domingo, 7 de noviembre de 2021

A propósito de la reforma constitucional

    Dentro de pocas semanas celebraremos el cuadragésimo tercer aniversario de la promulgación de la Constitución Española (CE). En una tribuna aparecida recientemente en el diario El País, Diego López Garrido, Vicente Palacio y Nicolás Sartorius,  miembros de la fundación Alternativas, aludían al nuevo paradigma tecnológico y a la cuestión medioambiental como elementos sobrevenidos, posteriores y extraños al contenido de la norma básica, que en su opinión deberían ser recogidos en la necesaria reforma de la ley fundamental, que si bien en su momento se calificó —no sé si justa o exageradamente— de ejemplar, cuarenta y tantos años después debería modernizarse inexcusablemente.

    Es evidente que si se abre el melón de la reforma constitucional, además de los anteriores, pedirán paso otros asuntos importantes que han eclosionado en las últimas cuatro vertiginosas décadas, que reclaman insistentemente el amparo de un reformado y novedoso texto constitucional. Sin duda, tales empeños concitarán expectativas favorables para unos y demandarán cautelas insoslayables para otros porque iniciativas reformistas de semejante naturaleza se sabe cómo y por qué comienzan, pero no resulta tan fácil predecir cómo y cuando concluyen. Pensemos, por ejemplo, en la relevancia y la polémica que tienen y suscitan en el país cuestiones como la fórmula que debe adoptar la Jefatura del Estado, los reinos y repúblicas que se reclaman independientes o las tensiones territoriales entre centralistas, federalistas o secesionistas, por poner algunos ejemplos.

    Los mencionados autores argumentaban que en las tres décadas transcurridas del siglo XXI hemos sufrido otras tantas grandes crisis globales que han influido notoriamente en nuestra percepción del mundo y de nuestro papel en él. Insistían en que estamos viviendo una revolución digital que no se parece a las que la humanidad ha conocido anteriormente. No se referían con ello a los adelantos tecnológicos que cambian los sistemas de producción sino a una inédita realidad que conforma un nuevo universo de naturaleza virtual que condiciona novedosamente nuestras sociedades. Ponían con ello de relieve la creciente y enorme brecha existente entre la realidad social que afecta la vida cotidiana de los ciudadanos y la regulación de la misma que incorpora el texto constitucional y su desarrollo reglamentario. 

    Innegablemente, hoy en día, los conceptos tradicionales de libertad, derechos, soberanía o representación política, entre otros incorporados en la Carta Magna, aparecen mediatizados por el interés y las decisiones de los poderes económicos transnacionales y de las nuevas corporaciones tecnológicas. Y es que nuestras constituciones se hicieron para un mundo analógico y no alcanzan a regular las pulsiones del mundo digital que se nos ha echado encima. La revolución digital y sus aplicaciones han desfasado muchos aspectos de nuestras leyes. Uno de ellos, especialmente relevante, es la producción y el control masivo de los datos que componen la materia prima del funcionamiento de las sociedades contemporáneas, que han alumbrado un capitalismo que escapa a las regulaciones de las constituciones analógicas.

    Las grandes corporaciones tecnológicas nos expropian impunemente los datos asociados a nuestras conductas cotidianas, que constituyen un inmenso territorio, absolutamente desgobernado, que crece vertiginosamente y que confiere un poder inconmensurable a quienes tienen acceso a él y capacidades para influenciarlo. No cabe duda que el desarrollo democrático ha perdido el paso con relación a los avances de la ciencia y la tecnología y que, en consecuencia, resulta insoslayable introducir en la Constitución el derecho a la posesión y control de nuestros datos personales y el del acceso a Internet en condiciones de igualdad.

    Otro aspecto importantísimo que los mencionados autores consideran que debe incorporar una hipotética reforma constitucional es la denominada matriz medioambiental. Se trata de intentar asegurarnos, para nosotros y para las generaciones venideras, un planeta sostenible y un modelo energético que lo haga posible. En consecuencia, la protección del medio ambiente obligaría a redefinir los derechos medioambientales regulados en el artículo 45 de la Constitución, que es claramente insuficiente en la situación que vive actualmente el mundo. De ahí que se proponga que esos derechos constituyan prerrogativas humanas esenciales y que su violación sea sancionada de manera equivalente a la gravedad que tiene su transgresión.

    A las reformas que proponen los mencionados autores, que comparto, les añadiría otras. La primera de ellas apunta a la articulación de la creciente fragmentación política que existe en España y en buena parte de la Europa occidental. Es una evidencia que en las últimas décadas el voto se reparte más equilibradamente que antaño, ampliándose el abanico de los grupos parlamentaros y obligando a las formaciones políticas a acometer dinámicas de diálogo y consenso crecientemente complejas, que dificultan la gobernabilidad de los diferentes territorios. A menudo constato que en nuestras democracias se han instalado el cortoplacismo y la supervivencia como únicas normas de conducta, anteponiéndose las premuras de la inmediatez y el egoísmo a cualquier pretensión o proyecto colectivo y de futuro para el conjunto de la sociedad.

    Soy consciente de que la política no es ajena al devenir de la vida social. En ese declive de la coherencia política a que aludía concurren razones históricas, culturales y éticas. Desconozco si existen soluciones eficaces para combatir la fragmentación parlamentaria, pero no tengo duda de que las formaciones políticas deben estar dispuestas a pagar un precio para hacer posible esa realidad coadyuvando al logro de una gobernabilidad que haga compatible la fragmentación parlamentaria con el respeto democrático por el valor que tienen todos y cada uno de los votos ciudadanos. Ni esta realidad ni la cicatería del cortoplacismo deben empujar a la clase política a tomar decisiones acríticas, haciéndola rehén de la enfermiza fragmentación de la voluntad popular que está minando los cimientos de la sociedad democrática de forma tan imperceptible como incruenta. Se hace necesario articular mecanismos constitucionales que faciliten vías de concurrencia para encauzar la fragmentación, habilitando procedimientos para agilizar la conformación de gobiernos legítimos con capacidad de afrontar los auténticos problemas de los ciudadanos.

    Otro asunto que en mi opinión debería incorporarse a una hipotética reforma del texto constitucional es el aseguramiento de la renovación en tiempo y forma de los órganos jurisdiccionales, de acuerdo con los procedimientos y los tiempos que reglamentariamente se establezcan. No tiene sentido que el Gobierno de la Nación pueda ser elegido por una mayoría simple del Parlamento, cuando deviene imposible alcanzar la vía de las deseables mayorías absolutas, y que la renovación de los diferentes órganos jurisdiccionales (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional…) no replique esa realidad. ¿Acaso es más importante el gobierno de los jueces que el de todos los ciudadanos, entre los que ellos mismos se cuentan?

    En fin, por aproximarme a una síntesis de lo que vengo argumentando diría que si las minorías, dumpin, lobbies o cualesquiera otros individuos o corporaciones —adopten el formato de  compañías financieras, emporios digitales, foros políticos y económicos o cualesquiera otras fórmulas— usurpan la representación de la ciudadanía e imponen sus intereses a los que deben explicitar y defender sus legítimos representantes no tiene sentido continuar con la pantomima de la representación formal que representan las sociedades democráticas. Si orillamos el principio esencial de «un hombre, un voto», si convertimos el voto en mera retórica, sin capacidad decisoria alguna, existen vías mucho más expeditivas (no sé si además más baratas) para asegurar el gobierno de la sociedad. Pero si realmente creemos en los principios que sustentan el Estado de Derecho, que es lo mismo que decir en la soberanía popular, en la separación de poderes, en la articulación democrática de la representación ciudadana se impone cuanto antes una reforma de la norma básica. En otro caso, seguiremos haciendo el “caldo gordo” a la involución y a la desfiguración de la democracia. Y quienes medran con ello están encantados de conocerse constatando la inacción general de la sociedad.


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