Una
de las máximas aspiraciones de cualquier ser humano es gustar a los demás. Tan
es así que ese anhelo lleva a algunas personas a intentar conseguir por
cualquier medio que todo el mundo ansíe su amistad, su compañía, su cuerpo, su
inteligencia o cualquier otro de sus atributos y/o habilidades. Ciertamente, quienes
logran cosechar fama por méritos propios consiguen tales indulgencias, que suelen
ir aparejadas con el hecho de ser conocidos por gestas o particularidades que
los hacen populares. Pero no es menos cierto que muy pocos son quienes alcanzan
la gloria. De modo que la inmensa mayoría de los mortales estamos predestinados
a engrosar el descomunal ejército de los buscadores del minuto –o
trocito–
de gloria. Una quimera en la que algunos empeñamos casi lo que sea. Incluso
vendemos nuestras vergüenzas a cualquier postor y/o, lo que es peor, las exhibimos
pública y descarnadamente.
La
semana pasada estuvimos en tierras extremeñas, participando en uno de los
viajes del IMSERSO. La base de operaciones radicaba en Mérida, la insigne
ciudad erigida sobre la colonia Iulia Augusta Emerita, que fundó, por encargo
de Augusto, Publio Carisio con objeto de asentar en ella a los soldados
licenciados (eméritos) de las legiones X Gemina y V Alaudae, excombatientes de
las guerras cántabras. Entre la infinidad de restos arqueológicos,
espacios históricos, museos y, ¿por qué no decirlo?, bares y restaurantes donde
delectar el paladar con chacinas y caldos de la Ribera del Guadiana, una
anécdota contingente, que alude a un viejo vecino de la ciudad, sedujo mi interés.
La narración no es otra cosa que el relato de la biografía, inequívocamente
legendaria, de un atleta poco conocido que, sin embargo, ocupa por derecho
propio un espacio merecidísimo en el olimpo de los deportistas más admirados y ricos
de la historia. Su nombre: Cayo Apuleyo Diocles.
Según
consta en el testimonio epigráfico más importante que existe sobre
las carreras de carros, cuyo original se ha perdido –y,
por tanto, solo se conocen los detalles que menciono a través de copias–, Diocles
comenzó a correr a los 18 años por la facción blanca, cambiando a la
verde a los 24 y, finalmente, a la roja a los 27, donde siguió corriendo hasta
retirarse a los 42 años, una edad muy excepcional. Compitió en 4.257 carreras y
obtuvo 1.462 victorias, quedando en segundo o tercer puesto en otras 1.438
carreras. Su porcentaje de triunfos es superior al 34 %. Unos registros
estratosféricos que prácticamente nadie alcanzó. Bien es verdad que, como hacía
M. Schumacher con los bólidos de Ferrari, conducía seleccionadas colleras de
caballos lusitanos, que se dice que eran los mejores del momento. Debió ser así
porque la tradición asegura que a las yeguas lusitanas las engendraba el viento.
Algunos de ellos fueron tan famosos que sus nombres estaban en boca de los
aficionados. Es el caso de Cotino, Gálate, Abigeio, Lúcido o Pompeyano, ancestros
reputadísimos de Northern Dancer, Secretariat, Phar-Lap, Sea Bird, Man o'War,
Citation, Nijinsky o Spectacular Bid, todos purasangres que
se adueñaron de los hipódromos a lo largo del último siglo.
Esta
semana se inició con la celebración de la 52 edición de la Super Bowl (partido final del campeonato profesional de fútbol
americano), el mayor evento deportivo que existe en el mundo actual, que aúna los
ingredientes que caracterizan el deporte de alta competición: espectáculo,
polémica, pasión… dinero; en suma, deporte y capitalismo, o viceversa. Un show metadeportivo que disputaron los New England Patriots y los Philadelphia Eagle, cuya victoria final
se apuntaron los últimos contra pronóstico. Las cifras que mueve el evento
marean: 120 millones de espectadores solo en EE.UU y más de 200 cadenas de todo
el mundo retransmitiendo el partido, que agregan 100 millones de espectadores adicionales.
El dinero que concita la Super Bowl
es descomunal. Los Eagles, dueños del
Vince Lombardi 2018 (trofeo de la
competición), recibirán un premio de 112 mil dólares por cada jugador, que para
los de los Patriots será de 56.000. A
estas cantidades hay que sumar los 79 mil dólares que ambos equipos consiguieron al
vencer en los dos partidos de playoffs
de sus respectivas conferencias. Una fortuna que, como otras, tiene eco en la
revista Forbes, que desde la
neoyorkina Quinta Avenida publica anualmente, desde 1986, su lista de las
personas más ricas del mundo. Según ella, en el ámbito del deporte, los cracks mejor pagados en 2017 fueron
Ronaldo (93 millones de dólares), LeBron James (86), Messi (80), Federer (64) y
Kevin Durand (60,6). Es decir, dos futbolistas, dos jugadores de baloncesto y
un tenista.
Pues
bien, estas descomunales ganancias, cuya magnitud supera mi capacidad de
apreciación, apenas son nada comparadas con la fortuna que amasó el amigo
Diocles. Según los cálculos que ha realizado el investigador Peter
Struck, profesor de Estudios Clásicos en la Universidad de Pensilvania, ganó a lo largo de su carrera 35.863.120
sestercios –el equivalente a 15.000
millones de dólares–, cifra lejos
del alcance de cualquiera de los megacraks
mencionados que, por otro lado, está acreditada en la inscripción monumental
que le dedicaron sus admiradores y compañeros de profesión cuando murió.
Y es
que alrededor de este auriga se creó una aureola gracias a la cual sus ingresos
económicos se multiplicaron. De su fortuna solo tenemos noticia de las rentas consolidadas por las carreras ganadas. Pero no todo acababa ahí. Debe tenerse
en cuenta que el merchandising de la
época en torno a gladiadores y aurigas incluía todo tipo de objetos: lámparas
de aceite con la efigie del deportista, que se vendían en mercados y en los
propios eventos; mosaicos conmemorativos equivalentes a los posters actuales; estelas; estatuillas... Incluso los nombres de los caballos se incluían en
estos elementos. Para hacernos una idea de cómo eran las cosas, baste
recordar que el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo
favorito, Incitatus. Así pues, ya
entonces la capacidad de movilización de fans y seguidores generaba importantes
ingresos adicionales a los premios, lo mismo que lo hacían las apuestas y el
material promocional de los deportistas, que es fácilmente reconocible en los
yacimientos de la época.
Nihil novum sub sole. Al final del
camino, tutto cambia perché nulla cambi: imperio, panem et circenses, merchandising...
El cinismo de los que siempre prefieren las cosas a las personas, como
Lampedusa. Puestos en este trance, me seduce mucho más la versión atlética, original
y analógica, encarnada por Diocles, que la de sus remedos tecnologizados de la
era de globalización.
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