martes, 26 de septiembre de 2023

Contra la desidia educativa

La semana pasada leí con asombro una columna titulada «Vienen a por nuestros hijos», en el diario El País, firmada por Najat El Hachmi, una colaboradora habitual del periódico. En ella afirmaba con rotundidad que estamos dejando que los niños sean educados por desconocidos que se cuelan en sus móviles. Aseguraba, con razón, que los chiquillos europeos no son «dickensianos» porque no tienen que apañárselas para sobrevivir autónomamente en la realidad material, pero contrariamente sí están desamparados y solos ante el peligrosísimo espejo que es el móvil. Y es que, según parece, el acceso a la pornografía se inicia a los ocho años porque el omnipotente aparato suele ser un regalo típico que se hace con motivo de la primera comunión. Frente a ello, Najat se preguntaba con angustia: «¿De verdad a alguien le puede parecer sensato que le demos a un ser humano que necesita de sus padres para alimentarse y vestirse un artilugio que lo aboca a una realidad abisal en la que incluso a los adultos nos cuesta identificar a los lobos?».

Según he podido averiguar, el 50% de los niños y niñas entre 11 y 13 años han visto pornografía en internet, pues las plataformas de contenidos pornográficos no exigen verificación de edad. El vídeo porno on line más visto suma 225 millones de visitas y recrea una brutal violación en grupo, que se puede visualizar con un par de clics aun teniendo solo nueve años… Mientras tanto, la mayoría de madres y padres siguen pensando que los menores que ven porno son siempre los hijos de los demás. Y despreocupadamente olvidan, como lo hacemos casi todos, algo fundamental: la responsabilidad hacia la infancia incluye a todas las niñas y niños, y nos atañe a todos, tanto si somos padres o madres, abuelas o abuelos, como si no tenemos esa condición.

Por otro lado, y para completar el panorama, la última revolución del tecno-porno infantil ya está aquí. No es otra cosa que el uso de inteligencia artificial para generar de manera ágil e impune contenido pornográfico protagonizado por menores. Como nos cuentan últimamente en los telediarios, los creadores de este novedoso porno son niños (inimputables cuando son menores de 14 años) que crean los contenidos a través de apps al alcance de cualquiera. Se inspiran en el porno duro que consumen en plataformas en las que no existe la verificación de edad y los difunden en aplicaciones como WhatsApp, donde los mensajes están cifrados de extremo a extremo. Es decir, donde nadie (ni siquiera WhatsApp) puede leer o escuchar lo que se envía. Obviamente, las plataformas no se responsabilizan del contenido que generan ni del que difunden. Paradójicamente, los agresores (y a la vez víctimas) son niños y niñas, hijas del último tsunami feminista, víctimas de violencia sexual en un contexto de absoluta desprotección.

No debe extrañar, por tanto, la crudeza de los datos que se contrastan en la estadística de condenados menores, que difunde el Instituto Nacional de Estadística (INE). En concreto, el Registro Central de Delincuentes Sexuales, que contiene la información relativa de los condenados en sentencia firme por cualquier delito tipificado por la ley como sexual, refleja 3.201 condenados adultos por estos delitos para el año 2022, lo que supone un 0,2% más que el año anterior. El 97,0% fueron varones y el 3,0% mujeres. En el caso de los menores, hubo 501 condenados por delitos sexuales, un 14,1% más que el año anterior. El 97,0% fueron varones y el 3,0% mujeres. Los adultos cometieron 3.835 delitos, un 3,2% menos que en 2021. De este total, 762 fueron considerados abuso y agresión sexual a menores de 16 años, 1.458 abuso sexual, y 462 agresión sexual, de las que 46 fueron consideradas violación. Por su parte, los menores cometieron 636 delitos, un 4,4% más que en 2021. De este total, 389 fueron considerados abuso y agresión sexual a menores de 16 años, 134 abuso sexual, y 27 agresión sexual, de las que cuatro fueron consideradas violación.

De manera que es hora de gritar que los derechos de la infancia se incumplen en Europa de manera generalizada. Es hora de exigir que Europa se ponga las pilas y lidere una regulación capaz de adaptarse al ritmo que la tecnología exige. Es hora de reclamar a los ciudadanos europeos (padres y madres, abuelas y abuelos; y a quienes no son una cosa ni otra) que se tomen en serio la educación de las nuevas generaciones. Porque mientras tanto, seamos claros, ningún menor está a salvo.



viernes, 22 de septiembre de 2023

Qué bello es vivir!

Cumplir años es menos grave de lo que piensan algunos. Simplemente, diría que es una constatación individualizada del inexorable paso del tiempo. A estas alturas del recorrido vital percibo los aniversarios como meros puntos de inflexión que me recuerdan —por cierto, bastante despiadadamente— que vivo el tiempo de descuento (o casi), agotando, o quién sabe si desafiando, la esperanza de vida que los cálculos estadísticos nos atribuyen. Como he dicho en alguna ocasión, considero saldadas mis deudas y casi agotadas mis aspiraciones. Y como dijo Miguel Hernández, aunque lo hago con muchos más años de los que tenía él cuando lo escribió, recorro los setenta con tres de las heridas que me procuró la vida: la del amor, la de la muerte y la de la vida. He amado, y sigo haciéndolo, a corazón abierto. Asumo, dolorosamente, los duelos por los seres que quise y se fueron. Me confronto de vez en cuando con la muerte y sus significados y me afano por aprender a enfrentarla con serena resignación. Y en tanto llega continuo seducido por la vida, consumiéndola con el empeño de siempre.

Y es que, como dijo alguien cuyo nombre olvidé, a cierta edad lo único necesario para ser feliz es saber medir bien las distancias y no pedir lo imposible. En mi opinión, una de las claves de la felicidad radica en no aspirar a llegar más allá de lo razonable. A fin de cuentas, quizás no nos toca saber qué significa la suma de los años que hemos cumplido. Pero lo que no podemos olvidar, lo que debemos reconocer sin regateos es la intensidad y la riqueza del ayer, y lo frágil y precario que resulta el mañana. En definitiva, hemos de asumir la vejez, esa edad de la autenticidad hallada y de los derechos adquiridos, en la que se vive exactamente como se es, sin ambages. Marguerite Yourcenar decía que una de las raras ventajas que se reconoce a la vejez es esta posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones. Y me parece que no le falta razón.

No obstante, sería ingenuo, o simplemente hipócrita, negar los estragos que acompañan a los años y que a la vista están: dolores musculares, artrosis, cataratas, patologías cardiacas, cojeras, cansancio sostenido, pereza para salir a caminar…, como males menores. En todo caso, lo hecho, hecho está, y es mejor no sentir rabia alguna con lo que, sin eufemismos, se llama vejez. Al contrario, resulta conveniente acogerla con algunas de sus ventajas, que también las tiene. En mi caso, por ejemplo, destaco una querencia crecientemente acentuada a vivir una soledad habitada, que afortunadamente he logrado compartir con algunas personas y muchas lecturas.

Por otro lado, cuando se han cumplido los setenta, en general, ya se ha aprendido a decir «no» con más frecuencia, pues se reconocen más claramente los límites y las prioridades. Del mismo modo que aceptamos determinadas citas y retos que consideramos indispensables o sugestivas para la salud o el bienestar, también sabemos decir «no» desde la certeza de que somos prescindibles, desde la convicción de que deben ser otros quienes encararen los desafíos futuros. La vejez matiza las ganas de competir e incrementa el deseo de estar cerca de la gente. Decrece el afán de querer decir o de querer saber, y se incrementa el deseo de sentir y de estar con los otros.

Por fin, con setenta y tantos años, uno se mira al espejo con permisividad. Lo que se nos grabó en el rostro y en el cuerpo allí está y no hay nada que hacer para eludirlo, porque casi nadie logra falsear su curso vital. Alcanzar esa edad es saber, sin equívocos, quiénes son los verdaderos amigos, las personas con que podemos estar sin fingimientos ni imposturas. Y disfrutar de ellos.

Estos son algunos de los retazos que me aproxima la mirada retrospectiva que imagino desde mi patrimonio emocional y desde el capital social y afectivo que he logrado amasar con el paso de los años. Naturalmente, caben otras perspectivas más pesimistas y descompuestas, que existen, conozco y justifico, pero que no comparto porque, con ingenua intención, cuando me levanto cada mañana, repito la inmortal sentencia que intituló la inefable peli de Frank Capra.



viernes, 15 de septiembre de 2023

El valor del silencio

El mundo occidental es hoy una sociedad avasallada por el exceso de palabras y de imágenes, en la que se ha instalado, además, el imperio del ruido desmedido. En muy pocas décadas, casi hemos olvidado que el silencio es esencial para discernir lo importante de lo insignificante, para discriminar lo fundamental de lo trivial.

En esta sociedad digital y posmoderna en la que estamos inmersos todo ocurre muy deprisa. Se han esfumado casi por completo los viejos lugares antropológicos: los pueblos, las plazas, los patios de vecindad…, espacios, todos ellos, cargados de sentido y significación cultural en tanto que ámbitos que posibilitaban las prácticas sociales y culturales. No hace muchos años que allí la gente se conocía, conversaba y se forjaban las identidades comunitarias. Estos lugares con personalidad definida se han diluido a medida que los han ido relevando otros muy diferentes, que son mayoritariamente zonas de paso, como las grandes superficies comerciales, las estaciones de trenes y autobuses, los aeropuertos, las grandes avenidas o las autopistas, que han suplantado a los viejos emplazamientos que invitaban a permanecer en ellos y a interactuar con los demás. No cabe duda de que se han impuesto definitivamente los que algunos autores han denominado «no-lugares», es decir, los espacios para la circulación rápida, carentes de identidad histórica y territorial, llenos de ruido y brevedad.

La prisa se ha adueñado de nuestras vidas: no aguantamos diez segundos cuando descargamos una página web, llegamos tarde a cualquier cita... Tenemos prisa para todo: para esperar una llamada de teléfono, para cocinar, para perder el tiempo, para relacionarnos con nuestra pareja. Aunque lo auténticamente insoportable es el silencio. Impera el ruido en sus múltiples versiones (acústica, visual o mental) e impide las pausas y los silencios que necesitamos las personas, pues es en los tiempos de calma cuando el cerebro internaliza y evalúa la información que recibe en los momentos de ajetreo. Sin tiempo para el silencio, para aceptar el dolor y el paso del tiempo, para reconocer el aburrimiento como oportunidad para no hacer nada. Una era «sin-tiempo» y «sin-lugar», cuando todo está conectado y siempre tenemos a mano una píldora para ser un poco más felices. Imbéciles pero felices.

Aunque millones de personas naturalicen los bocinazos, el trajinar de los ferrocarriles y los metros o el constante ir y venir de riadas de gente a su alrededor, esa marea sonora que nos envuelve diariamente trastoca nuestra salud. En reiteradas ocasiones, la ONU ha advertido que la contaminación acústica en las ciudades es un peligro creciente para la salud pública. En la Unión Europea los niveles de ruido aceptables se superan en numerosas ciudades, provocando 12 000 muertes prematuras al año y afectando a uno de cada cinco de sus ciudadanos. Los especialistas informan que esta problemática no solamente genera estrés, sino también molestias crónicas y alteraciones del sueño. Estos cuadros conducen a su vez a graves enfermedades cardíacas y trastornos metabólicos, como la diabetes, al tiempo que causan problemas auditivos y una peor salud mental.

Desconozco si soy un obseso «anti-ruido» o realmente me persigue el ruido incansablemente. Hace casi una década escribí en este blog que España es un país esencialmente ruidoso. En concreto, el segundo país más estridente del mundo, solo por detrás de Japón, según un ranking de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Nueve millones de españoles (el 20% de la población) estamos expuestos a niveles de sonido que diariamente sobrepasan los 65 decibelios que establece la OMS como máximo tolerable. Un disparate como otro cualquiera. Paradójicamente, la regulación del ruido en España es amplia y se aborda tanto en la normativa estatal como en la específica de las comunidades autónomas y en las ordenanzas locales. Los tres niveles institucionales tratan de desarrollar los mandatos constitucionales prescritos por los artículos 43 y 45 de la Constitución, que aluden a la necesidad de proteger la salud y el medio ambiente.

Pues bien, todo ello ni a mis conciudadanos ni a mí nos sirve de nada. Los fines de semana he de emigrar de mi domicilio habitual porque el ruido que produce un bar/discoteca en la planta baja del edificio me impide hacer vida normal y conciliar el sueño. Me desplazo a la segunda vivienda y, por mencionar el último episodio, me encuentro que desde el 12 de agosto hasta el 26 de septiembre se ha instalado un circo en un espacio dotacional público colindante con mi casa. En el periodo mencionado, ese negocio, imagino que autorizado por el municipio, genera niveles de ruido por encima de lo permitido a lo largo de 10 o 12 horas diarias, sin que hasta hoy nadie haya puesto coto a tamaño dislate, pese a las denuncias de algunos vecinos.

Sé que el ruido en España es un problema cultural y medioambiental, y como tal hay que abordarlo. Sé que no es asunto que se pueda resolver exclusivamente con medidas sancionadoras, ni tampoco con parches que atajen circunstancialmente sus causas. La erradicación del ruido exige una estrategia para lograr que los ciudadanos tomemos conciencia de que es una lacra que sufrimos innecesariamente todos en mayor o menor medida, y que vale la pena suprimirlo de nuestras vidas porque, entre otras cosas, es insalubre per se, produce muchos más perjuicios que beneficios y, además, si comparamos el contingente de quienes lo sufren con el de los que lo producen, contrastaremos la abrumadora e injusta asimetría existente entre ambos colectivos. Ni la ley permite, ni el sentido común justifica que nadie, sea una población minoritaria o mayoritaria, haga sujetos pasivos de las consecuencias de su incivilidad a otras personas, muchas de las cuales tienen situaciones económicas y/o estados físicos y/o anímicos que les incapacitan para hacer frente a tales agresiones, ya que ni siquiera poseen fuerzas o recursos para poner pies en polvorosa y alejarse de las fuentes del ruido, aunque no tengan obligación de hacerlo.

Como dije en otra ocasión, sigo creyendo que no me parece especialmente difícil ir mitigando paulatinamente los efectos del ruido si todos ponemos un poquito de nuestra parte (recordemos lo que ha sucedido con el tabaco, por ejemplo). Ahora bien, no dejemos todo en manos de las autoridades, porque ellas solas no pueden hacerlo. Aquí se ha instalado un statu quo privativo –no hay otro lugar de Europa donde suceda algo similar– cuya erradicación requiere más asenso y más compromiso que el que corresponde o pueden aportan la clase política y los funcionarios. Vamos, lo mismo que para evitar la corrupción. O nos ponemos a la faena una mayoría significativa de los ciudadanos, o unos pocos inciviles seguirán campando a sus anchas, apropiándose y viviendo de lo que es de todos y riéndose a mandíbula batiente. Y no creo que ese sea el camino del progreso y de la civilidad.



lunes, 11 de septiembre de 2023

Palabras, música, memoria

A veces tengo la impresión de que las canciones ocupan un lugar privilegiado en la memoria. De vez en cuando olvido cosas elementales como dónde he dejado el teléfono o las llaves del coche y, sin embargo, siempre que escucho canciones en la radio o las recuerdo mentalmente, soy capaz de entonar la letra de cualquiera de ellas o de reproducir una determinada letanía o poesía, aunque haga muchos años que las oí o las repetí. Ello me lleva a conjeturar que debe existir alguna especial relación de la música y las palabras con la memoria. Algo que sospecharon los científicos hace años y, por ello, la ciencia ofrece en la actualidad algunas explicaciones de ese vínculo.

Por un lado, se asegura que las características de la música sirven de matriz predecible para ayudarnos a recordar las letras asociadas. Por ejemplo, el ritmo y el compás dan pistas sobre la longitud de la siguiente palabra de una determinada secuencia, lo que nos ayuda al limitar las opciones de términos a recordar. Por otra parte, la melodía de una canción contribuye a segmentar un texto en fragmentos significativos. Y ello nos permite recordar porciones de información más largas que si tuviésemos que memorizar cada palabra por separado. Además, las canciones suelen utilizar recursos literarios como la rima, la anáfora o la aliteración, que todavía facilitan más la memorización.

Vislumbro que algo de esto debe haber porque, como sabemos, antes de que existiese la escritura, la música se utilizaba para transmitir oralmente historias e información. Una costumbre que todavía subsiste y que puede constatarse en el aprendizaje de rutinas básicas relativas a los números, las tablas de multiplicar o las combinaciones silábicas previas a la lectura corriente. Las tradiciones orales, estudiadas ampliamente por antropólogos, historiadores y lingüistas, arrojan valiosa información sobre el funcionamiento interno de la memoria humana. De hecho, los investigadores han propuesto algunos modelos de recuerdo que utilizan para descubrir los mecanismos de memoria que subyacen a géneros como la epopeya, la balada y la rima de conteo.

He dicho en otras ocasiones que nuestros recuerdos no son del todo reales. Más bien, son una recreación de la realidad que hemos vivido, pues responden a la interpretación que el cerebro hace de nuestras experiencias. Por ello, si una de ellas ha sido compartida por varias personas, a menudo, es recordada de forma algo diferente por cada una de ellas.

El criterio preferido por el cerebro para decidir qué recordar y qué olvidar radica en el contenido emocional de una determinada vivencia. Nos acordamos, sobre todo, de aquello que nos impacta emocionalmente, positiva o negativamente. Las experiencias que tenemos diariamente se van acumulando en una región del lóbulo temporal del cerebro denominada hipocampo. Pegada a él, y en estrecha relación, se encuentra el núcleo de la amígdala cerebral, donde se elabora el componente emocional de los recuerdos. Durante el sueño, concretamente en las fases de sueño profundo, el cerebro decide lo que quiere guardar en la memoria a largo plazo y lo que prefiere olvidar. A continuación, los recuerdos seleccionados se reparten por la corteza cerebral, donde quedan almacenados. Cuanto más impactante emocionalmente haya sido una vivencia, o más se haya repetido una determinada situación, más fácil será que el recuerdo del hipocampo sea seleccionado para ser almacenado en la memoria a largo plazo de la corteza cerebral. Así pues, en el anclaje de determinadas vivencias con la memoria juega un papel fundamental el componente sensorial que las acompaña, sea un paisaje admirable, la luminosidad de un determinado día o sonidos ambientales o musicales concretos. Este componente sensorial es la clave que permite el acceso a la gaveta cerebral donde depositamos en su día un determinado recuerdo y lo aflora a nuestra conciencia.

Aseguran los estudiosos que entre los componentes sensoriales de los recuerdos destaca especialmente la música. Oír de nuevo las canciones que escuchamos en un determinado periodo de nuestra vida, nos transporta a esos momentos, rememorando circunstancias que creíamos olvidadas. La música posee cadencia, ritmo y armonía; y a las neuronas les gusta acoplarse y seguir compases que ordenan su actividad. De modo que, además del intenso componente emocional que conlleva, la propia naturaleza de la música ayuda a fijar los recuerdos.

La investigación en este campo se está aplicando para ayudar a personas con diversos trastornos neurodegenerativos. Por ejemplo, la música parece ayudar a los enfermos de Alzhéimer y esclerosis múltiple a recordar información verbal. En otra ocasión, comenté que el profesor Särkämö, de la Universidad de Helsinki, coordina el proyecto PREMUS (Preservación y eficacia de la música y el canto en el envejecimiento, la afasia y la enfermedad de Alzheimer), financiado por la UE. Esta iniciativa utiliza técnicas basadas en la actividad de «coros de seniors» integrados por pacientes con afasia y sus familiares. El canto se revela en este caso como una importante herramienta de rehabilitación de la afasia y de previsión del deterioro cognitivo.

De las conclusiones de esta última investigación se deduce que resulta fundamental cantar activamente y no solo escuchar música coral, pues al hacerlo se activan las zonas frontal y parietal del cerebro, que son las encargadas de regular el comportamiento y la utilización de los recursos motores y cognitivos asociados al control verbal y a las funciones ejecutivas. Y es que no debe olvidarse que el cerebro es como un músculo: si se entrena, se tonifica. Eso es, justamente, lo que se consigue cantando. Naturalmente, existen otras formas de entrenarlo, pero el canto es, inequívocamente, una actividad que ayuda a mejorar la función cerebral.

Así pues, es innegable la estrecha relación de las palabras, la música y la memoria. Además de hacernos disfrutar y de acompañarnos en los mejores momentos de nuestras vidas, está comprobado científicamente que la música también es buena para la salud. Reduce la ansiedad, el estrés y el dolor físico; mejora la circulación sanguínea, ayuda a dormir mejor y nos hace ser más optimistas; y además, combate los desórdenes neurológicos, sirve como tratamiento de lesiones cerebrales y mejora la memoria. Tal vez todo ello explica que se comparta tan ampliamente el gusto por la música y el canto que, además, nos ayudan a retener las palabras en la memoria y, lo que es más difícil, a lograr evocarlas.



domingo, 3 de septiembre de 2023

Filosofía Mr. Wonderful

Definitivamente, se ha instalado entre nosotros una suerte de compulsión, una especie de obsesión por sentirnos permanentemente bien. Continuamente se nos convence de que podemos lograrlo a través de variopintas y engañosas perversiones, que se ofrecen con diversos formatos tales como la autoayuda, el culto al cuerpo o la positividad sin fin. Estas y otras perversidades han monopolizado el mercado, pues se han incorporado a infinidad de productos que adquirimos devotamente, como antaño se compraban las estampitas de los santos para rezarles o colocarlas en el cabecero de la cama. Así lo contaba hace pocos días la joven y consagrada escritora Elvira Navarro en una entrevista que le hacían para un diario.

Como ella recordaba, todo está invadido por un irritante lenguaje emocional que se vehicula a través de frases supuestamente motivadoras: «Deja de darle vueltas a todo y sonríe», «si te esfuerzas no habrá sueño que se te resista», «hoy vas a conseguir lo que te propongas», «don’t worry, be happy», «los sueños se hacen realidad». Estas y otras muchas sentencias se adhieren a cualquier artículo de merchandising o se incorporan a los anuncios, sean de lo que sea, sin otro objetivo que el lucro de sus promotores. Sí, concluyentemente, se ha consolidado en nuestra sociedad, especialmente entre las generaciones Z, Y y X (treintañeros a cincuentones), aunque no solamente entre ellos, la denominada «filosofía Mr. Wonderful», que es una ideología barata defensora de la felicidad, del triunfo individual y del optimismo, no tanto como logros deseables sino como una especie de obligaciones benévolas. En ella, se demoniza el dolor y el fracaso, pese a que cualquier adulto sensato sabe de sobra que ambos son insustituibles escuelas de vida, que nos enseñan a relativizar la importancia de las cosas, a sobreponernos a las adversidades y a no temer.

Este clima que se ha adueñado de la sociedad produce una cierta inquietud. De hecho, se contrasta con frecuencia que la gente vive ofuscada con el éxito y el bienestar, con navegar en la abundancia, mientras simultáneamente se radicaliza con actitudes egoístas e insolidarias y con la obsesión por la seguridad. Paradójicamente, esta corriente que todo lo arrasa hace crecientemente vulnerables a las personas, alejándolas de unas metas que son ficticias, casi imposibles de alcanzar, y que no incluyen ninguna aspiración colectiva. Sí, concuerdo con Elvira en que caminamos alegremente hacia el abismo, embebidos en consignas «empoderadoras», ansiolíticos y recetas fáciles para la superación personal.

Alternativamente, como bálsamo para las «heridas» del día a día, propondría de nuevo volver a la filosofía porque siempre me parece el foco rutilante que pone luz en los lugares comunes y en los consejos banales, incluyendo los que se disfrazan de sabiduría. Y plantearía, en consecuencia, retomar algunas propuestas de Schopenhauer, el representante por antonomasia del denominado pesimismo filosófico. Entre sus ricas reflexiones sobre la vida destaca El arte de ser feliz (Herder, 2016), una recopilación post mortem en un breve libro que desvela cincuenta consejos para aspirar a alcanzar la eudemonología, que en la perspectiva del alemán no pretendía tanto adquirir un estado de plenitud jovial, como aplacar el sufrimiento y el ánimo desgraciado, permitiendo desarrollar el sosiego y la tranquilidad más o menos duraderos. De entre el medio centenar de claves que ofrece Schopenhauer, diez de ellas destacan por su carácter práctico y motivador. Esquemáticamente son: el sufrimiento es inevitable, se debe disfrutar de la fugacidad de las alegrías, deben cuidarse las amistades porque son elemento clave del buen vivir, también hemos de valorar lo que tenemos, mimar la salud, mantener un óptimo deseo de vivir, limitar la acción y moderar las expectativas, aprender cosas nuevas, desterrar la envidia y vivir la felicidad, si llega. Me detendré brevemente en tres de ellas.

Como dice el filósofo, por mucho que lo rechacemos, el sufrimiento es inevitable, el ser humano está condenado a enfrentarlo, pues se lo procura su propia individualidad existencial. Por tanto, aceptar que vamos a sufrir en la vida es un primer paso imprescindible para alcanzar algo parecido a una cierta paz de espíritu que nos aleje de la melancolía y de la desgracia.

Por otro lado, me parece, así mismo, muy oportuna su propuesta de moderar las expectativas, de limitar el propio ámbito de acción, dando menos oportunidad al infortunio. Reflexionar sobre la naturaleza, la motivación y el objetivo de nuestras inclinaciones ayuda a moderar el deseo y a pulir las expectativas. Y, como consecuencia de ello, a esquivar el sufrimiento. Insisto en las palabras de Aristóteles, en su Ética a Nicómaco: «El prudente no aspira al placer, sino a la ausencia de dolor».

Finalmente, concuerdo con Schopenhauer en que debemos vivir intensamente la felicidad, si llega. No se trata de intentar capturarla, esforzándonos en realizar actos vanos para mantenernos felices permanentemente, como ahora tan interesadamente proponen algunos. Tampoco en entender la felicidad como un estado de exuberancia perpetua. En mi opinión, con no ser desgraciado y tener una buena y serena vida, ya se es suficientemente feliz. Y dado que la alegría, el deseo y el sufrimiento juegan en nuestra contra, aprender a ser felices cuando corresponde se convierte en un deber hacia la vida misma. Eso sí, para lograrlo necesitamos al menos desarrollar dos disposiciones del espíritu: una, no perseguir nunca la felicidad, ya nos alcanzará ella cuando menos lo esperemos; y dos, asimilar que es nuestra manera de comprender el mundo lo que en gran medida condiciona la recepción de los acontecimientos. Como dejó escrito: «Lo que produce nuestra felicidad o desgracia no son las cosas tal como son realmente en la conexión exterior de la experiencia, sino lo que son para nosotros en nuestra manera de comprenderlas».

En definitiva, me parece que si la fortuna ama a los audaces, como se suele decir, la felicidad parece ser la compañía preferida de las personas serenas, bondadosas y de buen carácter.



viernes, 1 de septiembre de 2023

La vida positiva

Leer es una afición apasionante que nos subyuga a incontables personas, aun siendo conscientes de que jamás lograremos ojear, y mucho menos conocer con cierta hondura, cuanto se ha escrito. No importa la edad que tengamos ni el tiempo que hayamos dedicado a la lectura, aunque ambos matices discriminen significativamente a los lectores. Pese a ello, nadie, ni los que leen más velozmente, ni los que han dedicado más tiempo a leer, ni siquiera quienes han logrado reunir ambas destrezas, han ojeado una ínfima parte de lo escrito. Lo saben y lo sabemos, y pese a ello continuamos leyendo. Podría decirse que leer viene a ser como empecinarse en recorrer un itinerario sin fin. Y ello, objetivamente, en otras muchas facetas de la vida, es per se un elemento disuasorio de primer orden. Esforzarse sin obtener resultados tangibles, trabajar sin esperar compensaciones, afanarse en una tarea sin visualizar o intuir su final suelen ser elementos persuasores potentes. Todos ellos, y algunos más, concurren en el recorrido que completa cada lector cuando tiene un libro entre sus manos, sin hacer mella en él.

No soy tan necio para suponer que lo que digo ha pasado inadvertido a la legión de gentes leídas, sapientes y razonables. Todavía me parece mayor despropósito conjeturar con que quienes leemos somos una «panda» de masoquistas inconscientes. Bien al contrario, pienso que el acto de leer se inscribe en los parámetros que delimitan ciertas actividades que no se rigen por la ley del mínimo esfuerzo. Entre la multiplicidad de acciones que llevamos a cabo, son muy pocas las que proporcionan resultados excelentes. Y me parece que es en esas, y no en otras, en las que debemos enfocarnos. Tal vez, como dijo el nobel André Gide: «El secreto de la felicidad no está en esforzarse por el placer, sino en encontrar el placer en el esfuerzo». Una reflexión que me lleva al concepto de «Experiencia óptima» o «Flow».

Mihaly Csikszentmihályi (1996) acotó esa noción con la que alude al estado en el que la persona se encuentra completamente absorta en una actividad, durante el desarrollo de la cual el tiempo vuela y las acciones y pensamientos se suceden sin pausa para su propio placer y disfrute. Alguien está en flow (flujo) cuando se encuentra ensimismado en una tarea, perdiendo la noción del tiempo y experimentando una enorme satisfacción.

El flujo es un estado de conciencia que exige poco esfuerzo que, sin embargo, está altamente focalizado. Sus descripciones no varían significativamente en función de variables como la cultura, el género o la edad. Muchas actividades pueden producir un estado de fluidez, si se dan los elementos coadyuvantes para ello. Experimentar el flow es condición sine qua non para percibir a posteriori la plenitud de esa experiencia y ser retrospectivamente felices con sus resultados. Estoy convencido de que quienes leemos, cada vez que lo hacemos, nos sumergimos en una renovada experiencia óptima. Y esa me parece que es la clave que explica la contumacia de los lectores.