sábado, 24 de febrero de 2018

Crónicas de la amistad: Elx (22)

A propuesta de Luis, hoy alteramos la secuencia del recorrido habitual yendo de Novelda a Elx. Seguimos sin perder de vista el Vinalopó, el viejo río que los romanos denominaron Pinna Lupi (peña del lobo), título que copiaron los árabes, llamándolo Binalūb, y al que mucho más recientemente otros, como Schulten, basándose en la Ora Marítima, de Avieno, denominaron Alebus. Un regato de casi 81 kilómetros de longitud cuyo ínfimo cauce modela y vertebra, milenio tras milenio, buena parte del flanco occidental de la geografía provincial.

Nuevamente se nos ofrece otra oportunidad para celebrar la amistad que, como dijo el periodista Antonio Lucas, tal vez sea “la más imprecisa de las verdades, o la más exacta de las religiones, porque se apoya en una rigurosa sospecha: saber que uno se prolonga mejor en el otro”. Y es que la amistad es un modo de quererse fascinante del que hay tantas versiones como personas. En sí misma, es una crónica fabulosa que apenas se escribe, pero que se piensa casi a diario, porque el hecho de querer a alguien incluye, sin pretenderlo, una hermosa geometría que obliga a triangular muy bien para acoplar entusiasmos y frialdades. Estoy convencido de que la mayoría de las veces lo mejor que nos sucede a los amigos cabe en un silencio o un abrazo oportunos; en un saber estar juntos sin más pretensión que tenerse al lado; en saber hacer el ridículo en el momento justo sin temor a ser reprendido; … en ser capaz de escuchar una risa en el peor momento del día. Por otro lado, como decía Rafael Azcona, creo que la principal virtud de la amistad es la capacidad de evitar poner al otro en la tesitura de tener que decirte: “no”. Y es que los amigos son como el mindfullness del amor. Con un amigo no hay pasado ni futuro, siempre es ahora; y esa visión, que no paga peajes ni pide réditos, quizás sea la única garantía de que el amor puede llegar a ser invulnerable.

Paseando por el Fondo
Antonio Antón nos había citado en su casa de la carretera de Santa Pola, a las once. A esa hora allí estábamos todos, como clavos. Tras embarcarnos en un par de coches nos hemos dirigido al Fondo, que no al Fondó, un parque natural declarado como tal en 1988, que es parte de la antigua albufera de Elche, que modeló históricamente la desembocadura del río Vinalopó y que los humanos han desecado casi completamente para convertirla en terreno cultivable. En esa zona pantanosa, la Compañía de Riegos de Levante, a principios del siglo pasado, construyó dos embalses reguladores para recoger y distribuir a los agricultores el agua que se eleva desde la desembocadura del río Segura, que riega más de mil hectáreas. Este singular conjunto hidráulico, oculto tras los cañaverales y la vegetación palustre, aparenta ser una gran laguna natural, que se complementa con charcas y saladares que trufan cultivos y palmerales conformando un paisaje excepcional, que acoge a casi doscientas especies de aves. Entre ellas la cerceta pardilla y la malvasía cabeciblanca, ambas especies en peligro de extinción, además de distintas variedades de garzas, anátidas, limícolas y flamencos (pocos) que conviven con anguilas, mújoles, carpas y con el fartet común, también llamado peixet de sequiol, una singularidad exigüísima del Mediterráneo español, que se caracteriza por su voracidad (de ahí su nombre), pese a que las hembras, que son las de mayor tamaño, apenas alcanzan los cuatro centímetros cuando son adultas.

Concluida la faceta socio-natural de la jornada, que amaneció tan heladora como espléndida, nos hemos detenido en una zona de picnic del propio Parque donde hemos dado cuenta de la coca de miguitas con sardina de bota –que otros llaman arengada, sardina de cubo, de casco, o salpresa–, que había provisto Pascual, adquirida en el Horno Mamella, una institución en Santa Pola, acompañada de unos botes de San Miguel, conservados bien fresquitos en una coquetona nevera portátil. Ahí hemos empezado a pasarnos de revoluciones. Tal vez ha sobrado detenernos en la siguiente estación del itinerario previsto por Antonio, la Venta de La Úrsula, en la carretera de Dolores. Un clásico que nos ha ofrecido un irrenunciable tentempié a base de un remedo del “chanchullo” noveldense, acompañado de unos platitos de embutido casero regados con un par de litronas y otras tantas copas de Protos.

Sin solución de continuidad, desde allí nos hemos dirigido a Perleta, en cuyo Asador Antonio Antón había encargado la francachela de hoy. Un renovado restaurante-brasería radicado en la genuina partida ilicitana, a la que debe reconocerse el mérito de haber dedicado su escuela al Mestre Canaletes, el “mestre sense títol” por antonomasia, que sacó de la ignorancia a centenares de personas analfabetas del Camp d'Elx sin credencial alguna. José Canals Jiménez, que era su verdadero nombre, fue un personaje nacido en Les Baies que a los seis años trabajaba en las salinas, recogiendo los boñigos de las reatas de mulas que movían las vagonetas, por lo que le pagaban dos reales de jornal. Por la noche acudía a tomar lecciones de un maestro a la vez que aprendía música, llegando a dominar la guitarra, el laúd y la bandurria. Con apenas catorce años enseñaba música y, tras  jornadas agotadoras segando juncos en El Hondo o trabajando en la “teulera”, se desplazaba por las noches a Elx, andando, para tomar clases adicionales. Cuando apenas tenía 18 años lo buscaron para sustituir a un maestro rural y empezó a enseñar sistemáticamente, tarea en la que no cejó en toda su vida porque a los 80 años aún daba clase en su casa de la Baia Alta, en un lugar llamado Roal dels Garretes. Escribió en El Tío Cuc, El Obrero, La Tranca, El Bou y otras publicaciones y, sin ser político, compartió las reivindicaciones de los trabajadores. La prosa y el verso se le dieron bien y popularizó El cuento del formigó, que fue un sonado varapalo a los políticos de la República. Un consejo de guerra, celebrado en Alicante en 1941, le condenó a seis meses y un día de prisión menor por auxilio a la rebelión. Según la sentencia, era de antecedentes izquierdistas, y estuvo afiliado al Sindicato Agrícola.

Pues bien, en el mencionado asador, hemos despenado un menú pantagruélico, impresionante, absolutamente desmesurado. Compuesto de aperitivos que incluían raciones triples y exuberantes de croquetas de bacalao, quisquilla, gamba, calamar a la romana, jamón al corte, ensalada de salazones y alcachofas a la plancha. Todo ello servido magistralmente en un reservado excepcional. Semejantes fruslerías han dado paso a un caldero tabarquino de gallina, con su arroz a banda y alioli (“fet a má per l’amic Carrasco, per part de mare”),  que no se lo saltaba un romano. Tras los “divertimentos” previos, semejante reto ha puesto en jaque nuestra capacidad de réplica, que en esta ocasión no ha estado a la altura de las circunstancias. Espero que al menos haya servido para que aprendamos algo. Los postres y cafés, a los que ha seguido un generoso servicio de copas en la terraza del restaurant, han rematado una minuta espectacular a precio de algo más que amigos.

Allí hemos concluido nuestro encuentro, rumoreando como siempre las letras casi olvidadas de las viejas canciones que siempre nos acompañan, con Antonio Antón a la guitarra, hoy excepcionalmente acompañado en las voces por su querida Paqui, que se ha desplazado ex profeso a tomar un café con nosotros. Allí, en una espléndida terraza, olisqueando el humo de los cigarros que consumían Luis y Elías y saboreando las postreras copichuelas en un ambiente distendido, grato y fresquito, hemos despedido el cónclave entre abrazos y plácemes, como siempre.

Acabaré reiterando lo que sabéis de sobra. Más allá del irrepetible anecdotario que distingue a cada una de las convocatorias, lo que me impulsa a escribir estas crónicas no es otra cosa que la humilde aspiración de preservar mínimamente, a través de ellas, el inmarcesible caudal de afecto que liberamos en estos preciados encuentros de amigos. Amigos que sabemos a ciencia cierta que da igual que hayan transcurrido dos semanas o tres años desde que compartimos la última cerveza o el penúltimo café; que sabemos que estamos incondicionalmente todos; que sabemos que vamos a seguir respetando los tiempos, las ausencias y las presencias, las miradas, las palabras y los silencios… el amor, en suma, que sentimos y compartimos. Sabéis que estuve y estoy porque decidí estar; y que aquí estaré, pese a vosotros o a mí mismo. Porque, al final, de quereres va la vida: de querer querer, de querer estar, de querer ser, de querer dar y de querer recibir. Y yo, como vosotros, de querer, lo quiero todo.

Así que, según lo acordado, ya sabéis cuales son las próximas oportunidades que se nos ofrecen: a mediados de abril, en Muro; a finales de mayo, en Novelda; a finales de junio, en Alicante. Y en septiembre, en Aspe.

viernes, 9 de febrero de 2018

Tómbola de caridad

Busco alguna explicación y no la encuentro. Desconozco por qué hoy, ocho de febrero, casi sesenta años después, viene a mi mente, nítidamente, la imagen de la Tómbola Valenciana de la Caridad, una especie de lugar “sacro-laico” al que concurríamos mi madre, mi hermana y yo cada vez que viajábamos a la capital para visitar a algún médico, porque jamás fuimos allí para otra cosa. Quizá deba darle la razón a Juan Marsé y a Luis Landero cuando aseguran que la infancia es para muchos una fuente de inspiración. Verdaderamente, ¿quién no guarda innumerables recuerdos de una etapa tan determinante de la vida? Algunos pertenecen a la memoria consciente, y otros muchos llenan la memoria inconsciente. Olores, sabores, sonidos, visiones, experiencias… Asombro es, tal vez, la palabra que mejor define esa primigenia percepción del mundo que en ese momento evolutivo se nos ofrece esencialmente ignoto. Parece estar ahí, esperando a que lo descubramos. Cada vez tengo menos dudas de que somos quienes somos porque fuimos los niños y niñas que fuimos. La infancia, como dice Landero, es para siempre. Yo también lo percibo así.

Recuerdo, por seguir con el ejemplo, los viejos paseos por el entorno de la Plaza de la Virgen, cuando mis inofensivos y fascinados ojos miraban la basílica de la Mare de Déu dels Desemparats, la Seu, el Micalet, el palacio arzobispal… Por cierto, este último, un horror de arquitectura folklórico-franquista –según aprecio que hice años después– característica de los años del nacionalcatolicismo, que tantas desdichas incitó y provocó en el urbanismo y en la educación de la capital del Regne, y en casi todos los lugares del país.

Precisamente el actual ocupante de la sede arzobispal, uno de los cuatro o cinco obispos valencianos que han detentado semejante privilegio en los seiscientos años transcurridos desde la institución del arzobispado en tiempos de los Borgia, parece la mar de satisfecho prolongando la inquebrantable coherencia ultraconservadora que refrenda la historia de tan magna católica, apostólica y romana corporación. Una sede, la valenciana, a la que dieron enjundia y solera sus tres primeros arzobispos: César Borja, hijo de papa, y sus dos primos Joan de Borja y Pere Lluís de Borja, cardenales. Un ejemplo paradigmático del nepotismo y el clientelismo imperante en los años en que alboreaba la Edad Moderna, cuando todavía no se habían cuestionado de verdad las mejores prácticas feudales.

Con don Alfonso de Borja, obispo de Valencia, posteriormente conocido con el nombre de Calixto III, arranca el origen de la familia que con el tiempo se revestiría de los más preclaros timbres de nobleza, de poder y de influencia, enlazándose con príncipes, magnates reales y próceres del más rancio linaje nacional y extranjero, dando pábulo a las leyendas más delirantes, haciendo correr ríos de tinta y dejando para la posteridad un patrimonio material envidiable. Un debut, todo hay que decirlo, sin seguidores, porque de los más de cuarenta arzobispos que han sido designados tras él, hasta hoy, apenas media docena son valencianos. Históricamente, los arzobispos valentinos han sido metódicamente castellanos, fieles servidores del monarca o del dictador de turno.

Dando un inevitable salto histórico, para no hacerme excesivamente pesado, me transporto a los años cuarenta del pasado siglo. En 1946, es nombrado arzobispo de la diócesis Marcelino Olaechea y Loizaga, franquista y vasco. Apenas un año después de su toma de posesión crea un banco y un patronato, naturalmente bajo la advocación de la Virgen de los Desamparados, para la construcción de viviendas “higiénicas”, de renta reducida, que debían acoger a parte de la multitud de emigrantes que llegaban a la ciudad. Una decisión que secunda, con siglo y medio de retraso, los esfuerzos de los higienistas decimonónicos por facilitar el cambio de los hábitos y las condiciones materiales de vida de los obreros en aquellos pretéritos tiempos de la revolución industrial, que tan esquiva resultó a este país. El hacinamiento y el caos urbanístico que vivieron las ciudades industriales en la primera mitad del siglo XIX, encontraban ahora su réplica en una ciudad, tradicionalmente agrícola, que amparaba una legión de inmigrantes que le hacía crecer a un ritmo mucho más rápido que la construcción de viviendas. De ahí que, en 1948, el Patronato levantase los primeros grupos en Tendetes y Patraix, y un año después en Benicalap. En 1951 ve la luz el proyecto estrella de don Marcelino, como no, el barrio de San Marcelino, que con 530 viviendas fue el grupo más grande de cuantos construyó el Patronato. El dinero para llevar a cabo estos proyectos lo consigue, presuntamente, con la famosa tómbola, que funda en 1948 e instala en la plaza de la Reina, y por la que se le empezó a conocer como el arzobispo tombolero, trocándose popularmente sus apellidos en “tombolaechea” y “dinerolohaga”. Le sucedió otro obispo franquista y navarro, García Lahiguera. En fin, salvando algún buen hombre, como Roca Cabanilles, lo de la diócesis valentina es históricamente memorable.

Más allá de este excurso que, la verdad, no sé por qué lo he emprendido, me pregunto: ¿qué pensaríamos aquellas paupérrimas criaturas cuando visualizábamos, asombrados, un conjunto monumental tan portentoso como el que acoge la diócesis valentina? ¿Qué pensaría mi madre cuando decidía comprar aquellos boletos de la tómbola episcopal? Daría cualquier cosa por poder preguntárselo.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Seducción

Una de las máximas aspiraciones de cualquier ser humano es gustar a los demás. Tan es así que ese anhelo lleva a algunas personas a intentar conseguir por cualquier medio que todo el mundo ansíe su amistad, su compañía, su cuerpo, su inteligencia o cualquier otro de sus atributos y/o habilidades. Ciertamente, quienes logran cosechar fama por méritos propios consiguen tales indulgencias, que suelen ir aparejadas con el hecho de ser conocidos por gestas o particularidades que los hacen populares. Pero no es menos cierto que muy pocos son quienes alcanzan la gloria. De modo que la inmensa mayoría de los mortales estamos predestinados a engrosar el descomunal ejército de los buscadores del minuto o trocito de gloria. Una quimera en la que algunos empeñamos casi lo que sea. Incluso vendemos nuestras vergüenzas a cualquier postor y/o, lo que es peor, las exhibimos pública y descarnadamente.

La semana pasada estuvimos en tierras extremeñas, participando en uno de los viajes del IMSERSO. La base de operaciones radicaba en Mérida, la insigne ciudad erigida sobre la colonia Iulia Augusta Emerita, que fundó, por encargo de Augusto, Publio Carisio con objeto de asentar en ella a los soldados licenciados (eméritos) de las legiones X Gemina y V Alaudae, excombatientes de las guerras cántabras. Entre la infinidad de restos arqueológicos, espacios históricos, museos y, ¿por qué no decirlo?, bares y restaurantes donde delectar el paladar con chacinas y caldos de la Ribera del Guadiana, una anécdota contingente, que alude a un viejo vecino de la ciudad, sedujo mi interés. La narración no es otra cosa que el relato de la biografía, inequívocamente legendaria, de un atleta poco conocido que, sin embargo, ocupa por derecho propio un espacio merecidísimo en el olimpo de los deportistas más admirados y ricos de la historia. Su nombre: Cayo Apuleyo Diocles.

Diocles fue un auriga hispanorromano, natural de la provincia de Lusitania, al que cabe el honor de ser el más notable del Mundo Antiguo en su especialidad. El celebérrimo Antonio García Bellido lo etiquetó como el "héroe de las muchedumbres más apasionadas, ídolo de un pueblo que cifraba su felicidad en estas dos solas palabras: panem et circenses”. Su carrera deportiva fue inusualmente larga, alcanzando los veinticuatro años, cuando la mayoría de sus adversarios morían o quedaban desahuciados mucho antes por la frecuencia de los accidentes. Cuando tenía dieciocho, probablemente tras imponerse en competiciones locales, que ya eran de primer nivel, emigró a Roma. Allí las “escuderías” del momento se denominaban “facciones”, con seguidores tan fanáticos como los actuales hooligans.

Según consta en el testimonio epigráfico más importante que existe sobre las carreras de carros, cuyo original se ha perdido –y, por tanto, solo se conocen los detalles que menciono a través de copias–, Diocles comenzó a correr a los 18 años por la facción blanca, cambiando a la verde a los 24 y, finalmente, a la roja a los 27, donde siguió corriendo hasta retirarse a los 42 años, una edad muy excepcional. Compitió en 4.257 carreras y obtuvo 1.462 victorias, quedando en segundo o tercer puesto en otras 1.438 carreras. Su porcentaje de triunfos es superior al 34 %. Unos registros estratosféricos que prácticamente nadie alcanzó. Bien es verdad que, como hacía M. Schumacher con los bólidos de Ferrari, conducía seleccionadas colleras de caballos lusitanos, que se dice que eran los mejores del momento. Debió ser así porque la tradición asegura que a las yeguas lusitanas las engendraba el viento. Algunos de ellos fueron tan famosos que sus nombres estaban en boca de los aficionados. Es el caso de Cotino, Gálate, Abigeio, Lúcido o Pompeyano, ancestros reputadísimos de Northern Dancer, Secretariat, Phar-Lap, Sea Bird, Man o'War, Citation, Nijinsky o Spectacular Bid, todos purasangres que se adueñaron de los hipódromos a lo largo del último siglo.

Esta semana se inició con la celebración de la 52 edición de la Super Bowl (partido final del campeonato profesional de fútbol americano), el mayor evento deportivo que existe en el mundo actual, que aúna los ingredientes que caracterizan el deporte de alta competición: espectáculo, polémica, pasión… dinero; en suma, deporte y capitalismo, o viceversa. Un show metadeportivo que disputaron los New England Patriots y los Philadelphia Eagle, cuya victoria final se apuntaron los últimos contra pronóstico. Las cifras que mueve el evento marean: 120 millones de espectadores solo en EE.UU y más de 200 cadenas de todo el mundo retransmitiendo el partido, que agregan 100 millones de espectadores adicionales. El dinero que concita la Super Bowl es descomunal. Los Eagles, dueños del Vince Lombardi 2018 (trofeo de la competición), recibirán un premio de 112 mil dólares por cada jugador, que para los de los Patriots será de 56.000. A estas cantidades hay que sumar los 79 mil dólares que ambos equipos consiguieron al vencer en los dos partidos de playoffs de sus respectivas conferencias. Una fortuna que, como otras, tiene eco en la revista Forbes, que desde la neoyorkina Quinta Avenida publica anualmente, desde 1986, su lista de las personas más ricas del mundo. Según ella, en el ámbito del deporte, los cracks mejor pagados en 2017 fueron Ronaldo (93 millones de dólares), LeBron James (86), Messi (80), Federer (64) y Kevin Durand (60,6). Es decir, dos futbolistas, dos jugadores de baloncesto y un tenista.

Pues bien, estas descomunales ganancias, cuya magnitud supera mi capacidad de apreciación, apenas son nada comparadas con la fortuna que amasó el amigo Diocles. Según los cálculos que ha realizado el investigador Peter Struck, profesor de Estudios Clásicos en la Universidad de Pensilvania, ganó a lo largo de su carrera 35.863.120 sestercios –el equivalente a 15.000 millones de dólares–, cifra lejos del alcance de cualquiera de los megacraks mencionados que, por otro lado, está acreditada en la inscripción monumental que le dedicaron sus admiradores y compañeros de profesión cuando murió.

Y es que alrededor de este auriga se creó una aureola gracias a la cual sus ingresos económicos se multiplicaron. De su fortuna solo tenemos noticia de las rentas consolidadas por las carreras ganadas. Pero no todo acababa ahí. Debe tenerse en cuenta que el merchandising de la época en torno a gladiadores y aurigas incluía todo tipo de objetos: lámparas de aceite con la efigie del deportista, que se vendían en mercados y en los propios eventos; mosaicos conmemorativos equivalentes a los posters actuales; estelas; estatuillas... Incluso los nombres de los caballos se incluían en estos elementos. Para hacernos una idea de cómo eran las cosas, baste recordar que el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo favorito, Incitatus. Así pues, ya entonces la capacidad de movilización de fans y seguidores generaba importantes ingresos adicionales a los premios, lo mismo que lo hacían las apuestas y el material promocional de los deportistas, que es fácilmente reconocible en los yacimientos de la época.

Nihil novum sub sole. Al final del camino, tutto cambia perché nulla cambi: imperio, panem et circenses, merchandising... El cinismo de los que siempre prefieren las cosas a las personas, como Lampedusa. Puestos en este trance, me seduce mucho más la versión atlética, original y analógica, encarnada por Diocles, que la de sus remedos tecnologizados de la era de globalización.

lunes, 5 de febrero de 2018

La educación, materia opinable

Si a veces escribir es un vicio incontinente, una quimera que te absorbe y te seduce, a poco que te descuides se convierte en una costumbre fugitiva, corroída por la pereza e invadida por el olvido de la cotidianidad o presa de ambas cosas. No sé exactamente cuánto, pero seguramente hará alrededor de un mes que no he cogido el lapicero para completar una línea de este blog. Cuatro semanas de ayuno expresivo condicionado por otros menesteres que, aunque estaban relativamente previstos, han terminado ocupándome más de lo que hubiese deseado. Menos mal que una noticia aislada, que leí el pasado viernes en el diario Hoy, de Extremadura, me rescata de esa alargada apatía. Aquello a lo que me refiero no es asunto novedoso. Es más, en los medios de comunicación suelen aparecer opiniones equiparables a las que relataré, de la misma manera que recogen cada cierto tiempo interesadas –y casi siempre desafortunadas– declaraciones de políticos insidiosos, que aprovechan cualquier coyuntura para meter cizaña y trabajar en la dirección que no debieran.

El titular del artículo al que aludía rezaba del siguiente modo: “Santa Amalia no quiere ser Helsinki”. Hablamos de un municipio pacense de la vega del Guadiana, próximo a Don Benito. La entradilla subrayaba: Madres de alumnos del colegio público de Santa Amalia exigen a Educación que modifique la enseñanza ‘a la finlandesa’ que se imparte de 3 a 6 años”. Despieces y textos de apoyo recogían entrecomilladas algunas opiniones de las madres que sostenían opiniones categóricas sobre la metodología escolar: “Le tuve tres meses y le saqué del colegio porque no me gustaba el método; mi hijo, como los demás, estaba al libre albedrío”, señalaba una. Otra aseguraba que su hija “perdió lo que llevaba aprendido de la guardería cuando llegó a este centro, el único que hay en el pueblo.” Incluso una tercera apostillaba: “He matriculado directamente a mi hijo en un colegio de una localidad cercana; no respaldo un método en el que el niño hace lo que le apetece en cada momento”.

El colegio público Amalia de Sajonia es un centro educativo con 400 alumnos de E. Infantil y E. Primaria, de los que un centenar tiene edades entre 3 y 6 años. Por lo que se dice en el reportaje, desde hace casi una década desarrolla un proyecto educativo innovador, rotulado “Aprendiendo a ser yo mism@”. Se trata de una propuesta de inspiración finlandesa, basada en el modelo constructivista del aprendizaje, que pretende ser una réplica de las exitosas prácticas educativas de aquel país, y que esencialmente consiste en “educar al ser humano en su totalidad, estando a su lado cuando nos necesita, pero dejándole libre para ser”. Las seis profesoras responsables de materializarlo argumentan que han optado por él después de años de experiencia, de formación y de continua renovación pedagógica. Han transformado las aulas en espacios abiertos y su función docente ha permutado la directividad por el acompañamiento. De modo que en el colegio no existen clases por niveles, los alumnos se mueven con libertad y cumpliendo normas claras por los seis espacios que han preparado con los recursos materiales y humanos de que disponen. Seis son, pues, los entornos en los que se trabajan otros tantos ámbitos formativos: Lengua, Actividades Multisensoriales, Ciencias y Experiencias, Plástica, Psicomotricidad y Música, así como un espacio de Juego Simbólico.

Las mamás de los pequeños aseguran que no rechazan la metodología constructivista sino el modo cómo la aplica el colegio. Consideran que es una forma de enseñanza que no es segura para sus hijos, “dado que con el sistema de aulas abiertas todos los niños se encuentran simultáneamente al cuidado de todas las profesoras a la vez”, de tal manera que ninguna está pendiente de un grupo concreto. “Esto hace que cuando vas a preguntar a la tutora por tu hijo, pueda decirte poco”, aseguran. Por otra parte, apostillan que, al permitir que los niños estén en cada momento de la jornada lectiva en el lugar que les apetece, “algunos pasan prácticamente todas las mañanas fuera de las aulas”. Más allá de la seguridad, entienden que es preciso que se les motive para que inicien el aprendizaje. En su opinión, deberían comenzar el conocimiento de los números y las letras, aproximarse a la lectura y a la escritura, ya que afirman que “se pueden pasar tranquilamente los tres cursos de Infantil sin coger un lápiz”.

Estoy seguro de que algunos que lean lo que escribo recordarán episodios similares vividos en otros tiempos y lugares. Y aunque resulte redundante, conviene evocar lo que hace pocos días decía la maestra, escritora y académica Carme Miquel en el diario Levante, que no es otra cosa que el prontuario que todo maestro o maestra que se precie tiene siempre en el frontispicio de su pensamiento. En ese vademécum se recoge categóricamente que ser maestro requiere capacidad y técnica para poner al alcance de los alumnos los conocimientos científicos y humanísticos, valorando las aportaciones de todos los pueblos y culturas, empezando por los propios. También exige ocuparse de desarrollar al máximo sus capacidades intelectuales y físicas proporcionándoles mecanismos para vivir y convivir de manera óptima. Demanda, además, ensanchar su creatividad y racionalidad, transmitirles una cultura de paz y de defensa de los derechos humanos y educarles en la solidaridad y en la cooperación. Exige fomentar en los niños y muchachos actitudes de respecto al territorio, habituándolos a tener conciencia y saber tomar medidas para revertir los problemas ecológicos que amenazan el planeta.  Ser maestro o maestra preceptúa la obligación de favorecer en ellos el sentido crítico, la capacidad de discernir, de pensar libremente y de decidir, obviando las presiones sociales inconvenientes.

Todo ello hace del magisterio un oficio ilusionante y digno, pero también enormemente complejo. La inmensa mayoría de los profesionales son personas conscientes, rigurosas y comprometidas en sacar adelante un empresa con infinitas aristas y enormes dificultades. Muchas veces deben navegar contracorriente, combatiendo con valentía y determinación las exigencias torticeras de grupos de presión y de conglomerados sociales que fomentan la competitividad, la irracionalidad y la banalización de aspectos importantes de la vida. La educación de las personas que habitan un país necesita el apoyo del conjunto de la sociedad. Utilizar el mundo educativo para hacer demagogia, fracturar la convivencia o generar malestar y desconfianza hacia los maestros, sembrando infundios y espoleando a los padres para que actúen como inspectores de la tarea educativa, sin cualificación, además de ser indigno y manipulador, es extremadamente pernicioso para la formación de los futuros ciudadanos. Una sociedad moderna jamás se asienta sobre la intolerancia, la manipulación o el sectarismo.

Si las madres de los alumnos de Santa Amalia conociesen mínimamente los rudimentos del trabajo que desarrollan las maestras y los maestros, estoy seguro que tendrían opiniones diferentes de las que traslada el artículo de referencia. Nunca es tarde para aprender, únicamente se requiere actitud y voluntad para hacerlo.