En
pocos días Arizona, nuestra nieta, celebrará su primer aniversario. ¿Quién diría
que hace casi un año de su llegada al mundo en la madrugada del 7 de agosto?
Una fecha que unas veces percibo lejana y otras tengo la impresión de que se quedó
atrás hace pocas semanas. ¡Qué cosas estas de la vejez y de la memoria! Menos
mal que el whatsup me recuerda, implacable, que han transcurrido bastantes más
de trescientos días desde que su bip-bip nos avisó de la buena nueva. Efectivamente,
los registros de la aplicación acreditan que eran las 3:03 de la madrugada cuando
su padre, discretamente, nos comunicaba que minutos antes su hija había nacido como
deseábamos todos (padres, abuelos, familiares y amigos): rápida y satisfactoriamente,
sin menoscabos relevantes de su madre, con la que permanecía en ese momento “piel
con piel”, desuniéndose ambas perezosamente: una, abriendo sus ojos a la vida
autónoma; la otra, empezando a recuperarse del parto.
Obviamente,
terminamos de preparar un mínimo equipaje y emprendimos el viaje hacia la villa
y corte en el primer tren disponible. Era poco más del mediodía cuando entrábamos
en el Hospital Universitario de La Moraleja para conocer a la nieta. Allí nos
encontramos un bebé rubicundo, que pesó tres quilos y medio y midió 51
centímetros, con unos enormes ojos negros y una cabellera espectacular, también
de color negro, pelo lacio y “de punta”. Su hermano también nació con mucho
pelo, pero lo de la niña fue verdaderamente sorprendente; teníamos una pequeña “punky”
en la familia.
Más
allá de este simpático detalle –que entonces
motivó ocurrentes comentarios–, lo cierto es que las primeras horas y
días de la vida de Arizona respondieron a la normalidad más absoluta, que es lo
mejor que se puede desear en estos casos. Desde la celeridad con que expulsó el
meconio hasta la rapidez con que se “agarró” a los biberones, inaugurando su
costumbre de zampárselos prácticamente de un trago. Como se suele decir, vino
al mundo con los mejores augurios y entre signos evidentes que anunciaban un más
que probable desarrollo saludable y feliz. Así lo comprobamos en las visitas
que aquellos primeros dos o tres días hicimos al hospital y se ratificó cuando
llegó a casa.
Inicialmente,
sus padres la colocaron en la terraza, al alcance de su hermano, para que la
viese bien y la acogiese a su manera. También esto sucedió con la mayor espontaneidad.
Cuando llegó, Fernandito, que contaba entonces poco más de dos añitos, ya sabía
que debía compartir su casa porque sospechaba, tan intuitiva como fundadamente,
que le habían surgido compañía y competencia, no en vano lo fueron aleccionando
sus progenitores y familiares durante el embarazo de su madre. Pese a todo,
ellos tenían cierta prevención y permanecían muy atentos a la reacción del niño,
no en el hospital, territorio neutral donde, para compensar preventivamente sus
hipotéticos quebrantos, recibió –de acuerdo con la usanza que se ha
instituido para edulcorar tales acontecimientos– tantos regalos como su hermana,
sino allí, en su casa. Para sorpresa y satisfacción de todos, se acercó enseguida
al capazo donde dormía, apoyó su manita izquierda en el reborde y puso cuidadosamente
la derecha sobre su cuerpo mientras la miraba atentamente como diciéndole: “bienvenida
a casa hermanita, no te preocupes que aquí estoy yo para facilitarte la vida”. Ese
escueto ceremonial, tan natural y tan sencillo, disipó la preocupación de sus
padres, una inquietud que nosotros ya habíamos descartado al contrastar durante
los días precedentes, mientras lo cuidábamos, detalles en su comportamiento que
ofrecían pistas inequívocas de que el niño tenía asumida la nueva realidad
familiar.
Arizona
pasó el final del verano tomando abundantes biberones, durmiendo como un lirón,
creciendo según la secuencia evolutiva que correspondía a su edad y dejando que
su hermano le diese algún que otro biberón y ayudase a sus padres a facilitar
sus eructos, golpeándole suavemente la espalda con su manita, mientras porfiaba
íntima y discretamente por resolver sus dilemas; debatiéndose entre lo que le
apetecía y lo que debía hacer, es decir, entre sucumbir a la tentación de los
celos o emprender el duro camino de los afectos positivos. En definitiva,
sobrellevando el obligado y doloroso trance que hemos sufrido cuantos tenemos
hermanos menores. Entre tanto, Arizona a lo suyo, creciendo y creciendo, ajena
a tan melindrosas cuitas.
Tras
el primer viaje, después de pasar unos días de vacaciones en las playas de Alicante,
se imponía el regreso a la cotidianeidad del hogar madrileño. Pronto llegaron
las primeras semanas del otoño y, cuando visitamos a la familia durante el
puente de la Pilarica, Arizona ya esbozaba lo que parecían sus primeras
sonrisas, de la misma manera que seguía con la mirada a sus padres y a los
objetos que se movían. Empezaba a interesarse por los colores y los dibujos de
las series de TV, mientras perfeccionaba sus gorjeos y demandaba cada vez más atención
y movimiento. Cuando terminaba octubre ya reía las gracias de su padre casi a
mandíbula batiente y se dejaba acunar circunstancialmente en los brazos de su
hermano. Estaba muy graciosa con su corte de pelo casi a cepillo, que había
cercenado provisionalmente el vigor de sus erizados cabellos, y pasaba largos
ratos balanceándose en su heredada hamaquita.
A
mediados de noviembre la familia volvió a Alicante para pasar el fin de semana.
Arizona lucía entonces hermosísima. Sonreía espontáneamente a las personas,
excepto a las desconocidas, como los repartidores de Mercadona y Amazon y su
abuelo, a los que saludaba con algunos pucheritos o llorando a lágrima viva. Yo,
particularmente, disimulaba y me hacía el desentendido sabiendo que al rato cesarían
los llantos y permitiría que me acercase a ella, que la tomase en mis brazos y
que le diese unos cuantos arrechuchos. En aquellos días ya mantenía erguida la
cabeza, reproducía algunos movimientos y fruncía el ceño. Balbuceaba como una
charlatana, como queriendo comunicarse, e intentaba imitar algunos sonidos que escuchaba.
Por otro lado, miraba con atención y tanteaba para alcanzar los juguetes. De
vez en cuando alzaba su puño izquierdo, blandiéndolo “amenazadoramente”. Por su parte, Fernandito disfrutaba en la
terraza de nuestra casa haciendo miles de pompas de jabón con una endiablada máquina
que le compró su abuela en el verano. Así fueron transcurriendo las semanas
hasta que, cuando empezaba a despedirse el año 2018, Arizona era una niña
risueña, simpática y buena. Fernandito, por otro lado, abandonaba
progresivamente la fase tecnológica de sus juegos y crecía su interés por los
dinosaurios.
Estaba
cercana la Navidad cuando los padres consideraron que había llegado el momento
de que el niño durmiese en su cama y la niña en la cuna que dejaba el otro.
Algo aparentemente tan sencillo desató una crisis de sueño que todavía persiste
y que le aqueja especialmente a él, aunque también ella participa de algunos
episodios con sus ruiditos guturales y sus llantos nocturnos. Desde entonces
los despertares a horas intempestivas y el cansancio acumulado hacen mella en
sus padres, como sucede a toda familia con niños de semejantes edades. El día
de Navidad Arizona conoció a sus parientes alicantinos y murcianos. Celebramos
una comida familiar que merece recordarse en el restaurante Aldebarán del Club
de Regatas a la que asistió como invitada especial, recorriendo la mesa de
brazo en brazo para satisfacción y alegría de todos. Pronto llegó el año nuevo
y con él los Reyes, a los que Fernandito regaló definitivamente su colección de
chupetes, sus famosos “mamas” (mamasul, mamablanco…) a cambio de los juguetes
que les pidió. Nunca más volvió a interesarse por ellos ni a ponerse tan solo
uno en la boca. Tal vez por contagio ambiental, su padre retomaba esos días el
montaje de maquetas de aviones, afición que compartía con su hijo,
reverdeciendo viejos laureles, ahora auxiliado por el aerógrafo que sustituía
al pincel. Otro nivel, como decía él. Arizona, entretanto, ya era capaz de permanecer
sentada sin apoyo, empezaba a darse la vuelta al estar acostada y se mecía a
buen ritmo en su hamaquita. Reconocía perfectamente las caras de sus familiares
próximos, respondía a las emociones de los demás y parecía permanentemente
feliz. También correspondía a los sonidos que oía, produciendo otros, que a
veces eran muy agudos, como queriendo mostrar alegría o descontento.
A
mediados de febrero debutaba con su primera papilla, que rápidamente se
incorporó rutinariamente a su dieta. Se aproximaba la primavera y Fernandito
seguía entusiasmado con los dinosaurios mientras hacía sus pinitos con el
orinal, controlando progresivamente sus esfínteres y asistiendo a clases de
natación. Arizona ya se sentaba en la trona para comer, golpeaba con energía su
bandeja y a veces hacía unas “pedorretas” espectaculares. Un nuevo viaje a
Madrid a mediados de abril nos permitió constatar “en directo” estos y otros
progresos. Posteriormente, las fotos y los vídeos que casi diariamente nos
envían sus padres la muestran jugando con sus cosas, sentada en el parque
infantil o sobre la manta que coloca sobre el césped de la terraza Mari Carmen
(a la que Fernandito sigue llamando “Nane”), que es la persona que la cuida diariamente.
En las últimas semanas hemos contemplado, tanto a través de las imágenes como
durante la visita que hicimos a la familia en los días de Hogueras, la
progresión de su crecimiento, la interminable sucesión de sus aprendizajes y las
gratas sorpresas que han ido marcando el imparable desarrollo de la pequeña.
Los dos incipientes dientecitos que luce en su encía superior y su perseverante
gateo son los últimos jalones visibles de ese proceso.
En
fin, como cualquier abuelo, no me canso de hablar de mis nietos. Llenaría
páginas y páginas refiriéndome a ellos. Por no fatigar, renuncio frecuentemente
a lo primero y me retraigo cuanto puedo en lo segundo. De modo que iré cerrando el cuaderno por hoy, no sin antes dejar constancia en él de la dicha que
nos produce la compañía y el afecto de nuestros nietos. Porque ser abuelos es
un rol familiar que se adquiere después de una larga historia de desempeño de
otros roles. En nuestra cultura, la condición de abuelos no está definida por el
ejercicio de determinados derechos y la observancia de concretas obligaciones. Cada
persona la desarrollamos a nuestro aire, adaptándola a nuestras características
y a las de nuestros nietos, aunque exista un sedimento común, ampliamente
compartido, que cada cual personaliza a su manera. En este primer aniversario
de Ari, aspiramos a que nuestra relación con ella y con Fernandito siga siendo
tan bidireccional y tan satisfactoria como lo es hasta hoy. Y para
lograrlo seguiremos ofreciéndoles nuestro afecto, nuestros cuidados,
nuestros valores y nuestra experiencia. Les brindaremos siempre nuestro apoyo,
nuestra comprensión y nuestra compañía, y les dedicaremos nuestro tiempo. Y no
dudamos que ellos nos corresponderán como lo vienen haciendo: estimulándonos,
entreteniéndonos, inspirándonos y queriéndonos.
¡Feliz
cumpleaños, Arizona!
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