semanas previas a las fiestas de agosto se habilitaban los pertrechos necesarios para llevar a cabo la recolección. Se preparaban las cañas de gancho para hacer caer a tierra las algarrobas que todavía permanecían en las ramas de los árboles, los sacos para envasarlas y los cordeles para anudarlos, se recuperaban y remendaban los capazos y las espuertas para recolectarlas y se preparaban los carros (varales, delanteras, tablas, teleras…) y los animales (reforzando su alimentación con avena y algarrobas), así como los sombreros, los botijos, etc. De modo que, acabadas las solemnidades, todo estaba listo para iniciar la recolección en las zonas limítrofes del pueblo, situadas a menor altura, en las que maduraban los frutos más tempranamente. Concluidas las cercanías, empezaba la tarea en los espacios más montaraces, un proceso que ya he descrito en alguna otra entrada de este blog. Así que hoy me limitaré a rememorar cómo viví ciertos aspectos de ese particular acontecimiento, cuando apenas era un niño de pocos años.

No es la Casa Suay, pero se parece a lo que acabó siendo.
Cuando llegaba la época de la recolección de la garrofa mis padres se mudaban de domicilio. Dejaban la casa del pueblo y se iban a vivir durante unas semanas a la denominada Casa Suay. Subrayo lo de que “se iban” porque ciertamente era así. Se desplazaban a una casona que teníamos a cinco kilómetros del pueblo, en la carretera de Chiva, y se llevaban con ellos hasta las gallinas. Era una casa de campo, grande, tosca, ramplona, sin ningún tipo de comodidad contemplada desde la perspectiva actual, pero con lo necesario para vivir razonablemente bien con arreglo a los parámetros de aquel tiempo. Tenía adosado un corral de ganado, una especie de majada, en el que se guarecían durante el invierno los rebaños de ovejas que venían de Cuenca a pasar el invierno. Nosotros les ofrecíamos el cobijo de las teñadas (corralizas cubiertas) y el confort de la paja y ellas nos correspondían con el inmejorable abono orgánico que producían, que mi padre denominaba “girle”

Obviamente, desde la ensoñación que pudo distorsionar mi imaginación de niño de pueblo y desde la recreación y las reconstrucciones posteriores, más o menos idealizadas, que sin duda habré materializado, recuerdo aquella casa como el gran paraíso perdido, un lugar fascinante donde podían suceder cosas inimaginables en el pueblo.

Aquél caserón, en cuyas inmediaciones mi padre se dejó la piel durante cincuenta años, se estructuraba en dos alturas adaptadas a la ligera pendiente que le servía de asiento. Un gran portalón de madera daba acceso a la planta baja. A la entrada, inmediatamente a la derecha, se abría un amplio vano que daba acceso a la cuadra. Antes de acceder a ella, un viejo trabuco permanecía recostado sobre la pared, cual vigilante mudo. Siempre estuvo allí, hasta que un día desapareció, no se por qué, y jamás volví a verlo. Los trabucos eran buenos compañeros en aquellos espacios apartados y a la intemperie, en tiempos en los que eran imprevisibles los acontecimientos. Aquél debió acabar en las manos de algún gitano transeúnte, que seguramente le ofrecería a mi padre los veinte duros de rigor. Probablemente lo pillaría en alguna de las habituales penurias y optó por deshacerse de una de las reliquias de la familia, haciendo valer aquel viejo adagio de “primum vivere, deinde filosofare”. La vida misma, aunque las actuales circunstancias nos hagan verla de distinto color.

A continuación del espacio que ocupaba la cuadra, una puerta desvencijada daba acceso a la habitación donde dormían mis padres sobre unos viejos somieres,  apoyados en muelles y protegidos por colchones rellenos de ‘pellorfas’ de maíz, que tenían una musicalidad característica. Los niños dormíamos en una pequeña alcoba de esa misma habitación, de la que a su vez partía una estrecha escalera que daba acceso al piso superior, o cambra, donde se guardaban provisionalmente algunas cosechas, ciertos aperos y diversos materiales empleados en las tareas agrícolas. A esta estancia también se podía acceder directamente por una puerta que daba a una era, que se extendía en la parte superior de la pendiente sobre la que se asentaba la casa. En su día, allí debió trillarse porque llegué a conocer un rulo de piedra, apartado en un lateral, aunque nunca vi realizar allí esa tarea.

Regresando a la parte inferior de la casa, frente a la entrada estaba dispuesto el hogar, compuesto por una amplia chimenea y una especie de frontis que acogía un horno moruno que me fascinaba. Mi madre cocía allí el pan que ella misma elaboraba artesanalmente cada semana y también otros guisos que llenaban la estancia de unos aromas que jamás he vuelto a percibir. Recuerdo el olor que emanaba de aquellas hogazas mientras se cocían o el perfume que desprendían las hortalizas asándose de aquel modo tan rudimentario y tan natural, que las hacía tan exquisitamente únicas, aunque debo apostillar que la exigencia de las tareas agrícolas en las que colaborábamos y lo menguado de las raciones alimenticias seguramente contribuyeron a acrecentar mi aprecio por sus bondades.

Finalmente, saliendo al exterior de la casa, a la derecha se encontraba un amplio portón que daba acceso al corral. Este se estructuraba en un amplio deslunado rectangular, flanqueado en tres de sus lados por sendas teñadas que protegían al ganado del frío y de la lluvia durante el invierno. Una  pequeña habitación, que ocupaban los pastores y en donde dejaban sus pertenencias, completaba esta parte de la casa. A menos de cincuenta metros, hacia el norte, en una zona muerta que separaba unas parcelas de olivos, había un pozo con una profundidad de entre quince y veinte metros y un diámetro de aproximadamente dos. Aunque en general replicaba la estacionalidad de las lluvias, habitualmente tenía agua, que era potable y sin sanguijuelas, así como excelente para beber y cocinar. Aunque el pozo no tenía morcones ni polea, junto al brocal había una pila de piedra donde mi madre fregaba los platos y los utensilios de cocina.

Hace más de tres décadass que destejaron la Casa Suay, con nocturnidad y alevosía. Dado lo oneroso de la reposición de la cubierta y la nula rentabilidad de la explotación agrícola, optamos por no reponerla, lo que acarreo su ruina progresiva, acelerada por el maltrato que la gente desaprensiva suele dar a cuanto encuentra en su camino, especialmente si está deshabitado. Al cabo de pocos años, aquella casona se había convertido en un espacio ruinoso y peligroso, y opté por allanar las ruinas para evitar males mayores. Y así permanece hoy el solar, llano y casi mimetizado con la maleza que ha crecido sobre lo que algún día fue nuestro segundo hogar.

En fin, como canta Ismael Serrano, Ya nada es lo que era,/nuevos paisajes, nuevas fronteras…

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