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lunes, 25 de noviembre de 2024

Adiós, Amparín

Tienes noventa años, pero para mí sigues y seguirás siendo Amparín. Así te conocí y así te despido, con un diminutivo que no te hace justicia porque siempre has sido grande en profusos aspectos. Destacaré tu bondad y tu alegría, tu simpatía y cariño, tu laboriosidad no exenta de espontaneidad, y también tu amabilidad, honradez y optimismo. Podría alargar mucho, sin esfuerzo, el listado de tus cualidades. Por otro lado, bien mirado, llamarte Amparín tal vez fue la acertadísima manera que encontraron tus padres para cuadrar el círculo, distinguiéndote de tu progenitora y subrayando a la vez tu condición de primogénita. En todo caso, Amparo es un nombre que habéis contribuido a hacer grande madre e hija.

Hace dos años, cuando me avisaron de la partida de Emilia, imaginé sin fundamento que sería la tuya. Me equivoqué y comprobé de nuevo que en esto de marcharse no priman ni la antigüedad ni otros privilegios. Recordaba entonces y recuerdo ahora el último viaje que hicisteis a Gestalgar y también el magnífico día que compartimos. Fue en septiembre de 2016, apenas hace ocho años. Dije entonces que todavía me parecíais dos mujeres de mediana edad, ágiles y pizpiretas, gozando de una salud física y mental razonablemente buenas. Me alegró muchísimo contrastar que así era. Dije también en aquella ocasión que hacía tiempo que tenía asociados los conceptos de inteligencia emocional y resiliencia a vosotras, a mis primas Amparo y Emilia, aunque no de manera correlativa ni excluyente, y ni siquiera por el orden referido. Y no me equivocaba: os habéis ido las dos conservando hasta muy tarde la alegría y el optimismo de aquellas dos jóvenes con las que conviví en los años sesenta, que nunca perdieron el buen humor ni su proverbial capacidad natural para transmitir esos sentimientos a cuantas personas les rodeaban.

Amparo ha sido a lo largo de su vida una persona con inteligencia emocional, con sana autoestima y con muchas habilidades sociales. Alguien que ha percibido y exprimido la vida en positivo. Tenaz en su tendencia a encontrar siempre el lado bueno de las cosas, ha reivindicado sus convicciones y sus asuntos con énfasis y determinación, sin enredarse con ñoñerías y menudencias. Ha sido una de esas personas que van directamente al grano, sin subterfugios, ni tonterías, ¿para qué?, que diría ella.

Como le dije a tu querida hermana cuando se fue, en este tiempo que vivimos de tanto doliente adiós y tanta indeseada despedida, tomo prestados los versos de un poeta optimista como tú, Luis García Montero, para decirte con él que: 

Como la luz de un sueño,

que no raya en el mundo pero existe,

así he vivido yo

iluminando

esa parte de ti que no conoces,

la vida que has llevado junto a mis pensamientos...




jueves, 9 de marzo de 2023

Imagen de lo desconocido


Boda de mis abuelos paternos 
(27 de noviembre de 1899)


«Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, que es a la vez una de las frases preferidas de fotógrafos, cineastas y artistas plásticos. Una sentencia que como he dicho en otras ocasiones casi ha alcanzado la categoría de dogma, de verdad incuestionable. Asunto este delicado e incluso comprometido, porque aceptar sin reservas tal afirmación puede conducir a un chasco estrepitoso o al ensimismamiento más infructuoso. No son pocos los fotógrafos y artistas plásticos que en algún momento de sus carreras profesionales han asegurado que sus obras se vendían solas, pese a que la terca realidad se obstinaba en demostrarles que no encontraban comprador alguno. Pero no creo que sea este el caso, al menos en lo que a mí se refiere. 

La imagen a la que hoy dedico mis comentarios —copia restaurada de una vetusta fotografía— incluye tres docenas de personas, que suponen buena parte de mis ancestros por vía paterna. Si revelo que únicamente he conocido personalmente a dos o tres de ellas, la pregunta resulta obvia: ¿qué interés puede tener para mí semejante instantánea? Respondo inmediata y categóricamente: lo tiene, y mucho. Para empezar, diré que se tomó el día de la boda de mis abuelos paternos, celebrada el 27 de noviembre de 1899, según me contó hace tres décadas mi tía Carmen, hija menor de los contrayentes, fallecida en 2001, a la edad de 88 años. De modo que nos movemos entre aromas añejos acreditados.

En un pueblo agrícola y montaraz como el mío, poblado por menos de dos millares de habitantes en el año finisecular del siglo XIX, debían ser inusuales las instantáneas. Lo que he podido rescatar entre las pertenencias que me legó mi familia más cercana y otros testimonios, me permite asegurar que las fotografías no eran moneda corriente en aquella sociedad precaria, en la que los ciudadanos empeñaban sus extenuantes esfuerzos y los escasos dineros disponibles en atender necesidades mucho más prosaicas. En algún otro lugar, he dicho que mi familia paterna era una «estirpe de posibles», radicado el término en el contexto socioeconómico de un municipio esencialmente agrícola en aquel tiempo crítico. Desde ese punto de vista, la fotografía a la que me refiero me parece un dispendio extraordinario, que no estaba al alcance de cualquiera. Así pues, me siento un privilegiado por disponer de un testimonio gráfico tan revelador y emotivo.

Me echo a la cara la fotografía y me surgen las primeras preguntas. ¿Quién sería el autor? Aunque no hay rastro explícito, la respuesta me parece que no ofrece dudas: un profesional, alguien que disponía de una cámara capaz de tomar una panorámica semejante. Segunda pregunta, ¿dónde se tomó? Parece imposible precisar el lugar concreto (probablemente a las puertas de la vivienda de mis bisabuelos). Sea cual fuese ese lugar, deduzco que debió estar en Chiva. Distintos indicios me llevan a esa convicción: por un lado, la presencia de muchos más parientes y amistades de mi abuela que de mi abuelo; por otra parte, la abundante presencia de mujeres. No parece plausible en aquellas fechas el desplazamiento de un contingente tan numeroso entre localidades distantes 20 kms., que exigía viajar en carro durante 5 o 6 horas y disponer de alojamiento en el destino. Por otra parte, la mayoría de los oriundos de Gestalgar son varones, a quienes resultaría más fácil el viaje y el hipotético alojamiento, aunque no resulta desdeñable que hiciesen el camino de ida y vuelta entre Gestalgar y Chiva el mismo día. De hecho, bastantes años después, cuando estudiaba en esta localidad, contrasté que mi padre lo hizo en más de una ocasión.

Pero fijemos la atención en la instantánea. Empezaremos por el ángulo inferior izquierdo. Aquí encontramos en primer lugar a Félix Cervera (número 31), conocido en casa como el tío Félix de Rita. Un trabajador incansable, que ayudó como jornalero a mis abuelos y a mi padre durante muchísimos años, y al que nos ha unido, igual que a su hermano Claudio, una amistad rayana en la familiaridad. A su izquierda, aparece un jovenzuelo desconocido (32) y a continuación, con el número 33, se ve a Miguel Herráez, progenitor de otro del mismo nombre, al que conocí siendo niño como «Miguelico». Fue persona que desempeñó en el pueblo distintas ocupaciones administrativas (corredor de comercio, delegado bancario, etc.) y murió nonagenario. A su izquierda está Ricardo (34), a quién no sé identificar de mejor manera. Junto a él, aparece Manuel (36), hermano de mi abuela Carmen, la contrayente, sosteniendo con sus brazos a su hija, Doloricas (35), y a su hermano Manuel (37), que falleció veinte años después. Sentada a su izquierda, está María (38), la afamada «Corachana», hermana de mi abuela, que falleció soltera y nonagenaria. Sostiene en su regazo a Fernando Corral Corachán (39), padre de mis primos Alfredo y Fernando. Completando la fila inferior, aparece el perro de mi bisabuelo, Manuel Corachán Valero, acreditado cazador, según decían, cuyo perro no podía faltar en la foto familiar de un evento tan destacado (Dejo constancia de que también lo he visto en otras instantáneas).

Desplazo la mirada, remontándola al margen izquierdo de la segunda fila. Inicia la secuencia una jovencita (23), con cara de pocos amigos, que era una sirvienta de la casa. A su lado, con idéntico grave semblante aparece la tía Eulogia (24), de la que no puedo dar mayores detalles. Y junto a ella, con un porte circunspecto y acorde con la formalidad del instante, aparece el tío Justo (25), en cuyos hombros descansan las manos de la tía Pepa. Justo a su izquierda, en el centro de la fotografía, están los contrayentes: mis abuelos Vicente Carrasco Suay (26) y Carmen Corachán Bonacho (27) que, por lo que he podido averiguar, revisando lápidas y otros documentos, contaban respectivamente 28 y 24 años. Flanquea por su izquierda a mi abuela su hermana, Manuela (28), esposa de Fernando Corral, al que me referiré después. A su lado están sus padres: mis bisabuelos Micaela Bonacho (29) y Manuel Corachán Valero (30), con el sombrero reposando sobre su rodilla.

Vuelvo de nuevo la mirada al margen izquierdo y, en la tercera fila, descubro con cara resignada a una criada de la panadería de mi bisabuelo (13), cuyo nombre desconozco. A su lado, está Milagros (14), hermana de mi abuela, una joven «rechazada», según oí decir, seguramente por emparentar con algún mozo que no sería del agrado familiar. Ciertamente, he olvidado un chisme que, por otro lado, nunca me ha interesado. Lo que está claro es que algo había porque aparece desgajada del núcleo familiar, que se visualiza concentrado en el lado opuesto de la fotografía. Según me dijo mi tía Carmen, aunque sin asegurarlo, el señalado con el número 15 es el tío Jesús de Ramonico que, a decir verdad, no sé qué le vinculaba a mi familia. A la derecha, luciendo mantón, como todas las señoras, está la tía Pepa (16), esposa de José Sánchez, de Bugarra, al que aludiré más tarde. Entre ella y el cura, emerge el parvo busto de Leoncio Carrasco Suay (17), hermano de mi abuelo, padre de mi tío, del mismo nombre, y abuelo de mis primos Leoncín (que murió siendo adolescente), Salvador (Voro para todo el pueblo) y José, que es la viva imagen de su abuelo. De hecho, es una de las pocas personas de la fotografía que identifiqué sin la ayuda de mi tía.

Tras los contrayentes, casi como fedatario del recién trabado vínculo matrimonial, aparece el cura Valero (18), justo a las espaldas de mi abuelo que, por cierto, fue hombre de profundas convicciones religiosas, según se me dijo siempre, y a su vez persona sensata, conciliadora y con excelente reputación. Desconozco quién es la persona con sombrero (19) que aparece a su lado, tras mi abuela. Junto a ella, con la inequívoca fisonomía de la familia Corachán, aparece Micaela (20), que residió en Xàtiva, supongo que por ser el lugar de procedencia de su marido. Creo recordar que no tuvo descendencia. En esa población hizo el servicio militar mi padre, en los años veinte. Junto a ella, encontramos a Dolores Obrador (21), esposa de Manuel Corachán (36) y madre de mis tíos Dolores, Manuel y Bernardo, este último todavía no nacido, que acabó siendo el continuador de la saga de horneros chivanos. Una persona excepcional al que aprecié y recuerdo como merece. Cierra esta tercera fila de personajes un ufano jovencito (22), sirviente de mi familia, cuyo nombre desconozco.

Por último, en la cuarta fila hacia la izquierda, rematando la parte superior de la fotografía, se recorta la imagen del tío Simeón el Vasero (1), al que recuerdo de oídas. A su lado, aparecen tres personas cubiertas con sombrero (números 3, 4 y 5), cuyas identidades desconozco. El siguiente es José Sánchez (6), de Bugarra, esposo de la tía Pepa y ancestro de mis primos José y Rafael, el primero de ellos agricultor empedernido y mediero largos años en la explotación de nuestras tierras gestalguinas. José y quién tiene a su lado, Fernando Corral (7), debían ser los cachondos del grupo, una condición que percibí en su descendencia. Sí, tanto su hijo Fernando Corral como su nieto homónimo eran un venero de chanzas, algazaras y bullas, y de un hablar atolondrado y hasta ininteligible. Tales atributos contribuían notoriamente a generar a su alrededor gratísimos climas en las relaciones sociales y familiares. Hace más de dos décadas que se fue y todavía recuerdo a mi primo Fernando dándole cariñosas palmadas en el trasero y gastándole bromas a nuestra tía María Corachán, siendo ya octogenaria. Cierran la fila Pablo Torres (8), secretario del Ayuntamiento, según me dijo mi tía Carmen, el tío Morau (9), padre de la tía Diluvina, vecina de mi abuela Malena; el tío Sento (10) y el tío Ángel (11), padre de la tía Adoración, esposa del tío Antonio «Cabecica Larga», un pastor que durante muchos años guardó sus rebaños de ovejas y cabras en nuestros corrales de la Casa Suay y de Albacora. Finalmente, desconozco a la persona señalada con el número 12.

Como se ha dicho, y yo mismo he apuntado en algún otro lugar, me cuento entre los humanos que hemos acabado comprendiendo que nuestra individualidad es solo una estación transitoria en el proceso de permanente renovación de la vida. Me cuento entre los que sabemos que algún día desaparecerá́ toda huella de nuestro paso por el mundo, incluso en la memoria de los nuestros. Porque mal que nos pese nacemos, nos agitamos algún tiempo y desaparecemos por completo, y debemos reconocer modestamente que nada sustancial se pierde con ello.

Pese a todo, sin creerme superior a nadie, me siento orgulloso de pertenecer a mi familia. Aunque quisiera hacer alguna precisión al respecto. El orgullo se puede considerar una actitud de superioridad hacia los demás, pero también se entiende como un sentimiento de satisfacción con algo propio o cercano, que se considera meritorio. En el primer caso, alude a una actitud inadaptativa, sinónima de soberbia, arrogancia y vanidad, cualidades propias de seres rígidos o narcisistas, entre los que sinceramente creo que no me cuento. Sin embargo, el orgullo entendido como valoración de la identidad de cualquier persona, de sus logros y de los grupos a los que pertenece, en absoluto implica un talante de superioridad sino que apunta a cómo uno se autovalora por lo que es y por lo que tiene. En este caso, refrenda que los seres humanos celebramos la pertenencia a nuestro grupo natural, que valoramos esa parcela identitaria, que reivindicamos que el conjunto de la sociedad acepte lo que somos y nuestra procedencia. Y en este aspecto me he sentido, y me siento, orgulloso de formar parte de mi familia. Rotundamente.



domingo, 18 de septiembre de 2022

Siempre estarás conmigo

Domingo, 18 de septiembre. Poco más de las diez de la mañana. Suena el teléfono. Veo la procedencia de la llamada e intuyo las malas noticias. Es mi sobrina Begoña, desde Chiva. Casi sin dejarla hablar, le espeto: —La tía Amparín. Y me responde: —No, la tía Emilia. Siento un mazazo atroz, por inesperado. Me rehago como puedo y recuerdo de inmediato nuestra última conversación telefónica durante los bochornosos días de julio. Todo estaba en su sitio, como casi siempre. Sin embargo, en apenas un par de días, Emilia ha emprendido su viaje definitivo cuando apenas rebasa los ochenta y un abriles. Y lo ha hecho como ha afrontado todas las cosas en la vida: con talante, ligerita de equipaje, dando poca faena y haciendo escaso ruido. ¡Qué grande has sido, querida Emilia!

Siempre he percibido que lo que me unía a ti eran lazos afectivos similares a la hermandad, quizá uno de los vínculos más sólidos y perdurables de cuantos trabamos los seres humanos. Sabes que fraguamos esa relación durante el quinquenio que viví en tu casa, en el horno de tu padre, durante la década de los sesenta. Si bien es cierto que cronológicamente nos separa algo más de una década, desde el inicio de nuestra relación percibí en ti la cercanía que experimentan las personas con sus hermanos mayores. No nos unía la sangre, pero siempre te he considerado casi como una hermana, que he querido y quiero intensa y fraternalmente.

Son decenas las anécdotas, vivencias y emociones que podría enumerar en esta apresurada y breve exégesis de una persona esencialmente sencilla, familiar, cercana y rebosante de valiosos atributos: afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, optimista, competente, inteligente, bondadosa… Todo lo bueno cabe en el perfil de Emilia. Pero si algo merece destacarse de su entidad personal es su enorme resiliencia. Ha logrado compendiar, como pocos, la capacidad de adaptarse a la adversidad, de reflotar, tras experimentar profusas dificultades y angustias. En mi opinión, Emilia ha sido un ser esencialmente resistente, una persona que ha vivido una existencia dura, con demasiados sinsabores, exigencias y renuncias, con abundantes reveses y con mucho trabajo. Nada de ello ha logrado borrar la sonrisa de su boca «corachana», de labios carnosos y sensuales. La misma que en los años sesenta iluminaba el dulce rostro de quien entonces era una jovencita enamorada y feliz.

En este tiempo que vivimos, de tanto doliente adiós y tanta indeseada despedida, tomaré prestados los versos de otro afligido optimista, García Montero, para decirte que: 

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...

[…] 

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Y en ello persistiré, querida Emilia, porque siempre estarás conmigo







 

domingo, 14 de marzo de 2021

Antonio García

Mi amigo Antonio García Botella es el principal responsable del apelativo con que autodenominamos a un selecto grupo de amigos. Hace más de 50 años que por motivos que desconozco y que él evocará, si lo considera oportuno o logra recordarlos, en complicidad con un reducido núcleo de colegas empezó a aludir a ciertas cosas alterando su denominación convencional mediante la anexión del sufijo «–amen». De ese modo conferían a los sustantivos elegidos —porque nunca eran adjetivos—una impronta particular que traslucía matices diferenciales predominantemente positivos o elogiosos, y a menudo ampulosos. De modo que, inopinadamente, se instalaron en la jerga estudiantil vocablos como «botellamen», «moramen», «bosamen», «chochamen», etc. Justamente de esta eventualidad nació la determinación unánime de asignar al referido grupo de amigos el calificativo de «Botellamen de Dios», en honor al apellido de Antonio y como recuerdo explícito de esa anécdota.


Debo decir, no obstante, que «–amen» es una terminación que se puso de moda por aquellos años, o quizá algunos más tarde, para designar castizamente las partes más sinuosas del cuerpo femenino. A su divulgación contribuyó muy generosamente el humorista gráfico Forges, que echaba mano del recurso con prodigalidad. Ello, por otro lado, es coherente con lo que he leído acerca de las palabras castellanas que terminan en «–amen», en el sentido de que comportan una idea de conjunto: («maderamen», 'conjunto de maderas que intervienen en una obra', «pelamen», 'conjunto de pelo abundante en todo el cuerpo', «velamen», 'conjunto de velas de una embarcación', «botamen», 'conjunto de botes de una oficina de farmacia' o «barrilamen», 'conjunto de barriles'). Aunque también aluden al volumen: («tetamen», 'busto de la mujer, especialmente cuando es muy voluminoso' y «caderamen», 'caderas de mujer, generalmente ‘rotundas’; y en la misma línea, «pechamen», «muslamen» y «culamen». Adicionalmente, es innegable el tono humorístico que estas últimas comportan, que tampoco debió ser ajeno a la anécdota en cuestión.

Pero dejemos digresiones y anecdotarios y vayamos al grano. Cuando decidimos afrontar nuevos retos o emprender nuevos caminos es frecuente que quienes nos aprecian nos estimulen con recomendaciones como: «no te preocupes, simplemente sé tú mismo y verás como todo irá bien». Tal exhortación no es sino una incitación a que actuemos según nuestras convicciones, aunque para ello se precisan las premisas del autoconocimiento y la autogestión, ambos compañeros inseparables de la autenticidad, la característica diferencial de quienes aborrecen la hipocresía.

«Auténtico» es una palabra que hace pocas décadas definía lo que merecía la pena, lo que tenía valor. Estaba presente en los argumentos de las novelas y de las películas, en las letras de las canciones e incluso en los mensajes publicitarios. Lo mejor que podía exhibir cualquier persona era su autenticidad, que era como una declaración explícita de integridad y legalidad, de compromiso con la palabra dada y de asunción de las consecuencias de sus actos, sin dejarse mediatizar por el ambiente. Vamos, lo que hoy significa comúnmente «ir por libre y a contracorriente». Es decir, algo inusual, incómodo, inadecuado y hasta provocador. Pero en aquellos tiempos era el modelo a imitar, el patrón por el que se regían los arquetipos y las aspiraciones juveniles.

Tal vez sea ese calificativo, «auténtico», el que mejor conceptúa —valga nuevamente el oxímoron— a mi amigo Antonio que, en mi opinión, atesora un valor que define a las personas que dicen verdad, aceptan la responsabilidad de sus sentimientos y conductas, y son sinceras y coherentes consigo mismas y con los demás. Ser auténtico, como lo es él, equivale a pensar con convicción, a actuar coherentemente con la realidad percibida, con el pensamiento, la palabra y la acción. Él ya era así cuando lo conocí hace más de medio siglo en la Escuela de Magisterio de Alicante, compartiendo aula y otras cosas que han permanecido secularmente anejas a la condición de estudiante.

Por otro lado, en este apresurado bosquejo de su persona, para serle fiel, me parece que debo resaltar otra de sus características diferenciales, que no es otra que el arraigo, es decir, la respuesta natural de los seres vivos hacia un determinado territorio que les provoca bienestar y seguridad y que, cuando se produce espontánea y/o deliberadamente —como es el caso— resulta absolutamente positivo, siendo por el contrario extremadamente nefasto cuando se impone. Si en el primer caso el arraigo provee de cuanto necesitamos para crecer y ser fuertes, en el segundo, nos desgarra vinculándonos a entornos que nos resultan yermos y tóxicos. Tengo la certeza de que Antonio hace tiempo que optó por el arraigo auténtico, por vincularse a su tierra y a su gente, que es lo mismo que adoptar un patrón de vida asentado en pocas pero inequívocas premisas: ser consciente de quién es, de donde está, con qué recursos cuenta y con qué personas desea entablar relaciones. Decidió lo que comúnmente se denomina tener los pies en la tierra, probablemente convencido de que a la fuerza del arraigo le suele acompañar la seguridad y la tranquilidad que con él logramos las personas. Y Antonio no me parece que haya sido nunca un ser dado a la ensoñación, sino más bien alguien que tiene los pies en el suelo permanentemente.

De igual modo, considero que si le preguntásemos por sus mayores compromisos respondería muy probablemente diciendo que es hombre que se propuso vivir y envejecer con dignidad y con la mayor lucidez posible. Y lo ha logrado en buena medida. Contrastando su trayectoria y sus comportamientos personales y profesionales, me parece persona con ideas firmes, que aprecia su coherencia y la de los demás, entendiendo por tal la concordancia entre pensamientos y acciones. Una posición doctrinal que a veces defiende con vehemente intransigencia, actitud que en ciertas ocasiones le resta crédito y en otras erosiona la contundencia de sus argumentos. En todo caso, sería profundamente injusto no reconocer que los años no han transcurrido en balde —tampoco para él— y nos han templado a todos. Sin duda, pese a que tal vez no hemos aprendido cuanto debíamos, la experiencia nos ha enseñado al menos a convivir transigente y amistosamente.

Dejado por sentado que mi amigo Antonio es persona auténtica, legal e íntegra, responsable, lúcida, digna y coherente, además de profundamente arraigada en Aspe, su pueblo natal; y del mismo modo que es empedernido andarín y reputado «cocinitas», también atesora importantes habilidades socioemocionales como la resiliencia, la tenacidad, la conciencia social, la empatía o la comunicación asertiva. Y no solo eso, recuerdo una frase de Hemingway que reza más o menos literalmente: "el hombre puede ser destruido, pero no derrotado", una expresión que considero que sintetiza como ninguna otra la filosofía vital del escritor y que, en cierta medida, pienso que también identifica algunos pasajes de la vida de mi amigo. Un hombre que, como yo mismo y tantos otros de nuestra generación, ha vivido tiempos y circunstancias en los que la masculinidad dura y viral lograba impedir, o casi, la exteriorización de los sentimientos y nos trasformaba en activistas con coraza. La exhibíamos ufana y ostentosamente a la par que escondíamos en su interior corazones vulnerables y sensibles, dispuestos a compartir y compadecer el sufrimiento de los más débiles y a afrontar con humildad las propias adversidades. Por encima de su aparente y/o circunstancial armadura, también reivindico para mi amigo las cualidades que subsumen adjetivos como cariñoso, acogedor, intenso, afable, jovial, amigable, apacible, comprensivo, empático, leal, servicial, sensible, humilde, apasionado y respetuoso.

Gracias por tu amistad, Antonio. Salud, felicidad y larga vida.


sábado, 13 de marzo de 2021

Domingo Moro Planells

Pese a que resuene a topicazo, para abordar el perfil de mi amigo Domingo debo referirme en primer lugar a la insularidad, que es lo mismo que revelar su condición y carácter isleños. Ese atávico y ancestral sentido del aislamiento que ha caracterizado la identidad de los habitantes de las islas, que enraízan sus existencias en patrias diminutas, de pocos kilómetros cuadrados, abandonadas en medio de la mar, que viene a ser como el gran telón de fondo de sus vidas y tal vez por ello lo mismo les sirve para aislarse que para protegerse de las tribulaciones del resto del mundo. Sí, ansían la mar como anhelan la estima de sus progenitores, aunque aparentemente parezcan ignorarla. Necesitan la amplitud de sus horizontes para afianzar el sosiego y la seguridad que reclaman pues, por más siglos que pasen, no logran abandonar el viejo e irracional convencimiento de que el peligro y las desgracias casi siempre vienen de fuera.

Debo precisar que mi amigo y su familia son ibicencos y que su idiosincrasia responde a las peculiaridades mencionadas, que hoy están mucho más diluidas que antaño, pues hace décadas que su territorio rebosa de turistas que han desencajado en buena medida las vetustas tradiciones locales influyendo en el carácter de los lugareños que, pese a todo, me parece que continúan percibiendo la isla como un pequeño cosmos engarzado armoniosamente con el universo mundo. Sí, bien mirado, en su exiguo espacio se suceden las mismas cosas que en cualquier otro lugar, como testimonia su historia y su rica tradición oral. De hecho, lo que pasa en este pequeño ecosistema que apenas rebasa los quinientos kilómetros cuadrados replica la realidad del archipiélago y de la propia Península, y hasta del mundo global. En él se desatan pasiones y odios, amores y desamores, trabajo y desocupación, realismos y ensoñaciones…, como en todo lugar. Aunque tal vez la insularidad dota de especial intensidad a los hechos y a las personas que los protagonizan, condicionando su mentalidad y sus formas de vida, reforzando su personalidad y haciéndoles adoptar perfiles peculiares, como el que corresponde a Domingo, un ser esencialmente alegre, tranquilo y divertido, como la inmensa mayoría de los «pitiusos».

Corría el año de 1967 cuando este singular isleño, con raigambre salmantina por la rama paterna —seguramente le venga de ahí su afición taurina—, decidió emigrar a tierras alicantinas. Probablemente su intención de cursar Magisterio no le dejó otra opción aunque es probable que tampoco fuese ajeno a su decisión el secular vínculo existente entre las «Pitiusas» y la costa alicantina, apenas separadas por doscientos kilómetros, que equivalen a poco más de cien millas, distancia que en días claros les permiten avistarse mutuamente. Si no recuerdo mal, es posible que le ayudase a decantarse, también, la circunstancia de que algunos de sus familiares tenían alguna radicación por estos pagos, pues disponían de una vivienda vacacional en la costa de Calpe. Ya entonces Domingo estaba impregnado de un espíritu cosmopolita, probablemente influenciado por el ambiente que empezaba a instalarse en la isla. Pronto se adaptó al ecosistema alicantino y forjó un grupo de amigos con los que completó un venturoso periplo a lo largo de la carrera. En él se imbricaron compañeros como Juan Silvestre Vivo, Paco Ochando, Antonio Garcia Botella, Elias Cascant y algunos otros. Para admiración de todos disponía de una guitarra eléctrica que tocaba con desigual fortuna, castigando los tímpanos de sus vecinos cuando ensayaba en la vivienda que ocupaba en las proximidades de la vertiente este del castillo de San Fernando, cercana al paseo de Campoamor, donde jueves y sábados se celebraba el celebérrimo y popular mercadillo.

Domingo era entonces un joven de su tiempo y ello lo evidenciaban los signos externos que mostraba, como su indumentaria, que replicaban las tendencias del momento. Lo recuerdo particularmente con los pantalones acampanados, la media melena «beatliana» o los celebérrimos botines que arrasaban en aquellos finales 60 y primeros 70. Era persona que disfrutaba con la música rock, el soul y el pop y que, además de estudiar y cumplir con sus obligaciones, le encantaba festejar y pasárselo bien. Y a buen seguro que lo logró pues guarda grandes y buenos recuerdos de aquella etapa. Prueba concluyente de ello es que mantiene vínculos con las amistades que forjó hace más de 50 años.

Concluida la carrera, regresó a su isla. Allí ejerció la profesión a lo largo de cuarenta años gozando del reconocimiento de propios y extraños, incluidos sus empleadores, alumnos, compañeros y amigos. Pese a que transcurrió una larga temporada sin que existiese algo más que un contacto circunstancial con algunos de sus viejos amigos alicantinos, nunca llegó a interrumpir completamente esa relación. Jamás ha roto su ligazón con una tierra a la que parece unirle un invisible cordón umbilical que cuida y salvaguarda, ahora sí, con la complicidad de sus viejos colegas. Y ello explica que concurriese entusiastamente a las celebraciones que los integrantes de su promoción de Magisterio llevamos a cabo en los años noventa, y de nuevo entrado el siglo actual. Y sorprendentemente, a estas alturas de la vida, lo sigue haciendo cada año, desplazándose ex profeso desde Ibiza a Alicante para participar en directo —porque siempre lo hace virtualmente— en alguno de los cónclaves de la amistad que celebramos periódicamente, mientras lo ha permitido la pandemia. No satisfecho con ello, se ha erigido en el principal animador del grupo de whastsup «Botellamen de Dios», que es el órgano oficial de un colectivo de amigos creado exclusivamente para reivindicar y disfrutar la amistad.

Cuanto antecede ha contribuido a forjar una entrañable atmósfera que nos ha permitido redescubrir en estos últimos tiempos a un Domingo amable, alegre, simpático, atento, diligente, educado, ingenioso, entusiasta, generoso, fiel, confiado, sincero, soñador, divertido, inteligente, campechano, risueño y parece que razonablemente feliz. Como lo estamos nosotros por gozar casi diariamente de la oportunidad de disfrutarlo gracias a las nuevas tecnologías. Tan es así que hace meses que ansiamos —y comenzamos a maquinar— cómo perdernos un par de días por Ibiza en cuanto lo permita la pandemia, aunque ya no podamos —se lo diré en su propia lengua—“anar molt gats” ni “tampoc no fumem pota”, malgrat que “ens arrufem prou”,  “anirem poc mudats” i tenim prou amb un “parell de Joan Bonet”. Pensem atracar-nos per enllà tot i que ja no podem “anar de palanca” i que xiulem malament a “les famellasses”.

Salud, felicidad y larga vida, amigo.


martes, 9 de marzo de 2021

Antonio Antón

Hace años que un grupo de amigos que roza la docena, reunido en torno a una mesa en un restaurante irrelevante, acordó y ratificó un convenio tácito y ágrafo que ampara el funcionamiento societario de una agrupación de personas que responde a las siglas ADAAL, acrónimo de Admiradores de Antonio Antón Latour. Este pacto implícito alumbró una asociación espontánea, carente de estatutos y de junta directiva, que sin embargo involucra a un batiburrillo de seres variopintos —todos maestros, aunque algunos no ejercientes— y mayoritariamente heterodoxos. Cada vez que se reúne tan genuino cónclave cristaliza una expectativa, solo ocasionalmente frustrada, que se gesta cual presagio en los días precedentes: Antonio acabará cantando a mayor gloria de todos, y los demás le acompañaremos como podamos. Obviamente, nadie cuestiona tal premisa, siendo deseo general que se materialice cuanto antes.

Si uno mira hacia atrás, mientras enhebra los recuerdos contrasta que son muchos los escenarios de toda condición en los que Antonio ha compartido el don que le dieron sus padres o que le confirió la madre naturaleza, como se prefiera. Me refiero a su portentosa y educada voz de tenor, que si bien carece del marchamo academicista y no ha llegado a auparle a los primeros planos de la escena —aunque probablemente ni se lo ha propuesto, e incluso, según se mire, tal vez ni siquiera sea así— no lo es menos que ha posibilitado que su nombre haya destacado en los carteles, quizá sin alcanzar cimas deslumbrantes, pero llenando siempre un segundo primer plano —valga el oxímoron— que lo ha hecho más atractivo, si cabe. Porque la suya es una tesitura que fluye para delicia de melómanos y aficionados al arte de Euterpe. De hecho los integrantes de su club de fans preferimos que se mantenga así, como la de los grandes intérpretes, natural, discreta y sin estridencias, haciendo brotar de su garganta ese mensaje implícito, que está presente en todas sus interpretaciones, y que sin necesidad de palabras nos dice con cada melodía: «cuando canto me rompo por dentro».

Pero vamos muy deprisa. Tengo decenas de motivos para admirar y reconocer la valía de Antonio aunque, para no desbordar las dimensiones de estos breves apuntes biográficos, me circunscribiré a tres de ellos. El primero que destacaré es su referida y estrechísima vinculación con la música, y muy singularmente su inalienable unción con el Misteri, esa joya que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2001, que tanto significa para él —y para tantos miles y miles de personas—, al que ha entregado buena parte de su vida durante los más de sesenta años que ha consumido protagonizando distintas facetas de tan singularísimo drama «sacromusical». Las crónicas aseguran que la vocación le viene de familia, no en vano su padre también formó parte de la Festa, haciendo de Ángel en los años 1932 y 1933, y desempeñando varios cargos en el organigrama del Misteri. Por otro lado, su hermano Luis es así mismo cantor y compartió con él durante casi dos décadas el Araceli. Antonio entró a la Capella con ocho años y uno después hizo de María Salomé, participando como María Mayor en 1961 y 1962. Cuando le cambió la voz colaboró un tiempo como consueta hasta que pudo volver a cantar. En 1969 empezó a salir como tenor del Araceli, papel que realizó hasta 2009, año en que pasó a ser Maestro de Ceremonias, cargo relevantísimo que desempeñó durante una década y que junto al de Mestre de Capella son los de máxima importancia en la representación, pues a él corresponde la dirección escénica del Misteri.

Destacaré también el inquebrantable compromiso de Antonio con su núcleo familiar. Tengo la impresión de que la familia es para él como la música, una composición que incluye notas agudas y graves, habitualmente armoniosas y en ocasiones discordantes, pero que siempre acaban por conformar una hermosa canción. Esa me parece que es la melodía que incorpora la banda sonora que acompaña a su linaje. Percibo su incansable dedicación al cuidado y a la educación de sus hijas y nietos. Contrasto, como creo que ratificarán cuantos lo conocen, que es un gran compañero y un padrazo enorme. Un par de ejemplos ayudarán a disipar dudas. El primero alude al entusiasmo con que sus hijas organizaron el pasado año la celebración de su septuagésimo aniversario, lamentablemente coincidente con la pandemia, circunstancia que impidió llevarlo a cabo en los términos que diseñaron inicialmente. Me pareció un esfuerzo inusual que evidenció la devoción que tienen por su progenitor. Por otro lado, que año tras año complete un puñado de etapas por distintas rutas jacobeas acompañado de una de ellas es un rasgo no menos distintivo de la recíproca complicidad.

En tercer lugar, un atributo de Antonio que debe destacarse es su compromiso con el ejercicio riguroso de su profesión y con la gestión eficiente y comprometida de la escuela pública. Su trayectoria laboral acredita esa inequívoca actitud a través de una práctica educativa progresista, equitativa, respetuosa con las diferencias y orientada a asegurar la cohesión y el progreso. Ese currículo lo avala el reconocimiento recibido de las comunidades escolares con las que ha trabajado y de otras instancias profesionales y agentes sociales de su ciudad. Una responsabilidad y un compromiso que trascienden la profesión e involucran a su familia, a su lengua y a sus amistades. Una autoimpuesta encomienda que impregna muchas de sus canciones, engarzando en ellas sensibilidades y reivindicaciones de poetas como Nicolás Guillén, Blas de Otero, Luis Cernuda, o de cantautores como Violeta Parra, Víctor Jara, Donovan, Pete Seeger, Lluís Llach o Raimon, entre otros muchos.

Antonio ha incorporado a su oficio y a su vocación la experiencia que ha ido obteniendo en la vida. Su aire de «resistente» da a entender a las claras que puedes contar con él para poner los palos del sombrajo no importa dónde. Su manera de cantar tiene algo de artesana, pues aparenta fabricarse el alma pieza a pieza durante todos y cada uno de los días. La suya es una labor hecha a mano, modulada y sin ínfulas. Se sabe interesante pero jamás avasalla con su seducción. Es consciente de que los oídos adoran su voz, pero nunca hace valer su laringe para esconder o adulterar sus penurias. Puede que haya deseado la fama pero jamás le ha tentado supeditar a ella su integridad personal, esa que conforman un cúmulo de pequeñas grandes cosas como arreglar el jardín de su casa, comprar en el centro comercial, hacer la comida, recoger a los nietos en el colegio o llevarlos al dentista. Ciertamente, me parece que siempre hay un momento estelar en la vida pública de todos los artistas. Y creo que en el caso de Antonio son dos: el primero, cada vez que ataca la interpretación de Al vent, de Raimon; y el segundo, cuando susurra los primeros compases de Que tinguem sort, de Lluis Llach. Pese a su condición de artista grande, sigue sintiéndose un convicto de su viejo grupo La Pedrada o un colaborador circunstancial de formaciones con tan escaso relieve como incuestionable compromiso. Los años y su extracción popular le han regalado un buen olfato para moverse en la realidad, pese a que probablemente nada le gustaría más que volverse loco. Seguramente por eso sigue siendo el mejor a juicio unánime de cuantos integramos la ADAAL, pues no en vano somos —y seremos— sus incondicionales más fervorosos.


jueves, 4 de marzo de 2021

Luis Gómez

Como bien saben los artistas plásticos no resulta fácil ser buen caricaturista porque es pericia que requiere un aprendizaje exigente que no está al alcance de todos. La caricatura es un arte que tiene escasas reglas y demanda medios poco sofisticados. No obstante, esos limitados recursos le permiten por el contrario expresar la riqueza de la vida, de las costumbres o del pensamiento de las personas y también compendiar la complejidad de los contextos sociales y/o de los rasgos característicos de una determinada época. Con pocos trazos logra aflorar las cualidades ocultas y/o las categóricas de cualquier entidad personal o social haciéndola fácilmente aprehensible para quienes están frente a ella. Si en unas ocasiones provoca la sonrisa e incluso la carcajada del observador, en otras apela a su conciencia motivándole análisis y reflexiones de mayor enjundia. Así pues, caricaturizar es tarea compleja, aunque no lo es menos tratar de remedar tal destreza plástica con recursos lingüísticos. De modo que cada día me parece más quimérica la pretensión que me autoimpuse cuando determiné haceros estas fútiles semblanzas, intencionadamente esquemáticas y almibaradas, que en el mejor de los casos aspiran exclusivamente a abocetar sinopsis verosímiles de algunas de las parcelas que conforman vuestras personales entidades, todas complejas y deliciosas. El turno que establecen mis aleatorias pulsiones ha determinado que hoy sea Luis Gómez el sujeto de mis cavilaciones.


Como decía, pretender acotar con poco más de un millar de palabras la formidable riqueza que abarca la vida de cualquier persona es una aspiración absurda. Si además se trata de alguien con profusas inquietudes y con una prolífica proyección social tal propósito deviene un objetivo casi imposible. Por tanto, hago expresa mi renuncia a que este remedo literario subsuma siquiera una síntesis de lo que mi memoria retiene de mi amigo Luis. De él podría decir infinidad de cosas, como que lo conocí hace más de cincuenta años cuando era un mozo bien «plantao» que, desde su Novelda natal, llegaba a la Escuela de Magisterio conduciendo el único seiscientos que circulaba por aquellos pagos. Que con su mayoría de edad recién estrenada, su porte juvenil, sus maneras, sus habilidades y su carácter hacía estragos entre las féminas, despertando sus anhelos y pasiones. Pero no solo de pan vive el hombre. Luis había pasado algunos de sus años adolescentes en las Escuelas Pías del Cap i Casal, en la calle Micer Mascó, donde probablemente aprendió algo más que literatura y francés. Si su fisonomía jugaba a favor, no lo hacía menos su talante. Era hace medio siglo, y lo sigue siendo, una persona divertida, perspicaz, simpática, apasionada, atenta y con carácter. Era y es, además, alegre, interesante, responsable, extrovertido, capaz, amable y obstinado. Y también persona generosa, razonablemente satisfecha e inequívocamente afortunada. Luis es, en síntesis, un ser inteligente —y, por tanto, algo hipócrita— familiar, dúctil e independiente, y un punto fanfarrón, con apariencia de ser feliz, que no es poca cosa cuando se han cumplido los setenta.

Soy consciente de que siguiendo por este camino no alcanzaré el final. De modo que por un elemental pragmatismo abordaré exclusivamente tres facetas que concretan otras tantas proyecciones de su personalidad. La primera se vincula a uno de sus rasgos característicos. Luis responde al canon aristotélico del «zoon politikón», es un animal político en el mejor sentido de la palabra, un concepto que incluye tanto las facetas teoréticas de la convivencia como las extensiones más prosaicas de la práctica política. Como propone H. Arendt, no debe olvidarse la distinción entre «lo político» —la ineludible vida en sociedad que atañe a todos y sus reguladores como la justicia, la igualdad, la solidaridad o la equidad—  y «la política» —expresión de lo político—, que concierne a sus vertientes procedimentales abordando aspectos estructurales (formas de gobierno), mecanismos (institucionalidad) y procedimientos (maneras que confieren legalidad y legitimidad a las dos anteriores) que permiten la organización y la convivencia de las diferencias y de la pluralidad de y entre las personas. 

En mi opinión, Luis ha estado en lo uno y en lo otro desde los albores de su madurez. Ni la política ni lo político le han resultado ajenos un solo minuto desde entonces, cuando ya apuntaba maneras discutiendo acaloradamente o enredándose en diatribas ideológicas, unas veces sustantivas y otras fronterizas. Instigaba, hacía proselitismo, reclutaba y embarcaba a terceros en peripecias que a veces compartía y otras abandonaba al albur de su destino. Luis ha sido hombre de aparato y servidor institucional, muñidor y conocedor de las triquiñuelas y maldades del día a día partidista y entendido, a la vez, en la política institucional que promueve y posibilita las transformaciones que mejoran la vida de los ciudadanos. Es persona que gusta de «estar al plato y a las tajadas» y que nunca ha abandonado la acción política, esa que se escribe con minúsculas y que hace grande a la que se rotula con letras mayúsculas. 

Más allá de su incursión circunstancial en la gestión de los órganos de la Administración autonómica, la segunda faceta de su personalidad que en mi opinión merece subrayarse es el sesgo municipalista de su actividad política, que inició en Elx —algo más que su ciudad adoptiva, porque allí labró buena parte de su porvenir— y que ha desplegado en su Novelda natal. Su apuesta para la política municipal se aparta de los sesgos de carácter geográfico, utópico o burocrático que suelen acompañar al municipalismo convencional. En realidad se orienta a concretar una sociedad local más justa y solidaria. Su gestión al frente del consistorio noveldense ofrece ejemplos evidentes de cómo el municipalismo puede trascender la mera respuesta a los problemas diarios. Sus ideas acerca de las necesidades de la población y del futuro de su pueblo jamás han sido quimeras irrealizables. Y mucho menos ha limitado su actividad como munícipe a llevar a cabo exclusivamente la escrupulosa gestión de las competencias que tienen las corporaciones locales. Por el contrario, parece más bien que se ha esforzado en construir estructuras políticas de base local, más ambiciosas que las lógicas verticales y burocráticas de los partidos políticos. Porque conoce de sobra que la vida en los pueblos y en las pequeñas ciudades en absoluto replica la política nacional, de la misma manera que los ayuntamientos tampoco son parlamentos en miniatura con sus correspondientes gobiernos. Sabe que la política local es un entramado de relaciones de poder en el que intervienen muchos de los agentes que también están presentes en otros niveles sociopolíticos y económicos (empresas, multinacionales, bancos, especuladores…), que aquí intervienen y se involucran de otro modo. Sabe que el municipalismo está mediado por la proximidad, por la necesidad de descender a lo concreto y entrar en contacto con otras realidades: vecinos, asociaciones, tradiciones autóctonas, liderazgos locales… Y tal vez por ello hacer política municipal significa interpretar esa realidad diferenciada que es cada pueblo, entenderla y saber construir a partir de ella utilizando sus propios códigos y ritmos. Luis fue alcalde en dos legislaturas y estoy convencido de que ese periodo lo tiene asociado a uno de los estadios más venturosos y productivos de su vida. Estoy convencido que en su decisión de volver a casa y lograr auparse a la alcaldía encontró una síntesis casi perfecta de su vocación política con su raigambre existencial.

La tercera y última faceta que destacaré de Luis se refiere a sus desempeños en el terreno corto, el que forjan las relaciones personales y las emociones que les acompañan. No sería justo ni respondería a la verdad hurtar a la imagen que proyecta alguna de sus vertientes más esenciales. Más allá de la pasta que conforma su dimensión política, cuando se le conoce a fondo se aprecian en él aristas que subyugan y humanizan la indiferencia o la aureola de frialdad que pudiera traslucir su pertenencia a la «clase política». Cuando se accede al territorio emocional que cultiva Luis se aprecia su humanidad, su cercanía. En ese terreno emerge el Luis primigenio, el ciudadano que abre las puertas de su casa a sus conciudadanos y amigos, que lo mismo colabora con un artículo en las revistas locales (Betania y otras) que participa entusiastamente en su «filà» La polseguera. El hombre que no tiene problema en reconocer que vive en una casa sobre la que proyecta su sombra «la Madalena», protagonista de uno de los días más importantes en su ciudad, según él lo percibe y declara. Es el muchacho que sigue tomándose sus «palomas» con la misma candidez que lo hacía cuando era adolescente, a las que hace años añadió sus inseparables cigarros, habanos a ser posible, aunque no sean Montecristo Nº 4, Partagás 8-9-8 o Siglo V de Cohiba. Y por si fuera poco ahí están algunas de sus más sinceras confesiones reconociendo que es partidario de las virtudes laicas de la tolerancia activa, la autocrítica y la amistad cívica con los adversarios. En algún lugar citó a Goethe con una frase que apunta a la esencia de sus aspiraciones vitales: «seamos nobles, amables y buenos». Pues, eso mismo, Luis: suscrito y rubricado.

Salud y felicidad, amigo.




jueves, 25 de febrero de 2021

Tomás Artero

El nombre y los apellidos de las personas resultan a veces curiosos e incluso graciosos y hasta pintorescos. ¿Acaso no son llamativos, por ejemplo, Tiberio Feliz, Rosa Verde y Amarillo, Encarna Vales, Paca Garte, Lola Mento, Elvia Ratón Calvo o Antonio Bragueta Suelta? Sin embargo, otras veces les vienen a sus titulares como anillo al dedo y no son pocos los casos en los que evidencian una radical incongruencia entre su significado y las características de la persona a la que corresponden. Algo de esto último ocurre con mi amigo Tomás Artero Bataller.

Su nombre, que significa gemelo, corresponde a uno de los doce apóstoles de Jesucristo y procede del latín eclesiástico «Thomas», vocablo derivado del griego «thoma» o «theoma», que a su vez es préstamo del arameo. En el evangelio de San Juan a Tomás se le denomina también Dídimo, que no es sino su traducción al griego. Todo parece indicar, pues, que el apóstol tenía un hermano gemelo que probablemente falleció antes de que trascendiera la vida pública de Jesucristo, particularmente a través de las crónicas evangélicas. Tomás fue señalado por su incredulidad pues, como se recordará, no creyó en la resurrección de Cristo hasta que le enseñó sus llagas. Pues bien, considerando cuanto antecede, doy fe de que ni Tomás es gemelo de nadie, ni me parece que sea persona especialmente incrédula. Por otro lado, los diccionarios certifican que «artero» es un adjetivo peyorativo, sinónimo de «mañoso» y de «astuto», que en femenino corresponde a un instrumento de hierro con el que antiguamente la gente marcaba su pan antes de llevarlo a cocer a un horno común. Y también que «bataller» deriva de «batallar», término que tiene dos acepciones; por un lado, expresa la acción de combatir o hacer la guerra; y por otro, alude a la acción de poner badajos a las esquilas del ganado. Ni uno ni otro me parecen significados que encajen con las características de mi amigo, que en absoluto responde al prototipo de las personas arteras ni es verosímil imaginarlo arreglando cencerros.


Sin embargo, cuando conocí a Tomás —hace más de 50 años— ya me pareció que tenía ante mí un «bon chic», aunque entonces desconocía el significado de tal expresión porque no sabía una palabra de su lengua materna. Pues bien, en las cinco décadas transcurridas ha acreditado sobradamente que no estábamos equivocados quienes percibimos tan preliminarmente su bonhomía. Pudiera parecer que el término “bon chic” es una alusión genérica, idónea para designar a los muchachos de apariencia amable y bonachona. Y en cierto modo lo es aunque aplicada a mi amigo trasciende amplísimamente ese significado porque Tomás, además de lo anterior, es persona cálida, cariñosa, acogedora, afable, jovial, atenta, amigable, bondadosa, apacible y comprensiva. No contento con ello es, además, un hombre capaz, fiel, alegre, responsable, respetuoso, empático, educado, leal, comprensivo, paciente, servicial y divertido. Y, por si faltaba algo, es también tierno, delicado, sensible, humilde, perspicaz, atento, aparentemente feliz y bonachón, como decía al principio. He necesitado más de treinta adjetivos para calificarlo pese a que soy plenamente consciente de que la construcción literaria se asienta en la economía de las palabras, que es lo mismo que decir en la erradicación de elementos innecesarios para comunicar la idea que se pretende trasladar al lector. Pero, por otro lado, también sé que el adjetivo es elemento imprescindible para la concreción lingüística y que, como todo en la vida, conviene utilizarlo con mesura, lo que no equivale a economizarlo a toda costa. En mi opinión, sin los adjetivos los textos estarían vacíos y los sustantivos huérfanos de matices. Reto por tanto al lector que conozca a Tomás a que despoje a la oración “Tomás es un bon xic” del resto de los adjetivos que he añadido para calificarlo y determinarlo. Si transmite lo mismo, acepto la penitencia y los suprimo del discurso porque también tengo la convicción, como Carpentier, de que los adjetivos son las arrugas del estilo, aunque en este y en otros casos me parecen ideas verdaderas, cual los sustantivos que, como ellos, nunca envejecerán. Porque si ya nadie discute que la arruga llega a ser bella, ¿qué impide aceptar que los adjetivos sean parte de la belleza natural del lenguaje?

Como he dicho, cuando conocí a Tomás ya era persona de apariencia bonachona y ademanes comedidos. Muchacho parco en la palabra, contenido en sus expresiones y particularmente prudente. Quizá uno de sus aspectos más llamativos era la capacidad que demostraba jugando al fútbol. Entonces ya militaba en el equipo de La Vila, su pueblo, y exhibía buenos fundamentos que le hicieron partícipe por derecho propio de los equipos con los que competía la Escuela de Magisterio y también de los que alineaba el club de su localidad. En ellos se desenvolvía con una solvencia bastante más rotunda que la que traslucían sus comportamientos académicos o sus relaciones sociales. Pese a todo ya apuntaba maneras en tanto que persona amistosa y de concordia, que porfiaba por ubicar su existencia en el territorio de lo cercano, de la amabilidad y la confortabilidad.

Aunque nuestros itinerarios profesionales se han desenvuelto de manera disociada y no hemos tenido oportunidad de coincidir a lo largo de las respectivas carreras, no han escaseado las referencias y los contactos mutuos. En ese dilatado periodo, tanto directamente como a través de amigos y conocidos comunes, he sabido de la bonhomía de Tomás y de la magnífica labor que desplegaba como educador en uno de los centros emblemáticos de Benidorm, el Lope de Vega, en el que dejó una huella perdurable. Podría seguir glosando otras facetas de Tomás, pero para no hacerme pesado me centraré exclusivamente en dos aspectos que me parece que lo caracterizan y que resumen en cierto modo su talante vital.  El primero de ellos son las amistades y el segundo su afición por la gastronomía.

Tomás cuenta por centenares sus amigos, no en vano cultiva como pocos la amistad y las formas que hacen posible la convivencia. Además de una infinidad de conocidos, tiene un potente núcleo de amigos con los que empatiza, interactúa y disfruta. Todos sabemos por experiencia que conservar los amigos no es sencillo. Al contrario, como he dicho en otras ocasiones, es sustancialmente difícil y requiere la ineludible práctica de importantes virtudes. La primera de todas ellas es la honestidad, que a la amistad le conviene por encima de cualquier otra cosa; es más, puede afirmarse categóricamente que sin ella resulta imposible ya que mentira y amistad son incompatibles: solo las amistades francas perduran en el tiempo. Otra de ellas es la generosidad, y a Tomás le sobra por los cuatro costados, como la anterior. Y, consecuentemente, igual se embarca para pescar al curricán que guarda el cuartel de la filà durante las fiestas. De la misma manera que viaja a la Rioja, a Navarra o a donde sea para acompañar a un amigo en la descubierta de una nueva añada de caldos, come, cena o revela el enésimo restaurante interesante o la penúltima tasca que merece la pena visitarse. Porque, aunque no lo confiese, es un gourmet reconocido, alguien a quien se puede inquirir sobre cualquier espacio gastronómico de su localidad, de cualquier pueblo de la comarca, de la provincia de Alicante, de la Comunidad Valenciana y hasta de mucho más allá… y dará referencias.

Así que, remedando a Wyoming, podría escribir más y mejor pero ello no mejoraría a mi amigo, porque eso es tarea imposible.


miércoles, 10 de febrero de 2021

Adiós, madrina

El escriba Ptahhotep, visir de uno de los faraones de la V dinastía, es autor del contenido de unos de los primeros textos de la literatura del Antiguo Egipto, las conocidas como Instrucciones, Máximas o Enseñanzas de Ptahhotep, que recopiló su nieto, Ptahhotep Tshefi, en torno al año 2450 a. de C. usando la escritura hierática. Se trata de una colección de proverbios morales, con forma de consejos e instrucciones, que da un padre a su hijo. Una de las copias más antiguas, el Papiro Prisse, se guarda en la Biblioteca Nacional de Francia y en él se lee: 

“Pasan los años, ha llegado la vejez, viene la fragilidad, la debilidad crece. Uno duerme todo el día, como los niños. Se enturbian los ojos, los oídos ensordecen. Con el cansancio disminuye la fuerza, la boca, silenciada, no habla; el corazón, vacío, no recuerda el pasado; duelen los huesos; lo bueno es malo; se ha ido el gusto; lo que los años le hacen a la gente es malo en todos sentidos.

No te vanaglories de tu conocimiento, ni te enorgullezcas porque eres un sabio. Toma consejo del ignorante del mismo modo que del sabio, pues no se han alcanzado los límites del arte, ni existe un artesano que haya adquirido su perfección. Observa la verdad y no la traspases, que no se revele el desahogo del corazón. No calumnies a gente alguna, grande o pequeña. Es de lo que abomina el ka (la fuerza vital)” 

De entonces acá han transcurrido 4500 años y la vida y la muerte han cambiado notablemente. Diría que de manera radical en algunos aspectos, especialmente en el último siglo, cuando la esperanza vital de las personas ha crecido más que durante todos los milenios anteriores. De hecho, se ha duplicado en lo que es apenas un abrir y cerrar de ojos considerado desde la perspectiva del conjunto de la evolución de la especie. Por tanto no debe extrañarnos desconocer tantas cosas sobre la vejez. De algún modo podría decirse que es algo nuevo, y hasta que resulta paradójica. Digo esto porque, según revelan ciertos estudios científicos, el estrés, la preocupación y la angustia disminuyen con la edad. Los sociólogos denominan a este fenómeno la paradoja de la vejez, que no es sino una sugerente incongruencia que cuanto más intenta negarla la ciencia más evidencias encuentran a su favor los científicos. Ello no debe llevarnos a la deducción simplista y absurda de que la gente mayor es feliz, sin más. No obstante, se ha demostrado que en general está de mejor ánimo que los jóvenes, aunque también es más propensa que ellos a experimentar altibajos emocionales, sintiendo tristeza y felicidad a la vez, o siendo presa del conformismo y la desesperanza a la par. Algo que ejemplifican como pocas cosas las lágrimas que a veces se nos escapan cuando hablamos, abrazamos o sonreímos cariñosa y/o esperanzadamente a un familiar o a un amigo. Las personas mayores probablemente aceptamos la tristeza con mayor naturalidad que los jóvenes porque resolvemos de mejor manera los conflictos emocionales. 


Sin embargo, la paradoja por antonomasia de la vejez la concreta el reconocimiento universal y expreso de que no viviremos eternamente; una constatación que altera positivamente la perspectiva existencial. Cuando somos jóvenes contemplamos el horizonte vital como algo lejano e incierto, lo visualizamos como una especie de inmenso territorio que incita a su exploración, que motiva a acopiar información que nos ayude a completar un recorrido que ansiamos largo y fructífero, con riesgos evidentes de los que somos relativamente conscientes. En esa perspectiva llegamos a pensar que si finalmente las cosas no llegan a funcionar siempre habrá un mañana esperándonos. Sin embargo, a partir de los cincuenta/sesenta difícilmente nos aventuramos con esa especie de citas a ciegas. 

Sirva este largo preámbulo para enfocar mi breve y sentida despedida a Amparo Corral, cuyo definitivo adiós, esta misma mañana, pone fin al linaje que inauguró su padre Antonio, que conjuntamente con su esposa Amparo dejó una fructífera cosecha de mujeres Amparo, Fina y Pura con las que sorprendentemente se agotó la dinastía, pues no hubo descendencia que asegurase su continuidad. Como he dicho en otras ocasiones, la casa de mis tíos fue un hogar donde imperó el toque femenino, una morada enseñoreada por las mujeres y bien gobernada por una magistral matriarca, cuyo rol, cuando desapareció siendo ya nonagenaria, heredó su primogénita desempeñándolo con innegable solvencia hasta hace apenas nada.

Con la marcha de Amparín, también nonagenaria, se apagan las luces de un linaje al que nadie auguraba tanta brevedad. Sin embargo, fortuitamente, la secuencia fundió a negro desapareciendo paulatinamente de la pantalla en absoluto olvidándose centenares de vivencias, anécdotas, recuerdos… tantas cosas, en tantos escenarios, durante tanto tiempo. Se apagaron las palabras, se perdieron las miradas que sirvieron para transmitir efímeramente proyectos de vida, ilusiones, sueños, decepciones, afectos y desafectos… Se impuso el ineludible silencio que ahora cruza los recuerdos y los apegos desgranados sordamente a ritmo de blues, reiterados y amalgamados con el machacón patrón de los doce compases. Sobreviene la deriva melancólica, la sororidad de una existencia señera, las pulsiones emocionales trabadas, metabolizadas…, apuntando inútilmente a quienes se fueron,  envolviendo contumaces y apelantes a quienes aún permanecemos lejos de las viejas fotografías.

La partida de Amparín no nos desgarra, como sucedió con las de sus hermanas. No lo hace porque se va naturalizadamente, a su tiempo, aunque jamás parezca que sea el tiempo de morir. Su partida nos deja en paz porque se va como fue: discreta, contenida, digna. Y esa es la grandeza de la vida: vivirla y despedirla en plenitud, desde el principio hasta el final, gozándola a raudales, contenida o desaforadamente, como cada cual ansíe, o elija.

Quiero subrayar una idea que es más bien una constatación estadística argumentada científicamente: la vejez aporta algunas mejoras significativas a nuestras vidas. Atesora más conocimiento, más experiencia y propicia el perfeccionamiento de ciertos aspectos socioemocionales. Según indicadores y evidencias acreditados es incuestionable que la mayoría de las personas mayores somos felices, al menos más que la gente de mediana edad y que los jóvenes. Todos los estudios que conozco llegan a la misma conclusión. Y si es así, ¿por qué pensar que Amparín, que vio desfilar a tantos conciudadanos, a tantos parientes y amigos, que enterró a sus padres y a dos hermanas más jóvenes, sea la excepción de esa regla?

Querida Amparo, sé que fuiste feliz a tu manera y con ello me basta. Que la tierra te sea leve, madrina.

viernes, 29 de enero de 2021

El hombre tranquilo (Elías Cascant)

Decía William James, uno de los padres de la Psicología, que en torno a los treinta la mayoría de las personas tenemos el carácter perfectamente establecido. Y utilizaba el yeso como metáfora para asegurar que, como él cuando fragua, jamás se reblandecerá de nuevo. Toda sentencia que se precie no es un dictamen incontrovertible, pues no siempre es del todo cierta, aunque algunas veces lo parezca. ¿A quiénes no han sorprendido alguna vez, por ejemplo, las reacciones inesperadas y los comportamientos inhabituales de personas cercanas y presuntamente bien conocidas? Y ello no es bueno ni malo, ni tampoco conveniente o inconveniente, simplemente es la enésima constatación de la vasta complejidad que nos caracteriza. El cambio es consustancial al ser humano, cuya personalidad no está cincelada en soportes de granito u obsidiana sino que se erosiona y modela con la experiencia, adquiriendo el relieve específico que corresponde a cada etapa de su ciclo vital. Cuanto antecede, que es verdad de la buena, parece poco verosímil al confrontarlo con el personaje objeto de este apresurado boceto.

Aunque carezco de testimonios que lo refrenden, estoy convencido de que Elías es como es desde que era niño. Yo definiría su carácter con una frase: «el hombre tranquilo». Sí, la misma que intitula la genial película de John Ford, protagonizada por John Wayne y Maureen O’Hara, sobre la que han escrito recientemente un delicioso librito, que recomiendo, mis amigos Emilio Soler y Mario Martínez, dos empedernidos cinéfilos, a los que he tomado prestada alguna frasecilla.


Conocí a Elías en el inicio del curso escolar 1967-68 cuando iniciábamos primero de Magisterio. Yo contaba entonces algo más de quince años y el estaba próximo a cumplir los veinte. Dicen que las primeras impresiones suelen ser engañosas y asegura un dicho popular que no se debe juzgar un libro por la cubierta, sin embargo insistiré, por el contrario, en que las primeras impresiones cuentan, y mucho; al menos así me lo parece.

Desde que lo conocí siempre he visto a Elías como una especie de hermano mayor, un pariente jovial, sano, robusto, maduro y campechano a cuya sombra se podía vivir tranquilo y confiado, seguro de que estabas al buen recaudo que procuran las personas de bien, que es lo mismo que decir educadas, generosas, despiertas, honradas, prudentes, calmosas, confiadas, sinceras, sensatas, soñadoras, campechanas e inteligentes. Creo que todo eso y más fue lo que Elías me mostró espontánea e indeliberadamente en nuestros primeros contactos, que no era otra cosa que aquello que, en mi opinión, le acompañaba desde pequeño.

En aquellos tiempos éramos vecinos. El residía durante la semana en una vivienda próxima a la mía y compartíamos desplazamientos a la Normal y también  tardes/noches de estudio que incluían de todo. Sería necesario escribir algo más que un microrrelato para contar aquellas sesiones que compartíamos a menudo con otros compañeros (Sofo, Olcina, Botella, Vivo, Moro, Ochando…) durante las noches y las madrugadas que precedían a los exámenes, unas veces en casa del primero y otras veces en algún aula de la academia que tenía el padre de Juan Silvestre Vivo, que desdichadamente nos dejó hace años.

Entonces aprendí bastantes cosas de Elías. Comprobé, por ejemplo, que había practicado y adquirido ciertos fundamentos del baloncesto, un deporte que era absolutamente minoritario. Seguramente sería una herencia de los años que pasó en Godella. Sabía lo que hacía cuando botaba la pelota y encaraba el aro de las precarias canastas que había en la única pista polideportiva levantada de aquella manera en el empedrado patio de la Escuela Normal del castillo de S. Fernando, que entonces lucía un nombre de mujer: Concepción Arenal, pionera del feminismo español. No en vano otra mujer dirigía entonces aquella institución: Maruja Pastor, en este caso. Como decía, viéndolo evolucionar en aquel rudimentario patio de recreo me enseñó por ejemplo, sin explicármelo, qué era un tiro en suspensión, sí, de los que ejecutaba Brabender en el Madrid de los sesenta, que también alineaba en su cinco inicial al “rey del gancho”, Clifford Luyk, experto en ese peculiar lanzamiento para el que le adiestró su entrenador Norman Sloan en la universidad de Florida, antes de que recalase definitivamente en el legendario equipo de la capital.

Elías me enseñó, también sin pretenderlo, la excelsitud de la música. Fue el contrapunto perfecto de Amparo Ferrándiz, la infausta profesora falangista a la que se confió nuestra (de)formación musical en la carrera. En él, en su habilidad para solfear espontáneamente y para interpretar a la bandurria cualquier composición, aprecié el placer inconmensurable que produce el arte auténtico, que no precisa de intérpretes ni de exégetas. Además, reconozco expresamente que le debo el aprobado de las dos asignaturas de Música que integraban el Plan de Estudios de Magisterio. Sin su ayuda no hubiese logrado superarlas ni alcanzar el expediente académico que logré perfeccionar y que me catapultó al funcionariado con poco más de dieciocho primaveras.

En aquellos años Elías me ayudó a que aprendiese a divertirme participando de las modas y costumbres de una sociedad en la que terminaba de aterrizar y que me resultaba bastante ajena. Aunque también para él era desconocida, la diferencia de edad representaba un plus que él supo aprovechar y que yo rentabilicé beneficiándome del rebufo que él y otros compañeros generaban, que me allanó el camino para interactuar con mis privativas habilidades en aquel novedoso ecosistema.

Terminamos la carrera y nos distanciamos. Seguimos nuestros respectivos caminos y volvimos a reencontrarnos entrados ya los años ochenta. Él, que había renunciado a hacer oposiciones y se había incorporado a la docencia y la gestión en un centro concertado, decidió finiquitar esa experiencia y emprender un ambicioso proyecto en el ámbito de la formación ocupacional, aprovechando las oportunidades que las administraciones y los agentes sociales impulsaban entonces. En pocos años logró poner en pie una importante iniciativa formativa, el Centro de Estudios Técnicos Gesfor, que hace años que es referencia en Elx y comarca. Un proyecto exitoso en el que ha sabido imbricar las habilidades y disposiciones de toda su familia, que despliega una iniciativa empresarial muy reconocida en el sector.

En mi humilde opinión Gesfor representa de alguna manera la metáfora que subsume la personalidad de Elías: poco ruido y muchas nueces. La marca Elías Cascant es marchamo de discreción, trabajo inteligente, aplicación, perseverancia, disposición para la colaboración y humildad. Un proyecto asentado en el continuo reseteo de objetivos y de la proyección empresarial, en el esfuerzo sostenido, en la contención, la altura de miras y el sosiego. Todos ellos rasgos definitorios de su personalidad que  han contribuido al éxito de un gran promotor empresarial y familiar.

Este es el apresurado retrato de un hombre inteligente, contenido, humilde como pocos, escasamente ruidoso, devoto de su familia y amigo de sus amigos. Un hombre tranquilo, en definitiva, como el que en la película de Ford llegó procedente de la industrializada Pitsburgh (EE.UU) a la pequeña estación de Innisfree (Irlanda) en el viejo ferrocarril de siempre. Yo lo imagino también en el mismo recoleto andén no con intención de enfrentarse, como lo hizo aquel, a las seculares tradiciones de un mundo rural anclado en el pasado, magníficamente encarnado en Will Danaher, sino con el propósito de reposar durante unos días y explorar displicentemente sus alrededores. Porque, aunque no lo confiese abiertamente, está convencido de que conseguirá encontrar a Sean Thornton intentando plantar rosas en el pedregal de Blanca Mañana, e incluso a la pelirroja Mary Kate Danaher dispuesta para acompañarle a la taberna de Cohan y degustar allí el monumental salmón que seguramente habrá logrado pescar el reverendo Lonergan. Eso sí, regado con una buena pinta de Guinness.


viernes, 11 de septiembre de 2020

Carme Jorques

Comencem pel final. Una finestra amb cortinetes i darrere d'elles una velleta octogenària asseguda en el seu balancí observant amb ulls eixerits i mirada extraviada l'horitzó que punteja la tanca del seu jardí. Un xicotet edèn poblat d'acàcies, buganvilles, jacarandes, geranis barrejats amb timons i brots de sàlvia, calèndules i espígols que conformen un paisatge que concreta l'autèntica dimensió del territori que ocupa la seua ment, tan delicada com resolta, tan indulgent com intransigent segons quines coses.

Sense moure una pestanya imagina els milers de vegades que va anar i a tornar de l'institut en què va desplegar les seues habilitats professionals durant dècades contribuint amb passió a l'emancipació de centúries de xiques i xics, habitants d'un barri de desheretats i no obstant això paradoxalment rics en generositat i compromís. Allí, com a la seua casa i on ha intervingut (València, Tarragona, Elx, el Centre de Professors d'Alacant) ha ajudat a modelar amb la passió de les seues mans i la potència del seu intel·lecte àmplies parcel·les del batxillerat artístic, que va materialitzar en la pràctica erigint l'IES Verge del Remei com una referència d'aquesta faceta de l'educació institucional tant a la ciutat com al país. Sovint la imagine deambulant per aqueix particular hàbitat, sens dubte un dels seus predilectes. Allà la veig embullada sempre amb la gent, siguen col·legues, alumnes, famílies, potestats o ciutadans del comú.

Carme és persona accessible, pròxima, entranyablement amistosa i familiar. Òbviament a la seua manera, perquè ella és com és, “socarrada” del Raval,  obstinada en la defensa de les seues idees i dels seus senyals identitaris. Persona apegada a la seua terra, a les seues vicissituds i als seus habitants. Tal vegada per eixa propensió a l'arrelament, per la seua estima de l'espai vital quotidià, va determinar amb el seu inseparable company fer com aquell vell ferroviari que en jubilar-se va instal·lar el seu estatge en una via morta, just al costat del baixador que resistia al costat de la vella i enyorada estació, la seua utopia. En aquest cas es tracta d'una casa àmplia i bella, amb prestància no exempta de funcionalitat, situada en la rodalia de la seua particular Arcàdia, que tots dos gaudeixen compartint-la amb familiars, amistats i afins.

A penes mitja hora després, o vint anys abans, que el mateix dóna –què importa a hores d'ara la mesura del temps!– observe a la nostra protagonista discutint amb els seus col·legues i deixebles, fent broma amb els seus amics, pintors i professors (també certs polítics), treballant amb nocturnitat i laboriositat, bregant per dissipar la boira que hidrata certs espais evanescents ensutjats de grafit, o conformant suports que de vegades acullen composicions inapel·lablement figuratives i altres emparen textures d'aparença ingènua que, per poc que les mires, traspuen riquesa cromàtica i simplificació formal que recorden a l'estètica de Tàpies i evidencien influències mironianes; fins i tot apunten a l'elegància i a la senzillesa característiques de l'art oriental.

Un fictici viatge en el temps posa davant els meus ulls la imatge esvaïda, en blanc i negre, d'una bella joveneta freqüentant les classes que s'imparteixen en la vetusta Escola de Belles Arts de Sant Carles, de la Universitat Politècnica de València. Somia amb ser artista i compatibilitza els seus deures i èxits acadèmics amb una intensa vida social que l'acosta a les avantguardes artístiques i polítiques, unes referències que romandran en el substrat de la seua vida personal i artística al llarg dels anys. Un nou malabarisme cronològic m'ofereix la figura de Carme embullada entre ordinadors, programes informàtics i aplicacions. Contraste la intensa passió que posa en tot allò que emprèn, la seducció que desplega per a embarcar en els seus projectes a quantes persones té al seu abast, la seua capacitat organitzativa, la seua vocació de lideratge, el seu infinit entusiasme pel que li agrada fer.

Si alguna cosa resulta especialment valuosa en aquest temps de complexitat és saber què es vol, reconèixer-se en una identitat autèntica i ser capaç de projectar-se des d'ella. Estem tan acostumats a moure'ns per inèrcia o a ser influenciats pels altres que sovint oblidem quelcom tan primordial com connectar amb els nostres vertaders desitjos. No és el cas de la nostra protagonista, plenament acoblada amb ella mateixa i amb la seua història personal. Estic convençut que fa anys que va assimilar que el difícil en la vida és saber el que es vol, perquè fer-ho sempre resulta molt més fàcil.

Guiat pel seu pragmatisme m'obstine a reprendre la seqüència del relat que retorna a Carme als seus orígens. Torna a Moixent per a transfigurar-se en aquella xiqueta que joguinejava en el taller del seu avi, furgant entre els retalls de fusta, somiant amb els objectes i figures que amagaven les seues vetes, construint cridaners i alternatius bastidors i suports per a les seues teles, mirant la realitat amb els mateixos ulls eixerits, imaginant l'infinit món que li aguarda just darrere d'eixe tapial que hui acull el jardí del seu esbarjo. On, ara sí, reposa la seua imaginació amb els ulls mig aclucats.

lunes, 6 de abril de 2020

Aute Retrato

Qué sarcasmo estar consumiendo tus últimos días mientras los amigos te preparan una amplia e intencionada exégesis de lo que en su opinión ha significado tu vida,  barruntando que, para tu desdicha, está próxima a finiquitar. En el prolífico guasap de Joan Pàmies se anunciaba ayer de buena mañana que por la noche la Cuatro ofrecía Aute Retrato, una película de 99 minutos de duración, editada en 2019, que recrea buena parte de la biografía de Luis Eduardo Aute, siguiendo el guión elaborado por Nacho Cabana, Juan Moya y Gaizka Urresti, siendo este último su director. Obviamente la exhibición pretendía homenajear al artista, fallecido el pasado sábado, tras cuatro años peleando contra las secuelas de un infarto cerebral, que finalmente se lo ha llevado por delante con 76 septiembres.

Visioné la peli con creciente atención, resultándome una sorprendente y grata experiencia, que me ha permitido contrastar una realidad que desconocía, la figura multipoliédrica de Luis Eduardo Aute, un creador inédito para mí en algunas de sus facetas, que ahora sé que debe figurar entre los más polifacéticos y meritorios del país. Abruma la cantidad de recursos expresivos que dominaba esta persona: poeta, músico, cantautor, dibujante, pintor, cineasta, y quién sabe cuantos más. Aute puede calificarse de hombre renacentista, de artista total. Tal vez la directora Azucena Rodríguez es la que lo ha calado mejor al asegurar que “cuando ves su pintura ves que tiene que ver con su música; su música tiene que ver con sus películas y sus películas tienen que ver con su pintura. Y tiene una cosa que es muy interesante cinematográficamente que es que toda su poética, como cantante y como compositor musical, la traslada y la lleva al cine. Hace un cine poético en el mejor de los sentidos”.

Pero aún resulta más significativo que, pese a que en este tipo de producciones se cargan los tintes hagiográficos, algunos de los que testimonian su opinión, gente cualificadísima en sus respectivos menesteres, asegura con acreditada sinceridad que, además, era bueno en cuanto hacía. Pintores, directores, editores literarios, filósofos, literatos, letristas, colegas en el mundo de la canción aseguran a pies juntillas que lo que hacía tenía fuste y solvencia, pese a ser autodidacta en la mayoría de las facetas que cultivó.

El elenco de los personajes que desfilan por el documental es apabullante. Obviamente, predominan los cantantes, desde los nacionales Massiel, Rosa León, Víctor Manuel, Serrat, Sabina, Ana Belén, Miguel Poveda, José Mercé, Ismael Serrano, Rozalén, Jorge Drexler, Luis Pastor, Dani Martín, Pedro Guerra a foráneos como Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. La mayoría de ellos intervininieron en un macroconcierto homenaje que se le tributó en diciembre de 2018, en el WiZink Center de Madrid, con el rótulo “Ánimo, animal”, sin duda reconociendo la prolífica creatividad de un artista que ha dedicado más de medio siglo de vida a repartir belleza, a través de sus más de 300 canciones, que espantan tristezas y melancolías, como dijo alguno de ellos, además de abrir camino a las nuevas generaciones, como reveló Andrés Suarez o agradeció Marwan, reconociendo explícitamente su inagotable compromiso social.

Pero si dejamos de lado la música y nos adentramos en el mundo de la poesía o en el de la pintura, encontraremos igualmente una figura que se acrecienta hasta lo inimaginable. La matemática del espejo (1975), La liturgia del desorden (1978) o Templo de carne (1986) son algunos de sus poemarios, sin perjuicio de AnimaLuno, primer libro-disco que se editó en España con poemas, dibujos y canciones. Y es que, además de lo dicho, Aute ha sido un precursor, un adelantado a su tiempo. Le oí decir a alguno de sus colegas que cuando pensaban en hacer algo novedoso, hurgaban un poco y era recurrente contrastar que Aute ya lo había hecho. En 2001, presentó en el Festival de San Sebastián un largo de animación insólito, titulado Un perro llamado dolor. Fueron más de cinco años de trabajo personal, meticuloso y obsesivo, con unos cinco mil dibujos realizados a mano. Un original, artesanal y solitario proyecto que fue nominado al Goya, que hizo únicamente con la ayuda de su hijo y de algún amigo. Aute, dice el director Jaime Chávarri era un trabajador solitario, con una voluntad de hierro para desarrollar sus ideas.

Sin duda, Aute es también sinónimo  de desinhibición para expresarse a través de diferentes medios, sea la pintura, la poesía, la música o cualquier otro. Una desinhibición desanclada del pudor inicial que le producía aparecer en público, que fue venciendo con el paso del tiempo y que se trocó en una suerte de omnipresencia a lo largo de larguísimas temporadas de exposición pública a uno y otro lado del Atlántico.

Cuantos intervienen en la película coinciden en subrayar que, por encima de sus portentosas capacidades expresivas, Aute era una gran persona. Todos destacan su elegancia, su talla humana, su propensión a la ayuda y al acogimiento, la concepción de su casa como espacio de hospitalidad. Aseguran que pese a tener más que sobrados motivos, jamás se endiosó y siempre tuvo los pies sobre la tierra y ayudó cuanto pudo antes, durante y después; a los jóvenes y a quienes lo eran menos. Describen a Aute como un fulano que siempre hizo lo que quiso, sin dejarse influenciar por nada, ni por nadie, ni dar su brazo a torcer en lo que creyó. Despreció contratos millonarios para poder hacer lo que ansiaba. Destacan, en fin, su tenacidad para llevar a cabo sus propósitos.

Esta noche he descubierto en su plenitud a una pieza muy importante del patrimonio nacional, seguramente no valorado suficientemente por el conjunto de la ciudadanía. Aute me parece  un personaje a reivindicar, no solo por su calidad artística o por su portentosa capacidad de expresarse, no sólo por el legado inmenso que nos ha dejado, que también, sino porque sobre todo es un ciudadano ejemplar, una persona que deja un modelo de vida plenamente válido y consonante con las exigencias de la sociedad actual. Aute fue una persona crítica, comprometida con su tiempo y con su gente, alguien que siempre permaneció atento y supo mirar el niño que fue, que jamás abandonó la búsqueda interminable por encontrarse con sus raíces y consigo mismo, que nunca abdicó en la brega por dotar de coherencia al conjunto su existencia. Que la tierra te sea leve, amigo; por lo que dicen, lo mereces como pocos.