domingo, 27 de diciembre de 2015

Equilibrio inestable.

Cuando estudiábamos bachillerato, los profesores de Física nos enseñaron en qué consiste el equilibrio y cuáles son sus tipos. Nos decían que un cuerpo se halla en equilibrio estable cuando su centro de gravedad está por debajo del punto de suspensión; lo que significa que, si se aparta de su posición de equilibrio, vuelve al lugar que antes ocupaba por efecto de la gravedad. Sin embargo, si el centro de gravedad está por encima del punto o eje de suspensión ese cuerpo se hallará según ellos en equilibrio inestable; de modo que en tal situación, si es apartado de su posición de equilibrio, se alejará por efecto de la gravedad. Por último, nos decían que el equilibrio de un cuerpo es indiferente cuando, cualquiera que sea su posición, al moverlo permanece en ella, debido a que su centro de gravedad coincide con el punto de suspensión.

Lo anterior, que no sé si viene a cuento, lo interpreto como otro impredecible resultado de los desvaríos que involuntariamente me asaltan de vez en cuanto, a los que no encuentro manera de sustraerme. Últimamente, cuando sucumbo frente a ellos, suelo pensar que la gente de mi generación hemos llegado a un extremo en el que nuestro equilibrio vital se sustenta en apenas nada. Una analítica, una llamada telefónica, la conversación con un vecino o una indisposición sin aparente importancia hacen que nos cambie la vida casi irreversiblemente. Ni siquiera de la noche a la mañana, en tan sólo unos segundos pasamos de estar perfectamente, de disfrutar una vida placentera, relajada y tranquila a otra situación disparatada, en la que todo se trastoca y se estropea, haciéndonos exclamar aquello de: ¡joder, la hemos cagado!

Cada vez son más frecuentes las constataciones que nos ponen en la pista de la precariedad en que estamos instalados. Tal vez por ello, en la medida que podemos, huimos de los diálogos trascendentes que apuntan a un disparadero del que intentamos escapar a toda prisa, evitándolo casi a cualquier precio. A poco que reflexionamos, advertimos que el nuestro es un equilibrio vital precario que, si embargo, nos permite ser autónomos, pensar y hacer casi cuanto nos apetece, disfrutar de un bienestar que consideramos bien ganado tras años de trabajo y esfuerzo, gozar del cariño de nuestros hijos, nietos, amigos, etc. etc. Resulta tan gratificante complacerse en este estado de cosas, que incluye viajes, ‘quedadas’ y tertulias con los amigos, práctica de aficiones…, que aborrecemos cualquier alternativa que amenace con la precariedad y la privación, con la limitación, en suma, de un bienestar que consideramos legítimo y sobradamente merecido.

En las tertulias de café o en las pláticas callejeras no es infrecuente una cantinela que subraya lo obvio y que se resume en que nos queda mucho menos trayecto por recorrer del que hemos recorrido; que antes que después sobrevendrá el indeseado momento en que dejaremos de disfrutar de lo que tenemos y emprenderemos un viaje sin retorno, cuyos acompañantes habituales suelen ser la precariedad física e intelectual, la desilusión, la incertidumbre y, también, el sufrimiento y el miedo.

Me sorprende haber llegado hasta aquí y continuar verificando lo maleducados que estamos. Al menos yo lo estoy, y mucho. Contrasto con asombro lo poco que he perfeccionado la educación de mi carácter y de mis emociones, de la misma manera que advierto en la gente una incapacidad muy generalizada para gestionar sus estados anímicos. Hasta quiénes son reconocidas como personas inteligentes parecen auténticas desgracias cuando se desvelan sus aristas sentimentales. Probablemente, la mayoría hemos alcanzado este estadio vital rematadamente ineducados, incapaces de tomar justa conciencia y de ponderar el punto exacto en que nos hallamos, con manifiesta incompetencia para vislumbrar el inmediato futuro y aceptarlo con naturalidad.

Todos, o casi todos, nos rebelamos irracionalmente contra lo que consideramos indeseable e inmerecido. Y, sin embargo, tenemos todas las de perder porque estamos próximos a finiquitar un proceso tan irreversible como intransferible que, además, está más contiguo que lejano. Y tal vez fuera lo más saludable cifrar nuestras aspiraciones en que la fortuna nos depare un tránsito súbito y breve, que nos ahorre la angustia de un aprendizaje tedioso, que parece imposible. Pero en cuestiones de vida y muerte creo que la mayoría somos –o nos han hecho– extremadamente torpes y reacios al aprendizaje y, consecuentemente, tan poco realistas como inmaduros emocionales. En mi caso, imagino, sin fundamento alguno, que tal vez sea consecuencia de que tengo mi centro de gravedad situado permanentemente encima del eje sobre el que hipotéticamente estoy suspendido. Quizá por ello siempre acabo preguntándome si realmente es posible aspirar a –o incluso, si merece la pena– ser inteligentes en semejante trance.

martes, 22 de diciembre de 2015

Aritmética electoral.

Hoy, como ayer, las páginas de los periódicos están repletas de “sesudos” estudios postelectorales en los que se diseccionan los resultados de los comicios celebrados anteayer. Los analistas argumentan los números con juicios y opiniones, que unas veces parecen alambicados y otras son meros comentarios de elementales cálculos aritméticos. Es lo de siempre, “torear a todo pasado”, como lo hacen los diestros ventajistas, cuando lo que de verdad tiene mérito es coger los ‘trastos’, plantarse en el centro del ruedo, citar al adversario y esperar su acometida, venga como venga, para recibirla, pararla, templarla y conducirla a los terrenos adecuados para preparar la siguiente, la otra y la otra, y continuar haciéndolo hasta lograr la conjunción de los esfuerzos, la sinergia deseada y, definitivamente, la faena soñada. Pero eso es en la tauromaquia, disciplina vetusta y costumbre anacrónica, y hoy lo que toca es otra cosa.

Hoy, como ayer, se han escrito ríos de tinta e infinitas secuencias digitales que se afanan en explicar desde diferentes -e incluso interesados- puntos de vista lo que anteayer dijeron las urnas. De cuanto he leído y reflexionado me quedo con unos cuantos argumentos.

Primero. Es probable que estemos más ante una lucha generacional que frente a un combate ideológico. Parece que los 12 millones de votantes menores de 40 años (el 34% del censo) han sido determinantes para que Podemos y Ciudadanos hayan obtenido juntos 129 diputados. Es un voto fundamentalmente (pero no solo) joven, duro y probablemente leal que puede ir a más en los próximos años haciendo crecer su influencia electoral. Por otro lado, ambas formaciones se han mostrado extraordinariamente competitivas en las siete provincias grandes, que se reparten 127 diputados, en las que se han hecho con el 40 % de los escaños. Por tanto, cambio generacional pese a jugar con unas reglas que no lo favorecen.

Segundo. El “voto del miedo” (a lo desconocido, a lo que viene, a la inexperiencia política…) no ha funcionado. La participación se ha situado en términos de “normalidad” (73 % del censo). PP, PSOE e IU-UP han sufrido una debacle sin precedentes. Se ha quebrado el bipartidismo y hay dos ganadores claros: Ciudadanos y Podemos, especialmente este último (aún considerando las matizaciones derivadas de su confluencia con otras fuerzas). Entre ambos han roto el blindaje forjado por el bipartidismo en torno a los 160 diputados distribuidos en  31 provincias rurales, electoralmente imposibles hasta ahora para los partidos emergentes. Estamos hablando de más del 45 % del mercado electoral. Puede imaginarse lo que puede suceder si se fuerza un cambio en la Ley electoral para hacerla más, o absolutamente, proporcional.

Tercero. Si nadie lo remedia, parece que está alumbrando el fin de un ciclo. El PP y el PSOE han perdido casi 6 millones de votantes. Ello ha provocado debacles como que en Cataluña haya ganado Podemos, que el PSOE sea cuarto en Madrid o que tanto populares como socialistas hayan retrocedido significativamente en las doce circunscripciones nacionalistas, que se reparten la friolera de 69 diputados, es decir, el 20 % del Congreso. Pablo Iglesias es el gran vencedor “simbólico”. Seguro que en esta legislatura, añadiendo el altavoz del Congreso a los medios que habitualmente utiliza para amplificar su discurso, intentará convertirse en la referencia de la oposición, continuando con su estrategia de relegar al PSOE a una posición marginal, ahondando su táctica de presentarle como un partido del establishment, no muy diferente del PP.

Cuarto. El panorama político resultante, que algunos califican de ingobernable, exige incontestablemente grandes dosis de diálogo y voluntad de alcanzar acuerdos y pactos para lograr formar gobierno y no forzar una nueva convocatoria electoral, cuyos resultados, por mucho que se especule al respecto, pueden resultar más sorprendentes que los actuales. Pero esto es aventurarse en la política ficción y no creo que este país esté en este momento para semejantes tentaciones.

Quinto. Es momento de que los partidos progresistas hagan un esfuerzo importante de reflexión y autocrítica, así como de que atiendan –siquiera sea por una vez- el mensaje que han recibido de la ciudadanía: deben cambiar el estado de cosas actual que se sintetiza en paro, corrupción, despilfarro y quiebra del estado del bienestar. Y deben supeditar sus intereses partidistas, e incluso personalistas, a esa finalidad. Si no es así, estoy convencido que lo lamentarán por largo tiempo y mucho más la ciudadanía, que no merece ser gobernada por quiénes no saben estar a la altura de lo que demanda una vida social decente.

Por todo lo anterior, mi propuesta sería que se conformase un gobierno de concentración de PSOE, Podemos y Ciudadanos con un triple objetivo: asegurar el cambio generacional real y echar definitivamente a la derecha involucionista y corrupta de las instituciones, impulsar la reforma constitucional (modificación de la ley electoral para hacerla lo más proporcional posible, atención de los derechos básicos de los ciudadanos y solución de los desequilibrios territoriales, reformulando el estado de las Autonomías) y, finalmente, controlar la agenda política, manejando efectivamente los tiempos idóneos para realizar una convocatoria de elecciones anticipadas, que no es cosa baladí ni improbable. Aunque la aritmética parlamentaria no hiciese posible el cambio constitucional, dado que el PP conserva más de un tercio de los escaños, la actividad del legislativo podría permitir visualizar a los ciudadanos las auténticas opciones de cambio, avaladas por una izquierda plural y unida, que podrían conformar un programa electoral atractivo que concitase el apoyo de la mayoría social en una hipotética convocatoria anticipada de elecciones. Es más que probable que el nuevo parlamento surgido de ellas tuviese un color y unas posibilidades radicalmente diferentes.

Ahora bien, ello exige amplias dosis de generosidad y amplitud de miras por parte de todos. Sin embargo, como se confunda el interés general con el propio, como se instaure la estrategia cortoplacista de rematar al adversario para hacernos con sus pertrechos, como el clientelismo y la egolatría sigan adueñándose del juego político, preparémonos porque vamos a tener derecha para rato. Porque no debemos olvidar que el PP lo tiene infinitamente más fácil: solo necesita cambiar el cartel electoral y esperar a que se autodestroce la izquierda y se maduren los imberbes muchachos de Ciudadanos para engullirlos y regresar triunfante, pocos meses después, con otra mayoría absoluta.

Cada cual verá lo que hace porque yo, desde luego, ya sé lo que haré, si es el caso.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Crónicas de la amistad: Aspe (11)

Por ello los ausentes están presentes, y los necesitados
están en la abundancia y los débiles son fuertes, y lo más
difícil de decir, los muertos viven: tan grande es la honra,
el recuerdo, la añoranza de los amigos que los acompaña...
[M.T. Cicerón]



Ayer, en uno de esos apartes que hacemos en nuestros encuentros, me decía Pascual: ¿qué pasa que desde noviembre no has escrito una sola línea en tu blog? Le respondí la verdad. Le dije que durante ese tiempo me había adentrado en una especie de zoco laberíntico, en una selva intrincadísima, que tiene un hombre bien conocido: Facebook. Llevo tres semanas intentando orientarme en ese ecosistema infinito, preso de la inquietud por conocer lo que ignoro, aunque no sé si mi curiosidad me llevará a alguna parte. Quizá lo que me conviene sea encontrar prontamente la salida, una vez desvelado –al menos parcialmente- el secreto que estimula el frenesí que embarga al descomunal ejército de personas que engrosa ese inconmensurable espacio con vocación comunicativa. Esa es la causa fundamental que ha paralizado durante estas semanas mi escritura.

Mira por donde, un paréntesis tan breve ha avivado aquella celebérrima perogrullada de que las cosas, a fuer de no practicarlas, casi se olvidan. Tan es así que, llevado de la autoimpuesta costumbre de rematar nuestro cónclave con la socorrida crónica, esta mañana me he dispuesto frente al ordenador para materializarla cuando, inopinadamente, he sido presa del síndrome de la hoja en blanco. Ni sabía por dónde empezar, ni se me ocurría nada, ni encontraba qué escribir que no hubiese escrito antes. Absolutamente bloqueado, me he sorprendido autointerrogándome y demandándome explicaciones acerca de por qué había que escribir las crónicas de todos y cada uno de nuestros encuentros. No he tardado en advertir que este falaz interrogatorio no era otra cosa que una excusa peregrina para abandonar mi propósito inicial. Así que, inmediatamente, me he disuadido de ceder ante semejante tentación y me he propuesto perseverar. Y es que me da la impresión de que si el encuentro no concluye con el puñado de líneas que intenta compendiarlo, ofreciendo algunos detalles o reflexiones sobre su contenido, parece como que queda incompleto y falto del remate que probablemente incita a otros pensamientos y cábalas a quiénes leen la crónica, más o menos afortunada, dependiendo del día o de los hados que la inspiran. De modo que, definitivamente, he desistido de mi primera tentación estimulado por un párrafo, que recuerdo de mis años mozos cuando traducía a Cicerón, con el que he encabezado esta entrada, que me ha puesto definitivamente en la pista de la escritura.

Aspe, restaurante A. Mira
Aspe era ayer, 18 de diciembre, dos días antes de la jornada que cambiará el mapa político de este país –pase lo que pase-, el centro de todas las miradas. Antonio nos emplazó en una cafetería ubicada en una calle umbría, que colisionaba frontalmente con el primaveral día que amaneció. De modo que cambió el tercio sobre la marcha y nos congregó en el kiosco Los columpios, junto al mercado de abastos. Allí cayeron las primeras cañas, acompañadas de un excelente fuet y unas aceitunas y ‘tostas’ sabrosísimas. Agotado el estreno, un corto paseo nos llevó al bar Solera, rótulo que acreditaron sus dueños ofreciéndonos unos bocaditos de merluza sensacionales, acompañados de chirlas y clotxines en su punto. Fiti y Gil, amigos de Antonio, nos acompañaron en este preludio, avalando que la bonhomía de nuestro amigo no es asunto excepcional en esta población.

La encrucijada sociopolítica en que nos encontramos me ha hecho rememorar a un clásico, Marco Tulio Cicerón, un intelectual destacadísimo y, sin duda alguna, uno de los mejores oradores romanos. Justamente en la tesitura que atravesamos, me interesa subrayar algunas de sus reflexiones sobre la amistad, que definió como uno de los grandes referentes que enlazan la virtud cívica y los intereses personales del ser humano cuando interactúa con la comunidad a la que pertenece. Hoy me parece especialmente relevante recuperar el sentido del término ‘verdad’, según el modelo estético de la amicitia que propone Cicerón, porque ello supone dimensionar en su forma más trascendente la disposición humana a la comprensión hermenéutica y a la empatía con los semejantes. Sinceramente, creo que Cicerón diseccionó a la perfección la razón de ser de una de las relaciones interpersonales más comunes e importantes.

La amistad es la más política de las virtudes. La verdadera amistad, la que supera los horizontes de la utilidad o del placer, educa en la virtud y en la verdad, de tal forma que se convierte en instrumento de conocimiento de uno mismo y del otro. De ahí deriva su interés para la construcción de las relaciones humanas. La identidad compartida emerge así como una obra que hace posible la vida común de quiénes somos diferentes y, a la vez, sustancialmente iguales.

Antes y después de Cicerón, muchos han reflexionado sobre la amistad. Aristóteles o Montaigne son referencias indispensables, pero yo me quedaré hoy con alguien más superficial y menos trascendente, Tahar Ben Jelloun, un escritor marroquí que ha dicho, por ejemplo, que “las heridas de la amistad no tienen consuelo” o que “la amistad que se lee en las caras y en los gestos se vuelve pradera dibujada por un sueño en una noche larga de soledad”.

Gentes como Ben Jelloun nos demuestran que para hablar de amistad hace falta proveerse de cierta impudicia. Nosotros la poseemos habitualmente desde hace muchos años. Y la evidenciamos en ágapes como el de ayer, en la carpa del restaurante Alfonso Mira, mientras ingerimos inagotables aperitivos y un arroz con conejo y caracoles (mejorable según el anfitrión, excelente en opinión de la mayoría), regados con un vino tinto más que aceptable. O discutiendo abiertamente de política, expresando nuestras discrepancias y comprobando, sin explicitarlo, que ante la tesitura del 20 D podemos lograr un quíntuple empate, aportando el 20 por ciento de los sufragios a la práctica totalidad de las opciones que se ofrecen. O, por otro lado, estando seguros de que, si de nosotros dependiese, no habría problema alguno para acordar lo mejor para todos el mismo lunes por la mañana.

Solo hay un remate posible a semejante bienestar: cantar distendidamente y a la intemperie las viejas letras de León Felipe, Antonio Machado, Atahualpa Yupanki o Lluís Llach, acompañados de unas copichuelas bien servidas por el veterano Teodoro, con Antonio Antón a la voz y a la guitarra, y con los demás haciendo lo que podemos. Solo así la luna creciente logrará echársenos encima y decidirnos a marchar. Pero volveremos pronto. Esta vez Alicante será nuestro destino.