lunes, 22 de noviembre de 2021

Objetivo: gestionar el propio personaje

Hace pocos días Beatriz Gimeno, periodista del diario digital Público, nos ofrecía una excelente tribuna que titulaba ¿Qué es neoliberalismo? El cartel del curso de Albert Rivera. La redactó a propósito del pasquín anunciador de un máster de liderazgo y management político que, a razón de casi 6000 euros, coordina Albert Rivera y patrocina el CES Cardenal Cisneros, adscrito a la Universidad Complutense de Madrid. El programa está dirigido a profesionales del ámbito institucional (cargos públicos y miembros de sus equipos), a directivos del área de relaciones institucionales del sector empresarial y a otros profesionales de la esfera privada interesados en desarrollar su carrera en el terreno de la política. El equipo docente de este posgrado lo integran una treintena de ponentes y profesores, líderes políticos y académicos, que aportarán y compartirán las fortalezas y capacidades que los han llevado a incursionar en el mundo de la política, el derecho, la economía o la empresa, que a la vez constituyen las claves reales de sus hipotéticos éxitos y fracasos. Entre ellos Mario Vargas Llosa, Alberto Uribe, Toni Cantó, Alberto Ruiz-Gallardón, Leopoldo López, Marcos de Quinto, Jorge Bustos y el propio Rivera. 

A poco que recordemos las trayectorias de muchos de estos eximios conciudadanos contrastaremos que la mayoría son acreditados fracasados en las iniciativas políticas que han emprendido. E incluso algunos también lo han logrado en sus ocupaciones profesionales. Cuesta imaginar que semejantes «personajes» acierten a impartir en ese curso materias que transciendan el anecdotario de su propia existencia.

Aunque bien mirado tal vez lo que menos importe a sus organizadores y participantes es que exista saber alguno que se pueda transmitir y asimilar o materia concreta susceptible de aprenderse o enseñarse. Me parece que lo que únicamente interesa a ambos, especialmente a los segundos, es asegurarse la cercanía al calor que emana de tan insignes próceres. Esa proximidad que seguramente consideran un vector de contagio idóneo para asimilar y emular con presteza las generosas raciones de cinismo y desvergüenza que aquellos atesoran. Porque en este mundo de marcado sesgo neoliberal que nos ha correspondido habitar nadie debe acreditar y menos justificar un bagaje intelectual, ideológico, cultural o ético para alcanzar el reconocimiento social. Carece de importancia si se ha tenido éxito en lo que se emprendió o si, contrariamente, se ha contribuido a hundir cuantas empresas se han gestionado o incluso se ha logrado acabar con la propia reputación. Resulta curioso constatar que es absolutamente irrelevante haber conseguido ser el peor de cuantos concurrieron a cualquier desafío. Por el contrario, lo que importa es llegar, sea como sea, al espacio donde están los dueños, los que se enriquecen y se reparten el pastel. Y para ello lo único que debe gestionarse es el propio personaje; esa es la única empresa: la propia.

No hay una ideología que sustente semejante desvarío, no hay teorías económicas o filosóficas detrás. Lo que subyace a él es la posesión de la característica de ser dueño de una parcela del mundo. Y para acceder a esta posición, si no se es rico de nacimiento, debe acreditarse la capacidad de autogestionarse en el mercado de la fama. Esto, que antes valía para el mundo del espectáculo, ahora vale para todo, política incluida. La superioridad de la propia imagen sobre cualquier idea, razonable o no, inteligente o no. Se trata de dar con la tecla adecuada en el momento justo. No hay un programa electoral que presentar ni ideología que defender, tampoco empresa que hacer triunfar ni éxito electoral del que ufanarse, ni inteligencia o cualidades morales que demostrar. No hay otra lógica que el sí mismo: yo, mi, me, conmigo.

Es la representación perfecta de la subjetivación neoliberal, que va mucho más allá del imaginario capitalista. Es el mundo de la emoción sin base tangible, el mero deseo de estar ahí, dando clases de lo que sea sin tener ni idea de nada. Vivir sin que importe lo que hacemos con nosotros mismos, eso sí, siempre que logremos triunfar, aunque tampoco sepa nadie como conseguirlo.


domingo, 21 de noviembre de 2021

«Dueñidad»

Hace más de tres décadas que Rita Segato, escritora, antropóloga y feminista argentina es conocida por sus investigaciones y reflexiones sobre la violencia de género y las relaciones entre género, racismo y colonialismo en las comunidades latinoamericanas. En los últimos años su voz resuena potente y deviene ineludible en los contextos del feminismo y de las luchas de género a nivel global. Algunos de los conceptos que ha acuñado («pedagogía de la crueldad» o «dueñidad») y sus análisis críticos sobre las distintas violencias sexuales resultan fundamentales para comprender y enfocar un fenómeno que amenaza permanentemente la vida de las mujeres en cualquier parte del mundo.

Entre sus múltiples reflexiones me parecen especialmente relevantes las que hace derivar de su análisis del mundo actual, que percibe como una realidad marcada por la «dueñidad» o el señorío, un neologismo, el primero, con el que alude a la añeja potestad, al ejercicio del dominio sobre el cuerpo, los bienes o la tierra, e incluso sobre las vidas de las personas, y muy singularmente sobre las de las mujeres y las niñas. Ahondando en esta idea, argumenta que la «dueñidad» es curiosamente la renovada forma de gobernanza adoptada actualmente por las élites, que se orienta casi exclusivamente a la acumulación del poder y de los recursos. Sus intereses los representan las derechas extremas de medio mundo que, fatídicamente, ha dejado de ser el lamentable espacio donde proliferaban las desigualdades para convertirse en el dramático territorio donde campa la «dueñidad» auspiciada por la concentración de la riqueza y el imperio de la pedagogía de la crueldad. Con esta última expresión la referida autora alude a los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a las personas para transmutar en cosas lo vivo y su vitalidad.

En enero de 2020 un informe publicado por Oxfam, justo la víspera de la celebración del habitual y prestigiado Foro Económico Mundial de Davos (Suiza), reflejaba que los poco más de dos mil milmillonarios que había entonces en el mundo poseían mayor riqueza que la que acumulaba el 60% de la población mundial, equivalente a 4600 millones de personas. Ello equivale a decir que solo diez personas poseen una riqueza y un poder de compra tan formidables que pueden condicionar a su capricho la solvencia o la ruina del conjunto de las instituciones y los estados. Y lo que es más dramático, esa aristocracia del poder ejerce un señorío discrecional sobre la vida y la muerte de las personas que habitan en cualquier territorio del planeta. 

Por otro lado, Rita Segato apunta con sus reflexiones a los nuevos modos que han impregnado la política en las últimas décadas. Como otros pensadores, asegura que es a partir de la presidencia de George W. Bush cuando se impone en el mundo la tendencia a que los grandes dueños de la riqueza empiecen a tener representantes directos en la política, cuando no son ellos mismos los que incursionan personalmente en ella, incorporándose a la primera línea. El caso paradigmático lo representa Donald Trump. Esta realidad ha provocado un giro copernicano en el actual significado de los estados y las instituciones. Emergen así nuevos escenarios en los que los operadores reales ya no manejan las tramas utilizando personajes interpuestos sino que irrumpen directamente en la primera línea escenográfica sin maquillajes ni tapujos, con su propia caracterización.

Me parece que los neologismos que aporta la doctora Segato responden bien a las exigencias semánticas requeridas por esta postrera fase del capitalismo inhumano, de esta enésima etapa en la que el enriquecimiento y la concentración obedecen al despojo descarnado que caracteriza un mercado global donde prima la negación de lo local, de la individualidad y de la propia empatía. Un espacio que impone la pedagogía de la crueldad que resulta significativamente funcional para esta fase del capitalismo. Obviamente frente a la estulticia de los menos debemos batallar por imponer la cordura de la mayoría. No cabe otra que luchar por transformar unos comportamientos sociales que nos perjudican a casi todos. Se impone generar nuevos vínculos, recuperar las relaciones interpersonales, asegurar la interdependencia.

Desgraciadamente esta guerra sorda que hoy libra la humanidad no puede ser detenida por acuerdos de paz. Es una contienda sin forma definida, sin reglas, sin tratados humanitarios. Es la guerra del capital desquiciado que obedece exclusivamente al imperio de la «dueñidad» concentradora. Ese me parece que es, justamente, el mandato que debe desmontarse para acabar con ella.


jueves, 11 de noviembre de 2021

«Metaverso»

 

Si hay un neologismo que está especialmente de moda es «metaverso». El origen del término se atribuye al escritor de ciencia ficción estadounidense Neil Stephenson que en su novela Snow Crash (1992) describe un espacio virtual colectivo, un universo ficticio, que los humanos podemos experimentar como una especie de extensión complementaria del mundo real. Etimológicamente el término equivale a más allá (metá) del universo (de uno y de cuanto lo rodea). Pero esa definición es muy genérica y probablemente necesitemos concretar más su significado. Podría decirse que alude a un mundo virtual al que los humanos nos conectaremos utilizando dispositivos que nos harán pensar que realmente estamos en su interior interactuando social y económicamente con sus elementos. Constituirán una especie de avatares en un ciberespacio que se comporta como una metáfora del mundo real pero sin sus limitaciones físicas y económicas. De manera que nos estamos refiriendo a espacios tridimensionales, interconectados y persistentes, que en el futuro serán accesibles para todos (?).

Como digo, eso será en el futuro porque actualmente nadie sabe cómo será ni quien impondrá finalmente su metaverso, aunque las empresas tecnológicas pugnan enconadamente por no quedarse atrás en la desenfrenada carrera que se está librando para llevarse el gato al agua. Nadie quiere perder el paso en tan enardecida porfía. De ahí que Facebook, que ahora se denomina Meta—más allá—, ha anunciado una estrategia a medio y largo plazo al respecto y otras muchas empresas impulsan también el desarrollo de tecnologías que deben conducir a que el metaverso sea una realidad en pocos años. Es el caso de Nvidia, Epic Games, Microsoft, Unity, SoftBank, Autodesk y Google, entre otras.

Para que este universo virtual funcione (recordemos que «funcionar» en el mundo contemporáneo es sinónimo de «ganar dinero a espuertas») habrá que desarrollar un sistema de pagos, bien mediante elementos que se puedan usar en el metaverso, o bien a través de un sistema de criptomonedas o token no fungibles, las denominadas NTF (Non Fungible Token). De hecho esta tecnología ya existe asegurando el origen y la autoría de un bien virtual a través de una cadena de bloques, conocida como «blockchain». Cuando el metaverso llegue a ser una auténtica realidad, la tecnología habrá evolucionado, será más segura y permitirá hacer transacciones entre ambos universos. De modo que podremos, por ejemplo, trabajar en el metaverso y cobrar el sueldo en una criptomoneda que será susceptible de utilizarse en el mundo real para comprar alimentos o entradas para los espectáculos, o bien pagar el alquiler y los suministros, etc.

Las empresas que se mueven en este universo están convencidas de que quien controle el metaverso logrará ejercer un inmenso poder sobre el mundo real. Por otro lado, no desconocen que a la hora de desarrollar las tecnologías que lo hagan posible unas dependen de otras. Es decir, todas están posicionándose para una carrera en la que las alianzas parecen insoslayables.

Más allá de cuanto antecede nos preguntaremos qué es lo que se puede y lo que se podrá hacer dentro del metaverso. Replicando a sus creadores la respuesta es que lograremos realizar múltiples cosas, como por ejemplo jugar. Aunque ya existen videojuegos en línea multijugador y multiplataforma, los futuros juegos del metaverso serán inmersivos y estarán interconectados porque ahora no lo están. También podremos trabajar. Las empresas tendrán la opción de organizar reuniones virtuales o combinarlas con otras presenciales, de trabajar de forma colaborativa e incluso de montar negocios. De hecho Microsoft ha tomado la iniciativa en este segmento y el año 2022 lanzará Mesh, un metaverso en el que podrán usarse los propios avatares. Facebook también está trabajando en algo semejante.

Naturalmente, se podrá comprar. Las personas podremos interactuar con las marcas para comprar objetos virtuales, pero también se logrará conseguir otros productos para el mundo real. Para ello se necesitará un sistema de pago a través de criptomonedas mediante tecnología Blockchain o similar. Actualmente, en Fortnite, Roblox o Decentraland permiten la compraventa de bienes intangibles. Otra de las virtualidades que tienen los metaverso es la socialización. Al tener avatares personalizados y con capacidad para reproducir nuestras expresiones y gestos, los usuarios podrán interactuar con otros y socializar. Actualmente ya existe en el mercado VRChat, un juego gratuito multijugador que permite conocer a gente y explorar entornos utilizando gafas de realidad virtual. En el futuro se espera que dispongamos de sensores que harán más realistas estas experiencias.

En fin, el mundo virtual que nos acecha también nos permitirá disfrutar. Posibilitará que asistamos a conciertos, espectáculos y reuniones de grupo de forma inmersiva, como hacemos en el mundo real. De hecho Fortnite organizó durante el confinamiento conciertos de Ariana Grande, Marshmello o Travis Scott a los que acudieron usuarios de todo el mundo de forma masiva.

Algunas de las cuestiones que se considera que van a determinar la implementación del metaverso son, por un lado, la extensión de las transacciones sobre activos y derechos de naturaleza virtual pero susceptibles de valoración económica a través de piezas no fungibles (non-fungible token o NFT); y por otro, el desarrollo generalizado de «gemelos digitales» en la industria y los servicios, en tanto que réplicas virtuales de espacios físicos reales (fábricas, oficinas…) que pueden servir para el diseño y la experimentación en ellos. Desde el pasado junio se puede invertir en los negocios de metaverso a través de un fondo cotizado en la Bolsa de Nueva York (Roundhill META ETF). Todavía parece muy arriesgado tratar de poner un valor global a la oportunidad que supone, aunque la firma Ark Investments estima que la facturación por productos y servicios asociados al mismo en 2021 debe aproximarse a 180 mil millones de dólares, llegando a 400 mil millones en 2025. 

De modo que si atendemos a sus promotores parece que estamos frente a una plataforma idónea para usos sin ánimo de lucro e incluso aseguran que facilitará la armonía en las relaciones humanas y la defensa de valores fundamentales como la justicia y la libertad. En fin, parece que el metaverso está llamado a ser la ultimísima manifestación del genio humano que hará posible desde la cooperación que la sociedad contemporánea se aproxime a la tentación de lograr construirse a su antojo otra realidad paralela. 

No dudo que todo esto sea o pueda ser así pero tampoco logro evitar preguntarme para qué necesita el género humano construirse una realidad paralela. ¿Acaso no tiene suficientes aristas la que nos rodea: desde el cambio climático a la ineludible transición energética; desde la sostenibilidad de la economía, del desarrollo urbano y de la movilidad hasta la neutralización de las crecientes inequidades e injusticias o al aseguramiento del acceso al agua, a la electricidad y a la atención sanitaria de miles de millones de personas? O realmente se trata del penúltimo intento para imaginar una nueva utopía. 

Desde los albores de la historia hasta nuestros días han menudeado los pensadores disconformes con las sociedades en las que les correspondió vivir, que les llevaron a diseñar sistemas alternativos ideales y construir utopías que ansiaban materializar una sociedad mejor. Partiendo desde ideologías dispares casi todas las propuestas utópicas (sean la Ciudad Estado de Platón, la Utopía de T. Moro, la Atlántida de F. Bacon, la Ciudad del Sol de Campanella, el Contrato Social de Rousseau, los falansterios de Fourier, la Filosofía de la miseria de Proudhon, el marxismo de Marx y Engels, Looking Backward de Bellamy o la Utopia moderna de H. G. Wells) han recalado en temáticas comunes: el retorno a sociedades idílicas donde los seres humanos pueden desplegar una existencia plácida y feliz colmada de bienes, la desaparición de la propiedad privada y el deseo de una sociedad que comparte las cosas comunes, el rechazo al individualismo o a todo aquello que nos diferencia y nos hace originales, etc. Unos y otros ofrecen propuestas para construir comunidades al margen de las sociedades de su tiempo. La cruda realidad es que cuantas de ellas lograron experimentarse desembocaron en estrepitosos fracasos. Es más, la materialización de algunos de esos sueños se convirtieron en auténticas pesadillas. Y no puedo evitar preguntarme si tal vez el metaverso no será la penúltima e interesada versión de esa ansiada búsqueda de la utopía.


domingo, 7 de noviembre de 2021

A propósito de la reforma constitucional

    Dentro de pocas semanas celebraremos el cuadragésimo tercer aniversario de la promulgación de la Constitución Española (CE). En una tribuna aparecida recientemente en el diario El País, Diego López Garrido, Vicente Palacio y Nicolás Sartorius,  miembros de la fundación Alternativas, aludían al nuevo paradigma tecnológico y a la cuestión medioambiental como elementos sobrevenidos, posteriores y extraños al contenido de la norma básica, que en su opinión deberían ser recogidos en la necesaria reforma de la ley fundamental, que si bien en su momento se calificó —no sé si justa o exageradamente— de ejemplar, cuarenta y tantos años después debería modernizarse inexcusablemente.

    Es evidente que si se abre el melón de la reforma constitucional, además de los anteriores, pedirán paso otros asuntos importantes que han eclosionado en las últimas cuatro vertiginosas décadas, que reclaman insistentemente el amparo de un reformado y novedoso texto constitucional. Sin duda, tales empeños concitarán expectativas favorables para unos y demandarán cautelas insoslayables para otros porque iniciativas reformistas de semejante naturaleza se sabe cómo y por qué comienzan, pero no resulta tan fácil predecir cómo y cuando concluyen. Pensemos, por ejemplo, en la relevancia y la polémica que tienen y suscitan en el país cuestiones como la fórmula que debe adoptar la Jefatura del Estado, los reinos y repúblicas que se reclaman independientes o las tensiones territoriales entre centralistas, federalistas o secesionistas, por poner algunos ejemplos.

    Los mencionados autores argumentaban que en las tres décadas transcurridas del siglo XXI hemos sufrido otras tantas grandes crisis globales que han influido notoriamente en nuestra percepción del mundo y de nuestro papel en él. Insistían en que estamos viviendo una revolución digital que no se parece a las que la humanidad ha conocido anteriormente. No se referían con ello a los adelantos tecnológicos que cambian los sistemas de producción sino a una inédita realidad que conforma un nuevo universo de naturaleza virtual que condiciona novedosamente nuestras sociedades. Ponían con ello de relieve la creciente y enorme brecha existente entre la realidad social que afecta la vida cotidiana de los ciudadanos y la regulación de la misma que incorpora el texto constitucional y su desarrollo reglamentario. 

    Innegablemente, hoy en día, los conceptos tradicionales de libertad, derechos, soberanía o representación política, entre otros incorporados en la Carta Magna, aparecen mediatizados por el interés y las decisiones de los poderes económicos transnacionales y de las nuevas corporaciones tecnológicas. Y es que nuestras constituciones se hicieron para un mundo analógico y no alcanzan a regular las pulsiones del mundo digital que se nos ha echado encima. La revolución digital y sus aplicaciones han desfasado muchos aspectos de nuestras leyes. Uno de ellos, especialmente relevante, es la producción y el control masivo de los datos que componen la materia prima del funcionamiento de las sociedades contemporáneas, que han alumbrado un capitalismo que escapa a las regulaciones de las constituciones analógicas.

    Las grandes corporaciones tecnológicas nos expropian impunemente los datos asociados a nuestras conductas cotidianas, que constituyen un inmenso territorio, absolutamente desgobernado, que crece vertiginosamente y que confiere un poder inconmensurable a quienes tienen acceso a él y capacidades para influenciarlo. No cabe duda que el desarrollo democrático ha perdido el paso con relación a los avances de la ciencia y la tecnología y que, en consecuencia, resulta insoslayable introducir en la Constitución el derecho a la posesión y control de nuestros datos personales y el del acceso a Internet en condiciones de igualdad.

    Otro aspecto importantísimo que los mencionados autores consideran que debe incorporar una hipotética reforma constitucional es la denominada matriz medioambiental. Se trata de intentar asegurarnos, para nosotros y para las generaciones venideras, un planeta sostenible y un modelo energético que lo haga posible. En consecuencia, la protección del medio ambiente obligaría a redefinir los derechos medioambientales regulados en el artículo 45 de la Constitución, que es claramente insuficiente en la situación que vive actualmente el mundo. De ahí que se proponga que esos derechos constituyan prerrogativas humanas esenciales y que su violación sea sancionada de manera equivalente a la gravedad que tiene su transgresión.

    A las reformas que proponen los mencionados autores, que comparto, les añadiría otras. La primera de ellas apunta a la articulación de la creciente fragmentación política que existe en España y en buena parte de la Europa occidental. Es una evidencia que en las últimas décadas el voto se reparte más equilibradamente que antaño, ampliándose el abanico de los grupos parlamentaros y obligando a las formaciones políticas a acometer dinámicas de diálogo y consenso crecientemente complejas, que dificultan la gobernabilidad de los diferentes territorios. A menudo constato que en nuestras democracias se han instalado el cortoplacismo y la supervivencia como únicas normas de conducta, anteponiéndose las premuras de la inmediatez y el egoísmo a cualquier pretensión o proyecto colectivo y de futuro para el conjunto de la sociedad.

    Soy consciente de que la política no es ajena al devenir de la vida social. En ese declive de la coherencia política a que aludía concurren razones históricas, culturales y éticas. Desconozco si existen soluciones eficaces para combatir la fragmentación parlamentaria, pero no tengo duda de que las formaciones políticas deben estar dispuestas a pagar un precio para hacer posible esa realidad coadyuvando al logro de una gobernabilidad que haga compatible la fragmentación parlamentaria con el respeto democrático por el valor que tienen todos y cada uno de los votos ciudadanos. Ni esta realidad ni la cicatería del cortoplacismo deben empujar a la clase política a tomar decisiones acríticas, haciéndola rehén de la enfermiza fragmentación de la voluntad popular que está minando los cimientos de la sociedad democrática de forma tan imperceptible como incruenta. Se hace necesario articular mecanismos constitucionales que faciliten vías de concurrencia para encauzar la fragmentación, habilitando procedimientos para agilizar la conformación de gobiernos legítimos con capacidad de afrontar los auténticos problemas de los ciudadanos.

    Otro asunto que en mi opinión debería incorporarse a una hipotética reforma del texto constitucional es el aseguramiento de la renovación en tiempo y forma de los órganos jurisdiccionales, de acuerdo con los procedimientos y los tiempos que reglamentariamente se establezcan. No tiene sentido que el Gobierno de la Nación pueda ser elegido por una mayoría simple del Parlamento, cuando deviene imposible alcanzar la vía de las deseables mayorías absolutas, y que la renovación de los diferentes órganos jurisdiccionales (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional…) no replique esa realidad. ¿Acaso es más importante el gobierno de los jueces que el de todos los ciudadanos, entre los que ellos mismos se cuentan?

    En fin, por aproximarme a una síntesis de lo que vengo argumentando diría que si las minorías, dumpin, lobbies o cualesquiera otros individuos o corporaciones —adopten el formato de  compañías financieras, emporios digitales, foros políticos y económicos o cualesquiera otras fórmulas— usurpan la representación de la ciudadanía e imponen sus intereses a los que deben explicitar y defender sus legítimos representantes no tiene sentido continuar con la pantomima de la representación formal que representan las sociedades democráticas. Si orillamos el principio esencial de «un hombre, un voto», si convertimos el voto en mera retórica, sin capacidad decisoria alguna, existen vías mucho más expeditivas (no sé si además más baratas) para asegurar el gobierno de la sociedad. Pero si realmente creemos en los principios que sustentan el Estado de Derecho, que es lo mismo que decir en la soberanía popular, en la separación de poderes, en la articulación democrática de la representación ciudadana se impone cuanto antes una reforma de la norma básica. En otro caso, seguiremos haciendo el “caldo gordo” a la involución y a la desfiguración de la democracia. Y quienes medran con ello están encantados de conocerse constatando la inacción general de la sociedad.


miércoles, 20 de octubre de 2021

Crónicas de la amistad: Agres (40)

Surgió otra oportunidad para celebrar la amistad y disfrutarla. No puedo abordarla —y menos hablar de ella— sin emocionarme. Ralph W. Emerson, convencido abolicionista y uno de los primeros angloamericanos que influyó en el pensamiento europeo, llegó a decir con la sutileza y profundidad que le caracterizan que «la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído». Discrepo tajantemente de su aserto y no me desasiste la razón porque, sin ir más lejos, él mismo se desdijo algunos años después, cuando su propia realidad le hizo reconocer que «el alma se rodea de amigos para lograr un mejor conocimiento de sí misma». 

Es más, en uno de sus centenares de ensayos, precisamente en el intitulado Friendship —Amistad—, escribió que no buscaba en ellos las «concesiones» o la «conveniencia trivial». Al contrario, como subraya en el texto lo deseable es que los amigos sean a la vez «buenos enemigos», es decir, que se atrevan a cuestionarnos y a retarnos, porque así es como mejor coadyuvan a enaltecernos y a hacernos mejores. Las personas que solo ambicionan ser amables y proporcionar apoyo sistemático, sin ofrecer resistencias ni enfrentarse a los demás, contribuyen escasamente a su mejora. Para Emerson los amigos verdaderos son quienes logran compatibilizar en sus conductas la gentileza y el cuestionamiento, según corresponda en cada caso.

Por otro lado, en cierta ocasión y en el contexto de una tribulación que no viene al caso mencionar, Jorge Luis Borges le confesó a su amigo Jorge Calvetti una de sus más profundas convicciones: «Al que es amigo jamás lo dejes en la estacada». Borges era persona incapaz de abordar la amistad sin conmoverse, sin que se le quebrase la voz y le temblase la garganta, como nos sucede a tantos. Construía sus arquitecturas amistosas a partir de la admiración que sentía por sus amistades. Yo también fundamento muchos de mis apegos en el talento de mis amigos, pero no menos que lo hago en su sentido del humor, en su arrojo, en sus privativas habilidades o en la infinita capacidad para rebelarse o ser amables que tienen algunos.

Con el paso de los años he ido comprendiendo y apreciando crecientemente el inconmensurable valor que tienen los amigos. He ido ponderando la dificultad que entraña corresponder a su desprendida generosidad: cómo pagar su próvida persuasión y sus muníficos argumentos; cómo estar a la altura de sus ilustrativos parlamentos y sus educativos silencios; cómo agradecer que sepan distinguir lo que pocos alcanzan a ver: algún defecto en lo bueno y determinadas virtudes en lo que no lo es tanto; cómo compensar a quienes sin ser ecuánimes logran ser razonablemente justos...

Afirmo indubitadamente que los amigos son una de las realidades más valiosas de cuantas componen mi vida y entiendo que también de las de todos. Tal vez ello sea así porque la amistad es una relación afectiva forjada mediante la facultad más genuina de las personas: su libertad. Nada nos une más con los amigos que la voluntad sincera de estar en su compañía. A lo largo de la vida, como sabemos, menudean las ocasiones que ponen a prueba el apego. Tal vez algunas de las más acreditadas sean los infortunios; sin embargo, estoy convencido de que ningún amigo que se precie elude acompañar a otro que atraviesa alguno de sus peores momentos.

Hoy las rutas de la amistad confluían en las proximidades de Muro. Elías había determinado fijar la primera estación de nuestro particular «camino de piedad» en el Convent d’Agres, uno de los techos habitados de la provincia, situado a 793 metros sobre el nivel del mar en el reborde más septentrional de la sierra alicantina por antonomasia: Mariola. La tradición —y también el cronista de Alicante Vicente Bendicho— cifra el origen de este convento (exclaustrado desde 1969) en el 31 de agosto de 1484. Ese día se produjo un incendio en la iglesia de Santa María de Alicante quemándose el retablo del altar mayor que albergaba una imagen de la Virgen, que milagrosamente escapó del incendio desapareciendo por una de las ventanas traseras en dirección al castillo de Santa Bárbara. En la madrugada del día siguiente, la efigie se apareció a un pastor sobre un lledoner de las proximidades de las ruinas del castillo de Agres. Según la tradición, a Gaspar Tomás —el cabrero en cuestión—le faltaba un brazo y la Virgen se lo devolvió. Bajó al pueblo gozoso y comunicó a todos la buena nueva inaugurando la gran devoción que se le tiene a la Mare de Déu d’Agres en la villa y en otras localidades de l'Alcoià, el Comtat, la Vall d'Albaida y en otras aún más allá. Posteriormente se construyó una pequeña ermita en dicho lugar, siendo en 1578 cuando el padre Jerónimo Vidal fundó el convento de los franciscanos, que todavía sigue en pie. Una curiosidad que alberga el Convent  es un zócalo de cerámica manisera que se instaló en el último cuarto del siglo XVIII en el que se representa el incendio de la iglesia de Santa María que dio origen al milagro.


Pasaban pocos minutos de las doce cuando habíamos remontado las escabrosas pendientes del camino asfaltado que conduce desde el pueblo al Convent. Allá en lo alto nos esperaban Elías y los Antonios, Antón y Botella, que ya habían comprobado que el restaurant allí radicado estaba cerrado hoy y, por tanto, resultaba imposible despachar en aquellos andurriales el primer tentempié. De modo que tras merodear unos minutos por las empinadas inmediaciones nos hemos dirigido de nuevo hacia la población. Agres es una villa del Comtat que, pese a su proximidad a municipios en los que la industria textil ha tenido una intensa implantación, ha conservado intacto su aspecto de pueblo agrícola en cuyo centro se levanta la iglesia parroquial de Sant Miquel, rodeada de una genuina arquitectura popular que conforman casas perfectamente adaptadas a la dificultosa orografía. Un breve paseo por el pueblo nos ha permitido comprobar las notorias reformas que se han emprendido en viviendas e instalaciones comunitarias, a la vez que visualizar algunas de las numerosas fuentes que jalonan la intrincada trama de callejuelas y los parajes aledaños que acogen la Font de l’Assut, la del Mig, la Font de Barxeta y la Font del Raval, la Font del Bonell o la Fonteta, entre otras.

A falta de otros recursos para atender la restauración, hemos determinado encaminarnos directamente a la Pensión Mariola, en cuyo restaurante Elías había hecho la oportuna reserva. Hemos optado por despachar las primeras cervezas acompañadas de patatas chips, panchitos y almendras en la amplia terraza exterior. Tras calmar la sed y terminar de compartir las novedades que traíamos desde nuestras respectivas procedencias, preventivamente, pese a que hacía un día magnífico, hemos determinado pasar al interior del local para evitar las posibles inclemencias atmosféricas durante la sobremesa. Nos han habilitado una espléndida mesa redonda y serían alrededor de las dos y cuarto cuando estábamos acomodados en ella los ocho comensales. Luis no ha concurrido porque debía procurar las atenciones que requiere su esposa (nuestra amiga Guti) que convalece de una intervención quirúrgica. Aquí va nuestro deseo de que sea pronta su recuperación.

Hemos confeccionado la comanda asesorados por Víctor, el camarero que nos ha correspondido, que en pocos minutos ha comenzado a depositar sobre la mesa una espléndida muestra de las tapas para compartir que incluye la amplísima y sorprendente carta del restaurante. Hemos debutado con una excelente «pericana» y unos deliciosos embutidos secos fríos, a los que han seguido sendas cocas caseras, especialidad de la cocinera, acompañadas de unas crujientes croquetas de bacalao y unos sabrosos «roviols» (setas de chopo) con ajitos y jamón ibérico. Inmediatamente nos han traído sendos platos de embutidos variados de la casa (sobrasada, longaniza y morcilla) a la plancha y raciones de magro e hígado fritos con ajos, viandas ambas recurrentes por estos pagos. Remataban la sección de aperitivos unas raciones de sangre encebollada y otras de níscalos a la plancha, complementadas por dos platos de «dacsa» (maíz blanco tierno frito con aceite de oliva). Tras rematar tan esplendoroso y abundante muestrario de entrantes, regados convenientemente con cerveza, café licor, vino blanco de Rueda y tinto del Comtat (a gusto de cada cual) hemos decidido concluir la generosa refección compartiendo el plato principal. La mayoría hemos optado por unas chuletas de cordero a la brasa guarnecidas con verduras y algunos se han decidido por degustar la «borreta» (guiso de espinacas, bacalao, patatas, pimiento y huevo).

Sin prisa, tras una breve pausa, hemos encargado los postres que en esta ocasión han incorporado helado de turrón, tarta de trufa, nata y yema, y algún sorbete de limón. Hemos ido dando buena cuenta de todo ello mientras preparábamos el ánimo para la sobremesa. Algunos han salido al exterior del establecimiento para encender el recurrente cigarrillo mientras Antonio Antón se desplazaba a su vehículo, le echaba mano a su apreciada guitarra y se disponía a amenizar el remate con el que concluyen estos encuentros. Sentados de nuevo alrededor de la mesa, con el regusto de los cafés y las primeras copichuelas Antonio la ha emprendido con L’Estaca, a la que han seguido Al vent y la Cançó de la mare. Tras estos clásicos han llegado poemas musicados de León Felipe y de Carlos Álvarez. Particularmente me ha parecido espléndido el poema del libro Tiempo de siega y otras yerbas (1970), del último de ellos. Las pachanguitas y tonadillas han animado la participación de la concurrencia, tan voluntariosa y desafinada como siempre. Una vez más, gracias Antonio por estos minutos (y por tu paciencia) sin los que los encuentros no serían lo mismo. 

Las canciones y las últimas conversaciones han echado el cierre a un encuentro magnífico, como todos, esta vez celebrado a los pies de Mariola. No quisiera finalizar este relato sin aludir nuevamente al ensayo de Emerson. Permitidme que concluya con el deseo, que supongo compartido, de que «dejemos que nuestras almas tengan la seguridad de que en algún lugar del universo se reunirán con las de sus amigos y estarán felices y contentas durante mil años». Hago votos porque así sea.



miércoles, 30 de junio de 2021

Crónicas de la amistad: Santa Pola (39)

Ha transcurrido tanto tiempo desde entonces que casi no queda otra que hacer un poco de memoria. La última ocasión en que nos encontramos presencialmente fue el 21 de febrero de 2020. Recordaréis que sucedió en Elx, en el bar del Parque Deportivo. Era ya media mañana cuando tras despenar un frugal tentempié emprendimos un grato paseo que nos acercó al antiguo convento de la Merced donde visitamos los espléndidos Baños Árabes que acoge. Aprovechamos para ver también la Torre de la Calahorra antes de dejarnos caer por el bar La Dama y el Palmeral, un clásico ilicitano del aperitivo y recalar, finalmente, en el restaurante El pernil. Allí, junto al río Vinalopó, degustamos un menú extraordinario mientras saludábamos la llegada de un año cuya capacidad de turbación ni imaginábamos. Terminábamos de estrenar en Madrid —por fin— un gobierno de coalición progresista y la naturaleza nos había mostrado una de sus facetas más implacables, un fenómeno atmosférico con nombre propio, «Gloria», ahora denominado DANA (depresión atmosférica aislada en niveles altos), que es lo mismo que decir una borrasca gigantesca que asoló el litoral alicantino en las semanas precedentes. Por si faltaba algo en un plis plas nos arrasó la pandemia universal del Covid19 cuyas devastadoras consecuencias resulta ocioso reiterar.

Transcurrió un larguísimo año en el que intentamos relacionarnos conectándonos telemáticamente en un par de ocasiones aunque ciertamente con escaso éxito. Un período en el que he escrito tres o cuatro pequeños relatos que califiqué de «no crónicas» y que alcanzaron a ser poco más que un compendio de las reflexiones que me indujeron acontecimientos que se sucedían vertiginosamente. En cualquier caso, unas situaciones bien distintas de las que suelen estimular mis habituales y amistosas crónicas.


Venturosamente, transcurridos 494 días, volvemos a estar juntos. No en Muro, donde correspondía de acuerdo con el turno establecido, que es un tanto laxo y parece instituido para quebrarse, sino a pocos kilómetros de Elx, en Santa Pola, en el Restaurante Picola, un magnífico establecimiento que acordamos visitar a propuesta de Pascual Ruso. Una sugerencia excelente, como cuantas plantea. Y lo hacemos a un mes vista de que se celebre el Día Internacional de la Amistad, una efeméride que conmemoramos anticipadamente convencidos de su importancia en tanto que sentimiento noble y valioso para la vida de todos los seres humanos, como apreciaron las Naciones Unidas en 2011 para resolver su solemne declaración. Lo hacemos sabedores de que la amistad entre los pueblos, los países, las culturas y las personas inspira iniciativas de paz y ofrece oportunidades para tender puentes y asegurar el respeto a la diversidad. Estamos plenamente seguros de que la amistad contribuye a promover el diálogo, la solidaridad, la comprensión mutua y la reconciliación entre las personas, los pueblos y las naciones. ¿Acaso no son nuestros cónclaves modestos ejemplos de ello?

Aún no eran las once y media cuando Alfonso llegaba a Alicante desde Benilloba. Tras los efusivos saludos nos encaminamos a la Plaza de los Luceros para recoger a Tomás, que se había desplazado desde La Vila con el «trenet» de La Marina como acostumbra. La cita era una hora después en una cafetería-restaurante de Santa Pola, situada al inicio del paseo Adolfo Suárez y rotulada con un nombre con reminiscencias cartageneras, Mar de Cristal, pues alude a una turística localidad de la diputación de San Ginés, la más oriental y próxima a La Manga de cuantas integran aquel histórico término municipal. El día había despuntado espléndido y a esa hora lucía un sol generoso que subrayaba el colorido y la prestancia de la marina santapolera. Tras el emotivo reencuentro y los ansiados abrazos, entre amenas conversaciones y actitudes distendidas, por sugerencia de los lugareños cambiamos el tercio y recalamos en el bar Miramar donde constituimos el cónclave guarnecidos con una primera ronda de cerveza. Tras los preliminares de camino hacia la carretera de Elx hicimos parada en la cafetería Laíco para rematar la mañana con unas tapas de ensaladilla y algunos zepelines regados con cerveza y sendas copas de albariño.

La encomienda gastronómica que hizo el anfitrión al restaurante Picola estuvo a la altura de lo que requería el ansiado cónclave y no desmereció respecto a las tradiciones instituidas a lo largo y ancho de los precedentes. Para empezar se trata de un lugar paradisíaco que presta sus servicios en un ambiente que trasuda un bienestar extraordinario. Consonantemente, la regencia del establecimiento nos preparó una mesa magnífica, rematada por una frondosa pérgola, sobre la que nos sirvieron un menú compuesto por abundantes y exquisitos entrantes incluyendo coca de mero y almendritas, tortitas de camarón, tostas de pan con alioli y tomate, jamón ibérico, trinchado de tomate con capellanes y salazones, gambosí frito, calamar a la plancha con sal carbón y para rematar un surtido de marisco hervido de la bahía de Santa Pola. Como plato principal se ofrecía arroz del señoret y fideuá. Si los aperitivos fueron excelentes, a fuer de sinceros el plato principal no trascendió la discreción. Siguió una degustación de repostería variada, al centro, para acompañar los correspondientes cafés e infusiones. Todo ello estuvo convenientemente regado con cerveza y vino blanco godello El Zarzal de las reconocidas bodegas Emilio Moro.

El colofón lo pusieron sendas copas al gusto de la concurrencia para acompañar el habitual remate musical del encuentro. Antonio Antón volvió a emocionarnos con sus magistrales interpretaciones de algunas canciones de Lluís Llach y Raimon, con la exquisita adaptación que años ha hizo de la poesía Canción de amigo, de Blas de Otero, y con el acompañamiento y la amable provocación que formuló a Elías (laúd propio mediante) para que, por fin, se decidiese a tomar el instrumento y atacar un ramillete de canciones de tuna y algún que otro acompañamiento circunstancial. Me parece que gracias a ello Elías rompió su particular techo de cristal y no sabe cómo lo celebramos todos. ¡Tú puedes!, ánimo amigo.

No quiero dejar pasar la ocasión sin proponeros que celebremos de nuevo la suerte que tenemos de seguir vivos y razonablemente bien. Y casi por encima de la ineludible componente biológica que tiene la existencia sugiero que festejemos especialmente su dimensión social. Insisto por enésima vez en que los seres humanos somos incapaces de coexistir aislados y ensimismados en nuestros mundos privativos. Durante los pasados meses hemos vivido una experiencia tan inédita como idónea para contrastarlo: ¿qué hubiésemos hecho individualmente frente a la pandemia? Como bien sabemos la vida se desgrana en una secuencia de actuaciones; algunas se desenvuelven acotadas en el territorio de la estricta individualidad y otras, la mayoría, transcienden ese privativo hábitat invadiendo el mundo exterior y repercutiendo en el modo de vivir de otras personas con las que establecemos, querámoslo o no, una permanente interacción. Como ya defendió Aristóteles, las personas somos por naturaleza, constitutivamente, seres individuales y entes sociales. Esa sociabilidad es una realidad incuestionable que se constata y defiende tanto desde las perspectivas filosóficas como desde la experiencia histórica. Es un hecho incontrovertible que para sobrevivir los unos necesitamos de los otros, pues todos precisamos de todos. Hoy quiero reivindicar enfáticamente la equivalencia entre el «ser persona» y el «vivir en sociedad». Las personas somos seres cooperativos y sociales y por eso hemos desarrollado la inteligencia y la comunicación. Seguramente esa capacidad de colaboración a gran escala, incluso con desconocidos de otras culturas, es lo que ha permitido a la Humanidad sobrevivir a dificultades que jamás habría superado desde el individualismo.

Desconozco si la pandemia del Covid19 nos ayudará a aprender a vivir, a sobrevivir y a convivir mejor —probablemente lo hará bastante menos de lo que sería deseable— pero es indudable que ha contribuido a que hayamos redescubierto algunas de las mejores facetas de la condición humana, acreditadas mediante las conductas de la mayoría de la ciudadanía que ha desplegado centenares de actuaciones impregnadas de sacrificio, generosidad, empatía, respeto, disciplina, autocontrol... No se puede negar que también se han producido acciones y comportamientos institucionales, sociales e individuales inciviles, detestables y hasta execrables. No obstante, por encima de ello, la pandemia ha supuesto una inusitada oportunidad para contrastar la enorme capacidad que tienen las sociedades actuales para gestionar realidades dramáticas cuando se lo proponen de verdad. Esta enorme catástrofe ha puesto al descubierto, simultáneamente, nuestra fragilidad y la grandeza de nuestra condición esencial de seres humanos. Y ello, sin duda, es un importante motivo de celebración y de esperanza. Ojalá que no volvamos a conocer otra calamidad semejante. Ojalá que tarden en olvidarse algunos de los valiosos aprendizajes que ha llevado a cabo la Humanidad en los últimos meses. Ojalá que podamos seguir cultivando la amistad por muchos años. Os propongo un brindis para que así sea: Amigos, ¡salud y felicidad!


lunes, 7 de junio de 2021

¡Benditos nietos!

Durante los primeros días de enero escribí la última entrada en este blog referida a mis nietos. En ella confesaba que empezaba a hartarme de contrastar sus progresos a través del plasma y de las fotografías y que ansiaba retomar las buenas costumbres de encontrarnos, abrazarnos, besarnos y percibir a través de sus cálidos y menudos cuerpos el fluir de sus emociones. Absurdamente, insistía en que el tiempo desconoce la vuelta atrás, en que el pasado jamás regresa, y me lamentaba de la vida distante y distanciada a la que nos condenaba una pandemia que parecía interminable. Hacía votos por recuperar las viejas costumbres en el año nuevo y les prometí que, viniese como viniese, les escribiría algo antes de que llegasen sus cumpleaños. Que osadía la mía, por bienintencionada que fuese. Así que no perderé la ocasión para celebrar que nos ha acompañado la suerte, pues el dichoso Covid19 nos ha respetado hasta hoy.

Igual que sucedió quince días atrás, el pasado fin de semana volví a estrechar entre mis brazos a Fernando y Arizona, mis nietos, dos criaturas que dentro de pocas semanas cumplirán respectivamente cinco y tres años. Dos niños que no habíamos disfrutado «en directo» casi durante los últimos nueve meses, el intervalo equivalente a un embarazo desarrollado durante el periodo de más incertidumbre y mayor canguelo que he conocido. Naturalmente, en esos meses se han operado en ellos múltiples transformaciones. Las capacidades y desempeños han crecido enormemente en Fernandito, si bien son menos llamativos que los progresos de Arizona. Los adelantos de la niña son espectaculares. En pocos meses hemos pasado de acunar un bebé a estrechar el cuerpecito de una niña que empieza a ser tal en su morfología y en su psicología, en su manera de ser y en sus gustos e inclinaciones.


Sorprende contrastar cómo un ser tan pequeño tiene interiorizados y practica espontáneamente comportamientos ajenos a las personas de su entorno. Así, por ejemplo, asegura convencida que cuando sea mayor será cantante. Y ello no es la expresión de un capricho infantil o la penúltima ocurrencia de la niña. Está tan convencida de que lo será que se esfuerza practicando las habilidades que entiende que requiere su futura ocupación. Se posiciona frente al espejo que cuelga en el dormitorio de sus padres y se observa tomando el micrófono entre sus manos e inclinándolo sobre su rostro mientras farfulla melodías ininteligibles que entona con su media lengua, acompañándose de ademanes, giros y piruetas. Observándola discretamente se comprueba la naturalidad con que interpreta sus genuinas composiciones, musitando a los cuatro vientos aquello de: —¡Mamá, quiero ser artista! Y uno se pregunta atónito: —Chiquilla, pero ¿de dónde has salido tú? Huelga señalar que a sus padres se les cae la baba cuando la sorprenden con su desparpajo y qué decir de nosotros, sus abuelos. Como se acostumbra a apostillar por estas tierras, “se nos hace el culito agua de limón” porque, ¡caramba!, además de graciosa es zalamera y para colmo lo hace bien, pese a que cumplirá tres años en agosto. En fin, como se suele decir serán las cosas de las niñas, que evidentemente evolucionan más deprisa que los niños, pero el asunto tiene su qué.

Son muchos los progresos que ha realizado Arizona a lo largo de este último medio año. Son particularmente importantes los que afectan a su lenguaje oral, pues ha aprendido a relacionarse con los demás con bastante eficacia. Habla continuamente, aunque a veces no la escuchemos, requiriendo la atención de los demás, especialmente de su hermano y de sus padres. Se enfada si no la entiendes porque ella entiende perfectamente lo que le decimos. Responde a pequeñas preguntas y sabe los nombres de los miembros de su familia (papi, mami, Tito, «abelo», «abela») de la misma manera que le gusta ugar con el teléfono inventándose conversaciones con alguien que se supone que está al otro lado del terminal. Contrastamos como ha acrecentado su vocabulario utilizando algunas palabras muy normalizadamente (eso, así, no, dame, agua…). También responde a su nombre y lo utiliza correctamente.

Durante este periodo se ha incorporado a tiempo completo a la escuela infantil, ampliando su mundo social, que ahora se extiende por encima de las relaciones con sus padres y su hermano alcanzando a otros niños, compañeros de colegio y vecinos. Juega con todos ellos desarrollando su dimensión social y empezando a conocer y respetar incipientemente las normas de los juegos.

A veces se muestra terca y recurre a las rabietas y pataletas para conseguir lo que quiere. Evidentemente pretende sentirse independiente y piensa que para ello debe ser quien tome sus propias decisiones. Nada ajeno a los comportamientos característicos de los niños de su edad a quienes no les gusta que sus padres les digan lo que pueden o deben hacer, y cuándo hacerlo. Ellos lo quieren todo y al momento, de la misma manera que sus padres saben que no pueden ceder a sus deseos por mucho que griten, pues no deben interiorizar ese procedimiento para conseguir lo que ansían.

Me ha vuelto a suceder lo mismo que en la entrada anterior dedicada a mis nietos. Sin percatarme, he completado cuarenta y tantos renglones refiriéndome a mi nieta y todavía no he aludido a los progresos de mi nieto Fernando, pese a que también ha evolucionado de manera espectacular en el último medio año. Particularmente notorios son sus avances en el área de la comunicación, pues ha perfeccionado la claridad de su expresión, siendo capaz de contar historias sencillas usando oraciones completas. Utiliza el tiempo futuro y conoce perfectamente su nombre apellidos y su dirección postal. En el área numérica ha aprendido a contar consecutivamente hasta el 50 y más allá, a la vez que entiende los conceptos de adicionar y sustraer, realizando mentalmente tales operaciones. Conoce y reproduce las grafías de todas las letras y guarismos, copia figuras geométricas, conoce infinidad de cosas de uso diario (dinero, comida, artículos de limpieza, establecimientos…), siendo capaz de dibujar una persona destacando en ella al menos seis u ocho partes de su cuerpo.

También ha progresado en su desarrollo físico: se mantiene sobre un solo pie durante seis o siete segundos, avanza dando saltos alternando ambos pies, brinca, da volteretas, se columpia y trepa. Usa autónomamente el tenedor y la cuchara para comer y, por otro lado, ha aprendido definitivamente a ir al baño solo, controlando plenamente los esfínteres. En el área socioemocional, además de querer complacer a sus amigos y ansiar parecerse alguno de ellos, respeta bastante las reglas en los juegos, reconoce perfectamente el sexo de las personas y distingue entre fantasía y realidad. Es una personita exigente y cooperadora, que se muestra cada vez más independiente.

En suma, que tras nueve meses sin hacerlo, en un intervalo de quince días hemos gozado de sendas oportunidades para disfrutar a nuestros nietos en vivo y en directo. Sus visitas nos han permitido contrastar su formidable crecimiento y sus innegables y sorprendentes progresos. Con incontenible alegría hemos comprobado que no sólo nos reconocen sino que nos llaman por nuestros nombres y nos expresan su afecto mediante gestos sinceros que no responden a actitudes vacuas o impostadas sino que son muestras espontáneas de cercanía y de apego, resultado probable de las indicaciones y recomendaciones paternas, cosa que agradecemos especialmente quienes sufrimos la distancia como variable idónea para mediatizar el afecto. Durante los últimos fines de semana hemos disfrutado de las carantoñas, los abrazos, los besos, las ocurrencias y las travesuras de los niños, hemos percibido intensamente su cercanía, hemos contrastado que nos quieren y que disfrutan de nuestra compañía. En suma, hemos sentido vigorosamente la felicidad, y eso a estas alturas de la vida no tiene precio. ¡Muchas gracias, familia!

jueves, 1 de abril de 2021

Reflexiones de un activista casi septuagenario.

          Hoy, 1 de abril, día de la victoria para algunos 
y onomástica del oprobio para la mayoría.

Dicen los entendidos que nada mejor para mantenerse en forma que entrenar la salud física, intelectual y emocional. Médicos de familia, psicólogos, endocrinólogos, cardiólogos, todo tipo de especialistas recomiendan la actividad como medio para gozar de una vejez plena, productiva y satisfactoria. Uno, aunque se ha hecho mayor, sigue razonablemente activo y, quizá por ello, todavía no ha logrado interiorizar la disciplina genuina ni tampoco ha alcanzado el deseable estado de la templanza. Sin embargo, intenta atender las recomendaciones de las gentes sensatas y se esfuerza razonablemente en practicarlas aunque no siempre lo consigue.

En tal sentido, una de las tareas que me autoimpuse hace ocho o nueve años, poco tiempo después de alcanzar la condición de jubilado, fue cooperar en el ámbito de la memoria histórica y democrática. Una causa casi absolutamente desatendida durante décadas y, tal vez por ello, bastante perdida. Y por lo que se vislumbra parece que continuará extraviada muchos lustros más. Cualquier persona que se haya aproximado tangencialmente a tan lacerante realidad sabe que en nuestro país, más allá del interés que ha despertado y concita entre algunos familiares de las víctimas de la Guerra Civil y la posterior dictadura, y entre ciertos colectivos, entidades y actores sociales, es asunto todavía «delicado», que en ocasiones sigue siendo tabú. De ahí que unos lo aborden con melindrosa anuencia, en tanto que otros lo repudian abruptamente, despachándolo con improperios y mentiras interesadas, despreciando y negando hechos y constataciones incontrovertibles que perjudican sus intereses.


En el mejor de los casos, el acercamiento positivo a la problemática a que aludo —porque el negativo no existe, pues lo encarnan el ninguneo, el desprecio y el silencio interesado— se circunscribe a las grandes declaraciones y proclamas (metamorfoseadas en leyes frecuentemente huérfanas de dotación presupuestaria, que es lo mismo que decir carentes de efectividad), a los discursos emocionales y bienintencionados (habitualmente circunstanciales y de exigüísima trascendencia) y a algunas resoluciones administrativas que acostumbran a coger el rábano por las hojas propiciando pequeños logros, como la eliminación de los vestigios de la Dictadura (algunos, no todos), la concesión de subvenciones cicateras e inicuas a asociaciones y entidades que promueven la memoria democrática con agotador e inextinguible esfuerzo, y poco más. En España queda casi todo por hacer para lograr la inasible finalidad que reivindican y exigen las resoluciones de las Naciones Unidas y resumen los términos verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición de los crímenes de lesa humanidad.

Los grandes propósitos de las Naciones Unidas y de otros foros internacionales relativos a la necesidad de asegurar en todos los países el conocimiento de la verdad, garantizar la justicia y la reparación a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos y de los delitos contra la humanidad, se quedan generalmente en declaraciones grandilocuentes, en los enfáticos propósitos que recogen los medios de comunicación o en los textos que incluyen los acuerdos de las grandes conferencias; y poco más. En la inmensa mayoría de los países, el día a día de la actividad política y administrativa, la tarea legislativa de sus parlamentos, refleja timidísimamente, en el mejor de los casos, las sensibilidades expresadas a nivel formal o teórico, que raramente se concretan en resoluciones legislativas o administrativas que hagan realidad esas ampulosas declaraciones.

Hoy por hoy, con el trabajo en el ámbito de la memoria histórica y democrática solo se puede aspirar a lograr pequeños avances a base de patear incansablemente un territorio complejo y difícil, tarea que en ocasiones resulta extenuante y descorazonadora. Más si cabe desde la perspectiva de quienes pertenecemos a organizaciones y asociaciones sin ánimo de lucro, con escasos o ningún recurso, y por tanto inermes para promover y emprender iniciativas necesarias. Casi no nos queda otra alternativa que acudir a la vía de las subvenciones y de las ayudas públicas, que son siempre insuficientes y de acceso tedioso y cicatero, pues constituyen subterfugios mediante los que las administraciones delegan espuriamente en los particulares iniciativas y gestiones que deberían ejercitar de oficio. A ello se suma el calvario que padecemos los esforzados sexagenarios y septuagenarios peleándonos desde nuestro analfabetismo digital con las plataformas y los certificados que las administraciones han instaurado como únicas vías para relacionarse con los administrados.

Pese a todo, ni las dificultades de toda índole, ni la mezquindad de los administradores, ni la ineptitud de quienes eluden sus responsabilidades atribuyéndolas torticeramente a quienes no les corresponden, ni otras nuevas amenazas y añagazas detendrán nuestro empeño, que es justo y necesario. Es inequívocamente justo y necesario que se conozca la verdad, que se haga justicia a las víctimas que han sufrido crímenes y violaciones de sus derechos fundamentales y que se reparen su memoria y el sufrimiento de sus familias y de los ciudadanos en general. Y tan cierto es que somos mayoritariamente viejos como que todavía conservamos resuello suficiente para alimentar la esperanza de lograr sociedades más justas y respetuosas con su historia y su memoria. La agenda que nos espera es larga y la sintetizan ajustadamente las Conclusiones del V Encuentro Estatal de Colectivos de Memoria Histórica y de Víctimas del Franquismo celebrado el 10 y el 24 de octubre de 2020. Ese es el horizonte para los próximos años. Puede consultarse el texto completo en:

https://comisioncivicalicante.wordpress.com/2020/12/18/conclusiones-del-v-encuentro-estatal-de-conclusiones-de-los-colectivos-de-memoria-historica-y-de-victimas-del-franquismo-sobre-el-proyecyo-de-ley-de-memoria-democratica-octubre-de-2020/



sábado, 27 de marzo de 2021

De Gestalgar a Santa Eulalia- II

Las tierras de la Colonia corresponden a una gran propiedad rústica que se había mantenido casi intacta desde la Edad Media. A partir del siglo XVII perteneció a diversos propietarios de Villena y Valencia hasta que a principios del siglo XIX pasó a manos de la familia del conde de Gestalgar. El año 1862, Antonio de Padua recibió ese legado conjuntamente con los numerosos títulos y dignidades que ostentaba su estirpe. Era persona de rigurosa educación y muy culta, que estudió Derecho, aunque no obtuvo el correspondiente título universitario, y sentía pasión por el arte y la música.

La Colonia está situada en una zona de topografía prácticamente llana, excepto la superficie que corresponde a la falda de una colina, el cerro del Cuco, que remonta hasta aproximadamente los quinientos metros de cota. Dista unos nueve kilómetros de Villena y aproximadamente siete de Sax, lo que le proporciona cierto aislamiento y facilita su autonomía respecto a ambos núcleos urbanos. Radica, a su vez, junto a un camino que se dirige al oeste, en dirección a Salinas, que arranca a menos de un kilómetro hacia el este, desde la actual autovía E-903, que sigue el viejo trazado de la carretera nacional que enlazaba Alicante con Madrid. Aproximadamente a la misma distancia, casi paralelamente a ella, discurre la línea ferroviaria que une ambas ciudades, en cuyo margen se levantó antaño una estación de tren que fue demolida posteriormente. Finalmente, el río Vinalopó discurre por las inmediaciones del núcleo poblacional, hallándose hacia el noroeste la llamada Acequia del Rey que pertenece al municipio de Villena y que tradicionalmente ha cedido agua a la Colonia. Estas privilegiadas condiciones geográficas han determinado que este territorio haya sido un paraje ocupado desde tiempo inmemorial. De hecho, junto a ella existe un yacimiento arqueológico que corresponde a una villa romana y también se ha localizado en sus proximidades un cementerio andalusí, que no ha sido estudiado suficientemente por lo que se desconoce a qué lugar o alquería perteneció. La explotación tenía una superficie de 138 Has. plantadas de frutales, almendros, olivos y vid. El cultivo de esta última fue muy relevante porque la elaboración y exportación de vino y alcoholes dio pujanza a la explotación, siendo fuente de riqueza para toda la comarca y sustentando en buena medida las fortunas de los terratenientes.

Para su puesta en marcha el conde de Gestalgar se inspiró en las colonias industriales catalanas que visitaba frecuentemente. En Barcelona residía su amigo y compañero carlista don Manuel María de Llanza y Pignatelli de Aragón, duque de Solferino y de Monteleón. Los viajes a aquella ciudad posibilitaron que el conde conociese el funcionamiento de la producción que se desarrollaba en las colonias textiles instaladas en la cuenca del río Llobregat. La amistad entre el conde de Gestalgar y la Alcudia y el duque de Solferino se consolidó especialmente a partir del 1915 cuando su primogénito, Antonio de Paula Saavedra y Fontes, se casó con Concepción de Llanza y Bobadilla, hija del duque de Solferino.

Las tierras pertenecían al conde desde 1862. En 1878 contrajo matrimonio con María de la Concepción Fontes y Sánchez de Teruel. Desde su creación, el uno de julio de 1887, hasta 1900 fue su único impulsor y director. En este periodo tiene una vocación esencialmente agrícola aspirando a convertirse en un enclave autosuficiente. En él se construyen la casa-palacio, las viviendas para los obreros, las estructuras de almacenamiento y algunos espacios de transformación de la producción. Se logra así mismo la instalación de una línea telefónica (1890), de una rueda hidráulica (1896) y de una oficina de correos.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Será a principios del siglo XX cuando adquirirá y reforzará su sesgo industrial. El año 1900 el conde de Gestalgar se asoció con su primo el ingeniero agrónomo Mariano Bertodano Rocalí, vizconde de Alzira, que estaba casado con María de la Concepción Avial Peña, hija de un rico indiano de Cuba que, según la tradición, en 1892 había dotado al matrimonio con 18.000.000 de pesetas por la unión conyugal y, además recibiría un millón adicional por año cumplido en matrimonio. Así pues, los cónyuges aportaron buena parte del dinero que se precisaba desarrollar una empresa cuya administración correspondía al conde de Gestalgar y que a partir de esos años adquiere su orientación industrial. La sociedad explotadora se denominó «La Unión» y tenía como objetivo el cultivo, la recolección y la elaboración industrial de la producción agrícola, preparándola para su comercialización, tarea que facilitaba mucho la situación estratégica de la explotación. Según un informe pericial de 1907 realizado por el Ayuntamiento de Sax se construyen en esos años nuevos molinos de aceite, la alcoholera, las bodegas y la fábrica de harinas, además de otros edificios, y se llevó a cabo la transformación de la base productiva con nuevas plantaciones de vides, olivos y almendros. La referida Sociedad se constituyó el año 1900 y cuatro años más tarde María Avial se convirtió en la propietaria única de la Colonia pues se había comprado con el dinero de su dote. Tres años después, en 1907, la Sociedad entró en crisis coincidiendo con el adulterio que protagonizaron ella y el conde, siendo embargada e iniciándose así su decadencia. El divorcio entre los cónyuges Bertodano-Avial se materializó en 1908 y, a partir de entonces, la Colonia pasó a manos de María en exclusiva, figurando el conde como simple empleado. Así aparece en los padrones municipales posteriores a 1910. Por otro lado, no es irrelevante recordar que el 23 de mayo de 1907 se extinguen los beneficios legales y tributarios de los que disfrutaba la explotación. Desde entonces hasta su práctica extinción, en los primeros años cuarenta, sigue funcionando pese a los referidos problemas personales entre los socios, el aumento de las cargas tributarias y la crisis del sector vitivinícola. La diversificación de la producción, la plaga de filoxera en el sur de Francia y una ligera recuperación durante los años de la I Guerra Mundial explican que, a pesar del contexto adverso, la Colonia pudiera seguir funcionando durante veintitrés años, tras la extinción de los beneficios ligados a su creación.

En marzo de 1908 se insta procedimiento de quiebra de la referida sociedad en el juzgado de primera instancia de Villena. A partir de este momento se abre un periodo continuista (1908-39) tanto en cuanto a la estructura urbana de la Colonia —solo se construye el Teatro Cervantes, en 1919— como en lo referido a la producción agroindustrial del conjunto, que disminuyó notablemente. Se trata de una etapa muy condicionada por el juicio por adulterio al que fueron sometidos el conde de la Alcudia y María Avial, en 1910, por la muerte de este en 1925, por la subasta pública de la finca en 1934 y por la posterior salida de María Avial en 1936. Durante la Guerra Civil, los colonos solicitaron a los ayuntamientos de Sax y Villena el cambio de nombre, pasando a denominarse Colonia de Lina Ódena, en homenaje a la militante comunista.

No me adentraré en los pormenores de la estructura urbanística de la Colonia de Santa Eulalia. Simplemente apuntaré que consta de dos grandes plazas conectadas por la calle Salinas que la atraviesa de noreste a suroeste. La primera de ellas, la plaza de S. Antonio, estaba perimetrada por viviendas de planta baja destinadas para residencia de los trabajadores, además de acoger la fábrica de harinas y la almazara. En el otro extremo de la calle se encuentra la plaza de Santa Eulalia, que delimitan el teatro, la bodega, la fachada lateral de la almazara y una casa de labranza demolida en los años 80. También la componen la ermita de Santa Eulalia, que da nombre al conjunto, y alrededor de ella están la casa palacio y la fábrica de alcoholes En el perímetro de la plaza se encuentra así mismo la carnicería, una tienda, un casino y un horno de pan. La educación se impartían el colegio de Carmelitas ubicado en la avenida Margot, cerca del parque Gilabert. El conjunto urbanístico lo completaban estatuas, zonas verdes, fuentes, elementos decorativos y el lago de la condesa. Fuera del recinto se localizaban establos y corrales en la zona denominada el Ventorrillo, una estación de tren que ya no existe y la casa de la Azuda. Así pues, su trazado responde a las especificaciones de los manuales europeos de la época para el diseño de esta tipología de espacios agrarios. Con él se pretendía el control del campesinado, la reducción de los tiempos de desplazamiento hacia los campos y la concentración de las actividades. A medida que avanza el siglo XX, al afán por la vigilancia y el control del campesinado le sustituye una tendencia a la mejora de sus condiciones de vida intentando neutralizar los posicionamientos políticos radicales. Ello redundará en el mejoramiento de la vivienda, la extensión de la educación y la habilitación de espacios de ocio y esparcimiento.

Sobre la Colonia de Santa Eulalia, especialmente sobre sus fundadores y moradores, han surgido leyendas, dimes y diretes y especulaciones de todo tipo. Se ha imaginado como lugar de residencia de nobles desdichados, impotentes para asegurar su descendencia, que acudían a la brujería y a otros hechizos para lograrla. Menudean otras especulaciones en torno a familias de relumbrón vencidas por la lascivia y la ludopatía que hicieron de algunas de sus instalaciones lupanares y casas de tolerancia. Lo cierto es que la concepción de las edificaciones era ajena a tales ensoñaciones. Sin embargo, debe reconocerse que en su época de esplendor tenía su encanto, todo lo provinciano y agropecuario que se desee, pero que lograba interesar a cualificados representantes de la alta sociedad que solían pasar por allí en las épocas estivales. En todo caso, devaneos y chismes al margen, debe destacarse que fue una de las pocas colonias rurales exitosas, con una fructífera vida productiva que contrasta con la atribulada existencia de sus promotores y moradores.

Planimetría (Puig Moneva, 2016)

En este sentido, me parece que una de las personas que mejor se aproxima a esos detalles es Pilar Marés y de Saavedra, a través de un trabajo titulado Estudio del linaje poseedor de la hacienda Santa Eulalia, desde el siglo XVI al siglo XX, que se publicó originalmente en la revista «El Castillo de Sax», con el título El origen de la Colonia de Santa Eulalia de la prosperidad la decadencia, en 2011 y 2012. En esa detallada aportación aborda prolijamente los ancestros de su antepasado Antonio de Padua y de Saavedra. Dice conocer por transmisión oral, pues escasea la documentación al respecto, que cuando alcanzó la mayoría de edad se hizo cargo de los bienes que le correspondían y que su abuela y parientes, todos designados albaceas por su progenitor, se habían encargado de administrar tras la prematura muerte de sus padres, más en beneficio propio que en el de sus pupilos. El conde de Gestalgar se casó a la edad de veintiún años en Murcia (en 1878) con María de la Concepción Fontes Sánchez de Teruel Álvarez de Toledo y Rocafull, nieta del marqués de Torre-Pacheco, de la nobleza local. Antonio era hombre de exquisita educación y extremadamente culto, pero al mismo tiempo persona poco agraciada. De ese matrimonio nacieron cuatro hijos, dos Antonios (el segundo alumbrado tras el fallecimiento del primero), que vieron la luz en el palacio de los Saavedra, de Murcia, además de Luis Gonzaga y Joaquina, nacidos en Valencia. Los condes alternaban la residencia entre sus propiedades de Madrid, Valencia y Murcia. Antonio se dedicaba intensamente a la administración de sus bienes y a la política, pues militaba muy activamente en el partido carlista. Por tal razón viajaba con frecuencia a Barcelona donde se intrigaba intensamente. Allí conoció a Manuel María de Llanza y Pignatelli, duque de Solferino, que era a la sazón el jefe regional carlista y que acabaría siendo su consuegro. Como ya se ha dicho, en Cataluña le impactaron las colonias industriales establecidas en las márgenes del río Llobregat, cuya estructura se articulaba sobre la fábrica, incluyendo la casa señorial, viviendas para los trabajadores, colegio, iglesia, hospital, economato, teatro, etc. Es el modelo que transplantó a la Colonia de Santa Eulalia.

A los pocos años de iniciar su proyecto contrastó que tenía un problema importantísimo, pues su economía no le permitía atender las inversiones requeridas por semejante empresa. Antes de 1887 ya había vendido el palacio de los Saavedra y otras propiedades para hacer frente a los gastos de construcción de la Colonia. En esos años levantó la fábrica de harina, la de alcohol, la escuela, la estación y el pequeño palacio de 425 m² con una decidida inspiración modernista, que terminó en 1898. De hecho los blasones de los Saavedra todavía lucen en ambos lados de la puerta principal con el lema familiar "padecer por vivir". Consciente de sus dificultades le propuso a su primo Mariano Bertodano Roncalli (1866-1912) asociarse a la empresa, cosa que sucedió en 1900, constituyéndose la sociedad Saavedra-Bertodano. Los refinados gustos del conde y la inyección económica que proporcionaron al proyecto los nuevos socios facilitaron que se amueblase profusamente el pequeño palacio con mobiliario y complementos de inspiración modernista, como se contrasta a través de las colecciones de postales que se hicieron del interior de la edificación.

Interior del palacete (2021)

Esas instantáneas permiten comprobar que durante los veranos la vida en la Colonia era bulliciosa y divertida. El nivel social de los visitantes se correspondía con el de los propietarios. Generalmente se trataba de citas efímeras, pues las limitadas dimensiones del palacio no permitían pernoctar en él a personas ajenas a la familia. El teatro era otro aliciente pues, según la tradición popular, en él actuaron figuras de la lírica y de la comedia. Durante los nueve años que perduró la sociedad Saavedra-Bertodano ambas familias se reunían en la Colonia durante el verano y en Madrid en otras épocas del año pues, además de ser parientes, pertenecían a la misma clase social. La única persona ajena a ese círculo era la condesa de Gestalgar, María de la Concepción Fontes y Sánchez de Teruel, que nunca visito la Colonia. Era persona «de ciudad» y, por tanto, detestaba el campo. Por otra parte, parece que era intuitiva y muy inteligente y no cabe descartar que intuyese algo especial en el ambiente, o bien que le llegasen rumores y comentarios sobre las tribulaciones que sucedían en la Colonia. Así pues, si durante esos años el negocio marchaba excelentemente no podía decirse lo mismo de la situación familiar, que era harina de otro costal. Debe suponerse que en ese periodo hubo algo más que trato filial entre el conde de Gestalgar y María Avial, 12 años más joven que él. La consecuencia de ello fue la separación del matrimonio Bertodano-Avial y la disolución de la Sociedad. María permaneció en la Colonia viviendo con el conde, pues no debe olvidarse que había aportado el caudal que posibilitó la compra de tierras y dotó de liquidez al negocio; por tanto, se quedaba con lo que era suyo aunque perdía a sus hijos, a los que ya no volvería ver, y se enfrentaba a una demanda por adulterio.

Durante los meses de enero a marzo de 1910 los periódicos se hicieron eco de la causa por adulterio instruida contra María Avial y el conde de La Alcudia, que se resolvió finalmente el 3 de marzo con una sentencia que condenaba a ambos a tres años, seis meses y veintiún días de prisión correccional y que fue la comidilla del momento. No se tienen noticias de que se cumpliera la sentencia pues es posible que los inculpados la recurrieran y, por tanto, que se alargase la resolución del pleito. A ello se añade la defunción de Mariano Bertodano pocos años después. Todas ellas son circunstancias que debieron coadyuvar a su archivo. Pese a todo, durante los años que siguieron al escándalo —un auténtico culebrón en la época— la explotación rendía desde el punto de vista económico, aunque no lo suficiente para afrontar los gastos que generaba el mantenimiento de las instalaciones, el pago de los salarios a los trabajadores, los impuestos y el elevado nivel de vida de sus propietarios. Antonio de Paula Saavedra conservaba las casas de Valencia y Madrid, donde residía su esposa, e intentó casar bien a sus hijos. Pese a todo, se vio obligado a vender propiedades para tapar agujeros y mantener las apariencias durante el periodo que media entre 1915 y 1925. La relatora afirma que tiene noticias orales relativas a algunas visitas que su propio abuelo, Antonio de Saavedra y Fontes, hizo a su padre, el conde de Gestalgar, en Santa Eulalia. Ya entonces los negocios no marchaban bien y su estado de salud tampoco. En los primeros días de 1925, avisados del agravamiento del conde, se trasladaron a la Colonia Antonio, desde Barcelona, y Luis, desde Alicante, acompañándole en sus últimos momentos, contrariamente a lo que recogen las habladurías y leyendas. La señora Marés y de Saavedra menciona que conserva un billete de tren a nombre de su abuelo para realizar el trayecto Barcelona-Alicante el 8 de enero de 1925, que demostraría lo que refiere. El conde falleció el 13 de ese mes y fue enterrado en una cripta de la ermita de Santa Eulalia, según consta en la partida de defunción, con entierro de primera clase. Años más tarde, sus hijos trasladaron sus restos a Villena o a Valencia, desconociéndose ese detalle.

Interior del teatro (2021)

Por otro lado, su esposa, María Concepción Fontes y Sánchez de Teruel, condesa viuda de Gestalgar, falleció el 10 de junio de 1936, resignada y discreta como fue su vida, que llevó con enorme resignación pese a lo tormentoso de su matrimonio. Finalmente, se tiene noticia de que alrededor de 1935 María Avial Peña había fallecido, aproximadamente a la edad de 70 años.

En fin, las variopintas tribulaciones que he relatado nos traen al momento presente.  En la actualidad la Colonia de Santa Eulalia se encuentra en estado de casi pleno abandono. Algunas de las viviendas continúan ocupadas, bien de forma permanente o como segunda vivienda, pero los principales edificios industriales, el teatro y la casa-palacio se hallan en un estado ruinoso. Durante los últimos lustros se han presentado algunas propuestas de recuperación sin que haya cuajado ninguna de ellas. En el año 2016 fue declarada Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de Espacio Etnológico, por parte de la Conselleria de Cultura. A pesar de la evidente dejadez por parte de propietarios y administraciones públicas no faltan las ideas aportadas por especialistas en patrimonio cultural para asegurar el futuro de la Colonia, que proponen fórmulas para gestionarla de manera sostenible y equilibrada por los dos municipios a los que pertenece, concertando la inversión privada o los consorcios público-privados para acometer su recuperación y explotación cultural y turística.

Es evidente que este espacio patrimonial merece algo más que la mera declaración de intenciones, pues atesora potencial más que suficiente para acometer su recuperación integral, inclusiva de la restauración de los edificios y su aprovechamiento para fines culturales, sociales y educativos. Entre otras, se han hecho propuestas para transformar la Colonia en un «museo de sitio», es decir, en una suerte de exposición monográfica permanente que pueda ofrecer a los visitantes la historia del lugar y su contexto histórico. Ideas no faltan, lo que escasean son las sensibilidades y las voluntades para preservar un patrimonio que da fe de una experiencia singular de urbanismo utópico y de los proyectos de colonización interior que no debieran ser olvidados.

De Gestalgar a Santa Eulalia-I

Lo que voy a contar sucedió hace más de cien años y a más de ciento cincuenta kilómetros de Gestalgar. Es un relato protagonizado por Antonio de Padua de Saavedra Rodríguez de Guerra Frígola y Díez de Riguero —XII conde de Gestalgar y IX de La Alcudia— que se propuso materializar algunas de las ideas del socialismo utópico —aunque intuyo que no era devoto ni de lo uno ni de lo otro— y a tal efecto en el último tercio del siglo XIX levantó un proyecto singular radicado entre las localidades alicantinas de Villena y Sax, la denominada Colonia de Santa Eulalia, una iniciativa que llegó a ser un productivo núcleo agrario, industrial y urbano ideado para dar respuesta a algunas de las necesidades socioeconómicas del momento.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Haré un inciso para referir que el condado de Gestalgar es un título nobiliario creado por Felipe IV que, el 20 de febrero de 1628, concedió al noble valenciano Baltasar de Montpalau y Ferrer la titularidad del señorío, que se convertía en condado. El dominio señorial tenía su origen en 1237, cuando Jaime I lo donó a Rodrigo Ortiç aunque posteriormente revirtió de nuevo a la Corona hasta 1296, en que se otorga a Bernardo Guillermo de Entenza. Desde entonces y hasta 1484 su titularidad la ostentaron diferentes casas nobiliarias, siendo en esa fecha cuando Salelles de Montpalau, antepasado del mencionado Baltasar, adquirió en subasta pública el castillo y el lugar de Gestalgar, sucediéndose los señores de su linaje de manera ininterrumpida hasta 1666, cuando heredó el condado una nieta del mencionado Baltasar, la IV condesa, Francisca Felipa de Monsoriu, Montpalau y Centelles. Y así se prolonga la dinastía en el tiempo llegando hasta nuestros días en los que la titularidad del condado corresponde, desde 2005, a María Asunción de Saavedra y Bes, XV condesa de Gestalgar.

Retomando el hilo del relato, la iniciativa que concibió Antonio de Padua no era una empresa desusada sino que, por el contrario, replicaba otras similares promovidas fundamentalmente en Cataluña. La idea subyacente era poner en funcionamiento una sociedad autosuficiente sustentada en una realidad productiva. Obviamente, la propiedad en cuestión correspondía a sus promotores que lógicamente aspiraban a obtener beneficios con sus inversiones, aunque sin desatender las necesidades y exigencias de la vida en colectividad y, por ende, asegurando el autoabastecimiento y la autosuficiencia del lugar. Sus inicios fueron prometedores, pues funcionó muy bien desde su creación hasta que se precipitó el declive durante los primeros años veinte. Es entonces cuando se desencadena una regresión que no se detuvo hasta la extinción de la actividad pocos años después de finalizada la Guerra Civil.

Conviene recordar que el galés Robert Owen (1771-1858), considerado el padre del cooperativismo, creía firmemente en que el desarrollo de las personas está muy mediatizado por las circunstancias que acompañan sus vidas. En consecuencia, proponía extremar el cuidado de los entornos vitales para asegurar las condiciones favorables para el desarrollo personal. Esa idea matriz subyace a su propuesta para construir aldeas comunitarias de nueva planta, que concibe como colectividades de acogida para grupos de personas que asumen el cultivo y las manufacturas de los productos necesarios para su subsistencia. Evidentemente, poner en pie tales empresas dependía en buena medida de la voluntad fundacional de un terrateniente o de un industrial. Sin embargo, pese a esa paradoja, Owen estaba convencido de que si se conseguía instaurar un nuevo orden moral, basado en la razón y en la fraternidad universal, unos y otros activarían sus disposiciones para que cristalizasen tales empresas pues ambos obtenían beneficios, unos mejorando la calidad de sus vidas y otros rentabilizando sus inversiones. Y parece que no andaba desencaminado porque las colonias de inspiración utópica no solo germinaron en Gran Bretaña sino también en Estados Unidos, Francia, Brasil, México, Argelia y en España, con distintas modulaciones adaptadas a cada territorio. Así sucedió en la que prosperó en el Alto Vinalopó con el nombre de Colonia de Santa Eulalia.

Entrada principal del palacete (2021)

Previamente a detallar los pormenores de la iniciativa y para contextualizarla conviene recordar que desde hacía décadas, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, coexistían en España tres fenómenos aparentemente paradójicos: un importante aumento de la población, numerosos espacios despoblados y el incremento de las rentas de la tierra. Tal problemática motivó que los gobernantes ilustrados adoptasen distintas medidas para hacerle frente. Entre las disposiciones que promulgaron a tal efecto destacan las que atañen a la propiedad agraria, que ejemplifican la importancia que se concedió a la repoblación interior en tanto que mecanismo para poner tierras en cultivo y crear nuevas explotaciones. Iniciativas que fueron del gusto de Olavide y Jovellanos, defensores de las pequeñas propiedades frente a las grandes colonias. A esa finalidad responden las colonizaciones que se emprendieron en el último tercio del s. XVIII en Sierra Morena, Mallorca, Salamanca o Guadalajara, todas ellas ejemplos de una actuación fragmentaria que solo incidía sobre núcleos aislados del territorio nacional. Años después se promulgaron otras medidas que repercutirían en el proceso colonizador de la segunda mitad del siglo XIX y hasta inspirarían a los agraristas del régimen franquista en el siglo XX. Constituyen lo que se ha denominado el «camino hacia el individualismo de las relaciones socioeconómicas del agro español» y, entre otras, deben subrayarse la libertad para cercar fincas particulares arboladas, la desamortización de ciertos bienes en manos muertas y la liberalización de la propiedad particular con la reducción de algunos censos y el repartimiento de tierras municipales. Todas ellas disposiciones inspiradas en la denominada «escuela doctrinal española» que influirá decisivamente en posteriores colonizaciones, como la que nos ocupa.

La Colonia Santa Isabel es, por tanto, una iniciativa que debe incardinarse en un proceso que venía desgranándose desde hacía décadas en España. Como se ha referido y refrendan numerosas publicaciones, hasta la segunda mitad del siglo XIX la casi única preocupación de nuestros gobernantes con relación a la ocupación del territorio se circunscribe a apoyar las iniciativas para poblar físicamente el espacio —que implícitamente equivalen a emplazar población en grandes despoblados mediante proyectos puntuales y heterogéneos— o a impulsar alguna experiencia de colonización de tipo americano. En consecuencia, no existía una visión estructurada para orientar la intervención en el conjunto del territorio; se actuaba, sin más, en los lugares donde eran evidentes la peligrosidad social o la inseguridad, o bien había recursos inexplotados. Es a partir de 1855 cuando se modifican los fines de la colonización y cambia el panorama como consecuencia de la unificación de la legislación y el inicio de un programa general de ocupación del suelo. Lo que ahora se pretende es dar respuesta al intenso crecimiento de la población distribuyéndola mejor sobre el espacio disponible, de ahí que se empiece a sustituir el viejo léxico. Ya no se alude a las colonias sino que referencia la población del espacio rural, de la misma manera que se desechan las intervenciones en espacios concretos, imponiéndose una visión que abarca el conjunto del territorio.

En ese marco general, el año 1855 se promulgó la Ley de Colonización  —reformada por otras disposiciones posteriores— con un objetivo primordial: fijar la población rural y evitar su marcha hacia los núcleos urbanos. Esta iniciativa fue secundada mayoritariamente por empresarios burgueses, que acapararon el 62% de las concesiones, seguidos de grupos vecinales, que optaron al 26%, siendo muy escasas las concesiones a nobles, municipios y sociedades, que apenas alcanzaron el 12%. La procedencia de las tierras objeto de colonización era mayoritariamente pública (baldíos o tierras del Estado) siendo escasos los particulares que aportaron terrenos. En definitiva, se puede afirmar que la colonización desarrollada entre 1855 y 1866, a diferencia de lo que ocurrirá posteriormente, se centra casi exclusivamente en tierras de dominio público, aprovechando las oportunidades que ofrecía el patrimonio de titularidad estatal resultado de la desamortización. La Ley de 1855 trataba de armonizar las consecuencias de las leyes desamortizadoras con el proceso de colonización aunque lo cierto es que la complementariedad desamortización–colonización no se materializó ni legislativamente ni en la práctica. De ahí que las críticas a la Ley insistan en que no logró la redistribución de la propiedad y, en consecuencia, tampoco sus pretendidas finalidades sociales.

Sede de la Sociedad La Unión (2021)

En esta coyuntura debe aludirse a un libro del conquense Fermín Caballero, titulado Fomento de la población rural (1864), que rompe con la tradición existente y propone un nuevo modelo. Se publica cuando ya se ha comprobado que la desamortización no había logrado las mejoras previstas en lo referente a la población y al poblamiento y, a su vez, se había constatado el fracaso de la Ley de 1855, pese a que se habían eliminado los mayorazgos, liberado la propiedad rural de los condicionantes legales del Antiguo Régimen y llevado a cabo los procesos desamortizadores, todas ellas iniciativas que acarrearon el traspaso de muchas propiedades en manos muertas a propietarios burgueses que, lógicamente, tenían una concepción capitalista de las relaciones de producción. Por tanto, la obra de Caballero alumbra en el momento en que culminaba el proceso liberalizador de la propiedad de la tierra, se habían desarrollado mejoras en la función agraria y se había reformado el comercio al aumentar su radio de acción.

Caballero parte de una definición restrictiva de población rural que circunscribe a las personas que viven en una casa aislada, edificada sobre el terreno que cultivan, excluyéndose a los residentes en núcleos concentrados. Propone que las «caserías» (casas de labor) dispersas deben situarse sobre un «coto redondo», es decir, en una posesión cerrada o acotada que aprovechará exclusivamente su dueño, sin extensión predeterminada, que se fijará en función de lo que en cada localidad se considere el terrazgo que puede cultivar un agricultor. Con tal solución se pretendía distribuir la propiedad homogéneamente en todo el territorio nacional, sin disparidades ni desequilibrios. Es decir, se proyectaba la creación de explotaciones familiares que no obligasen a realizar desplazamientos diarios, optimizándose con ello la utilización del suelo y del trabajo. Tal propuesta colisionaba con la legislación colonizadora, mucho más orientada a levantar pueblos en lugares distantes unos de los otros y a facilitar las comunicaciones entre los espacios deshabitados que a mejorar las condiciones del cultivo. Caballero consideraba que las colonias representaban un sistema que no se adaptada a todas las regiones españolas, siendo que era especialmente aplicable a las propiedades extensas. No es que rechazase el procedimiento, simplemente lo consideró inadecuado para un momento histórico caracterizado por el aumento de población. En su opinión las leyes colonizadoras debían proponerse mejorar las condiciones de vida de la población, más que satisfacer las aspiraciones de las políticas «poblacionistas». Su obra tuvo una amplia repercusión, recibiendo elogios y críticas. Las reacciones más virulentas tenían carácter ideológico, económico y legal, pues su ideal de «coto redondo» se consideró un ataque al derecho de propiedad que colisionaba frontalmente con los presupuestos ideológicos de la Restauración.

Así pues, ni las tesis de Fermín Caballero encontraron demasiado eco, ni las leyes promulgadas en el último tercio del siglo XIX lograron impulsar nuevas explotaciones de labriegos y propietarios, pese a que parecían fórmulas pertinentes para fomentar la fijación de la población rural. Por el contrario, se logró que aumentase la masa de colonos, sin derecho al arrendamiento a largo plazo o de compra sobre los terrenos que cultivaban. De modo que la colonización que regularon leyes como la Ley de población rural de 11 de julio de 1886 y otras posteriores solo sirvió para poblar y cultivar algún despoblado, sanear amplias extensiones de terreno o ejecutar importantes obras de riego, pero no constituyeron una estrategia eficaz y prolongada para el mantenimiento y la conservación de la población rural. En consecuencia, a lo largo del siglo XIX la agricultura seguía anclada en las viejas tradiciones y no alcanzaba para abastecer las necesidades generadas por el constante crecimiento de la población, lo que motivó numerosas crisis de subsistencia que solo resolvieron parcialmente la ralentización del crecimiento demográfico y la liberalización de la emigración hacia América, que se produjeron en la segunda mitad del siglo.

Sirva este amplio preámbulo para contextualizar la iniciativa del conde de Gestalgar en las tierras del Alto Vinalopó que, como se deducirá, no fue fruto de una tórrida ensoñación ni de un espíritu radicalmente innovador y filantrópico. Bien al contrario, engarza perfectamente con las iniciativas agrarias que promovieron las disposiciones legislativas y las políticas gubernamentales desarrolladas a lo largo del siglo XIX para intentar detener el vaciamiento de amplísimos territorios del Estado y contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la población, inercias que lamentablemente subsisten dos siglos después casi en idénticos términos.

La Ley de 3 de junio de 1868 sobre Colonias Agrícolas favorecía explícitamente la creación y el levantamiento de esta tipología de corporaciones para la gestión del suelo agrícola a través de beneficios fiscales que estimularon a muchos emprendedores, tanto terratenientes como industriales. Se pretendía incentivar la formación de nuevos núcleos rurales y, sobre todo, la transformación de los cultivos, la roturación de nuevas tierras y la creación de explotaciones en coto redondo. Se trataba de impulsar la radicación de la población rural en el campo, basándose en conceptos como la deseable homogeneidad y racionalidad productiva del territorio. Se buscaba, como se ha dicho, frenar el éxodo imparable de la población hacia los pueblos y las ciudades, proteger y modernizar la agricultura y combatir sus endémicas crisis.

En un país como el nuestro no se hizo esperar la picaresca, de modo que bastantes proyectos fueron sancionados por incumplir los requisitos aducidos para acceder a los beneficios fiscales previstos en la Ley, que eran de mayor relevancia conforme aumentaba la distancia del asentamiento rural hasta las respectivas poblaciones. Estaban exentas de contribución industrial las explotaciones que formasen parte de una colonia rural. Se estimulaba la transformación de cultivos y la creación de nuevos regadíos. Por otro lado, los cambios o mejoras en ellos también podían acogerse a beneficios tributarios. A las ventajas fiscales se añadían otras que afectaban al coste de las maderas extraídas de los montes del Estado o de las dehesas comunales, al disfrute de leñas, pastos y otros aprovechamientos, a la facultad explotar canteras y establecer talleres en terrenos públicos, etc.


Pues bien, la Colonia de Santa Eulalia constituye un enclave agrícola e industrial fundado en 1886 al amparo de la mencionada Ley de 3 de junio de 1868, que compendió numerosos aspectos de la legislación anterior estableciendo nuevas disposiciones para favorecer las iniciativas privadas de tipo agroindustrial mediante exenciones de diversos impuestos o a través de beneficios fiscales por la roturación de terrenos con determinados cultivos y, en el caso de las colonias de más de 100 habitantes, con el mantenimiento de servicios médicos, educativos y religiosos por parte del Estado. Tuvo mucho mayor repercusión que las disposiciones precedentes, aunque las solicitudes fueron limitadas hasta el comienzo del reinado de Alfonso XII. Concretamente en 1875 se produjeron cerca de 800 solicitudes en toda España, aunque en los años siguientes la demanda se estabilizó en torno a 50 solicitudes anuales hasta 1886. Pocas empresas continuaron más allá de dos años, aunque las que se diseñaron con objetivos claros, orientados a la rentabilidad económica, funcionaron como ejemplos de innovación tecnológica. Es justamente lo que sucedió con la Colonia Santa Eulalia, una empresa agroindustrial radicada en una finca que fue declarada colonia agrícola de primera clase el 1 de julio de 1887, con todos los beneficios y privilegios establecidos por la Ley de 1868. Se pretendía poner en cultivo los terrenos de los denominados «prados de Santa Eulalia» aprovechando los incentivos legales y tributarios para la promoción de las colonias agrícolas y funcionó satisfactoriamente durante cuatro décadas. Una vez que decreció su actividad económica se inició un progresivo declive que llega hasta el casi total abandono actual, perviviendo unos edificios reconocibles, aunque mayoritariamente ruinosos.


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