domingo, 6 de marzo de 2022

A Antonio Escarré in memoriam


Como todos sabemos, Antonio Escarré era una persona singular. De una u otra manera, todos lo somos, pero me parece que él atesoraba multitud de facetas que lo hacían único. Podría iniciar esta apresurada glosa recordando la prodigalidad de los méritos, títulos y honores personales, académicos y profesionales, que alcanzó a lo largo de su dilatada y fecunda vida: catedrático de universidad, diputado, conseller (primero de cultura y educación; después de medio ambiente), etc. Desistiré porque, pese al valor objetivo de tales distinciones, probablemente representan la faceta menos relevante de su personalidad. Muchas y muchos han sido, son y serán catedráticos, diputados, consellers, directores generales, rectores, vicerrectores o decanos. Sin embargo, pocos han alcanzado o alcanzarán la talla humana de Antonio.

Porque Antonio ha sido un ser humano genuino e irrepetible. Una persona que, pese a atesorar un excepcional currículo y haber desempeñado importantísimas responsabilidades institucionales, jamás se ufanó de ello. Nunca oí de su boca una sola palabra que delatase que sus méritos se le habían subido a la cabeza. Me consta que jamás se vanaglorió de haber alcanzado cualquiera de los lugares de privilegio que tan competentemente desempeñó.

De hecho, Antonio pasó por la política de puntillas, con extremo cuidado. Sé a ciencia cierta que obtuvo de ella satisfacciones, pero también no pocos disgustos. Y lo que también sé es que nada obtuvo ni para sí ni para los suyos. Cuando abandonó esos menesteres y regresó a su ocupación universitaria volvió con los bolsillos exactamente igual que los tenía cuando aceptó desempeñar sus responsabilidades públicas.

Quienes estamos aquí sabemos que Antonio ha sido una persona que, conjunta, solidaria y acordadamente con su querida Lourdes, ha desplegado su vida con admirable coherencia. Se instalaron y continúan residiendo en la casa y en el barrio que los acogió hace sesenta años. Disfrutan de las mismas amistades y de la vecindad que allí encontraron, matizadas por las inevitables vicisitudes acaecidas desde entonces, claro. Es familia que tiene un evidente predicamento en una barriada, la de Rabassa, con la que siempre han estado comprometidos, ofreciendo su plena disponibilidad para acometer las necesidades y demandas de sus vecinos.

Además, Antonio y Lourdes han sabido forjar una familia tan numerosa como sencilla, que no solamente ha acogido regularmente a sus vecinos más próximos sino también a decenas de ciudadanos de mucho más allá, especialmente de su bien querida Cuba, país al que se han desplazado en decenas de ocasiones para ayudar a algunos de sus estudiosos ciudadanos. Antonio ha asumido muchos compromisos académicos que excedían sus obligaciones laborales, pues años y años después de su jubilación ha seguido viajando a Pinar del Río para dirigir y evaluar tesis doctorales y otros estudios. Hoy Alicante y Cuba están tristes, muy tristes.

Porque Antonio y Lourdes han sido siempre gentes sencillas, de corazón grande y puertas abiertas, que han recibido generosamente en su casa no solamente a sus familiares, vecinos y amigos sino también a conocidos, cercanos y lejanos. Y no solo eso, también han sabido incorporar a su familia a personas que lo necesitaban con una naturalidad asombrosa. Particularmente Antonio, ha sido un compañero ejemplar, un pater amantísimo y un abuelo preciosísimo. Insustituible siempre.

También el hockey está hoy de luto. Pocos como él han impulsado un deporte tan minoritario y desconocido por estos lares, que dejó de serlo en buena medida por su obra y gracia. Y no solo eso. Uno de sus vástagos, Juan, ha alcanzado entorchados y honores difícilmente superables que le han convertido en un icono de este deporte.

Pero el mundo no solo se construye con grandes proezas. La vida cotidiana está sembrada de pequeñas tareas que son imprescindibles para echar adelante el día a día. Y Antonio, además de consolidar un brillantísimo currículo, también supo estar ahí, en la aparente banalidad de las tareas cotidianas: comprando en el mercado, cocinando vocacional y exitosamente paellas, parrilladas y otros guisos para disfrute de sus familiares, amigos y conocidos, quienes se han rendido habitualmente a sus habilidades culinarias.

Y cómo olvidar el innato sentido de la ironía que tenía Antonio, su circunspecta jovialidad, sus comentarios y ocurrencias, su singular humor que tantas carcajadas nos arrancó. Cómo olvidar, en mi caso, el privativo, habitual y francófono saludo con que celebrábamos nuestros encuentros: "Bon jour monsieur, comment ça va?".

Gracias, Antonio, por enseñarnos, entre otras muchas cosas, que la trascendencia y la felicidad se esconden tras la sencillez. Que te sea leve la tierra. Aunque te echemos a faltar en la cotidianeidad de nuestras vidas, permanecerás siempre, siempre, en nuestro corazón.

miércoles, 2 de marzo de 2022

Crónicas de la amistad: Alacant (41)

Hace años que la soledad se ha convertido en una enorme epidemia que asola especialmente las sociedades occidentales. Y, paradójicamente, ello representa un monumental contrasentido si se confronta con la evidencia de que los seres humanos hemos alcanzado la cima de la biología a base de comportarnos solidariamente. De ahí que me repatee la necedad de un olvido tan general y tan rematadamente irresponsable.

Numerosos estudios acreditan que la soledad no deseada tiene consecuencias perniciosas. Está comprobado que las personas que viven aisladas tienen más riesgo de morir prematuramente, de la misma manera que aumenta su proclividad a padecer trastornos mentales. Países como el Reino Unido o Japón han creado departamentos gubernamentales específicos para luchar contra la soledad de los ciudadanos. Y también en España empieza a ser un asunto de creciente importancia, pues se prevé que en 2035 más de seis millones de personas vivirán solas y, por otra parte, los hogares unipersonales representarán entonces casi un tercio del total.

Un indicador de que lo que digo no es solamente el resultado de la actividad especulativa de los académicos lo constituye la eclosión de la denominada «economía de la soledad». De un tiempo acá ha emergido la que podría llamarse «industria de la compañía», un rosario de iniciativas —ciertamente un tanto embarazosas— que son y serán objeto de crítica, pese a que ello no resta un ápice de verosimilitud y de pujanza a una tendencia que se ha instalado entre nosotros para quedarse.



Es incuestionable la necesidad primordial que tenemos las personas de conectar con los demás. De ahí que proliferen —y lo harán más— las iniciativas y los productos diseñados para aliviar la soledad en tanto que realidad advenida y no deseada. Como decía, ya disponemos de algunos de ellos y nos sorprenderán muchísimos más en el futuro. Existen servicios de «amigos de alquiler» y de «familiares postizos» para acompañarnos en fechas especiales, como los cumpleaños o las onomásticas. Hay un sinnúmero de aplicaciones que conectan a personas solitarias con intereses parecidos, e incluso se ofertan robots cuidadores con los que se puede charlar distendidamente en el salón de casa. Por otro lado, han proliferado viviendas y centros de trabajo compartidos —coworking— diseñados con pasillos estrechos que «obligan» a interactuar con vecinos y colegas, y están dotados con mesas grandes que invitan a compartir un café, un té o lo que sea. En suma, el nuevo e insólito objeto de deseo es la «necesidad de crear comunidad», que prima entre los humanos.

A esta situación no se ha llegado fortuitamente. Economistas y sociólogos han argumentado que la «cronificación» de la vida solitaria ha sido propiciada por el neoliberalismo. Un sistema que ha alterado profundamente las relaciones personales, sociales y laborales, empujando a las personas a un aislamiento progresivo. De facto, es creciente el número de profesionales que trabajan muchísimas horas en su casa y en espacios solitarios, que cada vez tienen menos tiempo para hacer amigos. Como decía, se consolida a pasos agigantados la que pudiera denominarse «economía de la soledad». Crece imparable la demanda de robots sociales (objetos mecánicos de inteligencia artificial diseñados para sintonizar emocionalmente con otras personas), a la vez que se ensancha la masa de ciudadanos que recurre a los animales de compañía, ahora eufemísticamente denominados mascotas. Incluso se ha instituido una relación personal con asistentes digitales como Siri o Alexa, e incluso con robots como la aspiradora Rumba. Y es que no hay castigo más grande que la soledad forzada, que tal vez es uno de los últimos tabúes, pese a la conveniencia de afrontarla y hablar de ella. Porque, contrariamente a lo que se piensa, en modo alguno significa la confesión del propio fracaso, sino que más bien acredita, sencillamente, que todavía se está vivo.

La pandemia que aún nos asola ha añadido un ingrediente descomunal a la gran epidemia de soledad que nos venía aquejando: el miedo, que podría calificarse como la «pandemia paralela». No hay duda de que el miedo constituye un potente activador de las conductas de protección frente a las hipotéticas amenazas. Durante las epidemias aumentan los niveles de ansiedad y de estrés en los individuos sanos y se intensifica esa sintomatología entre quienes arrastran trastornos previos. Con la implementación de la cuarentena y su interferencia en las actividades y los hábitos diarios han aumentado los niveles de soledad, de depresión, de consumo de alcohol y de otras drogas y sustancias psicotrópicas, llegándose incluso hasta el comportamiento autolesivo. De hecho un contingente significativo de sanitarios considera que los efectos indirectos del COVID-19, como los mencionados, pueden ser mayores que el número de muertes que produzca finalmente el virus.

Así pues, experimentados y sufridos los variopintos formatos de confinamiento impuestos por la pandemia, vivimos actualmente una intensa reactivación de los lazos interpersonales. Los meses de aislamiento nos han permitido contrastar, como nunca lo habíamos hecho, que el contacto con el mundo físico es precioso e insustituible. En este periodo no han sido pocos los desencantados con el otrora endiosado mundo digital. Definitivamente, y pese a todo, hemos comprobado que hablar por Zoom, guasapear o twitear nos aísla y nos desconecta; hace que nos sintamos solos. Los jóvenes, que son particularmente plásticos, diferencian nítidamente los vínculos digitales de los reales y, por ello, cada vez son más conscientes de que las relaciones verdaderamente nutritivas son las que vinculan y no las que conectan exclusivamente.

En consecuencia, me parece que debemos esforzarnos en eludir la llamada «fatiga pandémica», esa reacción natural a una adversidad sostenida y no resuelta, resultado de la permanencia excesiva en un estado de restricciones impuestas, que se expresa mediante la desmotivación y la prevalencia de sentimientos de complacencia, de alienación y de desesperanza. Incluso considerando el espantoso panorama geopolítico que dibujan para los próximos meses las enfermizas veleidades «putinescas» y los espurios intereses de las oligarquías financieras globales que mangonean el planeta, se impone el seny, la prevalencia de los valores de la modernidad, singularmente la visión optimista sobre la interacción de las personas con el mundo, la recuperación de la confianza en nosotros mismos y la apuesta por un futuro de la humanidad articulado sobre el progreso social, moral y material de la inmensa mayoría en el marco de la eficiencia energética y el desarrollo sostenible.

El que hemos celebrado hoy —cuadragésimo primer encuentro— me parece una iniciativa coherente con el anterior propósito. Otro venturoso acontecimiento que, siguiendo la secuencia geográfica que ordena el periplo de nuestro amistoso discurrir, correspondía radicar en la ciudad de Alicante, siendo el lugar de reunión acordado el Restaurante Castell, en el polígono de San Blas.

Eran las 12:30 horas y allí estábamos todos, excepto Luis. Una inoportuna indisposición le impidió concurrir, bien a su pesar y del de todos. Tras los ansiados saludos y abrazos, pues no en vano casi han transcurrido cinco meses desde el anterior cónclave, hemos despenado los primeros aperitivos a base de panchitos, ensaladilla rusa y sangre encebollada, todo ello regado con vino, cerveza y algún bitter, antes de trasladarnos al lugar que habíamos gestionado para que nos dispensara una próvida refacción, que no era sino el restaurante existente en la urbanización El Palmeral, en el sur de la ciudad. Allí, Daniel, el regente, nos había preparado un menú compuesto por aperitivos variados (croquetas, ensaladilla rusa, tomate trinchado con salazón, calamar a la plancha y mejillones), al que han seguido sendos arroces de magro y verduras y del señoret, con opción alternativa de carne/pescado. Han rematado la colación sendos postres variados, acompañados de café. Todo ello maridado con café licor, cerveza, vino blanco de Rueda y tinto de Ramón Bilbao.

Un menú servido generosamente al que ha seguido una espléndida sobremesa que la bonanza del día nos ha permitido disfrutar en una terraza descubierta, rodeada de vegetación, en un entorno muy amigable. No han faltado recuerdos, comentarios, reflexiones, chascarrillos y, obviamente, las habituales copas y canciones. Hoy Antonio Antón ha extraído de su inagotable repertorio una prolífica selección musical que ha incluido desde la melodía con la que presentará sus conciertos el redivivo grupo Esbart Elx Folk y otras composiciones del cancionero popular (El tio Caliu, Un alcalde de la población, Volem arbres en la Glorieta, Ja ens anem o Venim de la mar) hasta piezas de mayor calibre como La cruel guerra y Que tinguem sort, a las que han seguido otros clásicos de Lluis Llach (L'estaca y Vaixell de Grècia) y Raimon (Diguem no, De vegades la pau), para incursionar nuevamente en el cancionero popular (Seguidilles murcianes, Mon pare no té nas, De l'aigua dolça venim, Ja no canta el capellà) y rematar contundentemente la sobremesa con A galopar y El gorila, de Georges Brassens.

Otra jornada inolvidable en la que hemos disfrutado nuevamente la dicha de cultivar la amistad, compartir reflexiones, estrechar los afectos… vivir plenamente, en definitiva, como corresponde al tiempo y hora que delimita nuestra generación. Y que sea por muchos años. Como dice Muñoz Molina, recorramos parsimoniosamente la retirada lenta que supone la vejez, vayámonos de los lugares a los que no volveremos lo más distraída y felizmente posible. Tengo el convencimiento de que hoy lo hemos conseguido de nuevo.