viernes, 19 de julio de 2019

Arizona, primer aniversario

En pocos días Arizona, nuestra nieta, celebrará su primer aniversario. ¿Quién diría que hace casi un año de su llegada al mundo en la madrugada del 7 de agosto? Una fecha que unas veces percibo lejana y otras tengo la impresión de que se quedó atrás hace pocas semanas. ¡Qué cosas estas de la vejez y de la memoria! Menos mal que el whatsup me recuerda, implacable, que han transcurrido bastantes más de trescientos días desde que su bip-bip nos avisó de la buena nueva. Efectivamente, los registros de la aplicación acreditan que eran las 3:03 de la madrugada cuando su padre, discretamente, nos comunicaba que minutos antes su hija había nacido como deseábamos todos (padres, abuelos, familiares y amigos): rápida y satisfactoriamente, sin menoscabos relevantes de su madre, con la que permanecía en ese momento “piel con piel”, desuniéndose ambas perezosamente: una, abriendo sus ojos a la vida autónoma; la otra, empezando a recuperarse del parto.

Obviamente, terminamos de preparar un mínimo equipaje y emprendimos el viaje hacia la villa y corte en el primer tren disponible. Era poco más del mediodía cuando entrábamos en el Hospital Universitario de La Moraleja para conocer a la nieta. Allí nos encontramos un bebé rubicundo, que pesó tres quilos y medio y midió 51 centímetros, con unos enormes ojos negros y una cabellera espectacular, también de color negro, pelo lacio y “de punta”. Su hermano también nació con mucho pelo, pero lo de la niña fue verdaderamente sorprendente; teníamos una pequeña “punky” en la familia.

Más allá de este simpático detalle  –que entonces motivó ocurrentes comentarios–, lo cierto es que las primeras horas y días de la vida de Arizona respondieron a la normalidad más absoluta, que es lo mejor que se puede desear en estos casos. Desde la celeridad con que expulsó el meconio hasta la rapidez con que se “agarró” a los biberones, inaugurando su costumbre de zampárselos prácticamente de un trago. Como se suele decir, vino al mundo con los mejores augurios y entre signos evidentes que anunciaban un más que probable desarrollo saludable y feliz. Así lo comprobamos en las visitas que aquellos primeros dos o tres días hicimos al hospital y se ratificó cuando llegó a casa.

Inicialmente, sus padres la colocaron en la terraza, al alcance de su hermano, para que la viese bien y la acogiese a su manera. También esto sucedió con la mayor espontaneidad. Cuando llegó, Fernandito, que contaba entonces poco más de dos añitos, ya sabía que debía compartir su casa porque sospechaba, tan intuitiva como fundadamente, que le habían surgido compañía y competencia, no en vano lo fueron aleccionando sus progenitores y familiares durante el embarazo de su madre. Pese a todo, ellos tenían cierta prevención y permanecían muy atentos a la reacción del niño, no en el hospital, territorio neutral donde, para compensar preventivamente sus hipotéticos quebrantos, recibió –de acuerdo con la usanza que se ha instituido para edulcorar tales acontecimientos– tantos regalos como su hermana, sino allí, en su casa. Para sorpresa y satisfacción de todos, se acercó enseguida al capazo donde dormía, apoyó su manita izquierda en el reborde y puso cuidadosamente la derecha sobre su cuerpo mientras la miraba atentamente como diciéndole: “bienvenida a casa hermanita, no te preocupes que aquí estoy yo para facilitarte la vida”. Ese escueto ceremonial, tan natural y tan sencillo, disipó la preocupación de sus padres, una inquietud que nosotros ya habíamos descartado al contrastar durante los días precedentes, mientras lo cuidábamos, detalles en su comportamiento que ofrecían pistas inequívocas de que el niño tenía asumida la nueva realidad familiar.

Arizona pasó el final del verano tomando abundantes biberones, durmiendo como un lirón, creciendo según la secuencia evolutiva que correspondía a su edad y dejando que su hermano le diese algún que otro biberón y ayudase a sus padres a facilitar sus eructos, golpeándole suavemente la espalda con su manita, mientras porfiaba íntima y discretamente por resolver sus dilemas; debatiéndose entre lo que le apetecía y lo que debía hacer, es decir, entre sucumbir a la tentación de los celos o emprender el duro camino de los afectos positivos. En definitiva, sobrellevando el obligado y doloroso trance que hemos sufrido cuantos tenemos hermanos menores. Entre tanto, Arizona a lo suyo, creciendo y creciendo, ajena a tan melindrosas cuitas.

Tras el primer viaje, después de pasar unos días de vacaciones en las playas de Alicante, se imponía el regreso a la cotidianeidad del hogar madrileño. Pronto llegaron las primeras semanas del otoño y, cuando visitamos a la familia durante el puente de la Pilarica, Arizona ya esbozaba lo que parecían sus primeras sonrisas, de la misma manera que seguía con la mirada a sus padres y a los objetos que se movían. Empezaba a interesarse por los colores y los dibujos de las series de TV, mientras perfeccionaba sus gorjeos y demandaba cada vez más atención y movimiento. Cuando terminaba octubre ya reía las gracias de su padre casi a mandíbula batiente y se dejaba acunar circunstancialmente en los brazos de su hermano. Estaba muy graciosa con su corte de pelo casi a cepillo, que había cercenado provisionalmente el vigor de sus erizados cabellos, y pasaba largos ratos balanceándose en su heredada hamaquita.

A mediados de noviembre la familia volvió a Alicante para pasar el fin de semana. Arizona lucía entonces hermosísima. Sonreía espontáneamente a las personas, excepto a las desconocidas, como los repartidores de Mercadona y Amazon y su abuelo, a los que saludaba con algunos pucheritos o llorando a lágrima viva. Yo, particularmente, disimulaba y me hacía el desentendido sabiendo que al rato cesarían los llantos y permitiría que me acercase a ella, que la tomase en mis brazos y que le diese unos cuantos arrechuchos. En aquellos días ya mantenía erguida la cabeza, reproducía algunos movimientos y fruncía el ceño. Balbuceaba como una charlatana, como queriendo comunicarse, e intentaba imitar algunos sonidos que escuchaba. Por otro lado, miraba con atención y tanteaba para alcanzar los juguetes. De vez en cuando alzaba su puño izquierdo, blandiéndolo “amenazadoramente”.  Por su parte, Fernandito disfrutaba en la terraza de nuestra casa haciendo miles de pompas de jabón con una endiablada máquina que le compró su abuela en el verano. Así fueron transcurriendo las semanas hasta que, cuando empezaba a despedirse el año 2018, Arizona era una niña risueña, simpática y buena. Fernandito, por otro lado, abandonaba progresivamente la fase tecnológica de sus juegos y crecía su interés por los dinosaurios.

Estaba cercana la Navidad cuando los padres consideraron que había llegado el momento de que el niño durmiese en su cama y la niña en la cuna que dejaba el otro. Algo aparentemente tan sencillo desató una crisis de sueño que todavía persiste y que le aqueja especialmente a él, aunque también ella participa de algunos episodios con sus ruiditos guturales y sus llantos nocturnos. Desde entonces los despertares a horas intempestivas y el cansancio acumulado hacen mella en sus padres, como sucede a toda familia con niños de semejantes edades. El día de Navidad Arizona conoció a sus parientes alicantinos y murcianos. Celebramos una comida familiar que merece recordarse en el restaurante Aldebarán del Club de Regatas a la que asistió como invitada especial, recorriendo la mesa de brazo en brazo para satisfacción y alegría de todos. Pronto llegó el año nuevo y con él los Reyes, a los que Fernandito regaló definitivamente su colección de chupetes, sus famosos “mamas” (mamasul, mamablanco…) a cambio de los juguetes que les pidió. Nunca más volvió a interesarse por ellos ni a ponerse tan solo uno en la boca. Tal vez por contagio ambiental, su padre retomaba esos días el montaje de maquetas de aviones, afición que compartía con su hijo, reverdeciendo viejos laureles, ahora auxiliado por el aerógrafo que sustituía al pincel. Otro nivel, como decía él. Arizona, entretanto, ya era capaz de permanecer sentada sin apoyo, empezaba a darse la vuelta al estar acostada y se mecía a buen ritmo en su hamaquita. Reconocía perfectamente las caras de sus familiares próximos, respondía a las emociones de los demás y parecía permanentemente feliz. También correspondía a los sonidos que oía, produciendo otros, que a veces eran muy agudos, como queriendo mostrar alegría o descontento. 

A mediados de febrero debutaba con su primera papilla, que rápidamente se incorporó rutinariamente a su dieta. Se aproximaba la primavera y Fernandito seguía entusiasmado con los dinosaurios mientras hacía sus pinitos con el orinal, controlando progresivamente sus esfínteres y asistiendo a clases de natación. Arizona ya se sentaba en la trona para comer, golpeaba con energía su bandeja y a veces hacía unas “pedorretas” espectaculares. Un nuevo viaje a Madrid a mediados de abril nos permitió constatar “en directo” estos y otros progresos. Posteriormente, las fotos y los vídeos que casi diariamente nos envían sus padres la muestran jugando con sus cosas, sentada en el parque infantil o sobre la manta que coloca sobre el césped de la terraza Mari Carmen (a la que Fernandito sigue llamando “Nane”), que es la persona que la cuida diariamente. En las últimas semanas hemos contemplado, tanto a través de las imágenes como durante la visita que hicimos a la familia en los días de Hogueras, la progresión de su crecimiento, la interminable sucesión de sus aprendizajes y las gratas sorpresas que han ido marcando el imparable desarrollo de la pequeña. Los dos incipientes dientecitos que luce en su encía superior y su perseverante gateo son los últimos jalones visibles de ese proceso.

En fin, como cualquier abuelo, no me canso de hablar de mis nietos. Llenaría páginas y páginas refiriéndome a ellos. Por no fatigar, renuncio frecuentemente a lo primero y me retraigo cuanto puedo en lo segundo. De modo que iré cerrando el cuaderno por hoy, no sin antes dejar constancia en él de la dicha que nos produce la compañía y el afecto de nuestros nietos. Porque ser abuelos es un rol familiar que se adquiere después de una larga historia de desempeño de otros roles. En nuestra cultura, la condición de abuelos no está definida por el ejercicio de determinados derechos y la observancia de concretas obligaciones. Cada persona la desarrollamos a nuestro aire, adaptándola a nuestras características y a las de nuestros nietos, aunque exista un sedimento común, ampliamente compartido, que cada cual personaliza a su manera. En este primer aniversario de Ari, aspiramos a que nuestra relación con ella y con Fernandito siga siendo tan bidireccional y tan satisfactoria como lo es hasta hoy. Y para lograrlo seguiremos ofreciéndoles nuestro afecto, nuestros cuidados, nuestros valores y nuestra experiencia. Les brindaremos siempre nuestro apoyo, nuestra comprensión y nuestra compañía, y les dedicaremos nuestro tiempo. Y no dudamos que ellos nos corresponderán como lo vienen haciendo: estimulándonos, entreteniéndonos, inspirándonos y queriéndonos.

¡Feliz cumpleaños, Arizona!

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