sábado, 19 de agosto de 2023

Combatir el Síndrome de Vichy

Puede afirmarse con rotundidad que la ocupación alemana de Francia durante la Segunda Guerra Mundial no finalizó con la derrota nazi. De hecho, la sombra del águila aria (reichsadler) todavía sigue proyectándose sobre el pueblo galo, que continúa traumatizado por los vergonzosos actos de colaboracionismo perpetrados por líderes y ciudadanos franceses entre los años 1940 y 1944. Precisamente, se denomina «Síndrome de Vichy» a los intentos por borrar de la historia y de la memoria colectiva esos comportamientos y exaltar hasta lo imposible la lucha de la resistencia. Durante ocho décadas, Francia ha contemplado esos actos de cooperación con los nazis a través de múltiples enfoques y perspectivas: con vergüenza, con ira, con tergiversación, con actitudes revisionistas y hasta con indulgencia y perdón, como lo hace la actual extrema derecha gala.

Ese síndrome de la metabolización de los pasados violentos, de los genocidios, de las guerras civiles, de las deportaciones…, en suma, de las violaciones de los derechos humanos, está presente en casi todos los países europeos y en muchos de otras latitudes. Cada cual tiene sus privativos episodios de brutalidad, existiendo en todos ellos conflictos simbólicos y jurídicos alrededor de sus historias públicas, que imposibilitan la construcción de relatos compartidos sobre sus pasados. En este sentido, los españoles no somos diferentes. Pese a los innegables progresos de la historiografía, es incontrovertible que en nuestro país no existe un relato compartido, convenido y crítico sobre el origen, el desarrollo y las consecuencias de la Guerra Civil, como tampoco lo hay en Portugal sobre el salazarismo, o en los países resultantes de la desintegración de Yugoslavia sobre sus vetustas guerras civiles, ni en Dinamarca y Bélgica sobre el colaboracionismo con los nazis, ni en Italia o Alemania sobre el fascismo y el nazismo. Podría decirse, sin miedo a errar, que nunca se fragua una memoria compartida sobre los pasados violentos, ni siquiera en los países que han implementado políticas públicas completas de memoria sobre lo ocurrido en ellos, como es el caso de Alemania.

Por desgracia, las confrontaciones bélicas suelen iniciarse con la segmentación de las sociedades en conflicto, que se profundizan alumbrando facciones enfrentadas. Unas imponen su poder, mientras otras son derrotadas. Se dice —pienso que con razón— que la historia la escriben los vencedores. Y precisaría que, al menos, redactan sus primeras versiones. Quizá de ello derive la inveterada tendencia de muchos a construir la memoria a costa de la historia. Me explicaré.

En España, la alternativa a la narrativa impuesta por el franquismo, que se prolongó durante la transición democrática, está representada por lo que se ha denominado «memoria histórica», que podría considerarse una especie de marco conceptual, un sustrato reflexivo, narrativo y ético que ha inspirado la redacción de dos leyes estatales, trece leyes autonómicas y numerosas normativas municipales. Estas disposiciones, que han visto la luz en lo que va de siglo, han permitido exhumar y homenajear a muchas víctimas y también acometer importantes reparaciones materiales y simbólicas. Decía Fernando Martínez, ex Secretario de Estado de Memoria Democrática, en el Club Información, en mayo de 2021, que «no hay políticas públicas de memoria hasta el año 2007, con la Ley de Rodríguez Zapatero, pero sí que hay un conjunto de elementos de reparación que evidentemente tienen que ver con ellas. A día de hoy les puedo decir que, desde los decretos y la Ley de Amnistía del 77 hasta la actualidad, se han hecho reparaciones de carácter económico que afectan a 608.000 beneficiarios. Puedo estar hablando de más de 20.000 millones de euros». La realidad ha llegado hasta ahí, no más allá. Pese a todo, no han pasado de ser iniciativas loables, que no han logrado incentivar ni dar soporte a un relato compartido. Ni siquiera cambiando el rótulo «memoria histórica» por otro más amplio e inclusivo, como lo es «memoria democrática».

Es más, tras el pasado 28 de mayo, en las Autonomías donde se han conformado gobiernos de coalición de la derecha extrema con el PP, ha sido innecesario que los extremistas insistiesen en su argumentario contra la memoria democrática, pues sus correligionarios de la «derechita cobarde» —como le llamaban hasta hace poco— comparten el mismo relato histórico, la misma narrativa, idéntica interpretación del pasado, que es lo mismo que decir una «retrotopía» en toda regla. Un relato que se asienta en el revisionismo histórico, que opusieron a la memoria histórica en sus inicios, intentando revitalizar y poner al día las casposas y peregrinas interpretaciones de un Régimen cuya ideología comparten.

El argumentario de la derecha prácticamente no ha variado. Persisten en la vieja historiografía del franquismo que, revitalizada por el revisionismo, impregna el relato actual de la derecha radical. Esta, con su redivivo argumentario de catón y una tremenda desfachatez, sostiene que las leyes de memoria democrática imponen de manera «estalinista» el pensamiento único y censuran la libre interpretación del pasado «oficial». En fin, amparándose en el amplísimo espacio de impunidad del que gozan, añaden populismo desprejuiciado y catastrofismo al relato revisionista, sirviéndolo en píldoras que lanzan a través de las redes sociales, tratando de construir memoria a costa de la historia. Pero, por más que repitan sus mantras, no conseguirán sus propósitos porque la historia es acreditadamente obstinada.

No conviene olvidar el cambio de ciclo que supuso la victoria electoral de Aznar, en 1996, porque ese hito representa el inicio de la contraofensiva revisionista, que no fue sino la respuesta a las iniciativas de memoria histórica, emprendidas en aquellos años con la apertura de algunas fosas comunes de represaliados por la dictadura y la concesión de la nacionalidad a brigadistas internacionales. El Partido Popular y su FAES, junto a medios de comunicación como Libertad Digital, la COPE, el ABC o El Mundo, y editoriales como La Esfera de los Libros, han sido algunos de los actores principales de la contraofensiva revisionista que se prolonga hasta hoy. Los autores de cabecera del revisionismo español son Pío Moa y César Vidal, que han logrado vender cientos de miles de ejemplares de sus obras sobre la historia de España, pese a no ser historiadores de profesión. Ambos han recuperado las tesis de la historiografía franquista, presentándolas como nuevas interpretaciones que superan el «sentimentalismo» que, según ellos, envuelve a la Guerra Civil, tratando de desmontar las tergiversaciones de la izquierda, del comunismo y de la masonería. En esta tarea les han acompañado historiadores como Stanley G. Payne, Luis Eugenio Togores o Ángel David Martín Rubio, y periodistas como José Javier Esparza, José María Zavala o Federico Jiménez Losantos, entre otros. Y no es baladí conocer sus nombres y trayectorias porque su principal estrategia comunicativa es parecer historiadores o periodistas neutrales, cuando todos y cada uno de ellos están directamente relacionados con la extrema derecha. Sin embargo, hoy disponemos de abundantes investigaciones y conocemos mucho mejor el pasado de las violencias en nuestro país. Sabemos donde recaían los cometidos, quiénes eran los responsables y mandos, los modos de operar de la violencia golpista y de la que producían los revolucionarios... Sabemos y sabremos mucho más de todo cuanto sucedió. Ese conocimiento del pasado, que desvanece la recurrente e incentivada ignorancia, es una de las premisas ineludibles sobre la que debe construirse el tan deseable y hasta hoy imposible relato común.

Tanta importancia como el conocimiento riguroso del pasado, si no más, tiene que los ciudadanos y sus líderes se invistan de la empatía y la generosidad que requiere el zurcido de los desgarros que produce la violencia, solo abordable desde inequívocas actitudes compasivas. Algo que será imposible mientras las nuevas derechas insistan en el relato de sus predecesoras, en la valoración ideológica de la historia asentada en hechos falsos y en memorias que no tienen historia. Mientras la memoria democrática y la sacrosanta unidad de España continúen siendo los pegamentos idóneos para unir las derechas será difícil que se pueda avanzar por ese camino.

Y es que no puede olvidarse que la ofensiva por controlar el relato histórico a través del revisionismo no responde a la voluntad de que los ciudadanos tengan una imagen matizada o menos mala del nazismo o del franquismo, sino que atiende a un proyecto político presente. Quienes la promueven no desconocen que, como decía Max Weber, la legitimidad tiene un importante componente de tradición, por lo que la imagen que tiene la sociedad de sus antecesores políticos condicionará las probabilidades de éxito de su proyecto en el futuro, incluso aunque este no sea el mismo. Saben que el pasado forma irremediablemente parte del futuro. Saben que tienen que dar la batalla por el ayer para ganar el mañana.

Así pues, los intelectuales y los ciudadanos progresistas estamos obligados a defender las posiciones científicas y humanitarias. Académicos y ciudadanos debemos centrar urgentemente la atención en ello, si queremos evitar que nuestro particular síndrome de Vichy se convierta en una pandemia de memoria sin historia, a base de banalización y prepotencia desprejuiciadas. No hay otra ruta para construir una sociedad futura donde la libertad y la justicia vayan de la mano, sin necesidad de olvidar o borrar ningún capítulo de la historia.



sábado, 12 de agosto de 2023

Un verano sin serpientes

Cuando proliferaban los kioscos de prensa, cuando casi todos los periódicos se imprimían en papel, en talleres con tecnología analógica y letras de plomo, es decir, no hace muchos años, cada verano, indefectiblemente, se producía en el mundo periodístico un singular acontecimiento que consistía en alimentar durante semanas historias prodigiosas de sucesos poco habituales, nacidos de la necesidad y de la inspiración: eran las tradicionales «serpientes de verano», una espuria estrategia periodística para animar una estación inhóspita de noticias, que solía ser más tiempo de anécdotas que de categorías. Bien mirado, se trataba de una práctica relativamente inocente que provocaba muchas más risas que enfados, fruto de la calenturienta imaginación del redactor de turno, que llegaba a descubrir y compartir fenómenos y personajes extraordinarios, novedosos e inusuales. En las agotadoras jornadas de canícula, los reporteros manejaban el bulo, el rumor y la mentira, inventando o remedando noticias que no eran tales. Los lectores tolerábamos con resignación tan adulterada práctica que a día de hoy ha devenido en innecesaria, pues se da el fenómeno inverso por obra y gracia del caudal de noticias que generan cotidianamente las innumerables crisis y conflictos que asolan al planeta.

Sin embargo, antes no ocurría lo mismo. Y por ello, ya en el mes de julio, pero especialmente durante todo el «ferragosto» —cuando las ciudades se vaciaban, la Liga y la Copa de fútbol habían finiquitado y se decretaban las vacaciones parlamentarias y con ellas el cese de la actividad política— los cronistas se afanaban en apresar una buena serpiente estival como alternativa a las auténticas noticias, que entonces procedían casi exclusivamente del fútbol, de la política y de los sucesos luctuosos. Cuando lo conseguían, en lugar de despacharla con diligencia, se esforzaban en mantenerla con vida durante varias semanas, intentando que colease hasta finales de mes. Si lo lograban, habían completado exitosamente el cometido que les había confiado el jefe de la redacción de llenar como fuese las planas del diario en época de tan acusada sequía informativa. Lo bueno de estos culebrones era que solo comparecían en esa estación. Tan era así que, fuera de ella, si alguna información tenía apariencia de no ser cierta se despachaba displicentemente, tildándola de serpiente de verano. A estos especímenes hoy los denominaríamos fake news, que es la equivalencia anglosajona de nuestras mentiras o realidades paralelas. Como dijo en alguna ocasión el veterano periodista vasco Díez Unzueta «hace tiempo que las serpientes de verano no son más que otra cara de la realidad. O, posiblemente, la realidad toda es una serpiente de verano».

Con todo, insisto en que es una expresión de origen periodístico, que se ha consolidado como frase hecha alusiva a temas llamativos pero intrascendentes, a trivialidades sin consecuencias, que lograron interesar y entretener a los lectores de prensa durante años y años. Según dicen algunos veteranos y cualificados periodistas, la cosa viene de cuando algún rotativo publicó un determinado día que en cierto lugar de la ciudad se había visto una serpiente mayor de lo normal, un suceso que pese a producir cierta inquietud, no alcanza a percibirse como excesivamente peligroso. Esa es justo su esencia. También se cifra su origen en el celebérrimo Nessie, el legendario monstruo, supuesto habitante del lago Ness que, desde los años treinta del pasado siglo, emerge y se muestra casi religiosamente durante los meses de julio y agosto.

Década tras década ha alumbrado una amplia tipología de serpientes estivales: extrañas aves vislumbradas por algún vecino sobrevolando las azoteas de la ciudad, fantasmas que se aparecían dentro de los estrictos límites de un determinado barrio o caserío pero jamás en ningún otro, el abuelo georgiano que sobrepasaba el centenar de años pese a fumar, cual carretero, tabaco de petaca toda su vida…, por no mencionar los años dorados de la fiebre del OVNI. Ahora, en cambio, los paseos de los jabalíes por algunos barrios de Barcelona y de otras ciudades son habituales. La condición de serpiente veraniega solamente la adquieren cuando en pleno mediodía se aproximan a alguna playa mediterránea para bañarse y soliviantar de paso, supongo que involuntariamente, a los atribulados bañistas.

Todo cambió cuando al periodismo tradicional le surgió la competencia de Internet. Su omnipresencia en el espacio y en el tiempo provocó la disrupción periodística y acabó con el concepto de periodicidad y, de paso, con el viejo periodismo cíclico. Con Internet desaparecen los intervalos periodísticos porque la información asequible mana con un flujo continuo. Todo es inmediato y, por tanto, carece de sentido esperar a que se emita el siguiente boletín radiofónico, a que den los noticiarios televisivos o a que esté disponible en el kiosco el diario o la revista que nos gusta. Lo queremos todo aquí y ahora mismo. Y si no, «la liamos parda», como amenazan los jovencitos con algunas de sus bravatas. Siendo ello lamentable, no es lo peor. Lo auténticamente calamitoso es que esa incontinente ansia informativa no es tal, porque no responde al interés legítimo de los ciudadanos por enterarse de lo que sucede en el mundo, sino a reclamar lo que impone la (i)lógica de la moda y el consumo, fenómenos ambos controlados por terceros y efímeros por definición. La globalización acabó con la periódica sequía informativa y la gran digitalización «serpientizó», a su vez, la información. Hasta el punto de que si no se hubiese dado el fenómeno de trivialización extrema basada en el sensacionalismo, muy probablemente tampoco se hubiese producido el de las fake news, que no son sino una versión perversa y malintencionada de las inocentes y vetustas serpientes estivales.

Uno, que por edad ha vivido los efectos del disparatado concepto de la información estival al que vengo aludiendo, acepta con cierto alivio que la estricta y cotidiana realidad haya relevado a la indolencia informativa, celebra que hayan desaparecido las placenteras serpientes informativas y que los periódicos y redes sociales centren su atención en la cobra de siete cabezas, en la hidra infra-mundana, que conforma la actualidad diaria frecuentemente. Sí, parece que se acabó la apacible serpiente de verano que acompañaba a la siesta y a la fiesta y, como digo, incluso doy por bueno que se hayan acabado los plácidos veranos informativos, pero reclamo inmediatamente que los medios informen solvente —no interesadamente— de la dura realidad: de las agresiones machistas que no cesan, de las detenciones de los matones que violan y apalean en cuadrilla, de los mangoneos de los desaprensivos y de algunos políticos, de la indecente fosa común en que se ha transformado el Mediterráneo, del imparable infierno climático que nos asedia, del futuro del país, de Europa y del mundo… Sí, incluso los más veteranos nos vamos acostumbrando a que la vida, también en verano, se desgrane con aspereza, como nos muestran páginas de papel y pantallazos, que también debían prodigarse para dar cumplida información no solo del fútbol, el tenis o los deportes del motor, sino de otros minoritarios, menos prostituidos y más feminizados. Y eso sí, los políticos crispados y sus berridos deben ir en la última página, como por derecho les corresponde, pues es verano y la mayoría están de vacaciones.



miércoles, 9 de agosto de 2023

Imagen de los maestros rurales

Durante los pasados días he leído la tesis doctoral que compuso y defendió José Antonio Leal Canales en la Universidad de Extremadura, en 2014, con el rótulo El maestro de escuela rural en la narrativa del siglo XX. El autor fue maestro de escuela rural en los inicios de su carrera profesional y explicita su añeja atracción por un personaje con el que se identifica. Por otro lado, aunque no lo dice expresamente, me parece que no son ajenos a su proyecto otros acontecimientos acaecidos en los primeros años del actual milenio, entre ellos, el estreno de películas y documentales sobre los maestros de la II República (Las maestras de la República, de Pilar Pérez Solano, 2013, entre otros) y la publicación de algunos libros sobre los fusilamientos y torturas que sufrieron muchos por el mero hecho de haberse identificado con una idea de la educación y de la vida que, por lo general, fue más pedagógica que política. Es el caso del libro de María Antonia Iglesias, Maestros de la República. Los otros santos, los otros mártires (2006).

Leal Canales inicia su trabajo de investigación asegurando que el personaje del maestro rural no ha recibido mucha atención por parte de los narradores, probablemente porque nunca encarnó las características del héroe. Tal vez por ello, en la mayoría de las obras suele aparecer como actor secundario. Solo en determinados momentos históricos logró concitar un especial interés, que generalmente se vincula a un cierto sesgo político. Ocurre esto, singularmente, en las obras narrativas ambientadas en el periodo de la Segunda República y también en los años previos e inmediatamente posteriores.

El objetivo del autor es mostrar al personaje del maestro rural a base de rastrearlo y analizarlo en docenas de obras, mayoritariamente novelas, dejando constancia de cómo aparece descrito en ellas. Su trabajo, que se extiende por espacio de casi 700 páginas, lo estructura en cuatro grandes apartados, subdivididos en prolijos sub-apartados. Los cuatro grandes epígrafes a los que aludo son: la introducción, en la que aborda los precedentes y la situación del maestro rural en el marco histórico, político y educativo del siglo XX, así como su contextualización en la narrativa española del periodo. Un segundo apartado en el que expone la evolución novelística, desglosando autores y tendencias. Un tercer epígrafe en el que aborda la figura del maestro rural como persona y como personaje literario. Y en el último capítulo de la obra desglosa las conclusiones de su investigación, acompañándolas de una exhaustiva bibliografía, tanto de obras de carácter general como de otras, específicamente narrativas. Entre las conclusiones a las que llega el autor, destacaría especialmente las que siguen.

Los maestros de escuela rural, en tanto que personajes literarios, han interesado poco a los narradores españoles del siglo XX. Sin embargo, con relativa frecuencia aparecen en las novelas como personajes secundarios. Solo adquieren una relevancia protagonista en las novelas centradas en la Segunda República, probablemente porque, tomados de la propia realidad política del momento, resultan ser figuras trágicas. Emergen así perfiles humanos y profesionales bien conformados que se tornan en mártires, como Ezequiel (Historia de una maestra), fusilado ante las tapias de un cementerio, o como don Gregorio (La lengua de las mariposas), cuyo destino es evidente, una vez detenido y obligado a subir al camión junto con otros republicanos. También revisten cierto interés para los narradores los personajes que sufren las consecuencias de la guerra, aunque no hayan sido condenados a muerte, como es el caso de Gabriela, esposa de Ezequiel o de Irene Gal (Diario de una maestra).

La mayor parte de los narradores que se interesan por el maestro rural han tenido alguna relación con la enseñanza. Así sucede con la novela que describe más ampliamente el personaje (Historia de una maestra), cuya autora, Josefina Rodríguez Aldecoa, estuvo muy relacionada con la educación, pues dirigió el colegio Estilo, de Madrid, inspirándose en teorías educativas que había aprendido en Inglaterra y Estados Unidos, así como en el krausismo y en la Institución Libre de Enseñanza. Sabemos, también, que el personaje de Gabriela está inspirado en la biografía de su madre, que fue maestra. Por su parte, la autora de Diario de una maestra, Dolores Medio, estudió Magisterio y ejerció como maestra rural. De hecho, su novela es en gran medida una recreación de su propia vida, abarcando desde los estudios en la Escuela Normal hasta su depuración tras la guerra civil.

Como decía, en muy pocos casos los maestros aparecen como protagonistas de las novelas. Y cuando sucede, suelen ser mujeres. Sin embargo, habitualmente emergen enredados entre los personajes secundarios, casi como elementos decorativos que dan color al paisanaje local y animan tópicos del mundo rural. En ocasiones se presentan como seres temidos que violentan y maltratan a los alumnos, mostrándose en otros casos, paradójicamente, como figuras deseadas, con perfiles que suelen corresponder a mujeres jóvenes y bellas. El autor refrenda estas y otras afirmaciones sobre la caracterización y la tipología de los maestros y maestras rurales con profusión de ejemplos concretos.

Respecto a la evolución del personaje, solo parece existir una novela que ofrece una amplia panorámica del mismo, desde sus inicios, como profesional destinado en una aldea, hasta la vejez. Se trata de la trilogía de Josefina Rodríguez Aldecoa, integrada por las novelas Historias de una maestra, Mujeres de negro y La fuerza del destino. En ellas se aprecia como la protagonista, Gabriela, ha ido evolucionando desde la ingenuidad de la maestra joven, recién egresada de la Escuela Normal, entusiasta y vocacional, hasta la desesperanza que se describe en la última novela, en la que una mujer ya jubilada, tras su exilio mexicano, vuelve a Madrid a pasar la última etapa de su vida, y analiza lo que han sido todos los años que dedicó a la profesión.

Por otro lado, al margen del personaje contextualizado en el breve periodo que supuso la Segunda República, del análisis de las obras narrativas estudiadas, se concluye que el maestro ha estado siempre politizado en mayor o menor medida. Así, por un lado, estuvo sometido al poder de los caciques rurales, de quiénes dependía económicamente, como se explicita en algunas novelas ambientadas en el primer tercio del siglo XX (El médico rural, Doña Mesalina, Los gozos y las sombras). Y lo mismo sucedió tras el paréntesis republicano con la dictadura franquista, que impondrá un tipo de profesional sumiso con el régimen (El florido pensil, Escenas del cine mudo, Entre líneas).

Interrumpiré la recensión que vengo desgranando porque está lejos de mi ánimo arruinar el interés que pudiera tener la investigación para cualquier lector. De modo que concluiré diciendo que me parece que estamos ante un trabajo interesante, que complementa otros estudios sobre el magisterio de carácter socio-histórico, quizá más documentados y rigurosos, que tal vez alleguen una aproximación más certera de la realidad sobre la que versan, pero probablemente lo hacen de manera mucho más fría que la que ofrece el análisis textual al que me refiero, que seguramente permite entender mejor cómo era la vida de los maestros rurales durante el siglo XX. En todo caso, se puede recurrir a una amplia bibliografía referenciada en el trabajo de investigación

Concluiré con una mención a Aristóteles, que el autor ofrece a modo de corolario de su tesis y que, a mi juicio, resume plenamente sus intenciones: «La ficción es más verdadera y más universal que la historia». Pese a todo, si algún lector está interesado en conocer íntegramente el trabajo mencionado, puede hacerlo a través del siguiente enlace:

https://www.educacion.gob.es/teseo/mostrarRef.do?ref=1113288#



domingo, 6 de agosto de 2023

Reivindicación de Manuel Chaves Nogales

Despuntaba el siglo XX y España ansiaba reponerse de los desastres que alumbraron a la generación del 98. Entonces el 60% de los ciudadanos eran analfabetos, primaban las inagotables jornadas de explotación laboral retribuida con salarios de una peseta diaria y el hambre acechaba por arrabales y suburbios. En síntesis, concurría un caldo de cultivo propicio para que emergiese el periodismo de denuncia, que empezaron a practicar algunos cronistas. En las esquinas de las calles madrileñas proliferaban los medios impresos (veinticuatro periódicos publicados a diario), algunos de los cuales aireban sus crónicas.

Para ciertos autores, esos tiempos constituyen la auténtica edad de oro de nuestro periodismo que, sin embargo, ha sido escasamente reivindicada, como acredita el periodista y profesor universitario Miguel Ángel del Arco en su obra Cronistas Bohemios (Taurus). En ella ofrece una buena contextualización histórica y reúne textos espléndidos, precedidos de los perfiles de sus autores, que ejemplifican las aportaciones de esta bohemia a la historia del periodismo, particularmente en lo correspondiente al lenguaje (basado en la paradoja y el uso de la palabra como explosivo), el contenido (de calado social) y el humor (a menudo ácido, e incluso negro). Entre ellos se contaron literatos de altura, que pasaron a la historia como la Gente Nueva y que fueron coetáneos, compañeros de café y colegas de modernistas y noventayochistas. También hubo pioneros, corresponsales, cronistas y reporteros, cuyos trabajos conformaron los inicios del periodismo moderno.

Destacan especialmente cinco nombres que corresponden a especímenes atrabiliarios e iconoclastas, odiados y adorados por igual: Luis Bonafoux, Joaquín Dicenta, Alejandro Sawa, Antonio Palomero y Pedro Barrantes. Todos ellos, cada cual a su manera, denunciaban, se batían en duelo, bajaban a la mina para hacer un reportaje o ejercían la crítica de espectáculos sin piedad. De esa manera alumbraron un nuevo periodismo, que nada tiene que ver con las triquiñuelas de la posverdad que proliferan en estos tiempos, en los que la caverna mediática se ha adueñado del espacio comunicativo, especialmente de la burbuja madrileña y de la que conforman los medios audiovisuales y las redes, desdibujando y desacreditando casi por completo la profesión periodística. Pese a todo, esa pléyade de paniaguados e impresentables que alimentan mañana tras mañana los titulares de los medios escritos y digitales no puede hacernos perder de vista la honda estela que siguen dejando gentes como Iñaki Gabilondo o Ramón Lobo, que han creído, practicado y cultivado los valores asociados al papel de la prensa en una sociedad plural y democrática.

Los Bonafoux y compañía fueron primogénitos de la estirpe de los Chaves Nogales, al que hoy reivindico. Viajaban, leían sin descanso, hablaban varios idiomas y, si no lograban cristalizar en tinta un rumor de café (su hábitat natural), hacían guardia en las casas de socorro en busca de cualquier desdicha denunciable. Fundaron y dirigieron periódicos cuando cerraban o les echaban de los medios en los que generaban problemas. Todos eran habituales en las páginas de El País, El Heraldo, El Liberal, El Globo, Don Quijote, El imparcial

Pues bien, como decía, Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944), pertenece a esta raza de periodistas, a los que incluso trasciende. Demócrata antes de cualquier otra consideración política, enemigo de los extremismos de izquierdas y de derechas, partidario del diálogo pisoteado por los bandos contendientes en la Guerra Civil, defiende una postura que muy pocos osaban respaldar en su momento: por encima de todos los problemas que acosaban a la sociedad, dos fuerzas se habían enfrentado en España para imponer sus criterios, ambas eran extrañas al país y ambas eran senos de acogida de todo tipo de seres deplorables, que se ampararon en los miles de combatientes, de uno y otro signo, que, ellos sí, actuaban por convicciones. Dos ideologías foráneas, prepotentes y ambiciosas, que utilizaron el suelo español para medir sus fuerzas y dirimir sus diferencias: el Imperio contra la Revolución, el fascismo contra el comunismo y el anarquismo. Hitler contra Stalin.

Chaves Nogales se autodefinió como intelectual liberal. Su trabajo era el de un periodista al servicio de la República. Su esfuerzo estuvo presidido por la reflexión profunda, de modo que no es en absoluto fruto de la prisa ni de la improvisación. Las raíces de su liberalismo se hundían en los ilustrados que habían seguido una línea de actuación muy castigada en el país, como Blanco White, Olavide o Larra, entre otros muchos. Personas que defendían el libre desarrollo de la personalidad, la autonomía de pensamiento, la capacidad de decisión independiente y soberana como parte esencial del ser humano. Esa autonomía debía ejercerse desde el diálogo y la tolerancia, desde el libre raciocinio y la no menos libre actuación del contraste de pareces. Ciudadano de una República democrática y parlamentaria, Chaves Nogales fue persona despreciada por ambos bandos, precisamente por miedo a la libertad. Su salida de España obedeció a una razón suprema: su causa, la de la libertad, no había quien la defendiese.

He leído recientemente el libro Manuel Chaves Nogales. Barbarie y civilización en el siglo XX, de Francisco Cánovas Sánchez. El autor traza en él una panorámica de los grandes acontecimientos sucedidos en Europa y en el mundo durante la primera mitad del siglo XX, con especial referencia a la historia de España. De alguna manera, explica así los pormenores de las coordenadas históricas y de los escenarios en los que se desenvolvió el periodista Manuel Chaves Nogales, sin duda, una de las grandes personalidades de la cultura española contemporánea, que empezó a reconocerse como tal a partir de los años noventa del pasado siglo. El relato que construye Cánovas es la narración de un historiador riguroso, que se documenta y que se apoya en fuentes y autores solventes, entre ellos José Mª Jover, Enrique Moradiellos o Julián Casanova, y en otros de reconocido prestigio.

Traza un panorama muy documentado de las vicisitudes que aquejaban a la sociedad española, europea y mundial en la primera mitad del siglo XX y pone en contraste ese marco de referencia con las aportaciones periodísticas, literarias, radiofónicas y de toda índole que realizó Manuel Chaves, prematuramente desaparecido, con apenas 47 años.

La contextualización que hace el historiador del trabajo de Chaves en las coordenadas históricas y en las realidades sociales, culturales, institucionales y políticas de su tiempo es tremendamente esclarecedora, y permite apreciar el extraordinario valor y la gran trascendencia de la ingente obra de un periodista que supo ir más allá de la crónica, el relato o la fabulación, que le inducían y sugerían los escenarios y los personajes que visitaba, entrevistaba y analizaba, para inferir reflexiones, deducciones y consecuencias de naturaleza política, social, cultural y humana, que en muchos casos fueron premonitorias.

Como ha dicho, Antonio Muñoz Molina, «Chaves Nogales es el hombre justo que no se casa con nadie porque su compasión y su solidaridad están del lado de las personas que sufren». Y por ello debería reivindicarse y difundirse su obra con mayor intensidad porque constituye una especie de solera fundacional, amasada con actitudes y convicciones como la tolerancia, la solidaridad y la libertad que se oponen radicalmente al discurso del odio visceral e irracional que defienden las derechas reaccionarias e involucionistas, tratando de movilizar los peores sentimientos del ser humano, revitalizando sus prejuicios, dividiendo a la sociedad y señalando a un enemigo real o imaginario. Es decir, reivindicando los mismos postulados que defendían los viejos fascismos. Malos tiempos para la razón y los buenos sentimientos, pero no queda otra que pelear por ellos o nos someterán quienes no conocen otros argumentos que la sinrazón y el miedo.  



jueves, 3 de agosto de 2023

Ojo al dato

La profesora Gallardo Paúls firmaba ayer una tribuna en el diario El País con el rótulo: «Realismo ciudadano, 1; discurso hegemónico, 0». En ella vertía algunas reflexiones desde una perspectiva comunicativa, pues no en vano es catedrática de Lingüística. Inicialmente, recordaba que «desde el anuncio de la cita electoral del 23 de julio la esfera discursiva pública evolucionó hacia una espiral informativa que daba por hecho el cambio de Gobierno. Que esta previsión haya sido desmentida por los votos evidencia una brecha considerable entre el discurso público aparentemente mayoritario y la decisión ciudadana sobre el rumbo del país». Una evidencia que todos hemos constatado tras el 23J.

Argumenta en su texto que, durante el periodo electoral, los ingredientes más visibles de la esfera pública fueron un discurso dominante que preveía un triunfo holgado del PP y su pacto de gobierno con la ultraderecha. En su opinión, este mensaje, propagado con expresividad negativa y crispada, encontró una respuesta más hábil y creativa por parte del bloque progresista, que dio la vuelta al insulto generando argumentos en positivo. Y es que la estrategia del PP ignoraba dos cosas: que los pactos de gobierno surgidos en mayo podían servir de polígrafo para las afirmaciones de su líder y del jefe de Vox respecto al 23-J; y lo que es más determinante, las elecciones generales tienen una aritmética parlamentaria diferente a las autonómicas.

Los partidos conservadores unieron sus voces en una cadena interminable de acusaciones que criminalizaban la fecha elegida, el funcionamiento del voto por correo e incluso la avería del AVE Valencia-Madrid del mismo 23 de julio. Junto a esta interpretación interesada de la realidad, los bulos y mentiras invadieron el discurso de la campaña conservadora, que no movía un músculo en defensa de un programa electoral propio, sino que empeñaba la mayor contra el Gobierno de coalición. Tampoco han faltado después las falacias, como la de invocar una y otra vez el triunfo de la lista más votada en un sistema representativo.

La profesora Gallardo entiende que «este discurso tan poco político, tan deudor de las hipertrofias personalistas y frívolas fraguadas en la era del espectáculo televisivo, se convierte en dominante al ser amplificado por una voz mediática paralela que, desde radios, televisiones y textos de opinión, asume su difusión magnificada y acrítica. Los temas fetiche se han repetido machaconamente como verdaderas glosolalias, con mensajes moralistas que evitaban hablar de iniciativas políticas y enmascaraban las evidentes limitaciones mostradas por el supuesto ganador en su desempeño comunicativo. Esta labor ha sido constante por parte de los medios alineados con la derecha, mayoritariamente asentados en Madrid, propiciando una mirada que tiende a ignorar la pluralidad del país y solo mira a las periferias cuando busca votos».

Este discurso propagandístico, de tono colérico, destaca por su vacuidad conceptual. Solo hay ofensas, descalificaciones y desprecios porque la ira y la rabia fagocitan cualquier racionalidad. La falta de contenido argumentativo se da también en las voces que fomentan esos mensajes desde los medios. Se pretende que el lenguaje cree la realidad, pero esto solo ocurre en los conjuros y sortilegios. La misma aspiración se aprecia en el uso de las encuestas electorales, tratadas por políticos y medios como verdaderos oráculos proféticos. Lo cierto es que la función informativa de las encuestas se pierde porque muchas se publican sin ficha de datos, pues su difusión tiene más voluntad prescriptiva que descriptiva. Del mismo modo que los falsos medios sirven para proporcionar falsas noticias que luego se publican en redes y mensajería instantánea, las encuestas se difunden para «preidentificar» un determinado ganador.

Los ciudadanos hemos desafiado con nuestros votos la «democracia de los crédulos» descrita por Gérald Bonner. Las elecciones las ha perdido el discurso bronco y desquiciado que el bloque conservador ha cultivado durante toda la legislatura, el que sigue el manual propagandístico de los populismos, los eslóganes construidos sobre la crueldad o los editoriales sustentados en el insulto personalista. Al confiar su éxito electoral a este tipo de mensaje que desacredita las instituciones, Feijóo y su equipo han despreciado la importancia del discurso como elemento clave del sentido de Estado. Su discurso ultra lo ha llevado a quemar puentes con casi todo el arco parlamentario, un lujo que, en democracia, ningún ganador de elecciones, ni siquiera con mayorías absolutas, debería permitirse.

Poco que añadir a las constataciones de la profesora Gallardo, con la que hace años tuve la oportunidad de colaborar como peer review en la revista @Tic, que dirigía en la Universitat de Valencia.

Estoy seguro de que los «fontaneros» del PP y de Vox han tomado buena nota de cuanto antecede y de otras muchas apreciaciones y opiniones que han seguido a las elecciones del 23 J. Lo lógico sería que metabolizasen los traspiés y no volviesen a cometer los mismos errores para enderezar el camino que les conduzca a una futura victoria. Sin embargo, son tan prepotentes, están tan acostumbrados a ganar, que me temo que no conseguirán evitar caer en los mismos errores. ¡Ojalá sea así!

No quiero concluir esta entrada sin dedicar un pequeño comentario a un hecho que no suele ser objeto de análisis, pese a que me parece sumamente interesante: la influencia de la componente de género en el voto. La divergencia política de género es enorme y eclipsa otras explicaciones de los resultados electorales. Si en España sólo votaran los hombres, el 23-J la derecha hubiera obtenido mayoría absoluta. Si solo hubiesen votado las mujeres, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz gobernarían con comodidad. Entre las mujeres, el voto a los partidos de izquierda ha superado a los de la derecha en más de 1,1 millones de sufragios; mientras la ventaja de la derecha sobre la izquierda entre los hombres ha sido de cerca de 1,5 millones.

La interpretación habitual del último vuelco electoral es la conjeturada «revuelta» de la España plural. En contraste con el Madrid encerrado en la burbuja mediática del «antisanchismo», la España periférica se rebeló contra un posible gobierno con Vox. Y entiendo que bastante verdad hay en ello, pero no me parece despreciable otro elemento: la imperceptible, intensa y constante corriente que impulsan centenares de miles de españolas y decenas de miles de españoles que abogan por la incorporación plena de la mujer en la sociedad frente a quienes sienten resentimiento hacia ese cambio e intentan obstaculizarlo cuanto pueden. En este país, hoy por hoy, mal que les pese a algunos, somos menos desiguales de lo que éramos, y a algunos «machos» y «machotes» les duele mucho. Atención al dato, que no es baladí y que puede ser decisivo en las próximas confrontaciones electorales.


Mujeres y hombres junto a una mesa electoral ejerciendo su derecho al voto en Albacete durante las elecciones de febrero de 1936 (Fondo Luis Escobar, AHP Toledo)