[Miguel Hernández]
Tiene razón el poeta. Todas las guerras son tristes, además de injustas y espantosas. Aborrezco la guerra y lo belicoso. Me incomoda cualquier tipo de conflicto, aunque no soy un pacifista recalcitrante. No lo soy porque no creo en absolutos. Entiendo que, de la misma manera que la naturaleza se ofrece en su infinita variedad —que nada excluye—, también todo puede suceder en otro orden de cosas, aunque atávicamente nos hayamos empecinado en respaldar que no sea así. Para bien y para mal, los sucesos más inverosímiles pueden materializarse si nos lo proponemos y logramos comprometer los esfuerzos y recursos necesarios. Justamente por eso, defiendo que conseguir un mundo sin guerras es una aspiración irrenunciable, un horizonte de referencia inexcusable para la humanidad.
En poco más de un mes se cumplirá el primer aniversario de la guerra de Ucrania, iniciada con la invasión del país por las tropas rusas el pasado 24 de febrero. Un conflicto que no parece que tendrá fin a corto plazo y que está forjando, directa e indirectamente, una época de inseguridad y de crisis económica en Europa y en otros muchos lugares del planeta. Esta guerra ha cambiado el panorama geopolítico internacional y ha inducido dificultades económicas a nivel global, cuyos efectos más graves probablemente están todavía por manifestarse. Ha evidenciado, además, el fracaso del diálogo y de la diplomacia y ha enquistado en el corazón de Europa una inestabilidad y una incertidumbre que también tardarán en disiparse. Ya me referí a algunas de estas cuestiones el pasado mes de agosto, en otra entrada de este blog rotulada De la ficción a la escena.
La guerra de Ucrania es una brutal tragedia. Unos cuantos e incompletos datos lo demuestran. La oficina de la ONU para los derechos humanos tiene confirmadas más de 7000 muertes de civiles, entre ellos 433 menores. Además, 11.000 personas han resultado heridas, de las cuales casi un millar son niños o niñas. A todos ellos deben añadirse los miles de militares heridos y fallecidos. Obviamente, estos son datos tan estremecedores como incompletos, como la mayoría de los asociados a cualquier guerra, porque la misma ONU admite que carece de información relativa a zonas donde se han producido intensos combates, como la tristemente célebre ciudad de Mariúpol. Por otra parte, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR) estima en casi dieciocho millones las personas que han huido de Ucrania desde el inicio de la ofensiva rusa, generando el éxodo más apresurado que se recuerda en Europa desde la II Guerra Mundial. Una expatriación que afecta a más del 40% de la población ucraniana.
Es incuestionable que la invasión rusa monopoliza la atención político-mediática desde su inicio. En el mundo occidental, no hay convención política que no aborde este asunto, ni noticiario sin una amplia sección diaria relativa a la guerra ucraniana. No en vano se trata de un país europeo, de un conflicto en el que está involucrada una potencia nuclear. Sin embargo, a lo largo y ancho del mundo, desde hace años (que en algunos casos son décadas), se multiplican conflictos que golpean a decenas de millones de personas. Por desgracia, todo es silencio y referencias esporádicas a estas gigantescas tragedias, en las que generalmente no se inmiscuyen directamente las grandes potencias. Es fantástico comprobar cómo Europa ha abierto las puertas de par en par a los refugiados ucranianos, una realidad que contrasta vivamente con la atención que históricamente viene procurando a quienes huyen de otros conflictos, algunos de ellos igualmente cercanos siquiera geográficamente. Por no mencionar los 100.000 millones de euros que el mundo occidental ha comprometido, y ha desembolsado ya en buena medida, para proporcionar apoyo financiero, militar y humanitario a Ucrania, según datos publicados por el prestigioso Institute for the World Economy, comúnmente conocido como Instituto Kiel.
En Yemen, por ejemplo, un país con unos 30 millones de habitantes, más del 90 % depende de la ayuda exterior para sobrevivir. En Siria se viene desarrollando un conflicto de carácter internacional que afecta a un país donde, según la ONU, unos 15 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, es decir, más de la mitad de su población. En la franja oriental del Congo, desde hace décadas, se vive en una guerra casi permanente, en la que están involucrados algunos países vecinos, que genera oleadas de centenares de miles de desplazados entre otras calamidades. En la región del Sahel, países como Mali, Burkina-Faso y Níger hace años que soportan crisis que han provocado hasta ahora 50.000 muertos y más de 3,5 millones de refugiados y desplazados. También Etiopía vive envuelta en un conflicto, que según la Universidad de Gante ha causado ya entre 400 y 600.000 muertos. Y una larga relación de lugares del mundo de los que se han enseñoreado la guerra y otros conflictos, distribuidos por los cinco continentes: Irán, Palestina, Israel, Haití, Myanmar, Afganistán, Libia, Sáhara, Mozambique, Colombia, Nicaragua…
Cada año, el 21 de septiembre se celebra el Día Internacional de la Paz. La Asamblea General de la ONU declaró esta fecha como tal y la dedicó al fortalecimiento de los ideales de paz, a través de la observación de 24 horas de no violencia y alto el fuego. Todos sabemos que lograr la paz verdadera conlleva mucho más que deponer las armas por unas horas. Requiere la construcción de sociedades en las que todos sus miembros sientan que puedan desarrollarse. Implica la creación de un mundo en el que todas las personas sean tratadas con igualdad, independientemente de su raza, cultura, procedencia o convicciones.
Por otra parte, el 30 de enero se celebrará el Día de la no violencia y la paz. Una fecha para insistir nuevamente sobre la necesidad de la educación en y para la tolerancia, la solidaridad, la concordia, el respeto a los derechos humanos, la no-violencia y la paz. Los centros educativos se comprometerán de nuevo a defender la paz y el entendimiento entre personas de distinta procedencia y modos de pensar, recordando el ejemplo de tolerancia y humanidad que significó Gandhi, asesinado por defender esas ideas. Una educación inspirada en la cultura de no violencia y paz permite a los hombres y mujeres del futuro adquirir conocimientos, actitudes y competencias que refuerzan su desarrollo como ciudadanos globales críticos y comprometidos con sus derechos y con los de las demás personas.
Se dice que la escuela es reflejo de la sociedad a la que pertenece. Dicen que las escuelas son los instrumentos que las sociedades crean para perpetuarse. Se nos llena a todos la boca con el potencial transformador que se atribuye a la educación. Ojalá sea cierto, ojalá las escuelas acrediten alguna vez esa potencialidad y se inicie en ellas el sunami que contagie al conjunto de la sociedad su más intencional rebeldía, su radical intransigencia frente a todos —subrayo «todos»— los conflictos bélicos.
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