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lunes, 25 de noviembre de 2024

Adiós, Amparín

Tienes noventa años, pero para mí sigues y seguirás siendo Amparín. Así te conocí y así te despido, con un diminutivo que no te hace justicia porque siempre has sido grande en profusos aspectos. Destacaré tu bondad y tu alegría, tu simpatía y cariño, tu laboriosidad no exenta de espontaneidad, y también tu amabilidad, honradez y optimismo. Podría alargar mucho, sin esfuerzo, el listado de tus cualidades. Por otro lado, bien mirado, llamarte Amparín tal vez fue la acertadísima manera que encontraron tus padres para cuadrar el círculo, distinguiéndote de tu progenitora y subrayando a la vez tu condición de primogénita. En todo caso, Amparo es un nombre que habéis contribuido a hacer grande madre e hija.

Hace dos años, cuando me avisaron de la partida de Emilia, imaginé sin fundamento que sería la tuya. Me equivoqué y comprobé de nuevo que en esto de marcharse no priman ni la antigüedad ni otros privilegios. Recordaba entonces y recuerdo ahora el último viaje que hicisteis a Gestalgar y también el magnífico día que compartimos. Fue en septiembre de 2016, apenas hace ocho años. Dije entonces que todavía me parecíais dos mujeres de mediana edad, ágiles y pizpiretas, gozando de una salud física y mental razonablemente buenas. Me alegró muchísimo contrastar que así era. Dije también en aquella ocasión que hacía tiempo que tenía asociados los conceptos de inteligencia emocional y resiliencia a vosotras, a mis primas Amparo y Emilia, aunque no de manera correlativa ni excluyente, y ni siquiera por el orden referido. Y no me equivocaba: os habéis ido las dos conservando hasta muy tarde la alegría y el optimismo de aquellas dos jóvenes con las que conviví en los años sesenta, que nunca perdieron el buen humor ni su proverbial capacidad natural para transmitir esos sentimientos a cuantas personas les rodeaban.

Amparo ha sido a lo largo de su vida una persona con inteligencia emocional, con sana autoestima y con muchas habilidades sociales. Alguien que ha percibido y exprimido la vida en positivo. Tenaz en su tendencia a encontrar siempre el lado bueno de las cosas, ha reivindicado sus convicciones y sus asuntos con énfasis y determinación, sin enredarse con ñoñerías y menudencias. Ha sido una de esas personas que van directamente al grano, sin subterfugios, ni tonterías, ¿para qué?, que diría ella.

Como le dije a tu querida hermana cuando se fue, en este tiempo que vivimos de tanto doliente adiós y tanta indeseada despedida, tomo prestados los versos de un poeta optimista como tú, Luis García Montero, para decirte con él que: 

Como la luz de un sueño,

que no raya en el mundo pero existe,

así he vivido yo

iluminando

esa parte de ti que no conoces,

la vida que has llevado junto a mis pensamientos...




domingo, 6 de agosto de 2023

Reivindicación de Manuel Chaves Nogales

Despuntaba el siglo XX y España ansiaba reponerse de los desastres que alumbraron a la generación del 98. Entonces el 60% de los ciudadanos eran analfabetos, primaban las inagotables jornadas de explotación laboral retribuida con salarios de una peseta diaria y el hambre acechaba por arrabales y suburbios. En síntesis, concurría un caldo de cultivo propicio para que emergiese el periodismo de denuncia, que empezaron a practicar algunos cronistas. En las esquinas de las calles madrileñas proliferaban los medios impresos (veinticuatro periódicos publicados a diario), algunos de los cuales aireban sus crónicas.

Para ciertos autores, esos tiempos constituyen la auténtica edad de oro de nuestro periodismo que, sin embargo, ha sido escasamente reivindicada, como acredita el periodista y profesor universitario Miguel Ángel del Arco en su obra Cronistas Bohemios (Taurus). En ella ofrece una buena contextualización histórica y reúne textos espléndidos, precedidos de los perfiles de sus autores, que ejemplifican las aportaciones de esta bohemia a la historia del periodismo, particularmente en lo correspondiente al lenguaje (basado en la paradoja y el uso de la palabra como explosivo), el contenido (de calado social) y el humor (a menudo ácido, e incluso negro). Entre ellos se contaron literatos de altura, que pasaron a la historia como la Gente Nueva y que fueron coetáneos, compañeros de café y colegas de modernistas y noventayochistas. También hubo pioneros, corresponsales, cronistas y reporteros, cuyos trabajos conformaron los inicios del periodismo moderno.

Destacan especialmente cinco nombres que corresponden a especímenes atrabiliarios e iconoclastas, odiados y adorados por igual: Luis Bonafoux, Joaquín Dicenta, Alejandro Sawa, Antonio Palomero y Pedro Barrantes. Todos ellos, cada cual a su manera, denunciaban, se batían en duelo, bajaban a la mina para hacer un reportaje o ejercían la crítica de espectáculos sin piedad. De esa manera alumbraron un nuevo periodismo, que nada tiene que ver con las triquiñuelas de la posverdad que proliferan en estos tiempos, en los que la caverna mediática se ha adueñado del espacio comunicativo, especialmente de la burbuja madrileña y de la que conforman los medios audiovisuales y las redes, desdibujando y desacreditando casi por completo la profesión periodística. Pese a todo, esa pléyade de paniaguados e impresentables que alimentan mañana tras mañana los titulares de los medios escritos y digitales no puede hacernos perder de vista la honda estela que siguen dejando gentes como Iñaki Gabilondo o Ramón Lobo, que han creído, practicado y cultivado los valores asociados al papel de la prensa en una sociedad plural y democrática.

Los Bonafoux y compañía fueron primogénitos de la estirpe de los Chaves Nogales, al que hoy reivindico. Viajaban, leían sin descanso, hablaban varios idiomas y, si no lograban cristalizar en tinta un rumor de café (su hábitat natural), hacían guardia en las casas de socorro en busca de cualquier desdicha denunciable. Fundaron y dirigieron periódicos cuando cerraban o les echaban de los medios en los que generaban problemas. Todos eran habituales en las páginas de El País, El Heraldo, El Liberal, El Globo, Don Quijote, El imparcial

Pues bien, como decía, Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944), pertenece a esta raza de periodistas, a los que incluso trasciende. Demócrata antes de cualquier otra consideración política, enemigo de los extremismos de izquierdas y de derechas, partidario del diálogo pisoteado por los bandos contendientes en la Guerra Civil, defiende una postura que muy pocos osaban respaldar en su momento: por encima de todos los problemas que acosaban a la sociedad, dos fuerzas se habían enfrentado en España para imponer sus criterios, ambas eran extrañas al país y ambas eran senos de acogida de todo tipo de seres deplorables, que se ampararon en los miles de combatientes, de uno y otro signo, que, ellos sí, actuaban por convicciones. Dos ideologías foráneas, prepotentes y ambiciosas, que utilizaron el suelo español para medir sus fuerzas y dirimir sus diferencias: el Imperio contra la Revolución, el fascismo contra el comunismo y el anarquismo. Hitler contra Stalin.

Chaves Nogales se autodefinió como intelectual liberal. Su trabajo era el de un periodista al servicio de la República. Su esfuerzo estuvo presidido por la reflexión profunda, de modo que no es en absoluto fruto de la prisa ni de la improvisación. Las raíces de su liberalismo se hundían en los ilustrados que habían seguido una línea de actuación muy castigada en el país, como Blanco White, Olavide o Larra, entre otros muchos. Personas que defendían el libre desarrollo de la personalidad, la autonomía de pensamiento, la capacidad de decisión independiente y soberana como parte esencial del ser humano. Esa autonomía debía ejercerse desde el diálogo y la tolerancia, desde el libre raciocinio y la no menos libre actuación del contraste de pareces. Ciudadano de una República democrática y parlamentaria, Chaves Nogales fue persona despreciada por ambos bandos, precisamente por miedo a la libertad. Su salida de España obedeció a una razón suprema: su causa, la de la libertad, no había quien la defendiese.

He leído recientemente el libro Manuel Chaves Nogales. Barbarie y civilización en el siglo XX, de Francisco Cánovas Sánchez. El autor traza en él una panorámica de los grandes acontecimientos sucedidos en Europa y en el mundo durante la primera mitad del siglo XX, con especial referencia a la historia de España. De alguna manera, explica así los pormenores de las coordenadas históricas y de los escenarios en los que se desenvolvió el periodista Manuel Chaves Nogales, sin duda, una de las grandes personalidades de la cultura española contemporánea, que empezó a reconocerse como tal a partir de los años noventa del pasado siglo. El relato que construye Cánovas es la narración de un historiador riguroso, que se documenta y que se apoya en fuentes y autores solventes, entre ellos José Mª Jover, Enrique Moradiellos o Julián Casanova, y en otros de reconocido prestigio.

Traza un panorama muy documentado de las vicisitudes que aquejaban a la sociedad española, europea y mundial en la primera mitad del siglo XX y pone en contraste ese marco de referencia con las aportaciones periodísticas, literarias, radiofónicas y de toda índole que realizó Manuel Chaves, prematuramente desaparecido, con apenas 47 años.

La contextualización que hace el historiador del trabajo de Chaves en las coordenadas históricas y en las realidades sociales, culturales, institucionales y políticas de su tiempo es tremendamente esclarecedora, y permite apreciar el extraordinario valor y la gran trascendencia de la ingente obra de un periodista que supo ir más allá de la crónica, el relato o la fabulación, que le inducían y sugerían los escenarios y los personajes que visitaba, entrevistaba y analizaba, para inferir reflexiones, deducciones y consecuencias de naturaleza política, social, cultural y humana, que en muchos casos fueron premonitorias.

Como ha dicho, Antonio Muñoz Molina, «Chaves Nogales es el hombre justo que no se casa con nadie porque su compasión y su solidaridad están del lado de las personas que sufren». Y por ello debería reivindicarse y difundirse su obra con mayor intensidad porque constituye una especie de solera fundacional, amasada con actitudes y convicciones como la tolerancia, la solidaridad y la libertad que se oponen radicalmente al discurso del odio visceral e irracional que defienden las derechas reaccionarias e involucionistas, tratando de movilizar los peores sentimientos del ser humano, revitalizando sus prejuicios, dividiendo a la sociedad y señalando a un enemigo real o imaginario. Es decir, reivindicando los mismos postulados que defendían los viejos fascismos. Malos tiempos para la razón y los buenos sentimientos, pero no queda otra que pelear por ellos o nos someterán quienes no conocen otros argumentos que la sinrazón y el miedo.  



domingo, 18 de junio de 2023

No soy Juan del Álamo, aunque lo parezca



Con cierta frecuencia contrastamos que las cosas no son lo que aparentan. Mirando la fotografía de la cabecera pudiera parecer que corresponde a uno de mis libros. Al menos es lo que sugiere su faja, donde se insinúa, entre paréntesis, una suerte de seudónimo (Juan del Álamo), recurso de uso común en los regímenes totalitarios, en los que se enseñorea regularmente la censura. Sin embargo, aseguro que no soy Juan del Álamo, ni siquiera el tal Vicente Carrasco que se menciona, aunque pueda parecerlo. Si se hace una búsqueda simple en Google, se comprobará de inmediato que, hoy por hoy, el apelativo Juan del Álamo con mayor trascendencia corresponde al sobrenombre por el que se conoce en el mundo taurino al matador mirobrigense Jonathan Sánchez Peix, que comenzó su carrera apodándose Camperito siendo alumno de la Escuela Taurina de Salamanca. Pero ni este diestro es el autor del libro, ni tampoco la persona a la que me referiré.

Hoy traigo al pequeño rincón que representa este blog a mi tocayo Vicente Carrasco Illescas (Cádiz, 1917-Valencia, 1990), al que conocí curioseando los catálogos de las librerías de lance, concretamente a través del libro de poesía que recoge la imagen, publicado en Caracas, en 1970, al que me referiré más adelante. Repaso su biografía de la mano de Javier Fernández Rincón, doctorando en Historia Contemporánea en la UNED y socio fundador de Cisma Editorial y del Centro de Estudios Históricos Fernando Mora. De acuerdo con la amplia reseña que incluye la revista La Comuna (https://www.revistalacomuna.com/cultura-y-memoria/vicente-carrasco-poesia-resistencia/), la trayectoria biográfica y poética de Vicente consta de dos etapas vital, geográfica y estéticamente bien diferenciadas, separadas por el fatídico año 1936.

Hasta ese momento su vida había transcurrido en Cádiz, repartiendo su tiempo entre las actividades poéticas (fruto de una temprana vocación literaria), su compromiso sociopolítico militando en la Asociación de Estudiantes Libres y el estudio de la carrera de Medicina. Concluida esta, dará clases de Anatomía en la Universidad y opositará a diferentes puestos, llegando a ser jefe de los Servicios Provinciales de Cardiología.

Su pasión por la poesía arranca tempranamente, publicando en la revista La Esfera (editada en Madrid por Prensa Gráfica), en el Diario de Cádiz y en el semanario Atlante. En marzo de 1928, da un recital en el Ateneo de su ciudad conjuntamente con Ventura Román Nieto. Empieza a obtener cierto reconocimiento en los ámbitos culturales, asiste a tertulias literarias y publica poemas en la revista Isla (Hojas de arte y letras), fundada por el poeta Pedro Pérez-Clotet, en 1932.

José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de teoría de la literatura y literatura comparada de la Universidad de Cádiz y estudioso de la obra de Carrasco (Estructura simbólica de «El muro levantado» de Vicente Carrasco, en Archivo hispalense: Revista histórica, literaria y artística, ISSN 0210-4067, Tomo 63, Nº 192, 1980, págs. 273-292, entre otros trabajos) asegura que Pedro Pérez-Clotet dijo de él después de leer sus poemas que: «Aquí hay un gran poeta, pero le falta limar mucho». Trabajó minuciosamente su poesía hasta que Pérez-Clotet le publicó en la Colección Isla su primera obra en 1935, titulada Rectángulos, de influencias lorquianas, surrealistas y neopopulares, recibiendo muy buenas opiniones desde la crítica. Con el estallido de la guerra, Pérez-Clotet se adhirió a los golpistas, convirtiéndose en uno de los escritores afines al bando franquista, como el ultracatólico José María Pemán. En la primavera de 1936 publica su segundo poemario con el título Poemas impresionistas, editado en Cádiz por la editorial Surcos.

En julio de 1936, Vicente Carrasco disfrutaba de un viaje turístico por Europa que debía durar un par de meses. El golpe de Estado le sorprende en Basilea y decide volver a España a través de la frontera catalana. Se dirige a Valencia, pues Cádiz había caído en poder de los sublevados. La guerra no paraliza su talento. En 1938, publica Romances de la hora, en Ediciones de la Guerra. Su compromiso con la República hace que se responsabilice de los servicios sanitarios de la Guardia de Asalto. Militó en el Partido Republicano Radical Socialista hasta su disolución y estuvo afiliado a Izquierda Republicana (IR). Anteriormente militó en Acción Republicana hasta su integración en IR.

Finalmente, cuando en los últimos días de marzo de 1939 las tropas franquistas ocupan Valencia, intenta huir a Francia con intención de exiliarse a Colombia, sin conseguirlo. Lo reintenta a través de Gibraltar, fracasando nuevamente. Por último, decide regresar a Valencia desde donde pugna por embarcarse con destino a Francia, vía Argel. No lo consigue al ser detenido por la policía franquista. Se le envía a la Prisión Celular de Valencia (La Modelo), donde permanecerá recluido dos años y medio. Pese a todo, tuvo más suerte que su colega Peset Aleixandre porque eludió el pelotón de fusilamiento.

Obviamente, se le depuró y se le apartó de su puesto en la universidad y, al abandonar la prisión, sufrió un largo exilio interior en Valencia, ejerciendo su profesión en una clínica privada de medicina interna, que él mismo puso en marcha. Pese a todo, no abandonó la poesía, aunque la limitó al ámbito privado y mantuvo siempre firme su actitud disidente. Pese a todo, en 1952, su nombre aparece entre los autores recomendados en la Antología Consultada de la Joven Poesía Española (Distribuciones Mares, Valencia). También se publica su poema La voz misteriosa, del libro inédito Voces en la concordia, en la revista valenciana La Caña Gris, dirigida por José María Abad Tallada, en otoño de 1960.

En 1970, gracias a la Editorial Island, de Caracas, reaparece el poeta consiguiendo sortear la censura franquista. Le editan los dos volúmenes del poemario El Muro Levantado, con el subtítulo Poema de la Resistencia Española, a través del que le conozco. Es justamente esta obra la que firma con el pseudónimo «Juan del Álamo». Se trata de un grito desgarrado que arraiga en una España negra y huraña, expresando el dolor del exilio interior y de la muerte de toda esperanza, que apenas atisba para tiempos nuevos y lejanos. Un libro, en palabras de su autor, «beligerante, testimonial, vivo y vivido, escrito sin una concesión contra el régimen de tiranía y muerte». Vicente Carrasco Illescas falleció en Valencia, el 25 de febrero de 1990, y reposa en un nicho del cementerio de la ciudad.

No conocí a mi tocayo, pero me hubiese gustado. Hoy por hoy, escasea la gente con buena reputación profesional e inequívocas convicciones. Sirva este pequeño homenaje, que remato con dos de sus poemas, para honrar su memoria. Aunque merece un esfuerzo institucional para rescatar su obra poética del olvido y de la desidia. Sé que no corren precisamente los mejores tiempos para ello, pues un matador de toros (de nuevo, la tauromaquia), de buena familia, se perfila como el nuevo conseller de Cultura de la Generalitat. Pero, ¿quién sabe? Lo advierte el viejo dicho: «Líbreme Dios de mis amigos, que de mis enemigos me ocupo yo».

¡A ESE!

Ese es un rojo. ¡Perseguidlo!
Ese es un rojo. ¡Aniquiladlo!
Ese es un rojo. ¡No lo olviden!
Pertenece a la horda. Es de la tribu
de los alzados infrahombres.
No tiene frente de nobleza.
No tiene manos, sino garras.
No tiene boca, sino pico.
No son huellas de pasos de pisadas.
Son sus palabras alaridos.
Tienen ojos redondos de alimaña
que miran… y destruyen cuanto miran.
¡Ese es un rojo! No es un hombre
¡Ese es un rojo! Que no haya
paz a su lado nunca, nunca.
Que se le cierren todas las puertas.
Que el cielo encima se le caiga.
Que le lluevan denuncias y denuncias.
Que el dedo lo señale y, descubierto,
comparezca en el centro de la plaza.
¡Ese es un rojo! No es un hombre.
Que por su hundida frente impura
los pensamientos se retuerzan.
Que por su roto pecho, el aire
como la nieve cristalice.
Que el corazón le estalle, tenso
de endurecida sangre coagulada.
Que se le llenen de agujeros
las fugitivas plantas en su huída.
Que cuando alcance la frontera
un paredón le cierre el paso.
Que el exterminio siga y siga,
hasta en los hijos de los hijos.
¡Ese es un rojo! ¿Un rojo? ¡Alto!
¡Ese es un rojo! ¿Un rojo? ¡Muerte!

 

EL PUEBLO SOBERANO

Pero los pueblos nunca mueren
aunque la muerte los taladre,
aunque su sangre corra a ríos,
aunque su voz quede enterrada.
Así, en la banda de los mares,
nació la resistencia, y tierra adentro
fue como un árbol silencioso,
como una espuma reprimida,
como un ejército de sombra
acampado en la noche, como un río
de furia, subterráneo, como un viento
sobresaltado sobre un mar de sangre.
Miles de troncos y de ramas
cubren la noche sumergida,
y un fuego oculto los recorre
mientras la aurora se despunta.


Retrato de V. Carrasco Illescas (R. Pérez Contel)


domingo, 18 de septiembre de 2022

Siempre estarás conmigo

Domingo, 18 de septiembre. Poco más de las diez de la mañana. Suena el teléfono. Veo la procedencia de la llamada e intuyo las malas noticias. Es mi sobrina Begoña, desde Chiva. Casi sin dejarla hablar, le espeto: —La tía Amparín. Y me responde: —No, la tía Emilia. Siento un mazazo atroz, por inesperado. Me rehago como puedo y recuerdo de inmediato nuestra última conversación telefónica durante los bochornosos días de julio. Todo estaba en su sitio, como casi siempre. Sin embargo, en apenas un par de días, Emilia ha emprendido su viaje definitivo cuando apenas rebasa los ochenta y un abriles. Y lo ha hecho como ha afrontado todas las cosas en la vida: con talante, ligerita de equipaje, dando poca faena y haciendo escaso ruido. ¡Qué grande has sido, querida Emilia!

Siempre he percibido que lo que me unía a ti eran lazos afectivos similares a la hermandad, quizá uno de los vínculos más sólidos y perdurables de cuantos trabamos los seres humanos. Sabes que fraguamos esa relación durante el quinquenio que viví en tu casa, en el horno de tu padre, durante la década de los sesenta. Si bien es cierto que cronológicamente nos separa algo más de una década, desde el inicio de nuestra relación percibí en ti la cercanía que experimentan las personas con sus hermanos mayores. No nos unía la sangre, pero siempre te he considerado casi como una hermana, que he querido y quiero intensa y fraternalmente.

Son decenas las anécdotas, vivencias y emociones que podría enumerar en esta apresurada y breve exégesis de una persona esencialmente sencilla, familiar, cercana y rebosante de valiosos atributos: afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, optimista, competente, inteligente, bondadosa… Todo lo bueno cabe en el perfil de Emilia. Pero si algo merece destacarse de su entidad personal es su enorme resiliencia. Ha logrado compendiar, como pocos, la capacidad de adaptarse a la adversidad, de reflotar, tras experimentar profusas dificultades y angustias. En mi opinión, Emilia ha sido un ser esencialmente resistente, una persona que ha vivido una existencia dura, con demasiados sinsabores, exigencias y renuncias, con abundantes reveses y con mucho trabajo. Nada de ello ha logrado borrar la sonrisa de su boca «corachana», de labios carnosos y sensuales. La misma que en los años sesenta iluminaba el dulce rostro de quien entonces era una jovencita enamorada y feliz.

En este tiempo que vivimos, de tanto doliente adiós y tanta indeseada despedida, tomaré prestados los versos de otro afligido optimista, García Montero, para decirte que: 

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...

[…] 

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Y en ello persistiré, querida Emilia, porque siempre estarás conmigo







 

viernes, 15 de abril de 2022

Nietos, ni más ni menos

Casi no han transcurrido dos semanas de primavera y ya son legión los foráneos que zanganean por nuestras calles y playas. Apenas despuntan los primeros calores primaverales —o lo que el tiempo dé, porque les resulta indiferente— y a esas gentes que tanto se ufanan de su territorio les faltan horas para huir de él con renovada presteza alegando cualquier pretexto, negando la mayor y haciéndose notar apenas llegan a estas tierras periféricas a fuer de exhibir su peculiar prepotencia, su natural estrépito y su proverbial chabacanería, cualidades que asombrosamente consideran ocurrentes y guais. Afortunadamente, desde hace algunos años, este acostumbrado alud de bahorrina coincide con un flujo emocional positivo proveniente de mis nietos, que en las fechas mencionadas y en otras se dejan caer desde la villa y corte por este territorio que los mesetarios denominan «Levante» acompañados de sus padres, como de hecho sucedió el pasado fin de semana.

En la última visita que nos hicieron a finales de febrero y especialmente en esta última hemos comprobado como Arizona recorre el gratificante estadio vital que algunos denominan «años mágicos», ese intervalo entre los tres y cuatro años en el que predomina la fantasía y la imaginación. Por otro lado, es una niña con gran vitalidad que corre y brinca que se las pela, sube y baja escaleras sin apoyos, trepa por sofás, sillones y cualquier tipo de asiento, lanza y atrapa pelotas, peluches y lo que se tercie y se mueve con agilidad en cualquier dirección. Es evidente que ha crecido mucho y ha hecho notabilísimos progresos en sus movimientos, perfeccionando sus destrezas corporales. Son igualmente notorios sus avances con las manos, sorprendiendo por su capacidad para dibujar objetos y personas, copiar figuras geométricas y trazar algunas letras mayúsculas, incluidas las que componen la versión hipocorística de su nombre, «ARI», que empezó rotulando «AIR».


También ha progresado muchísimo en sus logros con el lenguaje: comprende conceptos como igual y diferente, se expresa con frases compuestas por cinco o seis palabras, habla lo suficientemente claro para hacerse entender por personas extrañas e incluso cuenta pequeñas historias. Identifica la mayoría de los colores, comprende el concepto de contar y conoce la mayoría de los guarismos. Por otro lado comienza a tener una cierta percepción del transcurrir del tiempo, recuerda historias cortas, participa en juegos de fantasía y hasta utiliza expresiones irónicas.

En el ámbito de los logros sociales y emocionales juega con otros niños, le interesan las nuevas experiencias, tiene cada vez más inventiva en juegos de fantasía, coopera en vestirse y desvestirse, propone soluciones para algunos conflictos y es cada vez más independiente. Por otra parte, se autopercibe como una persona plena integrada por cuerpo, mente y emociones, y todavía confunde fantasía y realidad.

Dentro de un par de meses Fernandito cumplirá seis años. Tanto en esta visita como en la anterior, más allá de los flashes que nos proporcionan las videollamadas cotidianas, se han hecho perceptibles los progresos en su desarrollo motriz, su modo de pensar y sus habilidades comunicativas.

Sigue pleno de energía, ansía jugar continuamente y aprende a través del juego. Cada vez es más consciente de que atraviesa un período de transición y percibe que las cosas van cambiando de cara a la nueva etapa escolar que se le viene encima. Muestra mayor coordinación y control en sus movimientos corporales, conserva el equilibrio, salta a la pata coja, ha perfeccionado su aprendizaje de la natación, el uso del patinete y a montar en bicicleta. Salta y brinca con soltura y despliega sus movimientos con creciente armonía. Ha mejorado ostensiblemente su motricidad fina, como evidencian sus destrezas domésticas y escolares. Por otra parte, ha completado su conocimiento del esquema corporal, conoce perfectamente todas las partes externas de su cuerpo y muestra interés por algunas internas (corazón, estómago, cerebro…). Todo ello le permite dibujar la figura humana con profusos detalles, siendo los trazos de sus dibujos finos y precisos.

Por otro lado ya casi ha adquirido la lectoescritura: sabe leer y escribir todo tipo de sílabas (directas, inversas, trabadas…), entendiendo la funcionalidad de ambas destrezas y mostrando una comprensión lectora notable. En cuanto a sus habilidades lingüísticas ha ampliado notoriamente su vocabulario, que vocaliza correctamente con pleno dominio del repertorio fonético. Dice su nombre completo y la dirección donde vive y es capaz de expresar verbalmente su estado de ánimo, sus necesidades personales y deseos. Y, obviamente, intenta satisfacerlos. A veces sorprende su forma de hablar, que se parece crecientemente a la de los adultos, combinando frases y respondiendo de manera precisa a las preguntas que se le formulan. Se muestra deseoso de saber y de conocer cuanto le rodea. Pregunta constantemente y le gusta obtener respuestas claras, sin ambages ni circunloquios. Le divierten las adivinanzas, los chistes y los juegos de palabras.

Respecto a sus características conductuales y emocionales tiene clara su identidad sexual y aunque todavía no ha abandonado el egocentrismo es capaz de compartir juegos y juguetes con su hermana y otros amigos o compañeros, cooperando activamente en los juegos y disfrutando de su compañía.

Empieza a mostrarse independiente, aunque en ocasiones exterioriza inseguridades ante situaciones e individuos desconocidos. En todo caso, necesita sentirse importante para las personas de su entorno. Reconoce las emociones y los sentimientos de los demás y adopta actitudes de protección hacia los más pequeños, especialmente con su hermana. Le gusta hacer encargos y asumir responsabilidades en las tareas domésticas y escolares, de la misma manera que le agrada que le elogien cuando hace las cosas bien, siendo normalmente consciente de que se equivoca y comete errores. No obstante, porfía por ser autónomo y alcanzar una sólida autoestima.

De modo que puede decirse sin rodeos que afortunadamente disfrutamos de unos nietos saludables, que perfeccionan su desarrollo evolutivo con la más absoluta y deseable normalidad. Cada vez que los vemos gozamos comprobando que nos acogen con satisfacción, se sienten a gusto con nosotros y nos muestran su afecto y su respeto, lo que no deja de sorprendernos porque el hecho de que vivamos a cierta distancia impide que nos relacionemos con la frecuencia y la continuidad que lo hacen otros. Observamos el hermanamiento que existe entre ambos, cómo se quieren, se respetan, se preocupan el uno por el otro y exteriorizan gestos de afecto mutuo para satisfacción nuestra y de todos sus familiares. ¿Se puede pedir más? Diría que sí: que gocen muchos más años de la salud física, intelectual y emocional que muestran ahora.

jueves, 25 de febrero de 2021

Tomás Artero

El nombre y los apellidos de las personas resultan a veces curiosos e incluso graciosos y hasta pintorescos. ¿Acaso no son llamativos, por ejemplo, Tiberio Feliz, Rosa Verde y Amarillo, Encarna Vales, Paca Garte, Lola Mento, Elvia Ratón Calvo o Antonio Bragueta Suelta? Sin embargo, otras veces les vienen a sus titulares como anillo al dedo y no son pocos los casos en los que evidencian una radical incongruencia entre su significado y las características de la persona a la que corresponden. Algo de esto último ocurre con mi amigo Tomás Artero Bataller.

Su nombre, que significa gemelo, corresponde a uno de los doce apóstoles de Jesucristo y procede del latín eclesiástico «Thomas», vocablo derivado del griego «thoma» o «theoma», que a su vez es préstamo del arameo. En el evangelio de San Juan a Tomás se le denomina también Dídimo, que no es sino su traducción al griego. Todo parece indicar, pues, que el apóstol tenía un hermano gemelo que probablemente falleció antes de que trascendiera la vida pública de Jesucristo, particularmente a través de las crónicas evangélicas. Tomás fue señalado por su incredulidad pues, como se recordará, no creyó en la resurrección de Cristo hasta que le enseñó sus llagas. Pues bien, considerando cuanto antecede, doy fe de que ni Tomás es gemelo de nadie, ni me parece que sea persona especialmente incrédula. Por otro lado, los diccionarios certifican que «artero» es un adjetivo peyorativo, sinónimo de «mañoso» y de «astuto», que en femenino corresponde a un instrumento de hierro con el que antiguamente la gente marcaba su pan antes de llevarlo a cocer a un horno común. Y también que «bataller» deriva de «batallar», término que tiene dos acepciones; por un lado, expresa la acción de combatir o hacer la guerra; y por otro, alude a la acción de poner badajos a las esquilas del ganado. Ni uno ni otro me parecen significados que encajen con las características de mi amigo, que en absoluto responde al prototipo de las personas arteras ni es verosímil imaginarlo arreglando cencerros.


Sin embargo, cuando conocí a Tomás —hace más de 50 años— ya me pareció que tenía ante mí un «bon chic», aunque entonces desconocía el significado de tal expresión porque no sabía una palabra de su lengua materna. Pues bien, en las cinco décadas transcurridas ha acreditado sobradamente que no estábamos equivocados quienes percibimos tan preliminarmente su bonhomía. Pudiera parecer que el término “bon chic” es una alusión genérica, idónea para designar a los muchachos de apariencia amable y bonachona. Y en cierto modo lo es aunque aplicada a mi amigo trasciende amplísimamente ese significado porque Tomás, además de lo anterior, es persona cálida, cariñosa, acogedora, afable, jovial, atenta, amigable, bondadosa, apacible y comprensiva. No contento con ello es, además, un hombre capaz, fiel, alegre, responsable, respetuoso, empático, educado, leal, comprensivo, paciente, servicial y divertido. Y, por si faltaba algo, es también tierno, delicado, sensible, humilde, perspicaz, atento, aparentemente feliz y bonachón, como decía al principio. He necesitado más de treinta adjetivos para calificarlo pese a que soy plenamente consciente de que la construcción literaria se asienta en la economía de las palabras, que es lo mismo que decir en la erradicación de elementos innecesarios para comunicar la idea que se pretende trasladar al lector. Pero, por otro lado, también sé que el adjetivo es elemento imprescindible para la concreción lingüística y que, como todo en la vida, conviene utilizarlo con mesura, lo que no equivale a economizarlo a toda costa. En mi opinión, sin los adjetivos los textos estarían vacíos y los sustantivos huérfanos de matices. Reto por tanto al lector que conozca a Tomás a que despoje a la oración “Tomás es un bon xic” del resto de los adjetivos que he añadido para calificarlo y determinarlo. Si transmite lo mismo, acepto la penitencia y los suprimo del discurso porque también tengo la convicción, como Carpentier, de que los adjetivos son las arrugas del estilo, aunque en este y en otros casos me parecen ideas verdaderas, cual los sustantivos que, como ellos, nunca envejecerán. Porque si ya nadie discute que la arruga llega a ser bella, ¿qué impide aceptar que los adjetivos sean parte de la belleza natural del lenguaje?

Como he dicho, cuando conocí a Tomás ya era persona de apariencia bonachona y ademanes comedidos. Muchacho parco en la palabra, contenido en sus expresiones y particularmente prudente. Quizá uno de sus aspectos más llamativos era la capacidad que demostraba jugando al fútbol. Entonces ya militaba en el equipo de La Vila, su pueblo, y exhibía buenos fundamentos que le hicieron partícipe por derecho propio de los equipos con los que competía la Escuela de Magisterio y también de los que alineaba el club de su localidad. En ellos se desenvolvía con una solvencia bastante más rotunda que la que traslucían sus comportamientos académicos o sus relaciones sociales. Pese a todo ya apuntaba maneras en tanto que persona amistosa y de concordia, que porfiaba por ubicar su existencia en el territorio de lo cercano, de la amabilidad y la confortabilidad.

Aunque nuestros itinerarios profesionales se han desenvuelto de manera disociada y no hemos tenido oportunidad de coincidir a lo largo de las respectivas carreras, no han escaseado las referencias y los contactos mutuos. En ese dilatado periodo, tanto directamente como a través de amigos y conocidos comunes, he sabido de la bonhomía de Tomás y de la magnífica labor que desplegaba como educador en uno de los centros emblemáticos de Benidorm, el Lope de Vega, en el que dejó una huella perdurable. Podría seguir glosando otras facetas de Tomás, pero para no hacerme pesado me centraré exclusivamente en dos aspectos que me parece que lo caracterizan y que resumen en cierto modo su talante vital.  El primero de ellos son las amistades y el segundo su afición por la gastronomía.

Tomás cuenta por centenares sus amigos, no en vano cultiva como pocos la amistad y las formas que hacen posible la convivencia. Además de una infinidad de conocidos, tiene un potente núcleo de amigos con los que empatiza, interactúa y disfruta. Todos sabemos por experiencia que conservar los amigos no es sencillo. Al contrario, como he dicho en otras ocasiones, es sustancialmente difícil y requiere la ineludible práctica de importantes virtudes. La primera de todas ellas es la honestidad, que a la amistad le conviene por encima de cualquier otra cosa; es más, puede afirmarse categóricamente que sin ella resulta imposible ya que mentira y amistad son incompatibles: solo las amistades francas perduran en el tiempo. Otra de ellas es la generosidad, y a Tomás le sobra por los cuatro costados, como la anterior. Y, consecuentemente, igual se embarca para pescar al curricán que guarda el cuartel de la filà durante las fiestas. De la misma manera que viaja a la Rioja, a Navarra o a donde sea para acompañar a un amigo en la descubierta de una nueva añada de caldos, come, cena o revela el enésimo restaurante interesante o la penúltima tasca que merece la pena visitarse. Porque, aunque no lo confiese, es un gourmet reconocido, alguien a quien se puede inquirir sobre cualquier espacio gastronómico de su localidad, de cualquier pueblo de la comarca, de la provincia de Alicante, de la Comunidad Valenciana y hasta de mucho más allá… y dará referencias.

Así que, remedando a Wyoming, podría escribir más y mejor pero ello no mejoraría a mi amigo, porque eso es tarea imposible.


miércoles, 10 de febrero de 2021

Adiós, madrina

El escriba Ptahhotep, visir de uno de los faraones de la V dinastía, es autor del contenido de unos de los primeros textos de la literatura del Antiguo Egipto, las conocidas como Instrucciones, Máximas o Enseñanzas de Ptahhotep, que recopiló su nieto, Ptahhotep Tshefi, en torno al año 2450 a. de C. usando la escritura hierática. Se trata de una colección de proverbios morales, con forma de consejos e instrucciones, que da un padre a su hijo. Una de las copias más antiguas, el Papiro Prisse, se guarda en la Biblioteca Nacional de Francia y en él se lee: 

“Pasan los años, ha llegado la vejez, viene la fragilidad, la debilidad crece. Uno duerme todo el día, como los niños. Se enturbian los ojos, los oídos ensordecen. Con el cansancio disminuye la fuerza, la boca, silenciada, no habla; el corazón, vacío, no recuerda el pasado; duelen los huesos; lo bueno es malo; se ha ido el gusto; lo que los años le hacen a la gente es malo en todos sentidos.

No te vanaglories de tu conocimiento, ni te enorgullezcas porque eres un sabio. Toma consejo del ignorante del mismo modo que del sabio, pues no se han alcanzado los límites del arte, ni existe un artesano que haya adquirido su perfección. Observa la verdad y no la traspases, que no se revele el desahogo del corazón. No calumnies a gente alguna, grande o pequeña. Es de lo que abomina el ka (la fuerza vital)” 

De entonces acá han transcurrido 4500 años y la vida y la muerte han cambiado notablemente. Diría que de manera radical en algunos aspectos, especialmente en el último siglo, cuando la esperanza vital de las personas ha crecido más que durante todos los milenios anteriores. De hecho, se ha duplicado en lo que es apenas un abrir y cerrar de ojos considerado desde la perspectiva del conjunto de la evolución de la especie. Por tanto no debe extrañarnos desconocer tantas cosas sobre la vejez. De algún modo podría decirse que es algo nuevo, y hasta que resulta paradójica. Digo esto porque, según revelan ciertos estudios científicos, el estrés, la preocupación y la angustia disminuyen con la edad. Los sociólogos denominan a este fenómeno la paradoja de la vejez, que no es sino una sugerente incongruencia que cuanto más intenta negarla la ciencia más evidencias encuentran a su favor los científicos. Ello no debe llevarnos a la deducción simplista y absurda de que la gente mayor es feliz, sin más. No obstante, se ha demostrado que en general está de mejor ánimo que los jóvenes, aunque también es más propensa que ellos a experimentar altibajos emocionales, sintiendo tristeza y felicidad a la vez, o siendo presa del conformismo y la desesperanza a la par. Algo que ejemplifican como pocas cosas las lágrimas que a veces se nos escapan cuando hablamos, abrazamos o sonreímos cariñosa y/o esperanzadamente a un familiar o a un amigo. Las personas mayores probablemente aceptamos la tristeza con mayor naturalidad que los jóvenes porque resolvemos de mejor manera los conflictos emocionales. 


Sin embargo, la paradoja por antonomasia de la vejez la concreta el reconocimiento universal y expreso de que no viviremos eternamente; una constatación que altera positivamente la perspectiva existencial. Cuando somos jóvenes contemplamos el horizonte vital como algo lejano e incierto, lo visualizamos como una especie de inmenso territorio que incita a su exploración, que motiva a acopiar información que nos ayude a completar un recorrido que ansiamos largo y fructífero, con riesgos evidentes de los que somos relativamente conscientes. En esa perspectiva llegamos a pensar que si finalmente las cosas no llegan a funcionar siempre habrá un mañana esperándonos. Sin embargo, a partir de los cincuenta/sesenta difícilmente nos aventuramos con esa especie de citas a ciegas. 

Sirva este largo preámbulo para enfocar mi breve y sentida despedida a Amparo Corral, cuyo definitivo adiós, esta misma mañana, pone fin al linaje que inauguró su padre Antonio, que conjuntamente con su esposa Amparo dejó una fructífera cosecha de mujeres Amparo, Fina y Pura con las que sorprendentemente se agotó la dinastía, pues no hubo descendencia que asegurase su continuidad. Como he dicho en otras ocasiones, la casa de mis tíos fue un hogar donde imperó el toque femenino, una morada enseñoreada por las mujeres y bien gobernada por una magistral matriarca, cuyo rol, cuando desapareció siendo ya nonagenaria, heredó su primogénita desempeñándolo con innegable solvencia hasta hace apenas nada.

Con la marcha de Amparín, también nonagenaria, se apagan las luces de un linaje al que nadie auguraba tanta brevedad. Sin embargo, fortuitamente, la secuencia fundió a negro desapareciendo paulatinamente de la pantalla en absoluto olvidándose centenares de vivencias, anécdotas, recuerdos… tantas cosas, en tantos escenarios, durante tanto tiempo. Se apagaron las palabras, se perdieron las miradas que sirvieron para transmitir efímeramente proyectos de vida, ilusiones, sueños, decepciones, afectos y desafectos… Se impuso el ineludible silencio que ahora cruza los recuerdos y los apegos desgranados sordamente a ritmo de blues, reiterados y amalgamados con el machacón patrón de los doce compases. Sobreviene la deriva melancólica, la sororidad de una existencia señera, las pulsiones emocionales trabadas, metabolizadas…, apuntando inútilmente a quienes se fueron,  envolviendo contumaces y apelantes a quienes aún permanecemos lejos de las viejas fotografías.

La partida de Amparín no nos desgarra, como sucedió con las de sus hermanas. No lo hace porque se va naturalizadamente, a su tiempo, aunque jamás parezca que sea el tiempo de morir. Su partida nos deja en paz porque se va como fue: discreta, contenida, digna. Y esa es la grandeza de la vida: vivirla y despedirla en plenitud, desde el principio hasta el final, gozándola a raudales, contenida o desaforadamente, como cada cual ansíe, o elija.

Quiero subrayar una idea que es más bien una constatación estadística argumentada científicamente: la vejez aporta algunas mejoras significativas a nuestras vidas. Atesora más conocimiento, más experiencia y propicia el perfeccionamiento de ciertos aspectos socioemocionales. Según indicadores y evidencias acreditados es incuestionable que la mayoría de las personas mayores somos felices, al menos más que la gente de mediana edad y que los jóvenes. Todos los estudios que conozco llegan a la misma conclusión. Y si es así, ¿por qué pensar que Amparín, que vio desfilar a tantos conciudadanos, a tantos parientes y amigos, que enterró a sus padres y a dos hermanas más jóvenes, sea la excepción de esa regla?

Querida Amparo, sé que fuiste feliz a tu manera y con ello me basta. Que la tierra te sea leve, madrina.

viernes, 19 de julio de 2019

Arizona, primer aniversario

En pocos días Arizona, nuestra nieta, celebrará su primer aniversario. ¿Quién diría que hace casi un año de su llegada al mundo en la madrugada del 7 de agosto? Una fecha que unas veces percibo lejana y otras tengo la impresión de que se quedó atrás hace pocas semanas. ¡Qué cosas estas de la vejez y de la memoria! Menos mal que el whatsup me recuerda, implacable, que han transcurrido bastantes más de trescientos días desde que su bip-bip nos avisó de la buena nueva. Efectivamente, los registros de la aplicación acreditan que eran las 3:03 de la madrugada cuando su padre, discretamente, nos comunicaba que minutos antes su hija había nacido como deseábamos todos (padres, abuelos, familiares y amigos): rápida y satisfactoriamente, sin menoscabos relevantes de su madre, con la que permanecía en ese momento “piel con piel”, desuniéndose ambas perezosamente: una, abriendo sus ojos a la vida autónoma; la otra, empezando a recuperarse del parto.

Obviamente, terminamos de preparar un mínimo equipaje y emprendimos el viaje hacia la villa y corte en el primer tren disponible. Era poco más del mediodía cuando entrábamos en el Hospital Universitario de La Moraleja para conocer a la nieta. Allí nos encontramos un bebé rubicundo, que pesó tres quilos y medio y midió 51 centímetros, con unos enormes ojos negros y una cabellera espectacular, también de color negro, pelo lacio y “de punta”. Su hermano también nació con mucho pelo, pero lo de la niña fue verdaderamente sorprendente; teníamos una pequeña “punky” en la familia.

Más allá de este simpático detalle  –que entonces motivó ocurrentes comentarios–, lo cierto es que las primeras horas y días de la vida de Arizona respondieron a la normalidad más absoluta, que es lo mejor que se puede desear en estos casos. Desde la celeridad con que expulsó el meconio hasta la rapidez con que se “agarró” a los biberones, inaugurando su costumbre de zampárselos prácticamente de un trago. Como se suele decir, vino al mundo con los mejores augurios y entre signos evidentes que anunciaban un más que probable desarrollo saludable y feliz. Así lo comprobamos en las visitas que aquellos primeros dos o tres días hicimos al hospital y se ratificó cuando llegó a casa.

Inicialmente, sus padres la colocaron en la terraza, al alcance de su hermano, para que la viese bien y la acogiese a su manera. También esto sucedió con la mayor espontaneidad. Cuando llegó, Fernandito, que contaba entonces poco más de dos añitos, ya sabía que debía compartir su casa porque sospechaba, tan intuitiva como fundadamente, que le habían surgido compañía y competencia, no en vano lo fueron aleccionando sus progenitores y familiares durante el embarazo de su madre. Pese a todo, ellos tenían cierta prevención y permanecían muy atentos a la reacción del niño, no en el hospital, territorio neutral donde, para compensar preventivamente sus hipotéticos quebrantos, recibió –de acuerdo con la usanza que se ha instituido para edulcorar tales acontecimientos– tantos regalos como su hermana, sino allí, en su casa. Para sorpresa y satisfacción de todos, se acercó enseguida al capazo donde dormía, apoyó su manita izquierda en el reborde y puso cuidadosamente la derecha sobre su cuerpo mientras la miraba atentamente como diciéndole: “bienvenida a casa hermanita, no te preocupes que aquí estoy yo para facilitarte la vida”. Ese escueto ceremonial, tan natural y tan sencillo, disipó la preocupación de sus padres, una inquietud que nosotros ya habíamos descartado al contrastar durante los días precedentes, mientras lo cuidábamos, detalles en su comportamiento que ofrecían pistas inequívocas de que el niño tenía asumida la nueva realidad familiar.

Arizona pasó el final del verano tomando abundantes biberones, durmiendo como un lirón, creciendo según la secuencia evolutiva que correspondía a su edad y dejando que su hermano le diese algún que otro biberón y ayudase a sus padres a facilitar sus eructos, golpeándole suavemente la espalda con su manita, mientras porfiaba íntima y discretamente por resolver sus dilemas; debatiéndose entre lo que le apetecía y lo que debía hacer, es decir, entre sucumbir a la tentación de los celos o emprender el duro camino de los afectos positivos. En definitiva, sobrellevando el obligado y doloroso trance que hemos sufrido cuantos tenemos hermanos menores. Entre tanto, Arizona a lo suyo, creciendo y creciendo, ajena a tan melindrosas cuitas.

Tras el primer viaje, después de pasar unos días de vacaciones en las playas de Alicante, se imponía el regreso a la cotidianeidad del hogar madrileño. Pronto llegaron las primeras semanas del otoño y, cuando visitamos a la familia durante el puente de la Pilarica, Arizona ya esbozaba lo que parecían sus primeras sonrisas, de la misma manera que seguía con la mirada a sus padres y a los objetos que se movían. Empezaba a interesarse por los colores y los dibujos de las series de TV, mientras perfeccionaba sus gorjeos y demandaba cada vez más atención y movimiento. Cuando terminaba octubre ya reía las gracias de su padre casi a mandíbula batiente y se dejaba acunar circunstancialmente en los brazos de su hermano. Estaba muy graciosa con su corte de pelo casi a cepillo, que había cercenado provisionalmente el vigor de sus erizados cabellos, y pasaba largos ratos balanceándose en su heredada hamaquita.

A mediados de noviembre la familia volvió a Alicante para pasar el fin de semana. Arizona lucía entonces hermosísima. Sonreía espontáneamente a las personas, excepto a las desconocidas, como los repartidores de Mercadona y Amazon y su abuelo, a los que saludaba con algunos pucheritos o llorando a lágrima viva. Yo, particularmente, disimulaba y me hacía el desentendido sabiendo que al rato cesarían los llantos y permitiría que me acercase a ella, que la tomase en mis brazos y que le diese unos cuantos arrechuchos. En aquellos días ya mantenía erguida la cabeza, reproducía algunos movimientos y fruncía el ceño. Balbuceaba como una charlatana, como queriendo comunicarse, e intentaba imitar algunos sonidos que escuchaba. Por otro lado, miraba con atención y tanteaba para alcanzar los juguetes. De vez en cuando alzaba su puño izquierdo, blandiéndolo “amenazadoramente”.  Por su parte, Fernandito disfrutaba en la terraza de nuestra casa haciendo miles de pompas de jabón con una endiablada máquina que le compró su abuela en el verano. Así fueron transcurriendo las semanas hasta que, cuando empezaba a despedirse el año 2018, Arizona era una niña risueña, simpática y buena. Fernandito, por otro lado, abandonaba progresivamente la fase tecnológica de sus juegos y crecía su interés por los dinosaurios.

Estaba cercana la Navidad cuando los padres consideraron que había llegado el momento de que el niño durmiese en su cama y la niña en la cuna que dejaba el otro. Algo aparentemente tan sencillo desató una crisis de sueño que todavía persiste y que le aqueja especialmente a él, aunque también ella participa de algunos episodios con sus ruiditos guturales y sus llantos nocturnos. Desde entonces los despertares a horas intempestivas y el cansancio acumulado hacen mella en sus padres, como sucede a toda familia con niños de semejantes edades. El día de Navidad Arizona conoció a sus parientes alicantinos y murcianos. Celebramos una comida familiar que merece recordarse en el restaurante Aldebarán del Club de Regatas a la que asistió como invitada especial, recorriendo la mesa de brazo en brazo para satisfacción y alegría de todos. Pronto llegó el año nuevo y con él los Reyes, a los que Fernandito regaló definitivamente su colección de chupetes, sus famosos “mamas” (mamasul, mamablanco…) a cambio de los juguetes que les pidió. Nunca más volvió a interesarse por ellos ni a ponerse tan solo uno en la boca. Tal vez por contagio ambiental, su padre retomaba esos días el montaje de maquetas de aviones, afición que compartía con su hijo, reverdeciendo viejos laureles, ahora auxiliado por el aerógrafo que sustituía al pincel. Otro nivel, como decía él. Arizona, entretanto, ya era capaz de permanecer sentada sin apoyo, empezaba a darse la vuelta al estar acostada y se mecía a buen ritmo en su hamaquita. Reconocía perfectamente las caras de sus familiares próximos, respondía a las emociones de los demás y parecía permanentemente feliz. También correspondía a los sonidos que oía, produciendo otros, que a veces eran muy agudos, como queriendo mostrar alegría o descontento. 

A mediados de febrero debutaba con su primera papilla, que rápidamente se incorporó rutinariamente a su dieta. Se aproximaba la primavera y Fernandito seguía entusiasmado con los dinosaurios mientras hacía sus pinitos con el orinal, controlando progresivamente sus esfínteres y asistiendo a clases de natación. Arizona ya se sentaba en la trona para comer, golpeaba con energía su bandeja y a veces hacía unas “pedorretas” espectaculares. Un nuevo viaje a Madrid a mediados de abril nos permitió constatar “en directo” estos y otros progresos. Posteriormente, las fotos y los vídeos que casi diariamente nos envían sus padres la muestran jugando con sus cosas, sentada en el parque infantil o sobre la manta que coloca sobre el césped de la terraza Mari Carmen (a la que Fernandito sigue llamando “Nane”), que es la persona que la cuida diariamente. En las últimas semanas hemos contemplado, tanto a través de las imágenes como durante la visita que hicimos a la familia en los días de Hogueras, la progresión de su crecimiento, la interminable sucesión de sus aprendizajes y las gratas sorpresas que han ido marcando el imparable desarrollo de la pequeña. Los dos incipientes dientecitos que luce en su encía superior y su perseverante gateo son los últimos jalones visibles de ese proceso.

En fin, como cualquier abuelo, no me canso de hablar de mis nietos. Llenaría páginas y páginas refiriéndome a ellos. Por no fatigar, renuncio frecuentemente a lo primero y me retraigo cuanto puedo en lo segundo. De modo que iré cerrando el cuaderno por hoy, no sin antes dejar constancia en él de la dicha que nos produce la compañía y el afecto de nuestros nietos. Porque ser abuelos es un rol familiar que se adquiere después de una larga historia de desempeño de otros roles. En nuestra cultura, la condición de abuelos no está definida por el ejercicio de determinados derechos y la observancia de concretas obligaciones. Cada persona la desarrollamos a nuestro aire, adaptándola a nuestras características y a las de nuestros nietos, aunque exista un sedimento común, ampliamente compartido, que cada cual personaliza a su manera. En este primer aniversario de Ari, aspiramos a que nuestra relación con ella y con Fernandito siga siendo tan bidireccional y tan satisfactoria como lo es hasta hoy. Y para lograrlo seguiremos ofreciéndoles nuestro afecto, nuestros cuidados, nuestros valores y nuestra experiencia. Les brindaremos siempre nuestro apoyo, nuestra comprensión y nuestra compañía, y les dedicaremos nuestro tiempo. Y no dudamos que ellos nos corresponderán como lo vienen haciendo: estimulándonos, entreteniéndonos, inspirándonos y queriéndonos.

¡Feliz cumpleaños, Arizona!

viernes, 19 de abril de 2019

A Fina Corral, in memoriam

La consideración del tiempo como variable es algo que hace muchos años intentaron enseñarme algunos de mis profesores, aunque dudo si logré aprender entonces tal concepto. Su significado en tanto que magnitud que puede tener un valor cualquiera de los comprendidos en un conjunto es asunto que tardé en digerir algunos años más. Y todavía debieron transcurrir muchos otros para que lograse percatarme de que a veces el ingrávido nexo que nos une con la línea del tiempo es algo tan consustancial a los seres vivos como el parentesco.

Ayer por la noche me llamó mi prima Emilia Corachán para decirme que había fallecido otra prima común: Fina Corral. Su llamada obedecía, sin duda, al conocimiento que tiene de los inextinguibles vínculos afectivos que nos han unido a lo largo de los años, que tanto ella como sus familiares más próximos comparten. En otras ocasiones he aludido a ambas y a sus respectivos linajes, a los que me conecta el afecto imperecedero que me vincula a la estirpe familiar chivana, que engloba desde la tía María la Corachana (tía que fue de todos los “Corachanes” y “Corrales”), a mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Y tras ellos a mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y a la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. Y después de ellos, a sus descendientes, aunque debo reconocer que con estos, como es natural, tres o cuatro generaciones después, los vínculos se han diluido en la mayoría de los casos.  Sin embargo, como decía, pese a los años transcurridos, todos hemos participado de una ligazón familiar activa, naturalizada, intensa y seguramente poco común. Más allá de situaciones coyunturales o de anécdotas fortuitas, el vínculo parental ha permanecido vigoroso, manteniéndose la trabazón consanguínea y atávica, que encuentra su expresión en una confraternidad admirable de la que participamos los parientes que sobrevivimos, que nos hemos esforzado en conservarla y alimentarla, me parece que tanto consciente como inconscientemente.

No me cabe duda de que uno de los asuntos a los que históricamente he asociado primordialmente a mi tío Antonio Corral y su familia es el Torico. Él y su hermano Fernando eran primos hermanos de mi padre, maestros de obra y residentes en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares. Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus fiestas, especialmente las del Torico. Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa, la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente el toque femenino. Seguramente contribuía singularmente a ello la condición de modista de la más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que aprendían a coser.

En aquella casa todos se esforzaban para hacerme grata la estancia. Allí conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo, un artilugio excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron su manejo en un frondoso patio que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas. Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa, horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les murió in illo tempore, cerrando la singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron.

Hoy ha abandonado definitivamente esa morada mi prima Fina, aunque ciertamente ya lo hizo hace tiempo cuando, incomprensiblemente, se apagaron progresivamente las luces de su entendimiento. Sigue así los pasos a su hermana Pura, de la que nos separó hace ya muchos años el maldito bicho que arrasa la humanidad. Y lloro nuevamente a Fina, como lo hice cuando pasé por su casa a visitarla y ya no la encontré allí. El insólito contacto que tomé con ella y las  confidencias de su hermana Amparo me dolieron como me duele hoy haber perdido definitivamente a una persona, familiar y cercana, con tantos y tan excelentes atributos: guapa, tierna, afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, comprensiva, optimista, competente, afectuosa, inteligente, bondadosa… ¿Qué no se podría decir de mi querida Fina?

Pero al mismo tiempo que lloro me siento afortunado por haber coincidido con ella en el tramo de la línea del tiempo que hemos compartido. Me alegra recordarla y volver a tomar conciencia de que hemos aprovechado el breve intervalo de nuestras vidas para intentar entender del mejor modo posible los fenómenos y las cosas que nos han rodeado, para aprender a querernos y a querer a las personas que hemos tenido a nuestro alrededor, para sentirnos fraternal y comprometidamente miembros de la gran familia que es la humanidad. Descansa en paz, Fina. Que la tierra te sea leve.

sábado, 24 de noviembre de 2018

De Fernando y Arizona

Esta entrada la escribo pensando en dos de las criaturas
más preciosas que existen sobre la Tierra.

Dicen que ser abuelo es un privilegio que te da la vida, una etapa que todo el mundo espera, consiga o no llegar a ella. Afortunadamente, a mi me alcanzó. Es más, la tengo casi recién estrenada: dos años y medio disfrutando de mi nieto Fernando y poco más de tres meses de mi nieta Arizona. En mi opinión, los mejores nietos del mundo, no en vano representan el último motivo importante para sentirme un privilegiado de la vida.

Dicen que a ser abuelos no se llega de cualquier manera sino que se nos da un cierto tiempo de margen, como si quien hipotéticamente otorga tal condición supiese que lo necesitamos para reflexionar, madurar y preguntarnos cosas que difícilmente se plantean quienes no consiguen serlo. Preguntas que lo mismo crean incertidumbres que generan expectativas antes inimaginables. En fin, aseguran quienes saben que la llegada de los nietos activa emociones que estimulan una porción de la amígdala cerebral, y ello lo mismo desencadena satisfacciones que produce zozobras. Doy fe. Aunque, de momento, gozo más de las primeras que sufro las segundas.

Cuentan que cuando los nietos vienen al mundo lo hacen en un determinado entorno cultural, familiar, afectivo y social, en el que operan variables dispares. La conjunción de estos elementos aseguran que forja un microespacio afectivo que los abuelos debemos aceptar transigiendo, mudando costumbres y convicciones, para asegurar así el apoyo que requiere el adecuado desarrollo de los nietos. Obviamente ese microespacio es muy diferente en función de las diversas circunstancias que en cada caso concurren: si son cuatro, tres, dos o uno los abuelos; si viven en la misma población o barrio que los nietos; si tienen salud o adolecen de ella, si pertenecen a culturas semejantes o dispares; si se trata de personas “preocupadas”, o son gente “abandonada”, o amante de la dolce vita; si los nietos son de hijos o de hijas, que aunque parezca lo mismo no lo es, etc. En todo caso, los expertos aseguran que estas y otras variables delinean entornos diferenciados, matizándolos con sutilezas que influyen en el apoyo y el afecto que reciben los nietos. Y, en mi opinión, no les falta razón.

Aseguran que la llegada de los nietos tiene connotaciones y estimula sentimientos encontrados. Por un lado, brinda la oportunidad de colaborar con los hijos y de allegarles nuestra experiencia, si nos la piden, porque generalmente se aconseja intentar permanecer siempre al margen, aunque solícitos a sus llamadas y requerimientos. Por otra parte, nos dota de mayor flexibilidad y nos rejuvenece al exigirnos activar resortes que antes no precisábamos. En muchos casos, las nuevas atenciones que se nos requieren alteran nuestros acomodaticios horarios, costumbres y formas de vivir, a la vez que nos activan la corteza cerebral. A menudo los nietos nos desplazan de los puestos de atención prioritaria y nos sitúan lejos de la molicie y el egocentrismo. Los afectos, los tiempos y las dedicaciones que recibimos de los demás se hacen más puntuales, y experimentamos cierta sensación de abandono, que no encajamos gustosamente. Sin embargo, los reajustes emocionales que menciono ayudan también a rejuvenecer porque nos obligan a vivir más energéticamente y a escapar de la pasividad.

Afirman los especialistas que, nos guste o no, los abuelos somos los transmisores naturales de los valores tradicionales, entendidos en el mejor sentido del término. Nos atribuyen el rol de consejeros y guías, de depositarios y porteadores de las históricas costumbres domésticas y familiares, que son imprescindibles para que los niños crezcan con raíces sólidas, construyendo su identidad sobre la base de valores trascendentales, imprescindibles para vivir con fundamento. Esto, aunque a veces los hijos no lo quieran reconocer, ofrece poca discusión según declaran los profesionales versados en el asunto, con los que estoy de acuerdo.

Por otro lado, casi todos debemos atender el cuidado de los nietos en mayor o menor medida. Es obvio que nuestro papel consiste en reforzar las pautas establecidas por sus padres, pero ello no equivale a aceptar, sin más, que nuestro rol se limita a maleducarlos. Al contrario, como dicen los especialistas, nuestra misión consiste en intentar mejorar los patrones de crianza que adoptan los padres, sustentados en sus conocimientos y su sentido común, porque lo contrario sería disparatado. Quienes saben aconsejan que para lograrlo debemos aportar (y creo que, en general, solemos hacerlo) grandes dosis de buen humor, de cariño y de generosidad; todos ellos ingredientes imprescindibles para asegurar el equilibrio emocional y el progreso madurativo de los nietos. Estas raciones de afecto y de humana sensatez que tan pródigamente dispensamos los abuelos son una especie de filtro, una suerte de bálsamo de fierabrás, que evita los trastornos del comportamiento y contribuye a que aumente la autoestima en los niños, a que se sientan más seguros y a que aprendan a superar las frustraciones. Al final de la partida, si cada cual hacemos bien nuestro trabajo, el equilibrio familiar mejora. Ahora bien, debe quedar claro que, salvo situación catastrófica, la de los abuelos es una aportación contingente a la crianza de los nietos, no una permanente obligación.

Está más que acreditado que a los nietos les gusta estar con sus abuelos. Ellos y ellas son pequeños, pero no tontos. Perciben y saben que les quieren y les permiten hacer ciertas cosas, sin atender a tantas normas como les imponen sus padres, que a veces son absurdas, neuróticas y perfeccionistas. Con tal estrategia consiguen de ellos lo que sus padres no logran. Es una evidencia que los abuelos prohibimos menos que los progenitores y que nuestra situación, disposición y voluntad nos permiten atender más generosamente sus exigencias de tiempo, dedicación y cariño. Y eso nada tiene que ver con maleducarlos. Ellos saben que no dramatizamos tanto, que nos excedemos menos y que casi siempre cumplimos lo que prometemos: por eso se sienten seguros con nosotros. Dicen los especialistas que lo que más valoran es que no les escatimemos el tiempo, que les esperemos siempre y que no tengamos prisa, que estemos permanentemente ahí, que nos quejemos poco y que tengamos paciencia y destreza para explicarles lo que no nos gusta que hagan, exponiéndoles las razones que lo justifican.

Es archisabido que los nietos realizan con los abuelos tareas que sus padres no les permiten hacer, como bañarse más tiempo del acostumbrado, ayudar a cocinar o prepararse solos la merienda, explorar itinerarios alternativos en los paseos en lugar de ir siempre por el mismo camino, entretenerse en los juegos más de lo habitual, etc. Estas actividades hacen más agradable la convivencia entre ambos. Y ello no significa que se les mime, simplemente se actúa diferencialmente. Si replicásemos escrupulosamente la actitud exigente y rigurosa de los padres se perdería la magia de la convivencia con los abuelos, que visualizarían como simples remedos del padre o de la madre; en el mejor de los casos, como malas copias de ellos. Y ya lo hemos dicho: los niños quieren estar con abuelos auténticos, no con padres duplicados.

Sabemos por experiencia que en las familias a veces se generan situaciones conflictivas. Dicen los especialistas que para resolverlas el criterio que tradicionalmente ha primado es la exigencia de que los jóvenes respeten a los padres y abuelos, estando obligados a dar el primer paso para resolver los conflictos. Sin embargo, la mayoría de los expertos aseguran que no debe ser así, bien al contrario señalan que han de ser los abuelos quienes por su edad, sabiduría, prudencia y afecto a sus nietos deben esforzarse más para evitar que los vínculos afectivos se oxiden o se rompan. Así pues, amar a los nietos es parte esencial del tiempo de los abuelos, de su generosidad, de la compasión que deben practicar para que no se rompan los lazos emocionales que necesitan ellos y sus padres.

Buena parte de cuanto antecede refleja las doctas opiniones de los especialistas. Yo soy un lego en el menester. Y tal vez por ello me asombro continuamente observando los comportamientos y los progresos de mis nietos, que responden bastante fielmente a lo que se viene diciendo, particularmente los del mayor porque la corta vida de la pequeña Arizona no permite hacer todavía demasiadas conjeturas. Sin embargo, me fascinan sus ojos avispados proyectando continuamente miradas que reclaman afecto y destilan curiosidad. Adivino en su espontánea sonrisa desdentada y en sus crecientes sonidos guturales y vocalizaciones palabras zalameras, que todavía es incapaz de pronunciar. Me complace la insaciable curiosidad de mi nieto Fernando y su pasión por interactuar con los seres y objetos que descubre incesantemente. Siento una profunda ternura cuando le oigo preguntar con su media lengua por sus abuelos. Me embarga la felicidad cuando observo a estos dos niños sanos, nacidos de la intencionada voluntad de sus padres, disfrutando de un hogar convencionalmente normalizado. Soy, en suma, un ser afortunado que no solo disfruta del privilegio de vivir sino que, además, comparte algunos de los mejores retazos de su vida con dos criaturas excepcionales.

domingo, 9 de septiembre de 2018

A propósito de JD

La vida es un formidable caleidoscopio que ofrece colores, formas y enfoques para todos los gustos. Casi todos los días suceden cosas insólitas, fogonazos sorprendentes, que nos resitúan en su inexorable camino, motivándonos para revisitar vetustos y desfigurados espacios, sean desvanes o chiribitiles, tabucos o cuchitriles; como nos estimulan, también, a rememorar algunos de sus periclitados acontecimientos. A menudo porfío por disipar la evanescencia que acompaña la resaca del tiempo transcurrido. De ese ininterrumpido discurrir me subyugan los momentos en los que repentinamente te embargan sensaciones que instintivamente, en pocos segundos, te hacen pensar o sentir que eres inmensamente afortunado. Una percepción que te conduce, contradictoria e inevitablemente, al terreno del raciocinio y de la argumentación. ¿Por qué siento que soy tremendamente dichoso?, te preguntas. E inmediatamente te obstinas en identificar el detonante de tan placentero estado anímico, porque detrás de cada sensación siempre habita algún motivo.

Foto del perfil de Facebook de JD
En el día de hoy, el aguijón que ha espoleado mi perspicacia ha sido la escucha circunstancial del corte de una canción que ha compartido en Facebook un exalumno cincuentón, JD, al que perdí de vista hace treinta y tantos años y que fortuitamente reencontré hace unos meses. Desde entonces nos hemos hecho amigos en esa red social donde compartimos con cierta asiduidad publicaciones e inquietudes. He oído esa especie de preestreno del tema que ha compuesto conjuntamente con una amiga y, aunque había oído otras canciones suyas, esta me ha sorprendido gratísimamente porque me parece excelente. Hace semanas que compruebo que durante el tiempo libre que le deja su ocupación principal como bombero (otra morrocotuda sorpresa, cuando lo supe) compone y graba música y, por lo que dice, parece que conoce los entresijos del mundo audiovisual y sabe de las dificultades que deben superar los artistas para alcanzar sus sueños y lograr que otras muchas personas escuchen los mensajes que quieren transmitirles.

Hace treinta y cinco o cuarenta años, cuando compartí con él aula y colegio,  no hubiese dado un duro por JD. Entonces era un muchacho rebelde, peleón, insolente y con mala leche, que parecía decantado hacia derroteros poco recomendables. Sin embargo, cuando me lo eché a la cara hace unos meses, tenía ante mis ojos a otra persona, a un hombre hecho y derecho, comunicativo, educado, solvente, cariñoso, sensible… Cuando me suceden estas cosas no puedo evitar preguntarme por enésima vez por lo que pensamos y hacemos los maestros y los profesores, especialmente cuando nos ciegan las aparentes evidencias que se ofrecen ante nuestros ojos. No es la primera vez que me sucede algo semejante. En alguna otra ocasión he experimentado la perplejidad de encontrarme con exalumnos o exalumnas con unas capacidades, una preparación y unos desempeños en sus vidas personales y profesionales imposibles de augurar en su adolescencia.

Frente a tales constataciones, es inevitable que me pregunte si hice lo que debía cuando compartí con ellos las aulas, si completé relativamente bien mi tarea como educador, si confié suficientemente en esos muchachos, si logré alguno de mis mejores propósitos, muy especialmente ayudarles a recorrer el camino que más les convenía, pese a que ellos parecían empecinados en transitar recorridos aparentemente dispares. Bien es verdad que, llegados a este punto, uno contrasta dulcísimamente evidencias heterogéneas. Por un lado, la inmensa mayoría de esos muchachos recuerdan los tiempos pretéritos con afecto y se muestran agradecidos por el acompañamiento y la ayuda que les procuramos en sus aprendizajes y en su formación como personas. Por otra parte, lo que entonces aparentemente hacíamos por arte de birlibirloque (aunque bien nos esforzábamos en que nada quedase al albur de lo azaroso, programando nuestra actividad para que obedeciese a una premeditada intención de hacer, experimentar, comprobar, evaluar, rediseñar y volver a aventurarnos con nuevas propuestas), no parece que fuese mala estrategia. Bien al contrario, todo indica que dio sus frutos. Al menos es lo que creo que explicitan evidencias objetivas como la música que compone y comparte un bombero con la mayor generosidad, la capacidad de un gestor especializado en ventas de maquinaria industrial para reconvertirse en masajista profesional tras un duro reajuste laboral, el entusiasmo que muestran al iniciar cada nuevo curso quienes llegaron a ser maestros o, en suma, el afecto sincero que percibo procedente de decenas y decenas de mujeres y hombres que conocí cuando eran niños o jovencitos.

Entonces nos propusimos que fueran mejores que nosotros. Les motivábamos para emprender tareas y adquirir habilidades que les sirviesen de ayuda para transitar por la vida. Nos esforzamos en ilusionarlos por aprender e intentamos hacerles creer en sí mismos, convenciéndoles de que con voluntad y trabajo se pueden conseguir muchísimas cosas. En definitiva, intentamos inculcarles los mismos principios que practicábamos para intentar mejorar constantemente como profesionales y como personas. Ver ahora sus rostros maduros, comprobar el poso de formación, humanidad y decencia que ha dejado en ellos el paso de los años es una satisfacción impagable. Todo ello me lo ha recordado hoy el trocito de tu canción, JD. ¡Muchas gracias!