miércoles, 20 de octubre de 2021

Crónicas de la amistad: Agres (40)

Surgió otra oportunidad para celebrar la amistad y disfrutarla. No puedo abordarla —y menos hablar de ella— sin emocionarme. Ralph W. Emerson, convencido abolicionista y uno de los primeros angloamericanos que influyó en el pensamiento europeo, llegó a decir con la sutileza y profundidad que le caracterizan que «la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído». Discrepo tajantemente de su aserto y no me desasiste la razón porque, sin ir más lejos, él mismo se desdijo algunos años después, cuando su propia realidad le hizo reconocer que «el alma se rodea de amigos para lograr un mejor conocimiento de sí misma». 

Es más, en uno de sus centenares de ensayos, precisamente en el intitulado Friendship —Amistad—, escribió que no buscaba en ellos las «concesiones» o la «conveniencia trivial». Al contrario, como subraya en el texto lo deseable es que los amigos sean a la vez «buenos enemigos», es decir, que se atrevan a cuestionarnos y a retarnos, porque así es como mejor coadyuvan a enaltecernos y a hacernos mejores. Las personas que solo ambicionan ser amables y proporcionar apoyo sistemático, sin ofrecer resistencias ni enfrentarse a los demás, contribuyen escasamente a su mejora. Para Emerson los amigos verdaderos son quienes logran compatibilizar en sus conductas la gentileza y el cuestionamiento, según corresponda en cada caso.

Por otro lado, en cierta ocasión y en el contexto de una tribulación que no viene al caso mencionar, Jorge Luis Borges le confesó a su amigo Jorge Calvetti una de sus más profundas convicciones: «Al que es amigo jamás lo dejes en la estacada». Borges era persona incapaz de abordar la amistad sin conmoverse, sin que se le quebrase la voz y le temblase la garganta, como nos sucede a tantos. Construía sus arquitecturas amistosas a partir de la admiración que sentía por sus amistades. Yo también fundamento muchos de mis apegos en el talento de mis amigos, pero no menos que lo hago en su sentido del humor, en su arrojo, en sus privativas habilidades o en la infinita capacidad para rebelarse o ser amables que tienen algunos.

Con el paso de los años he ido comprendiendo y apreciando crecientemente el inconmensurable valor que tienen los amigos. He ido ponderando la dificultad que entraña corresponder a su desprendida generosidad: cómo pagar su próvida persuasión y sus muníficos argumentos; cómo estar a la altura de sus ilustrativos parlamentos y sus educativos silencios; cómo agradecer que sepan distinguir lo que pocos alcanzan a ver: algún defecto en lo bueno y determinadas virtudes en lo que no lo es tanto; cómo compensar a quienes sin ser ecuánimes logran ser razonablemente justos...

Afirmo indubitadamente que los amigos son una de las realidades más valiosas de cuantas componen mi vida y entiendo que también de las de todos. Tal vez ello sea así porque la amistad es una relación afectiva forjada mediante la facultad más genuina de las personas: su libertad. Nada nos une más con los amigos que la voluntad sincera de estar en su compañía. A lo largo de la vida, como sabemos, menudean las ocasiones que ponen a prueba el apego. Tal vez algunas de las más acreditadas sean los infortunios; sin embargo, estoy convencido de que ningún amigo que se precie elude acompañar a otro que atraviesa alguno de sus peores momentos.

Hoy las rutas de la amistad confluían en las proximidades de Muro. Elías había determinado fijar la primera estación de nuestro particular «camino de piedad» en el Convent d’Agres, uno de los techos habitados de la provincia, situado a 793 metros sobre el nivel del mar en el reborde más septentrional de la sierra alicantina por antonomasia: Mariola. La tradición —y también el cronista de Alicante Vicente Bendicho— cifra el origen de este convento (exclaustrado desde 1969) en el 31 de agosto de 1484. Ese día se produjo un incendio en la iglesia de Santa María de Alicante quemándose el retablo del altar mayor que albergaba una imagen de la Virgen, que milagrosamente escapó del incendio desapareciendo por una de las ventanas traseras en dirección al castillo de Santa Bárbara. En la madrugada del día siguiente, la efigie se apareció a un pastor sobre un lledoner de las proximidades de las ruinas del castillo de Agres. Según la tradición, a Gaspar Tomás —el cabrero en cuestión—le faltaba un brazo y la Virgen se lo devolvió. Bajó al pueblo gozoso y comunicó a todos la buena nueva inaugurando la gran devoción que se le tiene a la Mare de Déu d’Agres en la villa y en otras localidades de l'Alcoià, el Comtat, la Vall d'Albaida y en otras aún más allá. Posteriormente se construyó una pequeña ermita en dicho lugar, siendo en 1578 cuando el padre Jerónimo Vidal fundó el convento de los franciscanos, que todavía sigue en pie. Una curiosidad que alberga el Convent  es un zócalo de cerámica manisera que se instaló en el último cuarto del siglo XVIII en el que se representa el incendio de la iglesia de Santa María que dio origen al milagro.


Pasaban pocos minutos de las doce cuando habíamos remontado las escabrosas pendientes del camino asfaltado que conduce desde el pueblo al Convent. Allá en lo alto nos esperaban Elías y los Antonios, Antón y Botella, que ya habían comprobado que el restaurant allí radicado estaba cerrado hoy y, por tanto, resultaba imposible despachar en aquellos andurriales el primer tentempié. De modo que tras merodear unos minutos por las empinadas inmediaciones nos hemos dirigido de nuevo hacia la población. Agres es una villa del Comtat que, pese a su proximidad a municipios en los que la industria textil ha tenido una intensa implantación, ha conservado intacto su aspecto de pueblo agrícola en cuyo centro se levanta la iglesia parroquial de Sant Miquel, rodeada de una genuina arquitectura popular que conforman casas perfectamente adaptadas a la dificultosa orografía. Un breve paseo por el pueblo nos ha permitido comprobar las notorias reformas que se han emprendido en viviendas e instalaciones comunitarias, a la vez que visualizar algunas de las numerosas fuentes que jalonan la intrincada trama de callejuelas y los parajes aledaños que acogen la Font de l’Assut, la del Mig, la Font de Barxeta y la Font del Raval, la Font del Bonell o la Fonteta, entre otras.

A falta de otros recursos para atender la restauración, hemos determinado encaminarnos directamente a la Pensión Mariola, en cuyo restaurante Elías había hecho la oportuna reserva. Hemos optado por despachar las primeras cervezas acompañadas de patatas chips, panchitos y almendras en la amplia terraza exterior. Tras calmar la sed y terminar de compartir las novedades que traíamos desde nuestras respectivas procedencias, preventivamente, pese a que hacía un día magnífico, hemos determinado pasar al interior del local para evitar las posibles inclemencias atmosféricas durante la sobremesa. Nos han habilitado una espléndida mesa redonda y serían alrededor de las dos y cuarto cuando estábamos acomodados en ella los ocho comensales. Luis no ha concurrido porque debía procurar las atenciones que requiere su esposa (nuestra amiga Guti) que convalece de una intervención quirúrgica. Aquí va nuestro deseo de que sea pronta su recuperación.

Hemos confeccionado la comanda asesorados por Víctor, el camarero que nos ha correspondido, que en pocos minutos ha comenzado a depositar sobre la mesa una espléndida muestra de las tapas para compartir que incluye la amplísima y sorprendente carta del restaurante. Hemos debutado con una excelente «pericana» y unos deliciosos embutidos secos fríos, a los que han seguido sendas cocas caseras, especialidad de la cocinera, acompañadas de unas crujientes croquetas de bacalao y unos sabrosos «roviols» (setas de chopo) con ajitos y jamón ibérico. Inmediatamente nos han traído sendos platos de embutidos variados de la casa (sobrasada, longaniza y morcilla) a la plancha y raciones de magro e hígado fritos con ajos, viandas ambas recurrentes por estos pagos. Remataban la sección de aperitivos unas raciones de sangre encebollada y otras de níscalos a la plancha, complementadas por dos platos de «dacsa» (maíz blanco tierno frito con aceite de oliva). Tras rematar tan esplendoroso y abundante muestrario de entrantes, regados convenientemente con cerveza, café licor, vino blanco de Rueda y tinto del Comtat (a gusto de cada cual) hemos decidido concluir la generosa refección compartiendo el plato principal. La mayoría hemos optado por unas chuletas de cordero a la brasa guarnecidas con verduras y algunos se han decidido por degustar la «borreta» (guiso de espinacas, bacalao, patatas, pimiento y huevo).

Sin prisa, tras una breve pausa, hemos encargado los postres que en esta ocasión han incorporado helado de turrón, tarta de trufa, nata y yema, y algún sorbete de limón. Hemos ido dando buena cuenta de todo ello mientras preparábamos el ánimo para la sobremesa. Algunos han salido al exterior del establecimiento para encender el recurrente cigarrillo mientras Antonio Antón se desplazaba a su vehículo, le echaba mano a su apreciada guitarra y se disponía a amenizar el remate con el que concluyen estos encuentros. Sentados de nuevo alrededor de la mesa, con el regusto de los cafés y las primeras copichuelas Antonio la ha emprendido con L’Estaca, a la que han seguido Al vent y la Cançó de la mare. Tras estos clásicos han llegado poemas musicados de León Felipe y de Carlos Álvarez. Particularmente me ha parecido espléndido el poema del libro Tiempo de siega y otras yerbas (1970), del último de ellos. Las pachanguitas y tonadillas han animado la participación de la concurrencia, tan voluntariosa y desafinada como siempre. Una vez más, gracias Antonio por estos minutos (y por tu paciencia) sin los que los encuentros no serían lo mismo. 

Las canciones y las últimas conversaciones han echado el cierre a un encuentro magnífico, como todos, esta vez celebrado a los pies de Mariola. No quisiera finalizar este relato sin aludir nuevamente al ensayo de Emerson. Permitidme que concluya con el deseo, que supongo compartido, de que «dejemos que nuestras almas tengan la seguridad de que en algún lugar del universo se reunirán con las de sus amigos y estarán felices y contentas durante mil años». Hago votos porque así sea.



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