Busco
alguna explicación y no la encuentro. Desconozco por qué hoy, ocho de febrero, casi
sesenta años después, viene a mi mente, nítidamente, la imagen de la Tómbola Valenciana de la Caridad, una
especie de lugar “sacro-laico” al que concurríamos mi madre, mi hermana y yo
cada vez que viajábamos a la capital para visitar a algún médico, porque jamás
fuimos allí para otra cosa. Quizá deba darles la razón a Juan Marsé y a Luis
Landero cuando aseguran que la infancia es para muchos una fuente de
inspiración. Verdaderamente, ¿quién no guarda innumerables recuerdos de una etapa
tan determinante de la vida? Algunos pertenecen a la memoria consciente, y otros
muchos llenan la memoria inconsciente. Olores, sabores, sonidos, visiones, experiencias…
Asombro es, tal vez, la palabra que mejor define esa primigenia percepción del
mundo que en ese momento evolutivo se nos ofrece esencialmente ignoto. Parece
estar ahí, esperando a que lo descubramos. Cada vez tengo menos dudas de que
somos quienes somos porque fuimos los niños y niñas que fuimos. La infancia,
como dice Landero, es para siempre. Yo también lo percibo así.
Recuerdo,
por seguir con el ejemplo, los viejos paseos por el entorno de la Plaza de la
Virgen, cuando mis inofensivos y fascinados ojos miraban la basílica de la Mare de Déu dels Desemparats, la Seu, el Micalet, el palacio arzobispal… Por cierto, este último, un horror
de arquitectura folklórico-franquista –según aprecio que hice años después– característica
de los años del nacionalcatolicismo, que tantas desdichas incitó y provocó en
el urbanismo y en la educación de la capital del Regne, y en casi todos los lugares del país.
Precisamente
el actual ocupante de la sede arzobispal, uno de los cuatro o cinco obispos
valencianos que han detentado semejante privilegio en los seiscientos años
transcurridos desde la institución del arzobispado en tiempos de los Borgia,
parece la mar de satisfecho prolongando la inquebrantable coherencia
ultraconservadora que refrenda la historia de tan magna católica, apostólica y
romana corporación. Una sede, la valenciana, a la que dieron enjundia y solera sus
tres primeros arzobispos: César Borja, hijo de papa, y sus dos primos Joan de
Borja y Pere Lluís de Borja, cardenales. Un ejemplo paradigmático del nepotismo
y el clientelismo imperante en los años en que alboreaba la Edad Moderna,
cuando todavía no se habían cuestionado de verdad las mejores prácticas
feudales.
Con
don Alfonso de Borja, obispo de Valencia, posteriormente conocido con el nombre
de Calixto III, arranca el origen de la familia que con el tiempo se revestiría
de los más preclaros timbres de nobleza, de poder y de influencia, enlazándose con
príncipes, magnates reales y próceres del más rancio linaje nacional y
extranjero, dando pábulo a las leyendas más delirantes, haciendo correr ríos de
tinta y dejando para la posteridad un patrimonio material envidiable. Un debut,
todo hay que decirlo, sin seguidores, porque de los más de cuarenta arzobispos que
han sido designados tras él, hasta hoy, apenas media docena son valencianos. Históricamente,
los arzobispos valentinos han sido metódicamente castellanos, fieles servidores
del monarca o del dictador de turno.
Dando
un inevitable salto histórico, para no hacerme excesivamente pesado, me transporto
a los años cuarenta del pasado siglo. En 1946, es nombrado arzobispo de la
diócesis Marcelino Olaechea y Loizaga, franquista y vasco. Apenas un
año después de su toma de posesión crea un banco y un patronato, naturalmente
bajo la advocación de la Virgen de los Desamparados, para la construcción de
viviendas “higiénicas”, de renta reducida, que debían acoger a parte de la
multitud de emigrantes que llegaban a la ciudad. Una decisión que secunda, con
siglo y medio de retraso, los esfuerzos de los higienistas decimonónicos por
facilitar el cambio de los hábitos y las condiciones materiales de vida de los
obreros en aquellos pretéritos tiempos de la revolución industrial, que tan
esquiva resultó a este país. El hacinamiento y el caos urbanístico que vivieron
las ciudades industriales en la primera mitad del siglo XIX, encontraban ahora
su réplica en una ciudad, tradicionalmente agrícola, que amparaba una legión de
inmigrantes que le hacía crecer a un ritmo mucho más rápido que la construcción
de viviendas. De ahí que, en 1948, el Patronato levantase los primeros grupos
en Tendetes y Patraix, y un año después en Benicalap.
En 1951 ve la luz el proyecto estrella de don Marcelino, como no, el barrio de
San Marcelino, que con 530 viviendas fue el grupo más grande de cuantos
construyó el Patronato. El dinero para llevar a cabo estos proyectos lo
consigue, presuntamente, con la famosa tómbola, que funda en 1948 e instala en
la plaza de la Reina, y por la que se le empezó a conocer como el arzobispo tombolero,
trocándose popularmente sus apellidos en “tombolaechea” y “dinerolohaga”. Le
sucedió otro obispo franquista y navarro, García Lahiguera. En fin, salvando
algún buen hombre, como Roca Cabanilles, lo de la diócesis valentina es
históricamente memorable.
Más
allá de este excurso que, la verdad, no sé por qué lo he emprendido, me
pregunto: ¿qué pensaríamos aquellas paupérrimas criaturas cuando visualizábamos,
asombrados, un conjunto monumental tan portentoso como el que acoge la diócesis
valentina? ¿Qué pensaría mi madre cuando decidía comprar aquellos boletos de la
tómbola episcopal? Daría cualquier cosa por poder preguntárselo.
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