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jueves, 4 de septiembre de 2025

Gratitud y dignidad

Tras dedicar su vida a la psicología de la salud y a los cuidados paliativos, tras intentar contumazmente comprender al ser humano y acompañarlo en su sufrimiento hasta el final de la vida, Ramón Bayés se marchó el mes pasado. Tenía 94 años. En su vida enfatizó dos ideas fundamentales: la primera, que los cuerpos duelen, son las personas las que sufren; y la segunda, que la persona es el viaje, y que cada viaje es distinto, único… No importa no llegar a Ítaca; lo importante es que el camino sea consciente y rico en experiencias, como propone Kavafis. Debemos seguir andando, mientras podamos.

En este blog, he abordado en otras ocasiones el espinoso asunto de los cuidados paliativos y la eutanasia. Un derecho incorporado recientemente a la letra de la ley en España, que lamentablemente dista mucho de ser una realidad en el día a día de la vida de los ciudadanos.

La partida de Ramón, catedrático de Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona, me trae a la memoria a otro insigne y polémico académico, el célebre neurólogo y autor Oliver Sacks, que despidió la vida con una carta y una obra profundamente humanas. La primera es una misiva que hizo pública en 2015 revelando que, a sus 81 años, enfrentaba metástasis hepáticas derivadas de un melanoma ocular y elegía vivir los meses que le quedaran «ricos, profundos y productivos». Más tarde, nos regaló Gratitud, una colección de ensayos escritos en sus últimos días, donde abraza la vejez sin miedo, la muerte sin dramatismo y exalta la vida con serenidad. Finalmente, su legado se completó con una exquisita colección de cartas (Cartas, Anagrama, 2025) que revelan la pasión, curiosidad, sensibilidad y calidez de un hombre entregado al conocimiento y al afecto.

Ramón Bayés, por su parte, maestro en cuidados paliativos, también decidió recurrir a la eutanasia dada su situación de aislamiento irrevocable: la pérdida de vista y oído le había privado del mundo que amaba —la lectura, el cine, la escritura—. Su muerte, consumada el pasado 7 de agosto, fue una despedida consciente y libre, pero el proceso para llegar a ella estuvo marcado por la lentitud burocrática, la falta de empatía profesional e incluso la objeción de conciencia oculta. Todo ello hizo su adiós más duro de lo previsto. Su hija ha revelado que los trámites duraron más de tres meses —muchísimo más tiempo del establecido por la ley—; que enfrentó entrevistas protocolarias que no exploraron su sufrimiento real; que medidas tan básicas como la colocación de la vía intravenosa se practicaron tarde y torpemente —seis intentos—, reforzando el dolor en lugar de asegurar la partida digna que ansiaba.

Son dos despedidas muy distintas. Sacks, rodeado de palabras certeras y afecto, encontró en el lenguaje y en su obra el modo de despedirse en plenitud. Bayés, a pesar de su sabiduría, se encontró con un sistema que violentó su etapa final con fallos técnicos, tensiones morales y falta de humanidad. Ninguno escatimó en dignidad, pero a uno le ayudó su voz y el otro enfrentó una ley incipiente —garantista solo sobre el papel— con engranajes todavía chirriantes.

Pese a todo, ambos encarnan la búsqueda de un final consciente y dignamente elegido. Sacks lo hace acopiando sus vivencias y su gratitud por la vida; Bayés optando por una muerte asistida en uno de los sistemas de salud más avanzados de Europa. Ambos concuerdan en que, en la encrucijada final, debe poderse elegir cómo despedirse: con gratitud o con lucidez, pero siempre con dignidad. De manera que, también en su ocaso, la persona debe seguir siendo protagonista de su historia.

Pero entre las experiencias de ambos se contrastan abismos. Sacks dispuso de su voz, de entornos íntimos y del poder transformador de su obra. Bayés se encontró con un sistema frío y fallido que no supo envolverlo emocionalmente. La ley española de la eutanasia prevé plazos cortos (15 días), acompañamiento médico y garantía legal, pero la práctica demuestra que son habituales las demoras (más de tres meses) y que hay profesionales insuficientemente formados o con objeción oculta. Así pues, el legado de Sacks es simbólico y refleja el ideal de la despedida aceptada. El que deja Bayés desliza una pregunta inquietante: si alguien como él ha encontrado tantos obstáculos, ¿qué no sufrirán quienes carecen de redes de apoyo o no conocen sus derechos?

La Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, reconoció el derecho a morir dignamente con asistencia médica, como prestación pública del Sistema Nacional de Salud. Somos el séptimo país del mundo en reconocerlo. Desde su promulgación hasta el año pasado, se constatan 2500 solicitudes, de las que se han atendido poco más del 40 %.

Por otra parte, la ley establece un marco bien cimentado en derechos fundamentales —dignidad, autonomía, libertad— e incluso prevé la objeción de conciencia, las comisiones de garantía y los procedimientos urgentes. Sin embargo, cinco años después de su promulgación, su materialización es dispar: hay retrasos, desigualdades territoriales, carencias formativas, falta de empatía y opacidad estadística.

De hecho, la media real desde la petición hasta la prestación ronda los 67-75 días, frente a los 35 previstos. Una de las consecuencias de ello es que el 25 % de los solicitantes muere antes de que se resuelva su petición. Por otro lado, la desigualdad entre comunidades autónomas es llamativa y refleja realidades muy dispares, desde la no publicación de datos (C. Valenciana y Canarias para los años 2022 y 2023) al 82 % de solicitudes atendidas en el País Vasco, el 12 % en Aragón o el 16 % en Cantabria. En Murcia y Extremadura, curiosamente, se atendieron todas.

En fin, en la figura de Oliver Sacks hay poesía, gratitud, despedida consciente; la despedida de Ramón Bayés muestra descarnadamente que todavía resta mucho por pulir en nuestro sistema para que sea verdaderamente humanizador. Sacks vivió sus últimos días como una narrativa completa y bellísima; Bayés tuvo que contornear un sistema que le falló al borde de su adiós.

Es incuestionable que se han producido avances normativos, pero, como refrenda la historia, las leyes no bastan por sí solas. Su desarrollo y aplicación requieren humanidad, formación, recursos y equidad por parte de quienes deben materializarlas. Si queremos que todas las despedidas se parezcan a la de Sacks —con plenitud, claridad y humanidad— y no tanto a la de Bayés —con espera, frialdad y dolor añadido—, debemos seguir ajustando la ley, desplegando y reforzando las actuaciones y controles que demanda su implementación, y exigiendo que la muerte con dignidad sea una opción real para todos los ciudadanos y las ciudadanas, sin excepciones.


 

domingo, 31 de agosto de 2025

Soledad, solitud

En otras ocasiones he abordado en este blog el tema de la soledad. Hoy vuelvo a él de la mano de Andrés Ortega, nieto del insigne filósofo, que ha publicado recientemente el libro Soledad sin solitud. Por qué tantos están hoy tan solos (2025).

En el siglo XXI, la soledad se ha convertido en un fenómeno paradójico: las sociedades nunca habían estado tan interconectadas tecnológicamente y, sin embargo, los niveles de aislamiento subjetivo alcanzan máximos históricos. Andrés Ortega, periodista y ensayista, analiza este dilema en su libro, distinguiendo entre la soledad no deseada, impuesta por determinadas estructuras sociales, y la solitud, entendida como la capacidad de estar a gusto con uno mismo. En su ensayo, Ortega reflexiona acerca de cómo los regímenes totalitarios se han aprovechado de la soledad y la han fomentado deliberadamente para consolidar su dominio a lo largo de la historia.

Se apoya en una distinción explorada previamente por autores como Paul Tillich, quien afirmó que «La soledad expresa el dolor de estar solo, mientras la solitud expresa la gloria de estar solo» (véase Tillich, 1959). Esta diferencia no es meramente semántica, sino genuinamente existencial. De ahí que Bauman (Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, 2003), en su diagnóstico de la modernidad líquida, entienda que la soledad se vincula con la precariedad de los lazos interpersonales y con la inestabilidad afectiva, que conforman el correlato subjetivo de un mundo que ya no ofrece comunidades sólidas.

Por el contrario, la solitud implica un espacio interno fértil, un retiro voluntario que permite la reflexión, la creatividad y el juicio autónomo. Ortega y Gasset advirtió en La rebelión de las masas que el hombre-masa huye de la soledad reflexiva, buscando constantemente el amparo del colectivo sin asumir su responsabilidad individual (Ortega y Gasset, 1930).

Por su parte, Hannah Arendt ofrece una clave contundente para entender el vínculo entre soledad y totalitarismo. En Los orígenes del totalitarismo (1951), subraya que el aislamiento social y la atomización son condiciones sine qua non para la dominación total: «El aislamiento puede ser el comienzo del terror; la soledad es siempre su resultado. [...] La esencia del gobierno totalitario, y quizá la naturaleza de todo gobierno, es hacer que los hombres estén tan solos que no puedan siquiera formar una idea común» (Arendt, 1951, p. 474).

Los regímenes totalitarios del siglo XX perfeccionaron la ingeniería del aislamiento. El miedo a la delación fracturó familias, comunidades y colectivos laborales, como documenta Grossman (1980) en su estudio sobre la URSS estalinista, que refleja su novela Todo fluye (versión en castellano de Galaxia Gutenberg, 2023). Nadie podía confiar en nadie, y esa soledad relacional allanó el camino para la sumisión.

Hoy, sin embargo, el totalitarismo se reinventa adoptando formas más sutiles, muchas veces ancladas en la manipulación digital. Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2020) advierte que el capitalismo de vigilancia explota la soledad subjetiva para insertar micropublicidades políticas y moldear comportamientos, erosionando el espacio privado de deliberación autónoma. El «algoritmo mutila la espontaneidad», como apunta Ortega, y dirige preferencias sin que el sujeto perciba la coacción.

Al mismo tiempo, las redes sociales ofrecen una ilusión de compañía, pero no una comunidad genuina. Turkle (Alone together, 2011) sostiene que estamos «juntos pero solos»: hiperconectados en lo superficial, pero incapaces de sostener la intimidad o la conversación prolongada. Esto crea un sustrato psicosocial que los populismos y los discursos autoritarios aprovechan, al prometer rescatar al individuo de su anomia y devolverle un «sentido» común, aunque esté construido sobre antagonismos artificiales.

Frente a estos desafíos, Ortega propone revalorizar la solitud desde la infancia, incorporando prácticas de introspección que contrarresten la distracción digital. Este planteamiento recuerda a Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, 2010), quien defiende la educación humanística como herramienta para cultivar el juicio crítico y la empatía, en lugar de formar simples consumidores.

De igual modo, reconstruir comunidades locales y espacios compartidos se revela como algo esencial. Putnam (Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community, 2000) documentó cómo el capital social —las redes de confianza y reciprocidad— se ha deteriorado drásticamente en las sociedades occidentales, debilitando la capacidad colectiva de resistir a las narrativas autoritarias.

El totalitarismo, en cualquiera de sus formas, requiere la soledad para prosperar. Para consolidar el poder, fractura los vínculos comunitarios, fomenta la desconfianza y explota el miedo. La advertencia de Ortega (2025) se inscribe en una larga tradición filosófica que une a Arendt, Bauman y Ortega y Gasset: solo un individuo capaz de habitar su solitud, y simultáneamente inserto en una red de relaciones significativas, puede sustraerse a la fascinación del poder absoluto. Así pues, cultivar la solitud no es un acto meramente personal, sino un imperativo político para sostener sociedades libres.



domingo, 24 de agosto de 2025

Vulgaridad

En la era de la ostentación digital, cuando las redes sociales amplifican cada gesto consumista y la exhibición de logos constituye una parte importantísima de la identidad visual global, ha emergido una nueva corriente estética, que es una forma de resistencia sofisticada: quiet luxury o lujo silencioso. No es una moda pasajera, sino una declaración de valores, un lenguaje visual codificado que define el gusto, el poder y la exclusividad a través de la discreción. Una realidad todo lo loable que se desee, que, además de inaccesible, nos resulta ajena al común de los mortales.

El término «quiet luxury» hace referencia a prendas y accesorios de altísima calidad carentes de logotipos visibles, que, lejos de invocar a la ostentación, interpelan al refinamiento implícito. Según explica la periodista Dana Thomas en su libro Deluxe: How Luxury Lost Its Luster (2007) –existe versión en castellano de la Editorial Superflua, 2023– el lujo tradicional se ha transformado en un fenómeno de masas, perdiendo en ese tránsito gran parte de su exclusividad. Como respuesta a esa «anomalía», quiet luxury se postula como una vuelta a los orígenes, que es lo mismo que decir a los materiales nobles, a la confección impecable y al diseño atemporal.

Este movimiento se remonta en el tiempo hasta vincularse con la filosofía de sellos históricos, como Hermès, Loro Piana o The Row, que han priorizado la calidad sobre el logotipo durante décadas. Sin embargo, su reciente auge obedece a la saturación del lujo llamativo promovido en la pasada década por otras marcas como Gucci o Balenciaga.

La periodista Rachel Tashjian, editora de moda de The Washington Post, define quiet luxury como «una forma de comunicación entre iniciados». Son prendas que solo hablan a quienes reconocen los cortes, las texturas y las marcas, sin necesidad de logotipos. Responden, además, a unas características comunes: colores neutros y sobrios, y materiales naturales (cachemira, lino...). Ello implica un conocimiento especializado y una formación visual que separa al consumidor masivo del auténticamente informado. Como señala la antropóloga Frédérique Veysset, en Le Monde Diplomatique, el lujo silencioso «permite ejercer una forma de distinción social sin caer en la vulgaridad del exceso».

Aunque se autodefine por su discreción, quiet luxury ha ganado visibilidad gracias a series como Succession (HBO), donde los personajes de la familia Roy visten marcas como Brunello Cucinelli, Zegna o Max Mara, todas sin logos, pero de altísimo precio. Este fenómeno fue ampliamente discutido en The Cut (2023), una publicación en línea de la revista New York, donde la crítica Emilia Petrarca afirmó: «Lo que visten los ricos ya no grita; susurra».

Incluso celebridades como Gwyneth Paltrow o Jennifer Lawrence han abrazado esta estética, contribuyendo a su normalización en el imaginario de las élites. Esto ha generado una gran paradoja: una tendencia basada en la invisibilidad se ha tornado aspiracional, generando copias más accesibles por parte de marcas como COS o Massimo Dutti, poniendo en riesgo su exclusividad original.

Quiet luxury también refleja un cambio en el discurso económico de la moda. Tras la pandemia del COVID-19 y en un contexto de crisis climática, ha aumentado la demanda de piezas que duren años y que justifiquen la inversión por su calidad. Como indica la consultora McKinsey&Company, en su informe The State of Fashion 2024, «los consumidores de alto poder adquisitivo están priorizando la longevidad sobre la rotación rápida de tendencias».

Este tipo de consumo puede interpretarse como una forma de sostenibilidad silenciosa: menos compras, pero mejores. Sin embargo, también puede considerarse como una estrategia para reafirmar el estatus en un mundo donde el lujo masificado ha diluido las fronteras entre clases.

Un ejemplo prototípico reciente es la chancla Dune de la marca The Row, fundada por las gemelas americanas Mary-Kate y Ashley Olsen, exactrices y diseñadoras de moda. Con una traza minimalista y sin logos, se ha lanzado a un precio de 780 euros, convirtiéndose en el artículo más deseado de este verano, según el Lyst Index, el informe trimestral que clasifica las marcas y productos de moda más populares del mundo. Su ascenso lo ha impulsado una aparición del actor Jonathan Bailey, pero su valor simbólico trasciende la celebridad: es una declaración de pertenencia a una élite que valora lo imperceptible. Del mismo modo, marcas como Khaite, Bottega Veneta y Jil Sander han cimentado su prestigio actual en una estética contenida pero impecable, que interesa a un consumidor más introspectivo y menos dependiente del aplauso social inmediato.

No obstante, quiet luxury tampoco está exento de críticas. Algunos lo acusan de ser una forma de exclusión sutil, una suerte de clasismo disfrazado de buen gusto. La crítica de moda Vanessa Friedman, del New York Times, sugiere que «quiet luxury es tan ‘performativo’ como el logo; simplemente, su audiencia es más limitada».

En síntesis, este singular movimiento se consolida como un lenguaje de la moda postpandémica, caracterizado por su sobriedad, su intencionalidad y su deseo de diferenciarse en silencio. Más que una simple tendencia, representa una transformación en la manera de entender el lujo, la sostenibilidad y la identidad en un mundo saturado de signos visibles y evidentes. Podría decirse que en ese susurro estético se esconde una de las declaraciones más potentes de la actualidad sartorial.

Para quienes se mueven con naturalidad entre la exclusividad, la elegancia, el glamour y la sofisticación, quiet luxury es aderezo imprescindible para asegurar una cotidianeidad refinada, sensual y exquisita, alejada de las vulgaridades y ramplonerías que inspiran tendencias y estilos tipo cool, fashion, trendy o street style, que, a su lado, no parecen sino ordinarieces insufribles.

Lo dicen ellos y lo aseguran quienes, como yo, detestan esos mundos en los que campan a sus anchas la vanidad, la opulencia y la frivolidad.

Chancla Dune (The Row) 

miércoles, 20 de agosto de 2025

El fraude científico y sus amenazas

Va para tres lustros que abandoné las tareas académicas con motivo de mi jubilación como profesor e investigador de la Universidad de Alicante. Este prolongado distanciamiento me da perspectiva para reflexionar sobre algunas de las vertientes de la actividad académica. En este caso concreto, acerca del fraude científico, un fenómeno que ni es novedoso ni se erradicará definitivamente, pero que conviene que se conozca para que se puedan combatir con firmeza y tenacidad las prácticas indignas que amenazan gravemente el futuro de la ciencia y de las universidades, y también las trayectorias profesionales de los académicos.

Quienes conocemos el mundo universitario sabemos que, en las últimas décadas, una creciente amenaza ha sacudido el contexto académico: el fraude científico sistematizado. Lo que antes eran incidentes aislados han evolucionado hacia una industria organizada que carcome los cimientos de la investigación legítima. Un recentísimo estudio, firmado por los investigadores de la Universidad de Northwestern (USA) Richardson, R., Yang, J., & Evans, J. A. (2025). The global rise of fraudulent scientific publications, en Proceedings of the National Academy of Sciences, 122(32), e2402938121. [https://doi.org/10.1073/pnas.2420092122], ha puesto en evidencia la magnitud del problema, revelando que mafias internacionales se dedican a fabricar artículos falsos, vender autorías y manipular citas con fines lucrativos.

Estas redes operan como verdaderas factorías de producción de supuesto conocimiento, que es fraudulento. Según el estudio, existen organizaciones que redactan artículos científicos de baja calidad con datos ficticios, imágenes manipuladas o plagios encubiertos. Posteriormente, los ponen a la venta en el mercado negro académico, donde los investigadores interesados pagan por aparecer como autores. La tarifa varía según la posición que se ocupe. Obviamente, ser primer autor cuesta más que aparecer en el último lugar de la lista.

Si estas prácticas resultan execrables, todavía es más alarmante el hecho de que muchas de las publicaciones referidas logran superar los filtros editoriales y son indexadas en las bases de datos científicas internacionales. Es más, algunos brokers incluso garantizan la aceptación automática mediante falsos procesos de revisión por pares. Esto ha convertido al fraude en un sistema de producción en masa, que ya crece a una velocidad superior a la de la ciencia legítima.

Uno de los ejemplos más notorios es el caso de la revista Bioengineered, gestionada por la editorial Taylor & Francis. Tras detectarse la publicación de miles de artículos potencialmente fraudulentos, la editorial suspendió temporalmente los envíos. Concretamente, entre 2010 y 2023, se identificaron cerca de 9.000 artículos sospechosos en su catálogo, aunque solo 35 han sido oficialmente objeto de retracto y, por tanto, revocados formalmente.

Otro caso destacable es el secuestro de revistas académicas por parte de grupos de delincuentes. Estas mafias adquieren publicaciones que han dejado de operar legítimamente por diferentes razones y las reactivan con el mismo nombre, publicando miles de artículos falsos en pocos meses. De esta forma, logran aprovechar la reputación previa de las revistas para dar una pátina de credibilidad a sus actuales ediciones.

En algunos países, como China, India y Rusia, se ha documentado la existencia de «empresas de servicios académicos» que ofrecen paquetes completos que incluyen redacción del artículo, simulación de datos, manipulación de imágenes, envío a revistas y garantía de publicación. Estos paquetes pueden costar entre 500 y 10.000 dólares.

Por otra parte, la irrupción de herramientas de inteligencia artificial generativa, como los modelos de lenguaje y los generadores de imágenes, ha intensificado el problema. Estas tecnologías pueden automatizar la generación de artículos completos, fabricando texto con apariencia coherente, referencias bibliográficas ficticias y hasta visualizaciones «verosímiles». Esto no solo facilita la proliferación de investigaciones falsas, sino que contamina la literatura científica, afectando incluso a los metaanálisis y a los modelos de IA entrenados sobre corpus bibliográficos. Como señalan los autores del estudio de la Northwestern University, este efecto cascada puede comprometer el avance científico real, al basarse en conclusiones erróneas extraídas de datos inexistentes.

Frente a esta crítica situación, los expertos proponen estrategias para detectar y minimizar el fraude científico, como las que siguen:

1. Fortalecimiento de la revisión por pares, implementando procesos de revisión doble ciego más rigurosos, con verificación cruzada de datos y análisis estadísticos independientes.

2. Uso de herramientas automáticas de detección, desarrollando software especializado en revelar plagio, duplicación de imágenes, inconsistencias en los datos, y referencias falsas. Herramientas como ImageTwin o Statcheck ya están siendo usadas a tal efecto con relativo éxito.

3. Transparencia de datos y códigos, exigiendo a los autores que publiquen los conjuntos de datos originales y los scripts de análisis, fomentando la reproducibilidad y verificación independiente.

4. Desindexación de revistas fraudulentas, eliminándolas de las bases de datos científicas.

5. Reformulación de los incentivos académicos, cuestionando y revisando los sistemas de evaluación de méritos basados exclusivamente en la cantidad de publicaciones o en su factor de impacto. Esto incentiva la productividad a toda costa, aun comprometiendo la calidad o colisionando con la ética.

6. Educación en ética científica, incluyendo formación obligatoria en integridad académica en todos los niveles universitarios y de investigación.

El fraude científico no es solo un problema de deshonestidad individual e institucional, sino una amenaza estructural para el sistema de producción del conocimiento. Cuando los artículos falsos ingresan en las bases de datos y se citan en trabajos posteriores, generan una red de desinformación que puede afectar a decisiones clínicas, políticas públicas o desarrollos tecnológicos.

El estudio de la Universidad de Northwestern no solo denuncia esta situación, sino que hace un llamamiento urgente a la acción coordinada entre editoriales, universidades, agencias de financiación y gobiernos. Concuerdo con lo que se dice, asegurando que solo mediante un esfuerzo conjunto se podrá frenar esta industria del fraude y restaurar la confianza en la ciencia. La transparencia, la rigurosidad metodológica y la ética deben volver a ocupar el centro del quehacer científico. El combate contra el fraude no es, pues, un asunto opcional; es una condición para que la ciencia siga siendo una herramienta válida para comprender y transformar el mundo.



martes, 12 de agosto de 2025

El último tren

La historia no concede segundas oportunidades. Y en España, el reloj está en cuenta atrás. La derecha y la extrema derecha llevan meses preparando su asalto. Votan juntas. Mienten juntas. Gobiernan juntas. Saben perfectamente qué quieren y hasta dónde están dispuestas a llegar: la educación pública, los derechos de las mujeres, la memoria histórica, los sindicatos, la libertad de prensa… Todo está en su punto de mira.

Frente a eso, ¿qué ofrece la izquierda? Reuniones rotas. Plataformas duplicadas. Listas enfrentadas. Votos que se pierden en vetos cruzados y debates interminables sobre quién debe liderar qué. Es un espectáculo de egos en el peor momento posible. Y, como ha advertido recientemente Gabriel Rufián, «si no nos ponemos de acuerdo, nos van a matar por separado». No es una metáfora: es un aviso, dijo.

La política, como la historia, no se detiene a esperar a quienes dudan. Y menos aún a una izquierda fragmentada, atrapada en sus propias disputas internas, mientras crece ante sus ojos un bloque conservador y autoritario que avanza con determinación. Esa es la tesis que, entre otros y desde distintos ángulos, comparten dos personajes públicos: Iván Redondo (consultor político) y Gabriel Rufián (diputado de Esquerra Republicana). Ambos coinciden en una idea esencial: nos encontramos a las puertas de un ciclo reaccionario en España y Europa. La única respuesta eficaz pasa por un acuerdo amplio, capaz de superar diferencias ideológicas y estratégicas, y de poner el interés colectivo por encima de la ambición personal o partidista.

Para argumentar su posición, Redondo recupera un concepto de Enrico Berlinguer, histórico líder comunista italiano: la «gran ambición». No se trata de ganar una votación o un ministerio, sino de construir alianzas improbables para aislar a las fuerzas reaccionarias. Él lo hizo con los católicos en Italia. Fue incómodo, fue difícil, pero funcionó. No era una alianza grata ni libre de tensiones, pero sí una que respondía a la lógica de Berlinguer: ante amenazas mayores, hay que superar las trincheras habituales. La advertencia de fondo es clara: si en momentos críticos no se articula una gran ambición común, la inercia lleva a que las fuerzas autoritarias ganen terreno. Pues bien, Redondo ve en el acuerdo PSOE–Junts de 2023 un eco de ese pacto histórico. Una demostración de que, si hay voluntad, se pueden tender puentes incluso entre mundos que parecen irreconciliables. Pero ese espíritu brilla por su ausencia en buena parte de la izquierda actual, que prefiere alimentar la lógica de «mi parcela antes que el interés general».

Por su parte, Rufián hizo público hace unas semanas un manifiesto, rotulado Unidad o barbarie, en el que no se anda con rodeos: «La desunión no es solo un error estratégico, es una traición a quienes lo han dado todo esperando un cambio que nunca llega». «La fragmentación no moviliza; confunde, agota y desmoviliza. No se construye poder popular hablando únicamente para los convencidos, ni lanzando tuits incendiarios que se disuelven en el ruido. La mayoría social necesita certezas, acuerdos, puentes».

Y apostilla con la contundencia que le caracteriza: «Aquí no valen excusas: se puede ser soberanista, municipalista, comunista, ecologista o feminista y, aun así, entender que lo urgente es levantar un bloque común que defienda la justicia social, los derechos humanos, los servicios públicos y la vida frente a los mercados. Eso no se improvisa. Se organiza. Y se hace ya».

Mientras la izquierda se entretiene con el juego de las sillas, el bloque reaccionario avanza sin pausa. Y, como sabemos, no se trata de un fenómeno exclusivamente español: Trump y MAGA en Estados Unidos, Brexit en el Reino Unido, Le Pen rozando la presidencia en Francia, el derrumbe de partidos históricos en Alemania e Italia. Redondo lo resume con frialdad: estamos viendo cómo se derrumban las barreras que contenían el autoritarismo en Europa. Y España no es una excepción.

Con casi 50 millones de habitantes —un 19 % nacidos en el extranjero—, una crisis de vivienda crónica, las desigualdades que se disparan y un clima social cada vez más polarizado, el terreno está preparado para que la extrema derecha se presente como «la solución» a todos los males. Y si las fuerzas progresistas siguen divididas, se lo estarán sirviendo en bandeja.

La gran ambición exige humildad. Exige aceptar que las diferencias, por importantes que sean, no pueden pesar más que el objetivo común de frenar la reacción y garantizar un futuro digno. Exige renunciar a parte del protagonismo para ganar juntos lo que no se puede ganar por separado. En política, como en la historia, hay momentos en los que la elección es binaria: o se salta juntos o se despeña cada uno por su lado. No hay término medio. No hay segundas oportunidades.

Si no hay unidad, el guion es fácil de escribir: retroceso en derechos, privatización de servicios públicos, persecución del movimiento feminista y ecologista, blindaje de las élites económicas y criminalización de la protesta social. Lo hemos visto en otros países y sabemos que es reversible… pero solo si se actúa antes de que ocurra. Rufián lo ha dicho con toda la crudeza: «O nos entienden como una alternativa común, o nos barrerán como residuos de una esperanza muerta». Y en su manifiesto lo eleva a categoría histórica: «La unidad no es un deseo: es una obligación».

La pregunta no es si la izquierda puede unirse. Es si quiere hacerlo. Porque cuando las desigualdades se disparan, la vivienda se convierte en un privilegio, el racismo se normaliza y un genocidio como el de Gaza goza de impunidad, la única respuesta decente es política y colectiva. Y esa respuesta no llegará si cada cual sigue hablando para sí mismo. Ahora es el momento para acuerdos amplios, para un pacto histórico. No cuando la derrota sea irreversible. No cuando las urnas se hayan cerrado y el recuento confirme lo que hoy es todavía algo más que una advertencia.

España está en una encrucijada. O se construye una gran ambición común que sume a toda la diversidad progresista —con sus matices, con sus discusiones, pero también con su responsabilidad histórica—, o el país quedará atrapado en un ciclo reaccionario que costará décadas revertir.

La historia no espera. El adversario, tampoco. Y la ciudadanía, cansada de espectáculos internos, no lo hará por mucho tiempo. La unidad  dejó de ser una opción para después del próximo congreso o de la siguiente campaña: es el billete para un último tren. Y si se deja pasar, me temo que no llegará otro en mucho tiempo.



viernes, 8 de agosto de 2025

La paradoja de la dependencia migrante

En las últimas décadas, en el tristemente célebre municipio de Torre Pacheco (Región de Murcia), se viene produciendo una de las paradojas más crudas del modelo económico español contemporáneo. Una sociedad que depende casi por completo del trabajo migrante, sorprendentemente, ve crecer en ella el racismo con una pujanza y celeridad inusitadas. Más allá de que a primera vista podría parecer una contradicción cultural o moral, lo que realmente significa, en mi opinión, es la manifestación sintomática de un fenómeno mucho más profundo: el racismo; que no es solamente un asunto social o ideológico, sino, además, una herramienta funcional de la economía.

La realidad socioeconómica de este singular municipio ilustra meridianamente la paradoja. En conjunto, exporta cada año más de 160.000 toneladas de melón —la cuarta parte de la cosecha producida en España— generando beneficios millonarios. Esta fortaleza económica es inconcebible sin la aportación del trabajo de los migrantes, pues más del 90% de los trabajadores agrícolas son extranjeros (marroquíes, ecuatorianos, rumanos, dominicanos, indios...). Sin ellos, la viabilidad de la economía local es, sencillamente, nula.

Paradójicamente, tan significativa dependencia de los trabajadores foráneos no está acompañada de reconocimiento alguno, ni de iniciativas para su inclusión. Al contrario, el reciente ascenso de fuerzas políticas radicales, como Vox, ha hecho crecer la retórica del odio y la exclusión. Paulino Ros, periodista en Onda Regional de Murcia y profesor de Sociología en la UNED, especialista en temas migratorios, lo resume con una frase lapidaria: «Estamos recogiendo los frutos del odio que otros han sembrado». A pesar de que la criminalidad en Torre Pacheco está por debajo de la media regional, la percepción del migrante como amenaza no deja de extenderse.

Obviamente, la pregunta que cabe formularse es: ¿Cómo es posible semejante divorcio entre la realidad económica y el discurso social? En mi opinión, la respuesta está en la función del racismo en el modelo productivo. La agricultura intensiva necesita mano de obra abundante, barata y sin derechos. El migrante responde paradigmáticamente a ese rol, pero para que esa desigualdad se sostenga y perpetúe, debe estar acompañada de una exclusión simbólica. Es decir, se permite la presencia física del migrante, pero se niega su participación social. O dicho de otro modo, se le necesita, pero no se le quiere.

Esto da lugar a lo que algunos vecinos describen como una «convivencia de conveniencia». No hay integración real, sino una tolerancia precaria basada en la utilidad económica. Además de injusta, esa relación es profundamente inestable. Cuando las condiciones cambian mínimamente, bien como consecuencia de una crisis, un discurso populista o una campaña electoral, el pacto se rompe y la figura del migrante emerge como chivo expiatorio. Es, entonces, cuando se evidencia que el racismo no es solo una expresión de prejuicios, sino una forma de organizar el trabajo y justificar la desigualdad.

El modelo económico agrario no solo reproduce esta segmentación, sino que la necesita. Torre Pacheco conjuga una de las tasas de desempleo más bajas de la región (7,2%) con uno de los índices de pobreza más altos: uno de cada dos habitantes vive con la mitad de ingresos que el resto de los murcianos. Dicho de otro modo: la desigualdad está naturalizada y el migrante ocupa el escalón más bajo, muchas veces en condiciones de semiesclavitud laboral.

El silencio de los grandes propietarios agrícolas respecto a los episodios de xenofobia es tan atronador como revelador. Ninguno se ha manifestado públicamente en contra del odio racial. Saben que sin esa mano de obra no podrían obtener sus cosechas, pero no están dispuestos a poner en cuestión un sistema que les beneficia. Un agricultor foráneo resume el problema descarnadamente: «Que vengan ellos, los tatuados de la banderita, a ver cuánto aguantan haciendo lo que hacemos nosotros». Una sentencia que, a su vez, resume la dignidad del migrante, basada en su capacidad para resistir el calor, la fatiga y la precariedad.

Quienes ya tenemos años, con poco que reflexionemos, recordaremos que esta situación no es novedosa. Desde los años 80, primero con jornaleros andaluces y manchegos; y después con migrantes del Magreb, Torre Pacheco y otros muchos lugares (Almería, Huelva, Lérida...) han sido enclaves de atracción laboral. Muchos se asentaron en ellos, compraron casas y escolarizaron a sus hijos. Pero incluso así, la inclusión ha sido mínima. A pesar de su dilatada y significativa aportación al desarrollo de los municipios, las comunidades migrantes siguen sin representación política, con escaso acceso a vivienda digna o a los servicios sociales, y enfrentan un racismo cotidiano que se invisibiliza bajo una supuesta «normalidad».

Frente a esta realidad, es urgente dejar de enfocar el racismo como un fenómeno únicamente cultural o moral. Hay que entenderlo además como factor que influye manifiestamente en la economía política, pues se trata de una tecnología de poder que permite explotar cuerpos sin derechos, mantener salarios bajos y evitar conflictos laborales. En suma, sirve a los intereses de quienes controlan la producción y divide a quienes la sostienen.

Por tanto, la lucha contra el racismo no puede limitarse a campañas de sensibilización o a determinadas actividades educativas. Requiere transformar las estructuras que lo hacen rentable, lo que significa regular el empleo agrícola, garantizar derechos laborales plenos para todos los trabajadores, redistribuir la riqueza que genera el campo y abrir espacios reales de participación para las comunidades migrantes.

Afortunadamente, Torre Pacheco no ha llegado a ser lo que fue El Ejido veinticinco años atrás, pero podría serlo en el futuro. Y no por el odio espontáneo de sus vecinos, sino por las condiciones materiales que lo hacen posible. Mientras el racismo siga siendo útil al sistema, seguirá floreciendo. Aunque las tierras sean fértiles para otras cosas.


 

miércoles, 30 de julio de 2025

Lecciones que convendría aprender

En un contexto europeo –y universal– cada vez más convulso, cuando los discursos de odio y los ataques racistas se extienden con incomprensible impunidad, el Reino Unido ofreció el pasado verano una respuesta inusualmente firme ante una oleada de disturbios provocados por grupos ultraderechistas. Frente a la cadena de ataques planificados contra migrantes, especialmente de comunidades musulmanas, el gobierno británico y la sociedad civil desplegaron una combinación de iniciativas que lograron frenar el avance de la violencia. Aunque fuese imperfecta, esta respuesta ofrece una lección valiosa: además de discursos, el freno al odio reclama actuaciones múltiples, audaces y coordinadas.

Como recordaremos, el detonante de los disturbios fue el ataque perpetrado con arma blanca contra unas niñas en un estudio de baile de Southport (Merseyside). Los disturbios duraron del 30 de julio al 5 de agosto, se extendieron por varias ciudades y fueron alimentados por la desinformación en línea, que aseguraba erróneamente que el atacante era un musulmán solicitante de asilo.

La reacción del gobierno británico, liderado por el primer ministro Keir Starmer, fue inmediata. Ante el riesgo de que los disturbios se extendieran –como ocurrió en el pasado en ciudades como Rotherham o Dover– el Estado se puso en acción y se adelantó a los violentos con una política de tolerancia cero. Se desplegaron miles de agentes en puntos calientes de las islas británicas mientras Starmer transmitía un mensaje inequívoco: «Si participáis en estos ataques, os arrepentiréis. Sentiréis toda la fuerza de la ley».

No fue una amenaza vacua. El Ministerio de Justicia habilitó circuitos de juicios rápidos y designó a un centenar de fiscales adicionales para que los procedimientos no se dilataran. En cuestión de días, cientos de personas fueron detenidas y procesadas, muchas de ellas condenadas a prisión inmediata. La intervención se percibió no solo como un acto de autoridad, sino como una señal clara de que el monopolio legítimo de la violencia pertenece al Estado, jamás a bandas extremistas.

Esta decidida –y eficaz– actuación contrasta con lo acontecido en otros países europeos. En España, por ejemplo, recientes y similares disturbios, como los vividos en Torre Pacheco, no se están saldando con la misma celeridad y contundencia penal. La impunidad con que hasta ahora han actuado los instigadores y protagonistas de estos delitos xenófobos y racistas ha sido el principal caldo de cultivo para que los movimientos ultraderechistas se sientan legitimados. Y es que, como advierte el criminólogo británico Anthony Bottoms, «la ley no solo castiga: también comunica. Cuando el Estado es tibio ante el odio, se vuelve cómplice por omisión» (British Journal of Criminology, 2020).

La eficacia del Estado se vio reforzada muy significativamente por la movilización ciudadana. No solo participaron en ella las organizaciones antifascistas o los partidos progresistas; también lo hicieron los sindicatos, asociaciones religiosas, comunidades migrantes y colectivos vecinales, que actuaron como auténticas barreras humanas frente a los agresores. En Cardiff, por ejemplo, media docena de extremistas que intentaban acosar en una mezquita se vieron rodeados por 400 personas que respondieron pacíficamente. En Bristol, más de 25.000 ciudadanos se congregaron para proteger un hotel donde vivían decenas de refugiados, tras circular rumores de una «caza» organizada por grupos xenófobos. El periodista de The Guardian Owen Jones sintetizó en una frase la estrategia: «Los antifascistas no ganan porque griten más, sino porque demuestran que son muchos más y que tienen legitimidad moral para defender la convivencia».

Esta movilización me parece esencial para hacer frente a la narrativa ultra. Evidencia que el Estado no está solo frente a los intransigentes. Al contrario, cuenta con la sociedad civil organizada, lo que demuestra que la defensa democrática puede y debe ser compartida. Además, esta activación de la participación ciudadana constituye una auténtica vacuna ética: cuando los ciudadanos se ponen en pie frente a la injusticia, se activa una pedagogía pública que ninguna campaña institucional logra igualar.

Diversos analistas coinciden en señalar que, pese al éxito táctico y la ejemplaridad de su inmediatez, la respuesta que dio el Reino Unido a la violencia racista y xenófoba no atacó la raíz del problema. La islamofobia estructural, la criminalización de los migrantes, el racismo institucional y la exclusión socioeconómica siguen alimentando las bases sobre las que florecen los brotes violentos.

La Race Equality Foundation, en su informe Understanding the Racist Riots of 2024 and what should be done (mayo de 2025) ha advertido que «las intervenciones policiales, si no van acompañadas de cambios estructurales, corren el riesgo de ser solo cortafuegos temporales». Las políticas migratorias restrictivas, los discursos que equiparan migración con amenaza y la pobreza acumulada en barrios racializados han mantenido intactas las condiciones que provocaron los disturbios que, obviamente, podrían repetirse. Ello no resta valor a la actuación judicial desplegada, pero a la vez evidencia que la firmeza no puede sustituir a la justicia social. De lo contrario, se corre el riesgo de que la represión sea selectiva y termine afectando desproporcionadamente a los sectores más vulnerables.

El caso británico demuestra que la pasividad institucional no es una fatalidad inevitable. Europa puede —y debe— actuar con decisión para frenar el ascenso ultra mediante un modelo dual que combine la intervención rápida y proporcional del sistema judicial y policial, sin vacilaciones, ni excusas políticas, y el reforzamiento del tejido comunitario para que defienda valores democráticos desde abajo, promoviendo la diversidad y la reacción colectiva frente al odio. Ambas dimensiones se refuerzan mutuamente. Donde el Estado actúa pero la sociedad se encoge, la legitimidad del orden se erosiona. Donde la sociedad se moviliza pero el Estado es cómplice o indiferente, la frustración puede derivar en caos o autodefensa.

Como dice Hannah Arendt, «la libertad comienza allí donde los hombres se levantan juntos y dicen: esto no puede pasar» (La condición humana, 1958). En el verano de 2024, en algunas ciudades del Reino Unido, esa libertad cobró forma con policías en las calles, jueces en los tribunales y ciudadanos de a pie en los portales de las casas y las instituciones.

Obviamente, la experiencia británica no es perfecta ni exportable sin matices. Pero deja una enseñanza clara: el odio no se detiene solo con declaraciones simbólicas. Se detiene con voluntad política, con leyes justas y aplicadas, con estructuras sociales sólidas y con una ciudadanía que no acepta la barbarie como paisaje.

Europa, especialmente en tiempos de retrocesos democráticos y auge de movimientos extremistas, necesita recuperar el músculo cívico. Porque si no somos nosotros quienes trazamos la línea roja, otros lo harán. Y lo harán más cerca del abismo.


 

jueves, 24 de julio de 2025

Centralización informativa y dinámicas de poder

Desde hace algunos años, el concepto de «licuadora mediática de Madrid» ha cobrado relevancia en los estudios sobre comunicación y política en España en tanto que metáfora para describir la concentración del poder mediático, político y económico en la capital del Estado. Con esta expresión se alude al proceso mediante el cual la pluralidad territorial, social y cultural española es procesada por los grandes medios de comunicación con sede en Madrid, generando narrativas homogeneizadas que tienden a invisibilizar o simplificar la complejidad de las periferias. El término «licuadora mediática» ilustra perfectamente cómo se diluyen las especificidades territoriales y culturales en favor de relatos generalistas construidos desde la capital, reforzando un hipotético imaginario centralista. Este fenómeno arraiga hondamente en varios factores estructurales.

El primero de ellos es la concentración empresarial y mediática. Los principales conglomerados de comunicación del Estado (Prisa, Atresmedia, Mediaset, Vocento y Unidad Editorial) tienen su sede en Madrid, lo que genera una lógica informativa que prioriza intereses, agendas y perspectivas con epicentro en la capital. A ello se suma la centralidad política e institucional, pues la villa y corte alberga el Congreso, el Senado, los ministerios y los principales tribunales, constituyéndose en un nodo informativo de alta densidad que estructura la jerarquía de las prioridades mediáticas. Adicionalmente, desde Madrid se construyen marcos interpretativos hegemónicos que, bajo la retórica del «interés general» o de la «cohesión nacional», legitiman el tratamiento uniforme de problemáticas con incuestionables componentes y sesgos diferenciales, según qué territorios.

Entre las principales fortalezas de este modelo centralizado destaca su solidez institucional y económica. La concentración de las sedes corporativas y de la inversión publicitaria en la capital asegura el sostenimiento financiero de estos grupos, consolidando su posición de preeminencia a la hora de definir la agenda informativa. Así mismo, el modelo goza de una alta capacidad de fijación de agenda (agenda setting), es decir, de influir en la importancia que el público da a ciertos temas, que son priorizados en Madrid y replicados por los medios regionales para evitar quedar al margen del ciclo informativo dominante, lo que genera un efecto cascada que consolida una narrativa común de alcance estatal, con menoscabo de los enfoques autonómicos y locales. Además, el discurso emanado de esta «licuadora» se beneficia del recurso a símbolos e ideas que apelan a la unidad, a la estabilidad o a la modernización, facilitando su aceptación y reforzando la marginalización de otras narrativas alternativas.

Sin embargo, no todo son ventajas en un modelo aquejado simultáneamente de vulnerabilidades significativas. Por un lado, en amplias zonas del territorio nacional está muy deteriorada su credibilidad, especialmente en aquellas comunidades con identidades lingüísticas o culturales diferenciadas, que perciben y rechazan el sesgo informativo y el déficit de representatividad presentes en muchos de los relatos construidos en Madrid. Por otro, la fragmentación derivada de la digitalización ha propiciado la emergencia de medios, cooperativas periodísticas y espacios comunitarios que disputan el monopolio narrativo a la gran prensa madrileña. Esta pluralidad incrementa el volumen de voces alternativas, aunque debe reconocerse que también contribuye a potenciar la formación de burbujas informativas y a los fenómenos de desinformación. Asimismo, la propia diversidad estructural del Estado español, caracterizada por la pluralidad lingüística, cultural y socioeconómica, dificulta la imposición sostenida de un relato único, generando tensiones que desnudan y cuestionan las limitaciones de la lógica homogeneizadora.

Diversos trabajos académicos y enfoques de política pública han propuesto estrategias para contrarrestar los efectos centralizadores de la «licuadora mediática». Una primera línea pasa por el fomento de medios locales, autonómicos y comunitarios, a través de incentivos fiscales, ayudas específicas o marcos normativos que garanticen la viabilidad de proyectos periodísticos que representen las realidades periféricas. Otra vía es la revisión de los criterios de descentralización en RTVE, dotando de mayor autonomía a sus delegaciones territoriales y asegurando cuotas de producción que reflejen la diversidad cultural y lingüística del Estado. También resultan clave los programas de alfabetización mediática para fortalecer la capacidad crítica de la ciudadanía de cara a identificar sesgos, estrategias retóricas y omisiones en los discursos mediáticos. Por último, el uso estratégico de plataformas digitales y redes sociales permite generar contra-narrativas que visibilicen temas invisibilizados por los grandes medios y contribuyan a fortalecer los vínculos comunitarios.

En resumen, la «licuadora mediática de Madrid» constituye un fenómeno complejo que sintetiza las dinámicas de poder inherentes a los sistemas de comunicación contemporáneos en contextos plurinacionales. Si bien su fortaleza se apoya en la concentración empresarial y en la centralidad política, las tensiones derivadas de la pluralidad social, junto con los cambios tecnológicos, abren espacios para repensar el mapa mediático español.

Superar este modelo no implica cuestionar la importancia de Madrid como capital política y económica, sino avanzar hacia políticas y prácticas comunicativas que garanticen una representación más equilibrada y fiel del conjunto del Estado, en consonancia con principios constitucionales y democráticos de pluralidad y participación. No es nada sencillo atreverse a construir un ecosistema mediático que reconozca la diversidad como un valor estructural, asegurando que ninguna voz quede subsumida por la lógica homogeneizadora de la licuadora mediática madrileña. Bien al contrario, supone un desafío colosal. Pero entiendo que merece la pena intentarlo, ¿o no?


 

lunes, 21 de julio de 2025

Sobre las conductas y actitudes de los políticos

Desde un enfoque ético de la política, los militantes y gobernantes progresistas están sujetos no solo a las restricciones legales, sino también a los deberes morales que derivan de los principios universales de la ética pública y de los compromisos específicos del progresismo, en concreto: la defensa de la igualdad, la justicia social, la solidaridad y la promoción activa de los derechos humanos. De modo que ciertas conductas y actitudes resultan moralmente inadmisibles para quienes militan en una organización inspirada en un ideario de progreso. Y todos lo saben.

Los principios fundamentales que deben inspirar los quehaceres de estos políticos son básicamente la promoción de la equidad distributiva y el compromiso con la justicia y con la igualdad. John Rawls, en su Teoría de la justicia, argumenta que «las desigualdades sociales y económicas han de ser estructuradas de manera que beneficien a los menos aventajados» (Rawls, 1979, p. 88). Esto implica que los políticos progresistas incurren en una transgresión moral cuando sus conductas contribuyen a perpetuar o agravar las desigualdades, pues tienen moralmente vedado hacer políticas que favorezcan a los grupos privilegiados a expensas de los más vulnerables.

Así pues, la indiferencia ante la pobreza o la marginación es, por tanto, una actitud moralmente reprochable. Como señala Amartya Sen en Desarrollo y libertad, «la expansión de las libertades humanas es tanto el fin principal como el medio primordial del desarrollo» (Sen, 2000, p. 36). De modo que un político progresista que ignora la ampliación efectiva de las capacidades básicas para quienes integran los sectores postergados incurre en una contradicción ética con su ideario.

Son también conductas moralmente prohibidas el desprecio y el trato injusto hacia quienes tienen opiniones diferentes, es decir, no son admisibles la práctica de la intolerancia y el menosprecio del pluralismo. Los progresistas deben adherirse inequívocamente a la idea del respeto activo por la diversidad, no solo étnica o cultural, sino también ideológica. Al respecto, Rawls subraya el valor del «pluralismo razonable», indicando que en una sociedad libre es natural que existan distintas concepciones del bien (Rawls, Liberalismo político, 1995, p. 64). Por tanto, un político reformista no puede permitirse actitudes sectarias que persigan, silencien o marginen las voces disidentes mediante la estigmatización o el uso del poder para ejercer la censura.

De igual forma, Norberto Bobbio advierte en El futuro de la democracia (1984) que la democracia —y, por ende, el progresismo comprometido con ella— exige «el reconocimiento del derecho del adversario a existir» (Bobbio, 1984, p. 35). Así, la descalificación moral sistemática del oponente, sin apertura al diálogo ni disposición para la deliberación, es incompatible con la ética progresista.

Una conducta especialmente reprobable desde el punto de vista moral para cualquier político, pero especialmente para los políticos reformistas, es tratar a las personas como simples medios para conseguir fines de poder. Kant, en su imperativo categórico, señala que debemos actuar de modo que «la humanidad, tanto en lo que atañe a nuestra persona como a la de cualquier otro, siempre debe ser tratada al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio» (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 1785; edición española 2007, p. 42).

Desde esta perspectiva, las prácticas clientelares, la manipulación de necesidades básicas o la utilización de los ciudadanos como meros instrumentos electorales constituyen evidentes violaciones éticas. Además, la corrupción —con la que se desvían para el interés particular recursos públicos que deberían aplicarse a atender las necesidades colectivas— supone para un político progresista una grave traición moral, inadmisible en quien aspira por definición a mejorar la condición de los más desfavorecidos. Como asegura Bobbio (Estado, gobierno y sociedad, 1986), la corrupción destruye los fundamentos morales de la política democrática al sustituir «la búsqueda del bien común por el interés particular» (Bobbio, p. 191).

Aunque el progresismo suele invocar un rol activo del Estado para corregir las desigualdades, ello no justifica la adopción de actitudes paternalistas que mediaticen o anulen la autonomía de los ciudadanos. En Women and Human Development: The Capabilities Approach, Martha Nussbaum destaca que la justicia debe orientarse a «crear condiciones para que los ciudadanos (especialmente las ciudadanas) puedan elegir y sacar adelante un plan de vida valioso según su propio juicio» (Nussbaum, 2000, p. 85).

De manera que el político progresista que impulsa políticas diseñadas sin la participación ni la consulta a las comunidades afectadas, o el que impone visiones del bien sin dejar espacio para su deliberación y autodeterminación por parte de los afectados, incurre en un grave vicio moral, pues carece de legitimidad para sustituir la agenda ciudadana por una tutela vertical, incluso cuando sus fines sean virtualmente humanitarios.

Por otro lado, las actitudes hipócritas son especialmente dañinas cuando las adoptan los políticos reformistas. Como señala Michael Walzer en Interpretation and Social Criticism (1987), la autoridad moral del político que aspira a liderar un cambio de progreso depende en gran medida de su congruencia personal con los valores que predica. Si exige sacrificios o disciplina fiscal a los ciudadanos mientras él mismo vive en el lujo o se beneficia de privilegios inadecuados, incurre en una falta moral severa, que aquellos le reprocharán duramente. Lo que decimos conecta con la idea clásica de la virtud cívica. Aristóteles ya sostenía en Ética a Nicómaco que la excelencia moral implica actuar de acuerdo con principios justos y no solo proclamarlos. Para un político progresista, la incoherencia entre su vida privada y su conducta pública erosiona su legitimidad ética.

Finalmente, la falta de rendición de cuentas y la opacidad constituyen conductas moralmente inaceptables para cualquier demócrata, y muy especialmente para un progresista, cuyo proyecto se formula habitualmente en nombre del interés general. Hannah Arendt recuerda en La política tiene que ver con la libertad (1958) que el espacio público es el ámbito de la palabra y la acción transparente ante los demás. Ocultar información relevante o engañar deliberadamente a la ciudadanía para proteger intereses propios supone una violación de un deber moral básico. Para ella, la verdadera libertad solo puede existir y manifestarse en el ámbito público a través de la acción y la deliberación conjunta de los ciudadanos.

De modo que podemos concluir en que para los políticos progresistas existen conductas y actitudes radicalmente prohibidas en virtud de su compromiso moral con la igualdad, la justicia, el pluralismo y la dignidad humana. Entre ellas, perpetuar o agravar injusticias estructurales; incurrir en el sectarismo y el rechazo del pluralismo; instrumentalizar a las personas mediante el clientelismo o la corrupción; adoptar o defender paternalismos que anulen o limiten la autonomía de las personas; practicar un doble rasero en la vida privada y en los comportamientos públicos; y eludir la responsabilidad mediante la opacidad y el engaño.

Si bien estos límites son imperativos morales generales a los que no debieran quitar ojo cuantos integran la clase política, quienes suscriben los idearios progresistas deben observarlos con especial rigor y respetarlos con la más tenaz exigencia. El desafío ético que tienen todos los políticos, y especialmente quienes defienden opciones de progreso, rebasa el postureo que representa la proclamación retórica de los valores emancipadores. Bien al contrario, el reto que tienen es adoptarlos y practicarlos responsablemente en su vida cotidiana y en sus desempeños públicos. Me parece que es el camino más recomendable para recuperar poco a poco la confianza de los ciudadanos.



sábado, 19 de julio de 2025

¿Una generación perdida para la democracia?

En las últimas décadas, el mundo occidental ha presenciado un fenómeno inquietante: el auge del voto joven hacia opciones políticas extremas o populistas, especialmente de derecha radical. Una generación que debía recoger el testigo de la democracia liberal parece estar dándole la espalda. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué tantos jóvenes, que crecieron en sociedades libres, muestran simpatías por líderes que cuestionan las instituciones, los contrapesos y los derechos fundamentales? Y lo más importante, ¿puede evitarse que esta sea una generación perdida para la democracia?

Los datos son contundentes. En Polonia, la Confederación –partido ultraliberal en lo económico y ultraconservador en lo social– se convirtió este mismo año en la primera fuerza entre los hombres menores de 30 años, rozando el 28% del voto. En Francia, Marine Le Pen superó el 36% entre los menores de 35 en las elecciones parlamentarias de 2024, consolidando su liderazgo entre un electorado que antes le había sido esquivo. En Alemania, Alternativa por Alemania (AfD) es líder con diferencia en varios länder del este entre los varones de 18 a 29 años. Incluso en España, donde el fenómeno ha estado más atenuado, Vox obtiene porcentajes significativos entre hombres jóvenes de 25 a 34 años, que últimamente van al alza, sobre todo en zonas rurales o con alto desempleo.

Este vuelco generacional no se explica solo por una supuesta «rebeldía natural» de la juventud frente al statu quo. En realidad, me parece que es el resultado de un cóctel peligroso en el que se combinan precariedad, desafección institucional, miedo al futuro y una oferta política tradicional que no parece responder a sus problemas y demandas. Como advierte Yascha Mounk, politólogo de Harvard, «estamos ante una generación que, por primera vez en muchas décadas, no da por sentada la democracia. Muchos jóvenes creen que podrían vivir igual o incluso mejor bajo un régimen autoritario». Esta alerta no es producto de la especulación, se basa en datos. Así, la generación nacida después de 1990 ha sufrido la gran recesión de 2008, la pandemia de 2020 y en los últimos años la incertidumbre geopolítica y climática. Todo ello en un contexto mediatizado por un mercado laboral extremadamente hostil para los jóvenes, con contratos temporales, bajos salarios y retraso crónico en la emancipación. En España, por ejemplo, la edad media para abandonar el hogar familiar supera los 30 años, que es la más alta de Europa junto con Italia.

Ante este panorama, muchos sienten que la democracia incumple lo que promete. Constatan la lentitud e ineficiencia de las instituciones, visualizan los partidos tradicionales salpicados por la corrupción o el clientelismo e inmersos en escándalos que alimentan la idea de que la política solo sirve a unos pocos, que casi siempre son los mismos. Se abona así el terreno para que medren los discursos simplistas que identifican a un enemigo claro —inmigrantes, burócratas de Bruselas, «progres globalistas»— y prometen soluciones expeditivas. La facilidad con que estos mensajes circulan en las redes sociales, aderezados con formatos breves y emocionales, multiplica su alcance sin sometimiento a filtros críticos. La politóloga Pippa Norris, en su obra Cultural Backlash: Trump, Brexit, and Authoritarian Populism (Cambridge University Press, 2019), lo resume bien: «La erosión de la confianza institucional es el combustible que alimenta el populismo autoritario».

Pero el problema no se circunscribe a la vertiente electoral. Encuestas recientes del Eurobarómetro revelan que más del 35% de los europeos menores de 30 años verían con buenos ojos un «líder fuerte que no tenga que preocuparse por el parlamento ni por las elecciones». En España, uno de los últimos barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) recoge un preocupante repunte de la simpatía hacia la idea de un gobierno «duro», especialmente entre quienes más sufren la precariedad. El peligro es claro: se normalizan las opciones autoritarias como algo aceptable, e incluso deseable. Y convendría recordar que, como afirma el historiador Timothy Snyder, «la democracia muere primero en la mente de quienes dejan de creer que tiene futuro» (On Tyranny: Twenty Lessons from the Twentieth Century, Tim Duggan Books, 2017).

Sin embargo, sería profundamente injusto cargar toda la responsabilidad en los jóvenes. Ellos son el síntoma, no la causa de lo que sucede. Durante años, se prometió que el esfuerzo que se pedía a la ciudadanía traería estabilidad y bienestar. La realidad ha sido distinta. Muchos jóvenes europeos trabajan por sueldos que no les permiten independizarse ni conformar un proyecto vital. Se enfrentan a alquileres desorbitados y sienten que, pese a estar más formados que las generaciones anteriores, están condenados a vivir peor. Para ellos, la democracia no ha sido garante de la igualdad de oportunidades sino más bien un sistema que perpetúa la incertidumbre.

No cabe duda de que, para revertir esta deriva, se precisa bastante más que retórica antifascista o apelaciones morales a los valores democráticos. Es necesario abordar las raíces materiales y psicológicas de tamaño desencanto. Y para ello se necesitan muchas cosas. En primer lugar, acometer políticas activas de empleo joven, con incentivos a la contratación indefinida y un parque de vivienda pública en alquiler que permita a los menores de 35 emanciparse, sin necesidad de destinar para ello el 60% de su salario. En segundo lugar, es imprescindible blindar la educación pública, incluyendo programas robustos de educación cívica y de alfabetización mediática, que proporcionen herramientas para detectar bulos y discursos manipuladores.

Por otra parte, urge que los regímenes democráticos recuperen la capacidad de ilusionar. El europeísmo, por ejemplo, debe ofrecer un proyecto tangible que, entre otros elementos, incluya inversiones verdes que generen empleo de calidad y planes tecnológicos que formen a la juventud y «reindustrialicen» las regiones periféricas. Sin una narrativa positiva, que combine identidad común y prosperidad compartida, los relatos excluyentes y nacionalistas seguirán engordando y llenando ese vacío.

Finalmente, entiendo que es fundamental abrir espacios reales a la participación. No basta con «escuchar a los jóvenes» en foros nacionales e internacionales rimbombantes y efímeros. Sus demandas deben integrarse en presupuestos participativos, debe dárseles voz vinculante en los consejos municipales, deben promoverse listas electorales con candidatos jóvenes con capacidad de incorporar a los programas sus principales preocupaciones y obstinación por defenderlas. Como asegura el filósofo Michael Sandel, Premio Princesa de Asturias 2018, en su libro La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? (2023), «la democracia solo florece si quienes la habitan sienten que son escuchados, que cuentan, que el bien común también les pertenece».

Porque la democracia no es un sistema automático, ni irreversible. Sobrevive porque cada generación decide renovarla y defenderla. Si no queremos perder a esta generación para el proyecto democrático, debemos actuar con prontitud. Me parece que asegurar a los jóvenes un horizonte vital digno es, en última instancia, la mejor vacuna contra sus inclinaciones hacia el autoritarismo.



miércoles, 16 de julio de 2025

Contra la banalización del odio

Hace apenas una década, en España resultaba inimaginable escuchar en un mitin político apelaciones directas a expulsar a inmigrantes legales, prohibir expresiones culturales como el velo islámico o cuestionar el derecho a la nacionalidad de hijos nacidos en el país. Hoy, en cambio, no solo lo escuchamos, lo aplauden miles de personas en plazas abarrotadas. Vox ha pulverizado el último dique de contención que existía en la política española: el rechazo explícito a la xenofobia. Y lo más alarmante es que no lo hace a escondidas ni con eufemismos, lo exhibe con orgullo como si fuera un legítimo programa de gobierno.

Lo hace como reclamando que también en esta materia prime la carpetovetónica excepción ibérica, reivindicando la vigencia de aquel añejo reclamo: Spain is different. Vox ha traspasado límites que ni siquiera partidos de la extrema derecha europea, como la AfD alemana o el RN francés, se han atrevido a franquear tan resueltamente. Connor Mulhern, experto norteamericano en movimientos radicales, subrayaba tiempo atrás lo que estamos comprobando en las últimas semanas: que el partido ultra plantea sin tapujos la deportación de inmigrantes legales y sus hijos, aunque no hayan cometido delitos, algo que supera con creces el marco del populismo antiinmigración habitual. El también politólogo Werner Krause, investigador en la Universidad Humboldt, de Berlín, destaca que la retórica de Vox ha mutado, de hablar de «inseguridad y delincuencia» ha pasado a exhibir una amenaza existencial: un supuesto «reemplazo poblacional» que justificaría medidas extraordinarias. Este giro no es casual, está calculado para sembrar miedo y normalizar supuestas soluciones autoritarias.

Muchos ciudadanos entienden que todo esto no es más que «ruido», que no pasa nada porque es mera retórica electoral, y que la democracia sabrá protegerse de ello. Pero la historia demuestra que la banalización del odio nunca es inocua. Las palabras repetidas, jaleadas y convertidas en memes virales —como la canción «Billete de vuelta», en la que se hace mofa y toma a guasa la expulsión de extranjeros— terminan moldeando percepciones. El ritmo es machacón y la letra elemental y fácil de recordar. Todo en la canción persigue la viralidad: «El avión está esperando. Billete de vuelta, billete de vuelta. No olvides tu maleta...». En el videoclip se suceden imágenes de un equipaje compuesto por machete, pistola y riñonera, con otras de elegantes azafatas de piel blanca esperando a los criminales extranjeros que llenarán el vuelo con destino a «Jovenlandia», es decir, África, el continente al que serán enviados cuando llegue al poder Santiago Abascal, que aparece fumando con aire de tipo duro. Así se legitima la idea de que hay ciudadanos de segunda clase, personas indignas de derechos por su origen, religión o color de piel. Y cuando esto cala, el salto del insulto al ataque físico se produce imperceptiblemente, casi de manera naturalizada.

Lo estamos viendo estos días en Torre Pacheco, donde se han vivido noches de violencia tras manifestaciones ultras que clamaban contra los migrantes. Hubo cargas policiales, heridos y detenidos. ¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta es tan incómoda como contundente: porque durante años se ha permitido que discursos racistas se filtren en tertulias, en redes y en la política institucional, blanqueados como «preocupación legítima por la inmigración». Ese terreno abonado facilita que hoy se hable sin pudor de «remigraciones masivas» o se cuestione la españolidad de hijos de inmigrantes, por mucho que hayan nacido y crecido aquí.

No podemos engañarnos. Esto no va solo de Vox. Es toda una atmósfera social que tolera, o incluso celebra, la humillación del otro. Algunos medios amplifican titulares alarmistas sobre delitos cometidos por extranjeros, falsos y descontextualizados, carentes del más elemental respaldo probatorio. En las redes sociales, los algoritmos hambrientos de clics premian el contenido más extremo, el que enciende la indignación. Y, mientras tanto, la respuesta institucional —salvo honrosas excepciones— es alicorta y, en el mejor de los casos, se reduce a tibios comunicados de condena.

¿Quién protege a la España real y cotidiana que convive en barrios mixtos, en aulas con niños de decenas de apellidos distintos, en centros de salud donde atienden médicos de Marruecos, Ecuador o Senegal? ¿Quién defiende el principio básico de que la nacionalidad y la ciudadanía son derechos políticos y no un carné étnico? Si permitimos que cale la lógica de que ser español equivale a tener ciertos rasgos físicos, culturales o religiosos, habremos dinamitado el pacto democrático.

Es innegable que existen problemas reales asociados a la inmigración que deben abordarse: concentración excesiva en barrios con pocos recursos, explotación laboral, falta de políticas de integración eficaces, algunos grupos de delincuentes organizados... Pero la solución nunca puede ser convertir a las personas migrantes en chivos expiatorios, ni mucho menos sugerir su expulsión en masa. Eso solo perpetúa el conflicto y la exclusión y, finalmente, acaba desatando la violencia.

El discurso ultra se alimenta del miedo, y lo retroalimenta. Por eso resulta tan rentable políticamente: identifica un enemigo claro y un relato simple. Frente a esa tentación autoritaria, los demócratas —seamos del signo que seamos— tenemos el deber de plantarnos sin ambigüedades. No basta con indignarse en X o dar sermones morales; hay que defender la igualdad y la convivencia con la misma fuerza emocional con que los ultras atacan. Hay que garantizar recursos para que la diversidad funcione, sancionar sin titubeos los delitos de odio y, sobre todo, no ceder terreno cultural ni simbólico: que la españolidad siga siendo un proyecto común abierto y no un feudo identitario para unos pocos.

A lo largo de más de cuarenta años, España ha construido una democracia plural que, con todas sus imperfecciones, nos ha permitido progresar y convivir. Hoy ese legado está en juego. Cada vez que alguien aplaude en un mitin donde se promete expulsar a los «que no comen jamón», como hizo recientemente una diputada ultra, avanzamos un paso hacia un país más sombrío y violento. No podemos permitirlo. La democracia no es solo votar cada cuatro años; es garantizar que todos, sin importar nuestro origen, podamos caminar por la calle con la cabeza alta y el mismo orgullo de pertenecer a este país.

Una última reflexión: cuidado con las palabras, porque nunca son inocuas. Al contrario, tienen poder y consecuencias porque ni son neutrales ni inofensivas. Cada palabra que decimos es susceptible de impactar en las emociones, pensamientos y acciones de quienes la escuchan. Y muchas de las tragedias sufridas por la humanidad a lo largo de los siglos tuvieron su origen en ellas. Las palabras pueden manipular emociones, causar malentendidos y desencadenar conflictos que producen consecuencias desastrosas. El poder de la palabra para influir en las acciones humanas es innegable, y su uso, tanto para el bien como para el mal, puede impactar profundamente en la vida cotidiana y, por extensión, en la historia. Cuidado, pues, con las palabras, especialmente con algunas, como «cacería», «remigración» o «plaga», referidas a determinados seres humanos, que están poniendo de moda algunos políticos, malintencionados y mentirosos compulsivos, expertos en pintar un país que, afortunadamente, no existe más allá de sus calenturientas ensoñaciones. 



lunes, 14 de julio de 2025

Valencia y Texas, o cuando la meteorología aprieta y la política no responde

La devastadora tormenta que azotó Texas las pasadas semanas ha vuelto a poner de relieve una dolorosa paradoja: el cambio climático multiplica los fenómenos extremos justo cuando muchos gobiernos reducen los recursos destinados a prevenirlos y gestionarlos. La catástrofe, que ha dejado decenas de muertos y millonarias pérdidas económicas, resuena al otro lado del Atlántico, igual que lo hizo hace pocos meses en nuestra tierra, cuando sufrió el durísimo embate de la dana que acabó con la vida de 227 personas, dejó un gigantesco rastro de destrucción y puso a prueba la capacidad de respuesta de las administraciones y de la sociedad en general.

A primera vista, Texas y Valencia parecen mundos distintos. Uno, un vasto territorio del sur de Estados Unidos con extensas llanuras y una economía centrada en la energía y la industria. El otro, una región mediterránea con un extraordinario peso del turismo y también de la agricultura. Sin embargo, las tragedias sucedidas en ambos lugares comparten un hilo conductor: el delicado equilibrio entre naturaleza, previsión científica y decisiones políticas que pueden salvar —o costar— vidas.

El reciente temporal en Texas ha sacudido con especial violencia ciudades como Houston y San Antonio. Vientos huracanados y lluvias torrenciales convirtieron calles en ríos, derribaron postes eléctricos y arrasaron barrios enteros. Y lo que es peor, causaron 70 muertos, entre ellos 21 niños, y decenas de desaparecidos. La respuesta de las autoridades locales y federales ha sido rápida en términos de enviar ayudas, pero tardía en la activación de ciertas alertas. Ahí se abre un polémico debate: ¿cuánto influyeron los recortes presupuestarios impulsados por Donald Trump en agencias clave como el Servicio Meteorológico Nacional (NWS) y la FEMA?

Durante su primer mandato, Trump defendió el «adelgazamiento» del Estado que redujo la financiación de numerosos programas, incluidos los destinados a mejorar radares meteorológicos, modelos predictivos y planes de contingencia. Según denuncian expertos estadounidenses, estas medidas debilitaron las infraestructuras que anticipan y coordinan las respuestas ante los eventos extremos, justo en el momento en que el calentamiento global los hace más frecuentes e intensos.

Tras la tragedia, muchos gobernadores y alcaldes republicanos —algunos de ellos antiguos defensores de esos recortes— piden más fondos federales para reconstrucción y futuras previsiones. La contradicción no pasa desapercibida: durante años se minimizó la importancia del cambio climático y se recortó en prevención, pero ahora la factura humana y económica resulta mucho mayor.

Como sabemos, el pasado octubre, la Comunidad Valenciana vivió su propia pesadilla climática. Una dana dejó registros históricos de precipitación, con más de 400 litros por metro cuadrado en apenas unas horas. El desbordamiento de ríos y barrancos anegó decenas de carreteras y polígonos industriales, centenares de viviendas, destruyó cosechas y obligó a evacuar a miles de personas. Es más y peor, acabó con la vida de 227 ciudadanos.

Aunque en España no se habían recortado los servicios meteorológicos de forma tan drástica como en Estados Unidos, en la práctica, algunas administraciones se habían relajado en la implementación de planes de limpieza de cauces y en el mantenimiento de las infraestructuras hidráulicas, pese a las reiteradas advertencias de la AEMET (Agencia Estatal de Meteorología) sobre la más que probable intensificación de estos fenómenos debido al calentamiento del Mediterráneo.

Tras la dana, el Estado y la Generalitat Valenciana han hecho balance, han habilitado partidas presupuestarias para ayudar a los afectados, para rehabilitar las infraestructuras dañadas y realizar obras de contención y mejoras en los sistemas de alerta, pero los daños son irreversibles. El episodio dejó patente cómo la política estatal, autonómica y municipal —a menudo pendiente de ciclos electorales cortos— tiende a relegar inversiones que solo lucen cuando hay tormenta, pero que son vitales para amortiguar catástrofes.

El paralelismo entre Texas y Valencia no solo reside en la fuerza destructiva de los fenómenos atmosféricos. También se encuentra en la relación esquiva que la política mantiene con la ciencia climática. En ambos casos, los respectivos organismos meteorológicos habían anticipado un aumento de episodios extremos. En Texas, informes federales venían alertando desde hace años de un patrón de tormentas más severas, pero el negacionismo climático dominó parte del debate público y justificó los recortes. En España, aunque hay un mayor consenso político sobre el cambio climático, la falta de mantenimiento en infraestructuras y la urbanización de zonas inundables han multiplicado el riesgo.

Otro punto común son los costes ocultos. La reconstrucción de casas, industrias, comercios, carreteras y redes eléctricas tras una gran tormenta siempre termina siendo mucho más cara que la inversión preventiva. La Agencia Europea del Medio Ambiente ha calculado que cada euro invertido en prevención ahorra entre cuatro y siete euros en la recuperación posterior. Sin embargo, este dato choca con la lógica política a corto plazo, que rara vez premia presupuestar «lo que no se ve».

Mientras tanto, los servicios meteorológicos trabajan con presión creciente. En el caso de Texas, meteorólogos del NWS denunciaron tras la tragedia que la falta de personal y de tecnología de última generación impidió emitir alertas más localizadas y con mayor antelación. En España, la AEMET ha advertido que el incremento de fenómenos violentos exige actualizar tanto los sistemas de predicción como los planes de educación ciudadana. De nada sirve un aviso de nivel rojo si la población desconoce cómo actuar o si los cauces están obstruidos.

Texas y Valencia son solo dos ejemplos recientes de una tendencia global. Desde las inundaciones históricas en Alemania en 2021 (184 víctimas mortales) hasta los incendios descontrolados en Australia y Canadá, el clima extremo se ha erigido en la nueva normalidad. El consenso científico es claro: las temperaturas seguirán subiendo y con ellas la energía disponible para tormentas, lluvias torrenciales o sequías prolongadas.

En consecuencia, la pregunta que surge no es si habrá más catástrofes, sino cómo están de preparados los gobiernos para mitigarlas. ¿Habrá voluntad política para invertir en meteorología, protección civil y adaptación climática, o se volverá a priorizar el ahorro inmediato que termina pagándose mucho más caro en diferido?

Las imágenes de los tejados volando en Texas y las calles de los pueblos valencianos convertidas en ríos de barro deberían servir como recordatorio permanente de que el clima extremo ya está aquí. Por tanto, la prevención no es un lujo, sino una obligación ética y económica. Y requiere algo que escasea a menudo en la política: la visión a largo plazo y el respeto por la evidencia científica.

Quizá dentro de unos años, cuando una nueva gran tempestad azote el Golfo de México o el Levante español, se repita la misma secuencia: condolencias oficiales, titulares indignados, promesas de reforzar infraestructuras… y después, la amnesia colectiva. O quizá —y ojalá— estas tragedias gemelas sirvan de acicate para afianzar una convicción que ya no admite demora: ignorar el clima no nos sale gratis, nos cuesta carísimo.



viernes, 11 de julio de 2025

¿Por qué los pobres votan a las derechas?

Es esta una pregunta que me vengo haciendo recurrentemente desde que tengo conciencia ciudadana. Por más que he estrujado mis neuronas, siempre he encontrado escollos que han impedido que llegase a una conclusión verosímil. Las reflexiones que siguen reflejan mi penúltimo intento para elucidar algo que necesito entender.

Es una evidencia que, en España, el voto popular ha sufrido importantes transformaciones en las dos últimas décadas. Tradicionalmente, el electorado de clase trabajadora y el correspondiente a los segmentos de población con ingresos precarios ha venido siendo patrimonio del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y, en determinados territorios y sectores, de los partidos comunistas y sus disidentes o continuadores. Sin embargo, el reciente auge de las fuerzas de derecha radical (VOX y asimilados) y las importantes bolsas de voto conservador arraigadas en territorios con elevada precariedad socioeconómica, invitan a revisar los supuestos clásicos de la sociología electoral. Me parece que la aproximación a este novedoso fenómeno requiere un análisis multifactorial, que considere dimensiones económicas, culturales, identitarias y políticas.

Durante buena parte del siglo XX, el PSOE y el PCE (posteriormente, IU) mantuvieron fuertes vínculos con el sindicalismo, en especial con UGT y CCOO, que actuaba como correa de transmisión entre demandas laborales y acción política. Sin embargo, a partir de los años 90, se produce un progresivo debilitamiento de la densidad sindical, paralelo a un novedoso proceso de tercerización y fragmentación del mercado laboral español. La emergencia del empleo precario, temporal y con alta rotación —rasgo estructural desde la crisis de 2008— ha dificultado la redefinición y consolidación de identidades colectivas de clase. Este fenómeno, entre otras consecuencias, ha ido produciendo un vacío que los partidos de derecha han sabido aprovechar, presentándose como defensores del «trabajador autónomo», del pequeño empresario o del obrero «esforzado», frente a los supuestos «privilegios» de funcionarios y sindicatos.

Otro factor que entiendo que ha contribuido significativamente al desencanto de los votantes con la izquierda institucional –lo que se ha llamado «fatiga progresista»– es el desgaste de la credibilidad de las opciones de izquierda que, al menos en parte, se debe a los efectos acumulados de las políticas de los gobiernos socialistas que, durante distintas etapas, han implementado recortes o medidas que se han percibido alejadas de los intereses de las clases populares. Especialmente, la gestión de la crisis de 2010-2011, con ajustes que afectaron al gasto social y a los servicios públicos, alimentó la idea de que el PSOE no representaba de forma consistente a los sectores vulnerables.

Por otro lado, la emergencia de Podemos en 2014 canalizó inicialmente ese descontento popular. Sin embargo, las tensiones internas, el agotamiento de la «ilusión rupturista» y las complejidades de la política institucional (concesiones presupuestarias, alianzas necesarias) redujeron buena parte de su atractivo como alternativa transformadora.

Mientras tanto, VOX ha desplegado un discurso centrado en el orden, la unidad nacional y el combate frontal contra la inmigración irregular. En barrios periféricos con alta presión sobre los servicios públicos —como en algunas zonas de Madrid (Usera, Vallecas) o de Barcelona (Nou Barris)— el relato de la «competencia» entre migrantes y autóctonos por ayudas y viviendas sociales ha encontrado un importante eco.

Abundantes estudios cualitativos muestran que la percepción (no siempre sustentada en datos empíricos) de que «los de fuera reciben más ayudas» o «colapsan la sanidad» genera resentimientos que la derecha radical sabe capitalizar. La apelación a la preferencia nacional —«primero los españoles»— constituye un recurso potente en contextos de precariedad material e incertidumbre vital.

Un elemento diferencial del caso español es el peso del conflicto territorial. El procés catalán desde 2012 y la crisis política de 2017-2019 intensificaron el nacionalismo español, reactivando símbolos como la bandera y el orgullo nacional que la derecha (especialmente VOX) integró en su propuesta política. En numerosos cinturones industriales de los extrarradios, poblados por emigrantes nacionales (andaluces, extremeños, castellanos), asentados en Cataluña desde los años 60-70, la defensa de la unidad de España pasó a ser una seña de identidad. Así, sectores obreros que tradicionalmente habían votado PSC, e incluso ICV, se desplazaron hacia opciones constitucionalistas, incluyendo Ciudadanos y posteriormente VOX. Este proceso muestra cómo el eje territorial y la identificación nacional pueden reconfigurar el voto obrero, desplazando el clásico «clivaje» izquierda-derecha de carácter socioeconómico.

El caso de algunos colectivos migrantes que respaldan opciones antiinmigración también tiene su reflejo en España. Estudios locales (especialmente en el cinturón sur de Madrid y en algunas ciudades andaluzas) han mostrado que migrantes latinoamericanos —en particular procedentes de países con alta religiosidad— tienden a identificarse con discursos conservadores en materia de familia, moral sexual o rechazo del islam, factores que pueden llevarlos a simpatizar con partidos de derecha. Este voto, que en principio parece paradójico, responde a lógicas de valores culturales y de diferenciación: se conciben a sí mismos como parte de la comunidad nacional frente a «otros migrantes» recién llegados o de distintas confesiones religiosas.

Por otra parte, la articulación mediática juega un papel central. Espacios televisivos de alto consumo en franjas populares (magazines matinales, tertulias nocturnas) han contribuido a fijar la agenda pública alrededor de temas como la delincuencia asociada a menores migrantes no acompañados (MENAs), generando climas de alarma que habitualmente no se corresponden con las estadísticas criminales.

Simultáneamente, el uso intensivo de las redes sociales por parte de la derecha —con campañas virales, memes y vídeos con alta carga emocional— ha permitido que mensajes simplificados sobre «los okupas», «los manteros» o la «invasión migratoria» se instalen en el imaginario colectivo de sectores populares que consumen intensivamente este tipo de contenidos.

Etiquetar estas decisiones como irracionales o como un «voto contra sus propios intereses» evidencia una deriva con cierto sesgo economicista. La teoría sociológica contemporánea argumenta que el voto se explica por un complejo entramado de preferencias en el que pesan la seguridad, el estatus, la identidad nacional y la percepción del reconocimiento. De manera que, para muchos trabajadores precarizados, la defensa del orden público, la lucha contra la inmigración irregular o el rechazo del independentismo catalán pueden constituir prioridades superiores a la redistribución fiscal.

Así pues, como se ha dicho, comprender por qué sectores empobrecidos, migrantes y trabajadores votan opciones de derecha o de extrema derecha en España implica abandonar las explicaciones unidimensionales. Es preciso abordar el problema desde la perspectiva que ofrece la conjunción de factores estructurales (precarización, vivienda), identitarios (nacionalismo español, valores tradicionales), culturales (percepción de amenazas al modo de vida) y mediáticos (agenda sensacionalista sobre delincuencia y migración).

Entiendo que para revertir esta tendencia la izquierda debe abordar el reto de reformular su relato. Ello le obliga a adentrarse en territorios y asuntos inéditos, y a sintonizar con las preocupaciones cotidianas sobre la seguridad, el empleo y la vivienda, sin olvidar los derechos sociales. Además, esta renovada narrativa debe impregnarla con referencias a la justicia económica, sin olvidar las apelaciones al orgullo popular y a la cohesión comunitaria. Me parece que solo desde estos y otros pronunciamientos afines podrá disputar con eficacia a las derechas el favor de un electorado que, hoy por hoy, parece sentirse más interpelado por las soluciones simplistas que le brinda el conservadurismo.