Silvia
es la persona que nos ayuda con la limpieza de la casa. Es una mujer que aún no
alcanza los cuarenta años, de pequeño tamaño, enjuta, fibrosa, dispuesta, y
hasta frenética en ocasiones. Un puro nervio, una persona con una fortaleza –no
solo física– envidiable y con una grandísima disposición de ánimo. Una mujer
honrada a carta cabal, un espécimen extraordinario del que te puedes fiar a
pies juntillas, que no es poca cosa en los tiempos que corren.
Obviamente,
no la encontramos en la calle. Hace años que fue alumna de mi mujer en el centro
de adultos al que asistía para obtener el título de graduado en E. Secundaria.
Porque, como es de imaginar, Silvia podría encarnar a la perfección un ejemplo paradigmático
del dramático fracaso escolar que aflige a nuestra juventud desde hace décadas,
sin que nadie le ponga remedio. Afortunadamente, en este caso, la quiebra
académica no conllevó el consiguiente fiasco vital aunque, haciendo honor a la
verdad, las prodigalidades de la vida no se han cebado precisamente con ella,
exceptuando el incalculable tesoro que posee, personalizado en su queridísima
hija.
Como
he dicho, Silvia es casi una fuerza de la naturaleza. Así la percibimos cuando
pone el pie en casa y saluda a voz en grito a cuantos allí nos encontramos. Aún
no ha concluido los cumplidos y ya se ha cambiado de ropa. Inmediatamente todo
se transforma en una revolica: artilugios y productos de limpieza, electrodomésticos,
trapos, etc. campan por doquier. Da lo mismo que te vayas
a la terraza o al baño, que intentes acceder al salón o a un dormitorio. Todo
está patas arriba, como invitándote a largarte de allí (cosa que, por cierto,
solemos hacer últimamente)
Tan
es así que, cuando se marcha, nada en la casa ocupa el lugar donde estaba
cuando llegó. Lo que permanecía a la derecha está en la izquierda, lo que
estaba arriba ahora está debajo, lo que reposaba en su sitio ha sido desplazado,
lo que perduraba décadas ordenado en las estanterías merodea en otros espacios.
Es más, lo que estaba de pie se ha vencido, lo que se hallaba enhiesto se ha encorvado,
en fin, lo que parecía completo ahora se percibe fragmentado.
Piaget, en su despacho. (Fundación J. Piaget) |
El
jueves o viernes de cada semana, cuando Silvia llega a casa, se me activan determinadas
neuronas haciéndome recordar una vieja fotografía que le tomaron al insigne
profesor Jean Piaget en su despacho. Se trata de una instantánea realizada el
año 1979, apenas un año antes de que falleciese. No voy a redescubrir el
Mediterráneo reiterando que a Piaget le debemos una de las categorizaciones más
reconocidas –si no la que más– de los
periodos del desarrollo cognitivo de los seres humanos. No en balde es el padre
de la denominada epistemología genésica. Sin duda, alguien capaz de
materializar semejante labor evidencia amplias dotes para la observación, la
investigación, la sistematización y la transmisión del conocimiento científico.
Y justo
aquí emerge la aparente paradoja. Porque difícilmente puede imaginarse que un
individuo capaz de atesorar los variopintos y complejos recursos que exige la
formalización del conocimiento científico muestre, al menos en apariencia, la más
absoluta incapacidad para ordenar su propio despacho. La fotografía que custodia
la Fundación Jean Piaget lo muestra prácticamente envuelto por montañas de
libros y papeles. Delante de la ventana ennegrecida apenas queda espacio para
que entre la luz. En una mesa ínfima, confundiéndose con libros y carpetas, reposan
un termo de color rojo y algunas tazas de café o de té, que parecen haber
encontrado un mínimo resquicio donde apoyarse, junto al reborde de la mesa. El
fondo de la estancia lo ocupa una estantería sobre cuyas baldas permanecen, aparentemente
desordenados, montones de volúmenes, algunos apoyados sobre sus lomos con una
relativa ordenada disposición, otros supuestamente apilados de cualquier
manera. A su izquierda se adivina una especie de bancada auxiliar sobre la que
yace un ingente volumen de papeles: libros apoyados en dosieres, carpetas descansando
sobre libros, cajas de cartón desvencijadas encima de sobres y envoltorios... Y
como remate de ese caótico anaquel una pequeña manta, con la que presumo que el
señor Piaget cubría sus extremidades cuando las sentía destempladas.
Dicen
los que saben que el orden es una obsesión contemporánea. Y es cierto, en
nuestro tiempo se ha impuesto una ley no escrita que establece que ser ordenado
es lo correcto y, por tanto, lo socialmente aceptable. De ahí que, por ejemplo,
los grandes almacenes estén repletos de secciones de organizadores para todo: para
decorar las cocinas, para organizar las habitaciones de los niños y las
oficinas, para poner orden en dormitorios y armarios, en los frigoríficos o en
los trasteros. Una moda que ha invadido, también, los teléfonos y los
ordenadores, que incorporan aplicaciones para intentar sistematizar el caos que
inunda nuestras vidas. Sin embargo, algunos expertos aseguran que la
organización y el orden no nos hacen mejores. Es más, en muchas ocasiones, constituyen
dispendios innecesarios, con un coste que los despoja de su hipotética rentabilidad.
De modo que, en contra de lo que parece de sentido común, dicen que una
moderada desorganización hace más eficientes y creativas a las organizaciones y
a las personas.
No
hay duda de que Piaget compartía este pensamiento, aunque por lo visto lo
practicaba con mayor radicalidad. Cuando en cierta ocasión se le preguntó acerca
de cómo podía sobrevivir en un lugar como su despacho, se refugió en el
pensamiento de Bergson, el filósofo de la intuición, atribuyéndole la certeza
de que no existe el desorden, sino dos tipos de orden: el geométrico y el
vital. Desde esta perspectiva, Piaget aseguró a quienes le preguntaron que el
suyo era inequívocamente un orden vital.
Algo
parecido debe pensar mi admirada Silvia porque el desorden, como la belleza,
depende de los ojos desde los que se contempla. No solamente existe la teoría
del caos sino que muchas personas caóticas defienden a capa y espada que su
caos responde a una estructura. Y seguramente no mienten. Estoy convencido de que
despachos desordenados como el de Piaget están repletos de indicios que ayudan
a sus moradores a controlar donde están las cosas y a utilizarlas con
eficiencia. Ahora bien, otra cosa bien diferente es que nos veamos forzados a
trabajar o a vivir en medio del desorden que provocan otros. Ahí ni valen pistas,
ni sutilezas relevantes: te vuelves loco, y punto. Solo advierto una ventaja en
ello: supone un acicate extraordinario para intentar devolver cada cosa a su
sitio lo antes posible y recuperar de nuevo el orden, aunque sea un obstáculo
para la creatividad.
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