jueves, 9 de marzo de 2023

Imagen de lo desconocido


Boda de mis abuelos paternos 
(27 de noviembre de 1899)


«Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, que es a la vez una de las frases preferidas de fotógrafos, cineastas y artistas plásticos. Una sentencia que como he dicho en otras ocasiones casi ha alcanzado la categoría de dogma, de verdad incuestionable. Asunto este delicado e incluso comprometido, porque aceptar sin reservas tal afirmación puede conducir a un chasco estrepitoso o al ensimismamiento más infructuoso. No son pocos los fotógrafos y artistas plásticos que en algún momento de sus carreras profesionales han asegurado que sus obras se vendían solas, pese a que la terca realidad se obstinaba en demostrarles que no encontraban comprador alguno. Pero no creo que sea este el caso, al menos en lo que a mí se refiere. 

La imagen a la que hoy dedico mis comentarios —copia restaurada de una vetusta fotografía— incluye tres docenas de personas, que suponen buena parte de mis ancestros por vía paterna. Si revelo que únicamente he conocido personalmente a dos o tres de ellas, la pregunta resulta obvia: ¿qué interés puede tener para mí semejante instantánea? Respondo inmediata y categóricamente: lo tiene, y mucho. Para empezar, diré que se tomó el día de la boda de mis abuelos paternos, celebrada el 27 de noviembre de 1899, según me contó hace tres décadas mi tía Carmen, hija menor de los contrayentes, fallecida en 2001, a la edad de 88 años. De modo que nos movemos entre aromas añejos acreditados.

En un pueblo agrícola y montaraz como el mío, poblado por menos de dos millares de habitantes en el año finisecular del siglo XIX, debían ser inusuales las instantáneas. Lo que he podido rescatar entre las pertenencias que me legó mi familia más cercana y otros testimonios, me permite asegurar que las fotografías no eran moneda corriente en aquella sociedad precaria, en la que los ciudadanos empeñaban sus extenuantes esfuerzos y los escasos dineros disponibles en atender necesidades mucho más prosaicas. En algún otro lugar, he dicho que mi familia paterna era una «estirpe de posibles», radicado el término en el contexto socioeconómico de un municipio esencialmente agrícola en aquel tiempo crítico. Desde ese punto de vista, la fotografía a la que me refiero me parece un dispendio extraordinario, que no estaba al alcance de cualquiera. Así pues, me siento un privilegiado por disponer de un testimonio gráfico tan revelador y emotivo.

Me echo a la cara la fotografía y me surgen las primeras preguntas. ¿Quién sería el autor? Aunque no hay rastro explícito, la respuesta me parece que no ofrece dudas: un profesional, alguien que disponía de una cámara capaz de tomar una panorámica semejante. Segunda pregunta, ¿dónde se tomó? Parece imposible precisar el lugar concreto (probablemente a las puertas de la vivienda de mis bisabuelos). Sea cual fuese ese lugar, deduzco que debió estar en Chiva. Distintos indicios me llevan a esa convicción: por un lado, la presencia de muchos más parientes y amistades de mi abuela que de mi abuelo; por otra parte, la abundante presencia de mujeres. No parece plausible en aquellas fechas el desplazamiento de un contingente tan numeroso entre localidades distantes 20 kms., que exigía viajar en carro durante 5 o 6 horas y disponer de alojamiento en el destino. Por otra parte, la mayoría de los oriundos de Gestalgar son varones, a quienes resultaría más fácil el viaje y el hipotético alojamiento, aunque no resulta desdeñable que hiciesen el camino de ida y vuelta entre Gestalgar y Chiva el mismo día. De hecho, bastantes años después, cuando estudiaba en esta localidad, contrasté que mi padre lo hizo en más de una ocasión.

Pero fijemos la atención en la instantánea. Empezaremos por el ángulo inferior izquierdo. Aquí encontramos en primer lugar a Félix Cervera (número 31), conocido en casa como el tío Félix de Rita. Un trabajador incansable, que ayudó como jornalero a mis abuelos y a mi padre durante muchísimos años, y al que nos ha unido, igual que a su hermano Claudio, una amistad rayana en la familiaridad. A su izquierda, aparece un jovenzuelo desconocido (32) y a continuación, con el número 33, se ve a Miguel Herráez, progenitor de otro del mismo nombre, al que conocí siendo niño como «Miguelico». Fue persona que desempeñó en el pueblo distintas ocupaciones administrativas (corredor de comercio, delegado bancario, etc.) y murió nonagenario. A su izquierda está Ricardo (34), a quién no sé identificar de mejor manera. Junto a él, aparece Manuel (36), hermano de mi abuela Carmen, la contrayente, sosteniendo con sus brazos a su hija, Doloricas (35), y a su hermano Manuel (37), que falleció veinte años después. Sentada a su izquierda, está María (38), la afamada «Corachana», hermana de mi abuela, que falleció soltera y nonagenaria. Sostiene en su regazo a Fernando Corral Corachán (39), padre de mis primos Alfredo y Fernando. Completando la fila inferior, aparece el perro de mi bisabuelo, Manuel Corachán Valero, acreditado cazador, según decían, cuyo perro no podía faltar en la foto familiar de un evento tan destacado (Dejo constancia de que también lo he visto en otras instantáneas).

Desplazo la mirada, remontándola al margen izquierdo de la segunda fila. Inicia la secuencia una jovencita (23), con cara de pocos amigos, que era una sirvienta de la casa. A su lado, con idéntico grave semblante aparece la tía Eulogia (24), de la que no puedo dar mayores detalles. Y junto a ella, con un porte circunspecto y acorde con la formalidad del instante, aparece el tío Justo (25), en cuyos hombros descansan las manos de la tía Pepa. Justo a su izquierda, en el centro de la fotografía, están los contrayentes: mis abuelos Vicente Carrasco Suay (26) y Carmen Corachán Bonacho (27) que, por lo que he podido averiguar, revisando lápidas y otros documentos, contaban respectivamente 28 y 24 años. Flanquea por su izquierda a mi abuela su hermana, Manuela (28), esposa de Fernando Corral, al que me referiré después. A su lado están sus padres: mis bisabuelos Micaela Bonacho (29) y Manuel Corachán Valero (30), con el sombrero reposando sobre su rodilla.

Vuelvo de nuevo la mirada al margen izquierdo y, en la tercera fila, descubro con cara resignada a una criada de la panadería de mi bisabuelo (13), cuyo nombre desconozco. A su lado, está Milagros (14), hermana de mi abuela, una joven «rechazada», según oí decir, seguramente por emparentar con algún mozo que no sería del agrado familiar. Ciertamente, he olvidado un chisme que, por otro lado, nunca me ha interesado. Lo que está claro es que algo había porque aparece desgajada del núcleo familiar, que se visualiza concentrado en el lado opuesto de la fotografía. Según me dijo mi tía Carmen, aunque sin asegurarlo, el señalado con el número 15 es el tío Jesús de Ramonico que, a decir verdad, no sé qué le vinculaba a mi familia. A la derecha, luciendo mantón, como todas las señoras, está la tía Pepa (16), esposa de José Sánchez, de Bugarra, al que aludiré más tarde. Entre ella y el cura, emerge el parvo busto de Leoncio Carrasco Suay (17), hermano de mi abuelo, padre de mi tío, del mismo nombre, y abuelo de mis primos Leoncín (que murió siendo adolescente), Salvador (Voro para todo el pueblo) y José, que es la viva imagen de su abuelo. De hecho, es una de las pocas personas de la fotografía que identifiqué sin la ayuda de mi tía.

Tras los contrayentes, casi como fedatario del recién trabado vínculo matrimonial, aparece el cura Valero (18), justo a las espaldas de mi abuelo que, por cierto, fue hombre de profundas convicciones religiosas, según se me dijo siempre, y a su vez persona sensata, conciliadora y con excelente reputación. Desconozco quién es la persona con sombrero (19) que aparece a su lado, tras mi abuela. Junto a ella, con la inequívoca fisonomía de la familia Corachán, aparece Micaela (20), que residió en Xàtiva, supongo que por ser el lugar de procedencia de su marido. Creo recordar que no tuvo descendencia. En esa población hizo el servicio militar mi padre, en los años veinte. Junto a ella, encontramos a Dolores Obrador (21), esposa de Manuel Corachán (36) y madre de mis tíos Dolores, Manuel y Bernardo, este último todavía no nacido, que acabó siendo el continuador de la saga de horneros chivanos. Una persona excepcional al que aprecié y recuerdo como merece. Cierra esta tercera fila de personajes un ufano jovencito (22), sirviente de mi familia, cuyo nombre desconozco.

Por último, en la cuarta fila hacia la izquierda, rematando la parte superior de la fotografía, se recorta la imagen del tío Simeón el Vasero (1), al que recuerdo de oídas. A su lado, aparecen tres personas cubiertas con sombrero (números 3, 4 y 5), cuyas identidades desconozco. El siguiente es José Sánchez (6), de Bugarra, esposo de la tía Pepa y ancestro de mis primos José y Rafael, el primero de ellos agricultor empedernido y mediero largos años en la explotación de nuestras tierras gestalguinas. José y quién tiene a su lado, Fernando Corral (7), debían ser los cachondos del grupo, una condición que percibí en su descendencia. Sí, tanto su hijo Fernando Corral como su nieto homónimo eran un venero de chanzas, algazaras y bullas, y de un hablar atolondrado y hasta ininteligible. Tales atributos contribuían notoriamente a generar a su alrededor gratísimos climas en las relaciones sociales y familiares. Hace más de dos décadas que se fue y todavía recuerdo a mi primo Fernando dándole cariñosas palmadas en el trasero y gastándole bromas a nuestra tía María Corachán, siendo ya octogenaria. Cierran la fila Pablo Torres (8), secretario del Ayuntamiento, según me dijo mi tía Carmen, el tío Morau (9), padre de la tía Diluvina, vecina de mi abuela Malena; el tío Sento (10) y el tío Ángel (11), padre de la tía Adoración, esposa del tío Antonio «Cabecica Larga», un pastor que durante muchos años guardó sus rebaños de ovejas y cabras en nuestros corrales de la Casa Suay y de Albacora. Finalmente, desconozco a la persona señalada con el número 12.

Como se ha dicho, y yo mismo he apuntado en algún otro lugar, me cuento entre los humanos que hemos acabado comprendiendo que nuestra individualidad es solo una estación transitoria en el proceso de permanente renovación de la vida. Me cuento entre los que sabemos que algún día desaparecerá́ toda huella de nuestro paso por el mundo, incluso en la memoria de los nuestros. Porque mal que nos pese nacemos, nos agitamos algún tiempo y desaparecemos por completo, y debemos reconocer modestamente que nada sustancial se pierde con ello.

Pese a todo, sin creerme superior a nadie, me siento orgulloso de pertenecer a mi familia. Aunque quisiera hacer alguna precisión al respecto. El orgullo se puede considerar una actitud de superioridad hacia los demás, pero también se entiende como un sentimiento de satisfacción con algo propio o cercano, que se considera meritorio. En el primer caso, alude a una actitud inadaptativa, sinónima de soberbia, arrogancia y vanidad, cualidades propias de seres rígidos o narcisistas, entre los que sinceramente creo que no me cuento. Sin embargo, el orgullo entendido como valoración de la identidad de cualquier persona, de sus logros y de los grupos a los que pertenece, en absoluto implica un talante de superioridad sino que apunta a cómo uno se autovalora por lo que es y por lo que tiene. En este caso, refrenda que los seres humanos celebramos la pertenencia a nuestro grupo natural, que valoramos esa parcela identitaria, que reivindicamos que el conjunto de la sociedad acepte lo que somos y nuestra procedencia. Y en este aspecto me he sentido, y me siento, orgulloso de formar parte de mi familia. Rotundamente.



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