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jueves, 4 de septiembre de 2025

Gratitud y dignidad

Tras dedicar su vida a la psicología de la salud y a los cuidados paliativos, tras intentar contumazmente comprender al ser humano y acompañarlo en su sufrimiento hasta el final de la vida, Ramón Bayés se marchó el mes pasado. Tenía 94 años. En su vida enfatizó dos ideas fundamentales: la primera, que los cuerpos duelen, son las personas las que sufren; y la segunda, que la persona es el viaje, y que cada viaje es distinto, único… No importa no llegar a Ítaca; lo importante es que el camino sea consciente y rico en experiencias, como propone Kavafis. Debemos seguir andando, mientras podamos.

En este blog, he abordado en otras ocasiones el espinoso asunto de los cuidados paliativos y la eutanasia. Un derecho incorporado recientemente a la letra de la ley en España, que lamentablemente dista mucho de ser una realidad en el día a día de la vida de los ciudadanos.

La partida de Ramón, catedrático de Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona, me trae a la memoria a otro insigne y polémico académico, el célebre neurólogo y autor Oliver Sacks, que despidió la vida con una carta y una obra profundamente humanas. La primera es una misiva que hizo pública en 2015 revelando que, a sus 81 años, enfrentaba metástasis hepáticas derivadas de un melanoma ocular y elegía vivir los meses que le quedaran «ricos, profundos y productivos». Más tarde, nos regaló Gratitud, una colección de ensayos escritos en sus últimos días, donde abraza la vejez sin miedo, la muerte sin dramatismo y exalta la vida con serenidad. Finalmente, su legado se completó con una exquisita colección de cartas (Cartas, Anagrama, 2025) que revelan la pasión, curiosidad, sensibilidad y calidez de un hombre entregado al conocimiento y al afecto.

Ramón Bayés, por su parte, maestro en cuidados paliativos, también decidió recurrir a la eutanasia dada su situación de aislamiento irrevocable: la pérdida de vista y oído le había privado del mundo que amaba —la lectura, el cine, la escritura—. Su muerte, consumada el pasado 7 de agosto, fue una despedida consciente y libre, pero el proceso para llegar a ella estuvo marcado por la lentitud burocrática, la falta de empatía profesional e incluso la objeción de conciencia oculta. Todo ello hizo su adiós más duro de lo previsto. Su hija ha revelado que los trámites duraron más de tres meses —muchísimo más tiempo del establecido por la ley—; que enfrentó entrevistas protocolarias que no exploraron su sufrimiento real; que medidas tan básicas como la colocación de la vía intravenosa se practicaron tarde y torpemente —seis intentos—, reforzando el dolor en lugar de asegurar la partida digna que ansiaba.

Son dos despedidas muy distintas. Sacks, rodeado de palabras certeras y afecto, encontró en el lenguaje y en su obra el modo de despedirse en plenitud. Bayés, a pesar de su sabiduría, se encontró con un sistema que violentó su etapa final con fallos técnicos, tensiones morales y falta de humanidad. Ninguno escatimó en dignidad, pero a uno le ayudó su voz y el otro enfrentó una ley incipiente —garantista solo sobre el papel— con engranajes todavía chirriantes.

Pese a todo, ambos encarnan la búsqueda de un final consciente y dignamente elegido. Sacks lo hace acopiando sus vivencias y su gratitud por la vida; Bayés optando por una muerte asistida en uno de los sistemas de salud más avanzados de Europa. Ambos concuerdan en que, en la encrucijada final, debe poderse elegir cómo despedirse: con gratitud o con lucidez, pero siempre con dignidad. De manera que, también en su ocaso, la persona debe seguir siendo protagonista de su historia.

Pero entre las experiencias de ambos se contrastan abismos. Sacks dispuso de su voz, de entornos íntimos y del poder transformador de su obra. Bayés se encontró con un sistema frío y fallido que no supo envolverlo emocionalmente. La ley española de la eutanasia prevé plazos cortos (15 días), acompañamiento médico y garantía legal, pero la práctica demuestra que son habituales las demoras (más de tres meses) y que hay profesionales insuficientemente formados o con objeción oculta. Así pues, el legado de Sacks es simbólico y refleja el ideal de la despedida aceptada. El que deja Bayés desliza una pregunta inquietante: si alguien como él ha encontrado tantos obstáculos, ¿qué no sufrirán quienes carecen de redes de apoyo o no conocen sus derechos?

La Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, reconoció el derecho a morir dignamente con asistencia médica, como prestación pública del Sistema Nacional de Salud. Somos el séptimo país del mundo en reconocerlo. Desde su promulgación hasta el año pasado, se constatan 2500 solicitudes, de las que se han atendido poco más del 40 %.

Por otra parte, la ley establece un marco bien cimentado en derechos fundamentales —dignidad, autonomía, libertad— e incluso prevé la objeción de conciencia, las comisiones de garantía y los procedimientos urgentes. Sin embargo, cinco años después de su promulgación, su materialización es dispar: hay retrasos, desigualdades territoriales, carencias formativas, falta de empatía y opacidad estadística.

De hecho, la media real desde la petición hasta la prestación ronda los 67-75 días, frente a los 35 previstos. Una de las consecuencias de ello es que el 25 % de los solicitantes muere antes de que se resuelva su petición. Por otro lado, la desigualdad entre comunidades autónomas es llamativa y refleja realidades muy dispares, desde la no publicación de datos (C. Valenciana y Canarias para los años 2022 y 2023) al 82 % de solicitudes atendidas en el País Vasco, el 12 % en Aragón o el 16 % en Cantabria. En Murcia y Extremadura, curiosamente, se atendieron todas.

En fin, en la figura de Oliver Sacks hay poesía, gratitud, despedida consciente; la despedida de Ramón Bayés muestra descarnadamente que todavía resta mucho por pulir en nuestro sistema para que sea verdaderamente humanizador. Sacks vivió sus últimos días como una narrativa completa y bellísima; Bayés tuvo que contornear un sistema que le falló al borde de su adiós.

Es incuestionable que se han producido avances normativos, pero, como refrenda la historia, las leyes no bastan por sí solas. Su desarrollo y aplicación requieren humanidad, formación, recursos y equidad por parte de quienes deben materializarlas. Si queremos que todas las despedidas se parezcan a la de Sacks —con plenitud, claridad y humanidad— y no tanto a la de Bayés —con espera, frialdad y dolor añadido—, debemos seguir ajustando la ley, desplegando y reforzando las actuaciones y controles que demanda su implementación, y exigiendo que la muerte con dignidad sea una opción real para todos los ciudadanos y las ciudadanas, sin excepciones.


 

domingo, 31 de agosto de 2025

Soledad, solitud

En otras ocasiones he abordado en este blog el tema de la soledad. Hoy vuelvo a él de la mano de Andrés Ortega, nieto del insigne filósofo, que ha publicado recientemente el libro Soledad sin solitud. Por qué tantos están hoy tan solos (2025).

En el siglo XXI, la soledad se ha convertido en un fenómeno paradójico: las sociedades nunca habían estado tan interconectadas tecnológicamente y, sin embargo, los niveles de aislamiento subjetivo alcanzan máximos históricos. Andrés Ortega, periodista y ensayista, analiza este dilema en su libro, distinguiendo entre la soledad no deseada, impuesta por determinadas estructuras sociales, y la solitud, entendida como la capacidad de estar a gusto con uno mismo. En su ensayo, Ortega reflexiona acerca de cómo los regímenes totalitarios se han aprovechado de la soledad y la han fomentado deliberadamente para consolidar su dominio a lo largo de la historia.

Se apoya en una distinción explorada previamente por autores como Paul Tillich, quien afirmó que «La soledad expresa el dolor de estar solo, mientras la solitud expresa la gloria de estar solo» (véase Tillich, 1959). Esta diferencia no es meramente semántica, sino genuinamente existencial. De ahí que Bauman (Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, 2003), en su diagnóstico de la modernidad líquida, entienda que la soledad se vincula con la precariedad de los lazos interpersonales y con la inestabilidad afectiva, que conforman el correlato subjetivo de un mundo que ya no ofrece comunidades sólidas.

Por el contrario, la solitud implica un espacio interno fértil, un retiro voluntario que permite la reflexión, la creatividad y el juicio autónomo. Ortega y Gasset advirtió en La rebelión de las masas que el hombre-masa huye de la soledad reflexiva, buscando constantemente el amparo del colectivo sin asumir su responsabilidad individual (Ortega y Gasset, 1930).

Por su parte, Hannah Arendt ofrece una clave contundente para entender el vínculo entre soledad y totalitarismo. En Los orígenes del totalitarismo (1951), subraya que el aislamiento social y la atomización son condiciones sine qua non para la dominación total: «El aislamiento puede ser el comienzo del terror; la soledad es siempre su resultado. [...] La esencia del gobierno totalitario, y quizá la naturaleza de todo gobierno, es hacer que los hombres estén tan solos que no puedan siquiera formar una idea común» (Arendt, 1951, p. 474).

Los regímenes totalitarios del siglo XX perfeccionaron la ingeniería del aislamiento. El miedo a la delación fracturó familias, comunidades y colectivos laborales, como documenta Grossman (1980) en su estudio sobre la URSS estalinista, que refleja su novela Todo fluye (versión en castellano de Galaxia Gutenberg, 2023). Nadie podía confiar en nadie, y esa soledad relacional allanó el camino para la sumisión.

Hoy, sin embargo, el totalitarismo se reinventa adoptando formas más sutiles, muchas veces ancladas en la manipulación digital. Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2020) advierte que el capitalismo de vigilancia explota la soledad subjetiva para insertar micropublicidades políticas y moldear comportamientos, erosionando el espacio privado de deliberación autónoma. El «algoritmo mutila la espontaneidad», como apunta Ortega, y dirige preferencias sin que el sujeto perciba la coacción.

Al mismo tiempo, las redes sociales ofrecen una ilusión de compañía, pero no una comunidad genuina. Turkle (Alone together, 2011) sostiene que estamos «juntos pero solos»: hiperconectados en lo superficial, pero incapaces de sostener la intimidad o la conversación prolongada. Esto crea un sustrato psicosocial que los populismos y los discursos autoritarios aprovechan, al prometer rescatar al individuo de su anomia y devolverle un «sentido» común, aunque esté construido sobre antagonismos artificiales.

Frente a estos desafíos, Ortega propone revalorizar la solitud desde la infancia, incorporando prácticas de introspección que contrarresten la distracción digital. Este planteamiento recuerda a Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, 2010), quien defiende la educación humanística como herramienta para cultivar el juicio crítico y la empatía, en lugar de formar simples consumidores.

De igual modo, reconstruir comunidades locales y espacios compartidos se revela como algo esencial. Putnam (Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community, 2000) documentó cómo el capital social —las redes de confianza y reciprocidad— se ha deteriorado drásticamente en las sociedades occidentales, debilitando la capacidad colectiva de resistir a las narrativas autoritarias.

El totalitarismo, en cualquiera de sus formas, requiere la soledad para prosperar. Para consolidar el poder, fractura los vínculos comunitarios, fomenta la desconfianza y explota el miedo. La advertencia de Ortega (2025) se inscribe en una larga tradición filosófica que une a Arendt, Bauman y Ortega y Gasset: solo un individuo capaz de habitar su solitud, y simultáneamente inserto en una red de relaciones significativas, puede sustraerse a la fascinación del poder absoluto. Así pues, cultivar la solitud no es un acto meramente personal, sino un imperativo político para sostener sociedades libres.



miércoles, 27 de agosto de 2025

¿Mejorar la memoria?

Uno de los grandes hándicaps que afligen a la gente de mi edad –aunque no solamente a ella– es la pérdida de memoria. Frecuentemente, nos quejamos de que nos «patinan» las neuronas o hacemos chistes facilones con el nombre de ese médico alemán que no mentamos por si acaso, no vaya a ser que... Y todo ello pese a que está acreditado que la capacidad de recordar lo que se ve, se escucha o se estudia es una habilidad clave para el aprendizaje, incluso para el que llevamos a cabo las personas adultas. Sin embargo, muchos percibimos que olvidamos fácilmente la información que adquirimos y, consecuentemente, nos hacemos la pregunta del millón: ¿existe alguna solución para contrarrestar ese olvido?

Está acreditado que la memoria humana es un proceso complejo, dinámico y altamente selectivo. Pese a que consideramos que podemos recordar cualquier cosa que nos propongamos, la realidad es muy distinta. Como asegura el neurocientífico norteamericano Charan Ranganath (Por qué recordamos, 2024), pionero en el uso de resonancias magnéticas funcionales (IRMf) para estudiar cómo recordamos, el cerebro está biológicamente programado para olvidar la información poco relevante para la supervivencia o para tomar las decisiones cotidianas. Esta capacidad de «olvidar selectivamente» lo protege de la sobrecarga cognitiva, pero plantea paralelamente una problemática significativa en los procesos de aprendizaje. De ahí que Ranganath aborde en su obra una cuestión esencial y enigmática, que el psicólogo alemán H. Ebbinghaus (1850-1909) ya planteó hace más de un siglo: «Gran parte de lo que experimentamos hoy se perderá en menos de un día. ¿Por qué?».

Para dar respuesta a esa pregunta, un estudiante llamado Hilel ideó una estrategia para mejorar la retención de la información, la llamada «Regla del 2-7-30», un método basado en la investigación de Ebbinghaus, pionero en el estudio empírico de la memoria. Este enfoque ha sido respaldado por la neurociencia moderna y se basa en los principios de la repetición espaciada, una técnica comprobada para consolidar conocimientos en la memoria a largo plazo.

El mencionado Ranganath explica en su obra que el cerebro funciona regido por un principio de eficiencia: prioriza la retención de la información que considera significativa y desecha el resto. De ello deduce que «La memoria es esencialmente un proceso competitivo». Es decir, que los recuerdos compiten por ser almacenados, y aquellos que no se refuerzan acaban desvaneciéndose con el tiempo. Este fenómeno fue estudiado en el siglo XIX por Ebbinghaus, quien descubrió lo que se conoce como la curva del olvido. Según sus experimentos, tras adquirir un determinado aprendizaje, se produce una rápida pérdida del recuerdo en los primeros días y, si no media repaso o refuerzo alguno, al cabo de un mes solo se retiene entre el 20 % y el 30 % de lo aprendido.

La curva del olvido representa gráficamente ese deterioro progresivo de la memoria. Sin embargo, Ebbinghaus demostró que es posible modificarla mediante la repetición espaciada, es decir, repasando la información en intervalos de tiempo crecientes.

Este principio ha sido retomado en investigaciones más recientes, que confirman que la repetición distribuida activa los mecanismos neuronales que favorecen la consolidación de recuerdos en el hipocampo y otras estructuras cerebrales implicadas en la memoria a largo plazo (Karpicke & Roediger, 2008).

La regla del 2-7-30 es una aplicación práctica de la repetición espaciada. Consiste en repasar una información clave —ya sea una lectura, un concepto o un conjunto de datos— tres veces después de la primera exposición:

1. A los 2 días: Primer repaso breve, si es posible con técnicas activas como escribir un resumen o hacer una autoevaluación.

2. A los 7 días: Segundo repaso, más profundo, reforzando lo aprendido y ampliando detalles.

3. A los 30 días: Tercer repaso final, que sirve para consolidar el contenido en la memoria a largo plazo.

Este patrón de revisión ha mostrado ser eficaz tanto en el ámbito educativo como en el profesional. Por ejemplo, para aprender vocabulario en un idioma extranjero, se recomienda revisar las nuevas palabras siguiendo estos intervalos. Del mismo modo, si se trata de recordar el contenido de un libro, es útil redactar un resumen tras la primera lectura y revisarlo según el calendario 2-7-30.

La efectividad de la regla del 2-7-30 está respaldada por estudios en psicología cognitiva. En particular, el mencionado trabajo de Karpicke y Roediger (2008) sobre el «efecto del testeo» (https://web.mit.edu/jbelcher/www/learner/retrieval.pdf) demostró que el acto de recordar activamente la información —más que releerla, simplemente— mejora significativamente la retención a largo plazo. La repetición espaciada potencia este efecto, pues obliga al cerebro a reconectar con la información justo cuando está a punto de olvidarla, lo que fortalece las redes neuronales asociadas.

Además, investigaciones más recientes han mostrado que técnicas como la recuperación activa, combinadas con intervalos óptimos de repaso, mejoran la comprensión profunda y la transferencia del conocimiento a nuevas situaciones (Brown, Roediger & McDaniel, 2014; consulta el 14/07/2025 en https://www.hup.harvard.edu/file/feeds/PDF/9780674729018_sample.pdf).

Para aplicar eficazmente la regla del 2-7-30, se pueden seguir estos pasos:

Planificación: Tras leer o estudiar un tema, programar recordatorios para los días 2, 7 y 30 posteriores.

Revisión activa: Evitar releer, simplemente, el material. En su lugar, hacerse preguntas, escribir resúmenes, crear mapas conceptuales o explicar el contenido en voz alta.

Evaluación: En el tercer repaso (día 30), intentar reconstruir el contenido sin ayuda del material original. Ello servirá para medir cuánto se ha retenido realmente.

Variación del contexto: Repasar, en lugares y momentos distintos, ayuda a que el recuerdo sea más robusto, según estudios realizados sobre la variabilidad del contexto.

La regla del 2-7-30 no es una moda ni una técnica de productividad más. Es una herramienta respaldada por más de un siglo de investigación en psicología de la memoria y neurociencia cognitiva. Frente a un mundo donde la sobrecarga de información es constante, recordar de manera eficaz requiere estrategia y método. Esta regla ofrece una forma simple, pero eficiente, de mejorar la memoria y asegurar que el esfuerzo de aprender tenga un impacto duradero. Como dijo Ebbinghaus: «Con la práctica adecuada, el olvido puede ser controlado». En ese sentido, volver a lo clásico no solo es una elección inteligente, sino también profundamente efectiva.



domingo, 24 de agosto de 2025

Vulgaridad

En la era de la ostentación digital, cuando las redes sociales amplifican cada gesto consumista y la exhibición de logos constituye una parte importantísima de la identidad visual global, ha emergido una nueva corriente estética, que es una forma de resistencia sofisticada: quiet luxury o lujo silencioso. No es una moda pasajera, sino una declaración de valores, un lenguaje visual codificado que define el gusto, el poder y la exclusividad a través de la discreción. Una realidad todo lo loable que se desee, que, además de inaccesible, nos resulta ajena al común de los mortales.

El término «quiet luxury» hace referencia a prendas y accesorios de altísima calidad carentes de logotipos visibles, que, lejos de invocar a la ostentación, interpelan al refinamiento implícito. Según explica la periodista Dana Thomas en su libro Deluxe: How Luxury Lost Its Luster (2007) –existe versión en castellano de la Editorial Superflua, 2023– el lujo tradicional se ha transformado en un fenómeno de masas, perdiendo en ese tránsito gran parte de su exclusividad. Como respuesta a esa «anomalía», quiet luxury se postula como una vuelta a los orígenes, que es lo mismo que decir a los materiales nobles, a la confección impecable y al diseño atemporal.

Este movimiento se remonta en el tiempo hasta vincularse con la filosofía de sellos históricos, como Hermès, Loro Piana o The Row, que han priorizado la calidad sobre el logotipo durante décadas. Sin embargo, su reciente auge obedece a la saturación del lujo llamativo promovido en la pasada década por otras marcas como Gucci o Balenciaga.

La periodista Rachel Tashjian, editora de moda de The Washington Post, define quiet luxury como «una forma de comunicación entre iniciados». Son prendas que solo hablan a quienes reconocen los cortes, las texturas y las marcas, sin necesidad de logotipos. Responden, además, a unas características comunes: colores neutros y sobrios, y materiales naturales (cachemira, lino...). Ello implica un conocimiento especializado y una formación visual que separa al consumidor masivo del auténticamente informado. Como señala la antropóloga Frédérique Veysset, en Le Monde Diplomatique, el lujo silencioso «permite ejercer una forma de distinción social sin caer en la vulgaridad del exceso».

Aunque se autodefine por su discreción, quiet luxury ha ganado visibilidad gracias a series como Succession (HBO), donde los personajes de la familia Roy visten marcas como Brunello Cucinelli, Zegna o Max Mara, todas sin logos, pero de altísimo precio. Este fenómeno fue ampliamente discutido en The Cut (2023), una publicación en línea de la revista New York, donde la crítica Emilia Petrarca afirmó: «Lo que visten los ricos ya no grita; susurra».

Incluso celebridades como Gwyneth Paltrow o Jennifer Lawrence han abrazado esta estética, contribuyendo a su normalización en el imaginario de las élites. Esto ha generado una gran paradoja: una tendencia basada en la invisibilidad se ha tornado aspiracional, generando copias más accesibles por parte de marcas como COS o Massimo Dutti, poniendo en riesgo su exclusividad original.

Quiet luxury también refleja un cambio en el discurso económico de la moda. Tras la pandemia del COVID-19 y en un contexto de crisis climática, ha aumentado la demanda de piezas que duren años y que justifiquen la inversión por su calidad. Como indica la consultora McKinsey&Company, en su informe The State of Fashion 2024, «los consumidores de alto poder adquisitivo están priorizando la longevidad sobre la rotación rápida de tendencias».

Este tipo de consumo puede interpretarse como una forma de sostenibilidad silenciosa: menos compras, pero mejores. Sin embargo, también puede considerarse como una estrategia para reafirmar el estatus en un mundo donde el lujo masificado ha diluido las fronteras entre clases.

Un ejemplo prototípico reciente es la chancla Dune de la marca The Row, fundada por las gemelas americanas Mary-Kate y Ashley Olsen, exactrices y diseñadoras de moda. Con una traza minimalista y sin logos, se ha lanzado a un precio de 780 euros, convirtiéndose en el artículo más deseado de este verano, según el Lyst Index, el informe trimestral que clasifica las marcas y productos de moda más populares del mundo. Su ascenso lo ha impulsado una aparición del actor Jonathan Bailey, pero su valor simbólico trasciende la celebridad: es una declaración de pertenencia a una élite que valora lo imperceptible. Del mismo modo, marcas como Khaite, Bottega Veneta y Jil Sander han cimentado su prestigio actual en una estética contenida pero impecable, que interesa a un consumidor más introspectivo y menos dependiente del aplauso social inmediato.

No obstante, quiet luxury tampoco está exento de críticas. Algunos lo acusan de ser una forma de exclusión sutil, una suerte de clasismo disfrazado de buen gusto. La crítica de moda Vanessa Friedman, del New York Times, sugiere que «quiet luxury es tan ‘performativo’ como el logo; simplemente, su audiencia es más limitada».

En síntesis, este singular movimiento se consolida como un lenguaje de la moda postpandémica, caracterizado por su sobriedad, su intencionalidad y su deseo de diferenciarse en silencio. Más que una simple tendencia, representa una transformación en la manera de entender el lujo, la sostenibilidad y la identidad en un mundo saturado de signos visibles y evidentes. Podría decirse que en ese susurro estético se esconde una de las declaraciones más potentes de la actualidad sartorial.

Para quienes se mueven con naturalidad entre la exclusividad, la elegancia, el glamour y la sofisticación, quiet luxury es aderezo imprescindible para asegurar una cotidianeidad refinada, sensual y exquisita, alejada de las vulgaridades y ramplonerías que inspiran tendencias y estilos tipo cool, fashion, trendy o street style, que, a su lado, no parecen sino ordinarieces insufribles.

Lo dicen ellos y lo aseguran quienes, como yo, detestan esos mundos en los que campan a sus anchas la vanidad, la opulencia y la frivolidad.

Chancla Dune (The Row) 

sábado, 16 de agosto de 2025

El rumor de los días lentos

Cuando escuchó sus risas las pasadas semanas, Luis sintió algo muy parecido a la vida regresando. No eran carcajadas ni gritos: eran risas limpias, desbordadas, como si no pesaran. Se quedó quieto, apoyado en el borde de la barandilla de la terraza, observando cómo sus nietos corrían por las zonas comunes de la urbanización, junto a los setos, los bancos de madera y los rosales, que alumbraban tímidas flores estivales. No vivían cerca del mar, aunque en días despejados, desde el balcón, se adivinaba como una línea azul al fondo, a la derecha, por encima de los tejados. El aire, sin embargo, siempre traía aromas salobres.

Aria exhibía, feliz, vistosas extensiones de trenzas africanas coloreadas. Cumplió siete años hace pocos días. Vito, el niño, con nueve veranos recién estrenados, intentaba lanzar un avión de papel desde la entreplanta, convencido de que alcanzaría el edificio de enfrente. Venían de una gran ciudad, con sus padres, un poco como «de visita», porque no duermen aquí, sino en otra casa familiar, que utilizan algunos fines de semana y en vacaciones.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Carmen desde el sofá, sin levantar mucho la voz.

Luis se giró. Carmen ya no era del todo la de antes. Su deterioro era leve, pero progresivo. Olvidaba los nombres, el orden de los días, las cosas que acababan de suceder. A veces confundía a los nietos con los hijos. Pero seguía siendo ella. Especialmente cuando sonreía.

—Es jueves, cariño. Hoy aprieta el calor. Han venido los niños.

—¿Y dónde duermen?

—Con sus padres. En la casa de los tuyos, ¿recuerdas?

Ella asintió, con esa expresión de quien no recuerda, pero agradece igual.

Los primeros días fueron una mezcla de caos y dulzura. La casa, silenciosa desde hacía meses, se llenó de carreras, gritos, migas en el suelo, huellas en los cristales de las mesas y risas, desde la cocina hasta el pasillo y las habitaciones. Luis, que se había acostumbrado al ritmo lento de los días iguales, se dejó arrastrar por esa energía luminosa que acompaña a los niños.

Carmen también intentaba seguirlos. A veces los acompañaba para que localizasen sus juegos; otras, trataba de reconvenirlos para evitar que se lastimasen en sus disputas. Pero pronto se cansaba. Se enredaba con las instrucciones. Una vez llamó a la niña Claudia, como si de pronto hubiera regresado a otro tiempo. Ella no se molestó. Se limitó a decir con dulzura:

—Soy Aria, abuela. Pero no importa, me gusta ese nombre.

Luis lo presenció todo. Y calló. Porque sabía que hay cosas que no se explican con palabras, sino con silencios.

El viernes por la tarde, mientras Vito desmontaba una vieja radio en la habitación y Aria dibujaba corazones en hojas sueltas, Carmen los miró largamente desde su sillón. Luis, desde la cocina, escuchó su voz apagada:

—¿Y si un día ya no sé quiénes son?

Luis tardó en responder. Secó sus manos con un paño y se acercó despacio. Le tomó las suyas con suavidad.

—Ellos sí sabrán quién eres tú —dijo.

Y fue suficiente.

El sábado, el día del cumpleaños, fue especial. Los padres de los niños trajeron una tarta de la pastelería del barrio. Habíamos decorado el salón con globos. Aria se puso un vestido azul con lunares y una diadema brillante.

Durante la merienda, Vito leyó en voz alta una carta que había escrito para su hermana. Fue muy emocionante. Aria sopló las velas con los ojos apretados, deseando en secreto que la abuela nunca se olvidara de ella. Carmen, sin saber que era su cumpleaños hasta ese momento, le cantó el «Cumpleaños feliz» con voz temblorosa, como si lo recordara de otra época, de otro lugar. Y al final, le dio un beso en la frente y le dijo: 

—Tú eres de las que se quedan.

Esa noche, cuando todos se habían ido, Luis se tumbó en una hamaca del balcón. La brisa olía a sal, aunque la playa quedaba lejos. Se levantó para comprobar que Carmen dormía. Lo hacía con el rostro en paz y las manos cruzadas sobre el pecho. La miró durante unos instantes y, finalmente, anotó en su cuaderno: 

«Carmen no recordó que hoy era el cumpleaños de Aria. Pero la miró con los mismos ojos con que miraba a nuestro hijo cuando era pequeño. Yo también olvido cosas (dónde dejé las llaves, qué día es...). Pero no olvido que el amor, cuando es verdadero, sobrevive al olvido; y que nuestros nietos no vinieron solo a vernos, sino a recordarnos que todavía estamos aquí. No olvido que el tiempo se encoge, sí, pero el amor se ensancha».

Luis sabía que la memoria se iría apagando. Que Carmen, un día, podría no saber que era su esposa. Ni él su nombre. Pero también sabía que la presencia —esa forma silenciosa de amar sin condiciones— no necesita recuerdos para seguir siendo verdad.

Mientras cerraba el cuaderno, oyó el murmullo de una risa. Era Aria, que había convencido a sus padres para que la dejasen dormir en casa de los abuelos. En su habitación le contaba un secreto a su peluche. Luis sintió que eso bastaba, que había luz aún. Que la historia no se acababa allí.

Se acercó al dormitorio y, en voz baja, susurró:

—Hasta mañana, tesoro.

Aria, medio dormida, murmuró:

—Te quiero, «abu».

Y Luis se quedó un instante quieto, como si el mundo entero se hubiera detenido solo para eso.

Después se acostó junto a Carmen, le tomó la mano y se dejó llevar por la noche. Con la certeza honda y tranquila de que, aunque el tiempo arrastre mucho, hay cosas —y personas— que se quedan.



martes, 5 de agosto de 2025

A quiénes deciden quedarse

Julián ya no abre las cortinas. Dice que le molesta la luz y que prefiere la penumbra porque no pide explicación alguna. Las plantas de su salón —una lengua de suegra medio seca y una costilla de Adán casi deshecha— remedan en cierto modo la vida que se encoge, como la suya.

Antes, hablaba con circunspección de los libros leídos, de sus viajes, del sabor concreto que debía tener un guiso meritorio o del aroma de un buen vino. Pero eso era antes. Ahora, apenas pronuncia más de tres frases seguidas. Suena el telefonillo y no se da por aludido, pues cuando consigue responder, ya no hay nadie al otro lado. Tampoco devuelve las llamadas telefónicas, ni los wasaps, porque le sucede aproximadamente lo mismo. La última vez que lo visité, recuerdo que yo desplegaba mi habitual locuacidad y él asentía a veces; otras, se limitaba a mirar distraídamente hacia cualquier rincón del salón.

Clara, su esposa durante casi cincuenta años, sigue ahí: paciente, discreta, religiosamente presente. Lo cuida con la amalgama de amor, cansancio y resignación que proporciona casi una vida entera compartida. Le habla poco –menos de lo que quisiera– porque Julián apenas responde. Sus conversaciones se han ido reduciendo a frases sentenciosas: «¿Has comido?», «¿Te has tomado los medicamentos?», «Deberías pasear un poco». «Te convendría visitar al fisioterapeuta». «¿Quieres que demos un paseo en coche?».

Sus hijos los visitan de tanto en tanto. A veces llegan con prisas; otras se limitan a telefonear, simplemente. Uno de ellos, no recuerdo quién, es el que más frecuenta la casa familiar. Pero ni así logra arrancar a Julián algo más que una mirada. Las palabras, como sus músculos, parecen habérsele atrofiado irrevocablemente. Apenas camina porque se cae con frecuencia. Por eso no quiere salir. Antes, cuando rebosaba vigor, lo hacía habitualmente. Ahora, que solo conserva rescoldos de su energía, ni siquiera lo intenta.

De vez en cuando, con ocasión de algún aniversario, onomástica u otra efeméride, su media docena de nietos los visitan y corretean por la casa. Los más pequeños juegan a esconderse detrás del sillón del abuelo. Los mayores lo saludan con respeto y algo de recelo. Lo quieren, claro. Pero les asusta un poco verlo así, tan distinto del abuelo que les contaba historias o les enseñaba a construir cometas, del que les recitaba poemas de memoria o se emocionaba cuando les enseñaba alguna canción. Ahora, se limita a observarlos en silencio. Unas veces con ternura, otras con una tristeza muda.

—No quiero que me vean así —le dijo una tarde a Clara, con voz apenas audible.

Ella le apretó la mano, sin decir nada, porque no había nada que explicar.

Lo que más le duele no es el deterioro físico, algo tan indeseable como probable. Lo que le perturba extraordinariamente es su retirada interior. El modo en que percibe que se va desdibujando. Pese a que no se queja, aunque no haya tragedia visible, está ausente, como si el mundo ya no lo convocara para participar en sus vicisitudes.

Yo —amigo de muchos años— lo visito cada vez más espaciadamente. Tampoco lo veo por la calle o en los espacios próximos a nuestras viviendas. Realmente, hablamos muy poco. En alguna ocasión tengo la impresión de que me observa con lucidez, como si por un instante regresara a tiempos pretéritos. Otras, percibo su mirada dispersa, perdida sobre el horizonte o desperdigada sobre la pared que tiene enfrente. Soy yo quien habla. Él, a veces, solamente a veces, se limita a asentir.

—¿Te duele algo? —le pregunté en cierta ocasión.

—No. Me falla la pierna y me canso mucho, me respondió.

No solo se refería al agotamiento corporal, sino a esas fatigas que no se alivian durmiendo. A los cansancios del alma, del tiempo, de uno mismo. A un hastío sin nombre. Mucho más profundo que el sueño. En esos momentos, lo que me sobrecoge no es su deterioro físico —la dificultad para caminar, los temblores en las manos o la lentitud al hablar— sino esa especie de evaporación silenciosa. Como si, poco a poco, él mismo se fuese alejando del mundo, no con un portazo, sino desliéndose hasta hacerse transparente. Sigue ahí, pero ya no está del todo.

Y es que, con los años, el cuerpo nos va restando argumentos. Las pequeñas derrotas cotidianas —los primeros tropiezos, la letra que ya no podemos trazar con la misma firmeza, los nombres que se escapan por segundos— se acumulan. Y si no se tiene una red firme de afectos, si no hay vínculos que tiren de uno hacia afuera, la voluntad se va oxidando.

En Julián, lo físico es solo el prólogo. Me parece que el argumento principal es otra cosa: la sensación de haber perdido, o casi, su lugar en el mundo. Ya no se considera necesario para nadie. El trabajo quedó atrás. Sus amigos, los que subsisten, están en situaciones similares, o simplemente se rindieron ya.

—A veces pienso que estoy en el otro lado —me dijo un día—, solo que el cuerpo aún no se ha enterado.

Ese es Julián: lúcido incluso en la rendición. No hay dramatismo en sus palabras. No busca compasión. Solo constata una dolorosa verdad: se ha convertido en un testigo silente del paso del tiempo, en una presencia inofensiva, casi testimonial.

Los hijos, preocupados, hablan entre ellos sin saber bien qué hacer. Alguno propone llevarlo a un centro de día. Otros; entienden que necesita determinada terapia. Pero nadie osa aludir a lo que realmente sucede: Julián se está yendo, sin drama ni ceremonia, solo bajando una a una las persianas de su mundo.

Sorprendentemente, un día lo encontré escribiendo. Apenas unas líneas, torcidas y difíciles de leer. Pero eran suyas. Me dejó ojearlas:

—No me asusta morir, me asusta seguir de este modo: sin ser visto, sin apenas hablar. Me pregunto si realmente es la forma natural de apagarse, o si hay todavía algo más que pueda ofrecer. Hoy, escribo solo para comprobar que aún estoy aquí.

Evidentemente, la escritura no lo cura; es solo una pequeña grieta por donde entra algo de luz de vez en cuando. La suficiente para motivarlo a levantarse, a asomarse a la ventana, o a salir a la terraza y ver jugar a los muchachos.

—¿Crees que esto sirve de algo? —me preguntó en cierta ocasión.

—No lo sé —le dije—. Pero es un modo de seguir estando.

A menudo pienso en Julián con preocupación, más que con tristeza. Me inquieta su lento declive –el que otros experimentaremos, si no lo estamos haciendo ya– que incluye la pérdida de roles de toda índole y que culminará con su ulterior retirada a la periferia de sus mundos. Sin embargo, incluso en tal desvalimiento, existen modos y modos de resistir al desmayo de las certezas y a las cesiones corporales, al enfriamiento de las amistades y a la extinción de la utilidad social. E incluso queda la posibilidad —aunque sea remota— de no rendirse del todo y escribir una frase más. Y hasta pugnar por entreabrir la cortina.

No quiero idealizar a Julián. Ni ha sido un héroe, ni un mártir; ni tampoco un santo. Pero sí un hombre bueno y educado, que ha vivido muy decentemente y que eligió quedarse, aunque solo fuese un día más, para escribir la penúltima frase. Eso, en este mundo tan amante de la velocidad y del brillo, es un acto de enorme valentía. Y yo se lo reconozco y agradezco.

Hay una dignidad silente en los que resisten casi sin esperanza, en los que alcanzan a compartir hasta la sombra de lo que fueron. Particularmente, no aspiro a un final glorioso, pero me gustaría conservar el coraje necesario para quedarme un poco más, aun cuando todo parezca terminar. Y tal vez por eso recuerdo a menudo a Julián y a tantos otros que eligieron, semana tras semana, seguir vivos una más.



domingo, 27 de julio de 2025

Dormir a partir de los 60

A medida que cumplimos años, muchas personas empezamos a notar que las noches no son tan largas ni tan placenteras como lo fueron tiempo atrás. Despertarse varias veces o dar vueltas en la cama de madrugada, con dificultades para conciliar el sueño, se convierte en algo habitual, alimentando la sensación de que «dormir bien» es un privilegio reservado para los jóvenes. Sin embargo, el psicólogo experto en sueño Merijn van de Laar (Universidad de Maastricht) ofrece una mirada distinta. Según él, para dormir mejor en la madurez y en la vejez debemos replantearnos las expectativas.

Diversos estudios respaldan lo que, como decía, muchos percibimos experimentalmente: el sueño tiende a cambiar con la edad. Según datos de la Sociedad Española de Neurología, a partir de los 60 años disminuye el tiempo en que dormimos profundamente, esa fase crucial para la recuperación física y mental. Mientras un adolescente pasa entre el 90 y el 95 % del tiempo que permanece en la cama realmente dormido, una persona de 70 años apenas alcanza el 80 %. Van de Laar (Cómo dormir como un cavernícola, 2025) considera que esto no debe interpretarse, sino aceptarse como una realidad inevitable, asegurando que «el problema no es tanto que dormimos menos, sino cómo interpretamos esa diferencia». Para él, gran parte del malestar de los mayores en torno al sueño proviene de expectativas poco realistas: queremos dormir como si tuviésemos 20 años, incluso cuando nuestro cuerpo tiene otras necesidades. En su opinión, «las personas mayores que hemos perdido la esperanza de volver a dormir bien deberíamos preguntarnos si nuestras expectativas no son, simplemente, demasiado altas».

De ahí la importancia de cambiar el enfoque mental. Más allá de los factores biológicos —como la reducción de melatonina o los «microdespertares»—, el componente psicológico tiene un peso inmenso. Van de Laar insiste en que la ansiedad anticipatoria (esa preocupación que comienza incluso antes de acostarse) sabotea el descanso. «Si entras en la cama pensando ‘hoy tampoco voy a dormir bien’, es muy probable que eso suceda. El cuerpo está en alerta, los niveles de cortisol suben y el sueño, que es un proceso natural, se vuelve esquivo». Y por eso propone un giro radical: dejar de obsesionarse con las horas exactas y enfocarse en la calidad subjetiva. En vez de preguntarnos: «¿He dormido ocho horas?», preguntémonos «¿Me siento razonablemente descansado para afrontar el día?». Este pequeño cambio de perspectiva puede aliviar la presión y, sorprendentemente, facilitar un sueño más reparador.

Los expertos en medicina del sueño ofrecen consejos concretos que pueden marcar la diferencia, especialmente para quienes sienten que ya han probado «de todo» sin éxito. El primero de ellos es ajustar el horario sin miedo. A menudo se da por sentado que lo ideal es dormir ocho horas seguidas por la noche. Pero a partir de cierta edad, el cuerpo puede preferir acostarse más temprano y levantarse también antes, resistirse a ese cambio solo añade frustración. Si descubrimos que nos da sueño a las 22:00 h, permitámonos acostarnos a esa hora. Del mismo modo, si nos despertamos a las 5:30 h sintiéndonos bien, en lugar de torturarnos intentando dormir una hora más, aprovechemos ese tiempo para leer o hacer alguna actividad tranquila.

La segunda recomendación es evitar dormir a la fuerza. Intentar hacerlo por obligación es contraproducente. El sueño no es algo que se pueda forzar, como disponerse a caminar o a leer un libro. Es un proceso involuntario, que sobreviene cuando el cuerpo y la mente están listos. De modo que si tras 20 o 30 minutos en la cama no se logra dormir, lo que conviene es levantarse y hacer algo relajante, con luz tenue, intentándolo de nuevo cuando el sueño reaparezca.

Como se ha insistido en el ámbito de la psicología, el cerebro adora la rutina. Y a ello apunta la tercera sugerencia: activar un «ritual» previo —como leer un libro impreso, escuchar música tranquila o practicar la respiración lenta— puede actuar como una señal clara de que el día termina y es hora de ralentizarse. Además, es importante reducir la luz azul de las pantallas (móviles, tabletas o TV) al menos una hora antes de dormir porque suprime la melatonina (hormona reguladora del sueño).

La cuarta propuesta atañe a algo casi sagrado en nuestro país: la siesta. Si es breve suele ser reparadora; de hecho, Van de Laar recomienda limitarla a 20–30 minutos, pues dormir más tiempo puede restar sueño nocturno y alterar el ritmo circadiano.

Quizá el consejo más valioso que nos proporciona este experto es esta quinta proposición: mantener expectativas realistas. «El objetivo no debe ser volver a dormir como a los 20 años, sino encontrar un patrón que permita sentirse funcional y con energía». Con la edad, un sueño más ligero es normal. Lo importante es que sea suficiente para asegurar el bienestar.

Como subrayan los especialistas, dormir bien no depende solo de lo que ocurre en la cama. La actividad física regular —preferiblemente por la mañana o por la tarde temprano— contribuye a un mejor descanso. De idéntico modo, una alimentación equilibrada y el manejo del estrés son aliados fundamentales del buen dormir. Como remarca Van de Laar, los problemas de sueño suelen ser multifactoriales: «No es solo el cerebro ni solo el cuerpo. Es un ecosistema en el que intervienen hábitos, emociones, enfermedades crónicas y el propio envejecimiento». Por eso, si el insomnio persiste o interfiere gravemente en la calidad de vida, se recomienda consultar a un profesional para descartar causas médicas subyacentes como la apnea del sueño, la depresión o los efectos secundarios de algunos fármacos.

En suma, dormir bien en la madurez y en la vejez implica aceptar que el cuerpo cambia, pero también confiar en que podemos mejorar el descanso con pequeños ajustes. La clave está en dejar de confrontarnos cada noche con los patrones juveniles y optar por valorar el descanso en términos de bienestar general. Muchas veces la verdadera solución es mental: dejar de luchar contra el insomnio y permitir que el sueño vuelva cuando esté listo. Dormir parece que es, en definitiva, un arte que se ejercita esencialmente practicando dos grandes virtudes: la paciencia y la autocompasión.



domingo, 15 de junio de 2025

El peso invisible de los cuidados

En España, más de seis millones de personas dedican gran parte de su tiempo a cuidar de familiares en situación de dependencia sin recibir compensación alguna.  Este trabajo no remunerado, mayoritariamente realizado por mujeres, representa una contribución económica importantísima y no contabilizada. Según algunas estimaciones, si estos cuidados se pagasen, el PIB de España podría aumentar entre un 26,3% y un 28,4%, equivalente a unos 426.327 millones de euros.

Como decía, las responsabilidades de los cuidados en España las asumen fundamentalmente las mujeres. Un reciente informe de Oxfam Intermón (La cuenta de los cuidados, marzo de 2025), revela que el 39% de ellas asume de forma habitual el cuidado cotidiano de personas mayores y/o en situación de dependencia, mientras en los hombres se reduce al 24%. Como asegura Julia García, autora del informe mencionado, «las tareas de cuidados son las que sostienen la vida y, en lugar de ser reconocidas como un pilar esencial de nuestra sociedad y de nuestra economía, se penaliza a quienes las llevan a cabo con una sobrecarga desproporcionada e invisibilizada». Ingenuamente, uno no puede evitar preguntarse: ¿tendrá ello algo que ver con asegurar el creciente caudal de negocio lucrativo vinculado a la prestación de los cuidados?

Por otro lado, se acepta sin reparos que el compromiso con el cuidado de un familiar dependiente tiene un impacto significativo en la vida personal y profesional de quienes lo llevan a cabo. Muchas mujeres se ven obligadas a reducir su jornada laboral o incluso a abandonar su empleo para poder atender a sus familiares. Esta situación conlleva serias consecuencias económicas, como la merma de ingresos y la disminución de las cotizaciones a la seguridad social que, a su vez, afectará a su futura pensión.

Además, el cuidado continuo suele generar un desgaste físico y emocional considerable. La falta de tiempo para el autocuidado, el aislamiento social y la sobrecarga de responsabilidades son factores que contribuyen al deterioro de la salud mental y física de los cuidadores. Un estudio del NIA (National Institute on Aging) indica que el riesgo de mala salud mental se incrementa en 1,9 veces en las cuidadoras respecto a las no cuidadoras, frente a 1,7 veces en los hombres.

A pesar de la importancia de su labor, los cuidadores no profesionales encuentran numerosas barreras burocráticas para acceder a ayudas y recursos.  Los trámites para obtener prestaciones económicas o servicios de apoyo suelen ser complejos y prolongados, lo que dificulta el acceso a la ayuda necesaria. La oferta de servicios públicos de apoyo es muy limitada e insuficiente para cubrir las necesidades reales. Esta falta de respaldo institucional agrava su situación, haciendo que se sientan desamparados y sobrecargados.

Estos desafíos demandan acciones que podrían mejorar la situación de los cuidadores familiares y reconocer su importantísimo papel social, entre otras:

a) Obtener reconocimiento oficial y social, incluyendo explícitamente en las políticas públicas el papel de los cuidadores informales como recurso clave, dando así visibilidad a su trabajo e incorporándolo en las estadísticas y diagnósticos sociales. 

b) Garantizar prestaciones económicas dignas, estableciendo compensaciones suficientes y justas para quienes han debido renunciar parcial o totalmente a su actividad laboral. 

c) Asegurar la formación y el apoyo emocional, ofreciendo programas gratuitos sobre técnicas de cuidado, así como grupos de apoyo psicológico y emocional para prevenir la sobrecarga y el desgaste. 

d) Avanzar en la conciliación real, promoviendo permisos remunerados, horarios flexibles o teletrabajo para quienes cuidan a familiares. 

e) Simplificar los trámites, reduciendo la burocracia para acceder a prestaciones o servicios, con ventanillas únicas y procesos más rápidos y claros. 

f) Fomentar la corresponsabilidad, impulsando políticas y campañas de sensibilización para que el cuidado no recaiga casi exclusivamente en las mujeres y se asuma también por los hombres.

g) Establecer redes de respiro y descanso, reforzando la oferta de servicios, como centros de día o estancias temporales, para que los cuidadores puedan disponer de tiempo libre y cuidarse a sí mismos. 

Se puede desgranar un caudal inmenso de argumentos jurídicos, científicos y humanitarios que sustentan lo que se dice en los párrafos anteriores.

Entre los primeros, la protección de las personas dependientes (mayores, personas con discapacidad o enfermedades crónicas) se vincula con el derecho a la dignidad humana, a la integridad física y psíquica, y a la igualdad (artículos 10, 14 y 15 de la Constitución, y Declaración Universal de los Derechos Humanos). Las leyes de dependencia y las normativas internacionales, como la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), reconocen el deber del Estado y la sociedad de garantizar apoyos para la autonomía personal y la participación en la comunidad. La CDPD y otros instrumentos obligan a los Estados a establecer medidas de apoyo a las personas dependientes, asegurando servicios adecuados de salud, vivienda y cuidados, así como la accesibilidad y la no discriminación. Por otro lado, las legislaciones laborales y de seguridad social reconocen que los cuidadores (profesionales o familiares) tienen derecho a medidas de conciliación, descansos y prestaciones para proteger su salud física y mental, en línea con el derecho al trabajo digno y a la salud.

Entre los argumentos científicos, numerosos estudios documentan que los cuidadores pueden experimentar altos niveles de estrés, depresión y problemas de salud física derivados de la sobrecarga que produce el cuidado. Apoyarlos no solo mejora su calidad de vida, sino que reduce costes sanitarios y sociales a largo plazo. La investigación demuestra, también, que los servicios de apoyo (centros de día, ayudas técnicas, servicios de respiro) mejoran la salud mental de los cuidadores y la calidad de vida de las personas dependientes. Además, estos recursos permiten retrasar la institucionalización, manteniendo a las personas más tiempo en su entorno natural. Por otro lado, estudios sobre intervenciones en rehabilitación y atención personalizada, como el modelo de Atención Centrada en la Persona, muestran que, con los apoyos adecuados, las personas dependientes pueden mantener un mayor grado de autonomía, lo que favorece su bienestar y reduce complicaciones secundarias.

Los argumentos humanitarios subrayan la imperiosa necesidad del compromiso con la solidaridad y la justicia social. La solidaridad intergeneracional y la equidad social exigen que se reconozcan las necesidades de quienes, por razón de edad o discapacidad, no pueden valerse plenamente por sí mismos. La sociedad tiene la responsabilidad ética de garantizarles el acompañamiento y los recursos que necesitan para vivir con dignidad. Apoyar a las personas dependientes es un acto de humanidad que previene el aislamiento, el maltrato o el abandono, situaciones todas que tienen un grave impacto emocional y social y que no caben en la sociedad democrática.

Como se ha dicho, la generación silenciosa de los cuidadores desempeña un papel esencial, pues garantiza la atención y el apoyo que necesitan las personas más vulnerables y que no les proporciona la sociedad. Es profundamente injusto que el mundo opulento regatee prestaciones fundamentales a las personas dependientes, impidiéndoles alcanzar y disfrutar de los derechos más elementales. Es igualmente inicuo soslayar y no respaldar el impagable trabajo humanitario de los cuidadores.

Así pues, sobran las declaraciones fatuas y la publicidad ampulosa y vacua. La ayuda a las personas dependientes y a sus cuidadores no es solo su derecho, es también un acto de justicia y de humanidad derivado del reconocimiento de la dignidad de todas las personas, de la necesidad de proteger la salud y el bienestar colectivo, y de la obligación que tenemos los ciudadanos de contribuir a forjar sociedades más inclusivas y solidarias.


 

domingo, 11 de mayo de 2025

Los 21 gramos del alma

El reciente fallecimiento del papa Francisco ha alumbrado largas jornadas en las que, por encima de guerras y acontecimientos de toda índole, los protagonistas de la vida pública y mediática han sido los príncipes de la Iglesia y la espectacular escenografía que han desplegado para consumar los ritos y negociaciones establecidos por las normas y tradiciones eclesiásticas, con objeto de honrar la memoria y mérito del finado y elegir a su sucesor.

Este rimbombante acontecimiento, y muy especialmente el fastuoso aparato escenográfico y diplomático que lo acompaña, me ha hecho evocar acaecimientos pretéritos relativos a las intrascendentes defunciones que afectan a la generalidad de los humanos. No sé por qué, los fastos de estos días han traído a mi memoria la película 21 gramos (2003), cuyo guion escribió Guillermo Arriaga y que fue dirigida por Alejandro González Iñárritu. Como recordarán quienes la han visto, se abordan en ella varias líneas argumentales sobre las consecuencias de un trágico accidente de automóvil, interpretadas por Sean Penn (matemático gravemente enfermo), Naomi Watts (madre afligida) y Benicio del Toro (convicto cuyo descubrimiento del cristianismo se pone a prueba tras el accidente). Más allá de los detalles de la trama, subrayaré que, en su día, la película contribuyó a ahondar una creencia arraigada en ciertos ámbitos, favoreciendo su incorporación a la cultura popular. Me refiero, en concreto, al hipotético peso que tiene el alma humana, un controvertido asunto que trae causa de las investigaciones que desarrolló el doctor MacDougall a principios del siglo XX. Concretamente, en 1907, los diarios «The New York Times» y «Boston Sunday Post» publicaron la noticia de que el aludido médico de Haverhill (Massachussetts), había «demostrado» que el alma humana pesaba alrededor de 21 gramos.

Para que se entienda el inusitado alcance de tan sorprendente investigación, puntualizaré que a finales del siglo XIX los Estados Unidos de América se habían convertido en uno de los paraísos del espiritismo y los médiums. Desde que en 1847 se hiciera público el caso de las hermanas Fox, que aseguraron haber presenciado fenómenos paranormales, cobró fuerza la posibilidad de contactar con los difuntos.

El movimiento cuajó en Norteamérica y en Europa, donde numerosos científicos, algunos de gran reputación, reforzaron la tentativa de los movimientos espiritista y teosófico de convertirse en la alternativa al positivismo y el materialismo, que estaban en plena emergencia.

Nada importó que los estudios no fueran concluyentes, que se destaparan los fraudes o que se cuestionase la fenomenología estudiada. Bastaba la opinión favorable de algún reputado experto para impulsar o desatar la histeria colectiva del movimiento espiritista. La presencia de esas figuras científicas, integradas y activas en el seno de asociaciones dedicadas al estudio de fenómenos paranormales, ayudó a su popularización. Un caso paradigmático es el de William James, padre de la psicología estadounidense. De modo que la extravagante mezcla de espiritismo y ciencia generó una sinergia perfecta, que no solo garantizaba la supervivencia del primero, sino también su ingreso por derecho propio en el seno de la cultura popular contemporánea. De hecho, a comienzos del siglo XX, el juego favorito para animar los aburridos salones de té de las clases altas eran las sesiones de espiritismo.

Pues bien, volviendo al asunto que nos ocupa, añadiré que el flamante galeno massachusettano inició sus investigaciones partiendo de la presunción de que el alma es un elemento esencial de los humanos, que no está presente en otras especies. A su vez, se planteó la hipótesis de que debería poseer algún rastro físico, pues resulta absurdo que algo que tenga existencia no pueda medirse. Y para demostrarlo ideó un curioso procedimiento experimental consistente en localizar a seis pacientes desahuciados, cuya muerte se preveía inminente. Todos agonizarían en sus camas, lo que le permitiría presenciar los óbitos y establecer los pertinentes controles. Como grupo control, decidió emplear perros, a los que obviamente debía envenenar. En los minutos previos a los óbitos, McDougall depositaba las camas sobre una báscula de precisión, cuyo margen de error no superaba los 5,6 gramos.

Los resultados obtenidos con su investigación no fueron concluyentes, pero sí muy cuestionados por la comunidad médica y científica de su época. No todos los pacientes perdieron peso al morir, y los que registraron alguna merma, no lo hicieron en cantidades homogéneas. Además, solo uno de los sujetos perdió peso justo en el momento del óbito, tal como se esperaba. Por otro lado, los perros no experimentaron cambios, lo que coadyuvaba a corroborar la tesis de que «los animales no tienen alma». En cualquier caso, el médico no se desanimó. Tras la primicia periodística, reevaluó sus cálculos y publicó de nuevo los resultados en una revista especializada en investigación parapsicológica y, paralelamente, en American Medicine.

El trabajo de MacDougall recibió respuestas airadas cuestionando sus supuestos iniciales, sus métodos y los resultados. Los argumentos de sus detractores eran abrumadores: confusión ontológica entre física y metafísica, selección anecdótica de la muestra, control de resultados inconsistente... También se apuntaban errores de apreciación médica inaceptables, como por ejemplo que entonces resultaba complejo determinar con exactitud el momento de la muerte y, además, los perros carecen de glándulas sudoríparas, lo que podría explicar que no perdieran peso durante la agonía.

Todo ello no arredró a MacDougall en absoluto. En 1911, poco antes de desaparecer de la vida pública, se reafirmó en sus ideas en The New York Times, a la par que, irónicamente, expresó sus dudas acerca de la posibilidad de que el alma pudiera ser fotografiada mediante rayos-X, como defendía la competencia con experimentos posteriores realizados con rayos X en el momento de los decesos.

La teoría de los 21 gramos, que abona la existencia de un rasgo físico para el alma –su supuesto «peso»–, pervive en el imaginario colectivo. Sigue siendo una idea arraigada en la cultura popular, una creencia de ningún modo argumentada con el más elemental rigor científico aunque ampliamente difundida en nuestros días. Y es que, nunca como hoy, los bulos han tenido un recorrido tan largo.

En las pasadas jornadas, viendo a sus eminencias reverendísimas encomendarse tan devota y discretamente a la inspiración del Espíritu Santo para acertar en la elección del que hoy es el papa León XIV, especulé acerca del procedimiento que hubiese ideado el ocurrente doctor de Massachusetts para determinar con exactitud el peso de una realidad tan inmaterial, incuestionable e infalible. E incluso llegué a pensar que, en su incontinente afán investigador, pudo llegar a proponerse averiguar el peso de la Santísima Trinidad. En fin, tal vez debo ofrecer mis disculpas a quienes pudieran pensar que me estoy extralimitando, o que incursiono indebidamente en el territorio de la irreverencia. Les aseguro que nada más lejos de mi intención. Laus Deo.


Duncan MacDougall



jueves, 8 de mayo de 2025

A vueltas con la soledad

Una década atrás confesaba en este mismo blog que desconocía si la compañía perfecta del silencio es la soledad o viceversa. Reflexionaba y deducía que, vivamos emancipados o en un ámbito conyugal, casi siempre estamos solos, ensimismados con nuestra conciencia, sentimientos e ideas. Profesamos una especie de aislamiento existencial, autoimpuesto y errático, relativamente placentero, que curiosamente facilita la convivencia. Sin embargo, cuando por cualquiera que sea la causa se quiebra la vida en común, ese escogido recogimiento se transmuta en una imposición dolorosa, casi inaceptable. Alumbra entonces la desesperanza, nos invade un injurioso aislamiento, una nada enmudecida que nos sume en la tristeza y el desaliento. Descubrimos la orfandad, nos desplomamos en un estado de abatimiento y negatividad que imposibilita el bienestar que acompaña a la soledad deseada y ocasional. Tal vez por ello –decía entonces– deberíamos intentar aprender a convertirla en un escenario transitorio, a percibirla como algo no necesariamente traumático sino como oportunidad para intensificar la autorreflexión, para conocernos y encontrarnos con nuestra identidad. Quizá esas coyunturas de soledad no deseada representan oportunidades para encarar y dialogar con las fobias más acendradas y evitar que nos bloqueen.

En una entrada más reciente, subrayé una obviedad: la soledad es un problema creciente, vinculado con la mayor esperanza de vida de la población de los países desarrollados, que antes o después deberán afrontar. Por un lado, es un lecho de negocio nada despreciable. Aborrezco tan obscena perspectiva, pese a que es tan real como la vida misma. Por otro lado, ninguna sociedad civilizada debería permitir que se abandone a las personas mayores y discapacitadas a la suerte que les depare su sobrevenida soledad, puesto que ello significa perpetrar actos de crueldad y generar situaciones de indefensión inadmisibles. No solo debe evitarse que se les deje al albur de su suerte, sino que debería garantizarse que nadie viva acompañado de quienes no lo quieren o no lo atienden adecuadamente, o de ambas cosas a la vez. Por desgracia, también en este caso, se constata que la soledad de los más indefensos correlaciona mejor con la pobreza que con su edad.

Numerosas investigaciones disipan todo género de duda sobre las negativas consecuencias que tiene la soledad para la salud física y mental de las personas. De ahí que no solo las familias, también las administraciones públicas y la sociedad civil, deberían aplicarse a diseñar y activar iniciativas, políticas, recursos y actuaciones para facilitar la vida social, para que nadie se vea obligado a afrontar su indeseada soledad sin los medios necesarios.

El pasado año, se celebró la I Jornada de la Soledad, en el Hospital Universitario Sant Joan d’Alacant. Se presentó en ella un Plan de Intervención Comunitaria impulsado por el Departamento de Salud Alicante-Sant Joan, que intentaba abordar la soledad no deseada como un problema de salud pública, especialmente entre personas mayores, indigentes, enfermos crónicos y otros colectivos vulnerables. El propósito principal era coordinar esfuerzos entre el ámbito sanitario, los servicios sociales, las administraciones locales y las asociaciones para visibilizar y combatir la soledad.  Una de las primeras medidas anunciada era codificar la soledad y la indigencia como diagnósticos médicos (CIE) y de enfermería (NANDA), permitiendo su registro en las historias clínicas y facilitando la creación de una base de datos para cuantificar el problema y orientar la asignación de recursos adecuados.

Próximamente, está prevista una II Jornada de la Soledad con el lema «Visibilizando» (visibilizar la soledad vinculada con la salud o la enfermedad). En ella se intentará explicar que la soledad es uno de los objetivos del plan de intervención impulsado por el Hospital de Sant Joan, que ha permitido la constitución de un grupo de trabajo y la celebración de reuniones periódicas para actuar de forma coordinada con diversas instituciones.

El pasado 3 de mayo, la sección de Negocios del diario El País incluía un reportaje, firmado por Sandra López Letón, titulado «Su soledad es nuestro negocio: así es la industria milmillonaria del aislamiento social», en el que se expone cómo la soledad se ha convertido en una epidemia global con consecuencias sanitarias, sociales y económicas significativas, y cómo ha dado lugar a una lucrativa industria que busca paliar sus efectos.

Más de mil millones de personas en el mundo experimentan soledad de forma frecuente o severa, una cifra que ha aumentado tras la pandemia de Covid-19.  Este sentimiento, caracterizado por el deseo de más contacto humano, tiene impactos comparables al tabaquismo o la obesidad, incrementando el riesgo de enfermedades mentales y físicas, y elevando la mortalidad prematura hasta en un 26%.  En España, el coste asociado a la soledad no deseada asciende a 14.141 millones de euros anuales.

La creciente demanda de atención ha impulsado lo que algunos denominan la «economía de la soledad», una industria que podría superar los 500.000 millones de dólares en 2030. Incluye desde chatbots, como Isaac de Character.ai, que ofrecen compañía emocional simulada, hasta plataformas de citas, servicios de alquiler de amigos, mascotas robóticas y aplicaciones de salud mental.  Empresas como Replika y Serenia utilizan inteligencia artificial para proporcionar compañía emocionalmente receptiva.

Aunque estas soluciones tecnológicas pueden ofrecer alivio, también plantean preocupaciones éticas, como la privacidad de los datos, la suplantación de relaciones humanas reales y la posibilidad de que las interacciones digitales sustituyan a las conexiones auténticas.  Además, existe el riesgo de que estas tecnologías profundicen la brecha digital, dejando atrás a quienes no tienen acceso o habilidades para utilizarlas.

Gobiernos y organizaciones están reconociendo la gravedad del problema. En España, se trabaja en una Estrategia Nacional contra la Soledad, y muchas comunidades y ayuntamientos ya han implementado planes específicos.  A nivel internacional, ciudades como Seúl han anunciado inversiones significativas para combatir la soledad mediante servicios de consejería, plataformas en línea y actividades comunitarias. En resumen, la soledad se ha transformado en una cuestión de salud pública y en una oportunidad de negocio, generando un mercado en expansión que busca mitigar sus efectos mediante soluciones tecnológicas y comunitarias.

En el ámbito de la Comunidad Valenciana, la Conselleria de Sanidad impulsa timoratamente un plan integral para identificar y abordar la soledad no deseada de 85.000 mayores residentes en la provincia de Alicante, reconociéndola como un problema de salud pública que afecta significativamente a su salud mental y física. El plan pretende detectar tempranamente los casos de soledad y proporcionar a los afectados una asistencia integral, estableciendo circuitos efectivos entre los profesionales de la salud y los servicios sociales. Se pretende mejorar la calidad de vida de las personas mayores, prevenir enfermedades asociadas a la soledad y reducir la presión sobre los servicios sanitarios. Verdaderamente, queda mucho por hacer al respecto. Una jornada anual me parece escaso bagaje para afrontar tan ingente tarea.

Es evidente que la soledad progresa y se fortalece en un planeta hiperconectado donde las interacciones humanas y la forma de percibir el mundo han cambiado. Es la gran paradoja: en la era de la conexión permanente (mediante dispositivos tecnológicos y las infraestructuras de transporte) hay más soledad que nunca. Se imponen los estados emocionales negativos y causan importantes estragos en las personas y en las arcas públicas.

Como ha dicho alguno de los pensadores de nuestro tiempo, vivimos en sociedades líquidas, en las que prima la inestabilidad, la precariedad de los vínculos y la falta de cohesión social. Hemos demonizado la dependencia y erigido la independencia y la autonomía como símbolos del éxito social, cuando la naturaleza humana es precisamente lo contrario: somos interdependientes y nos necesitamos los unos a los otros para sobrevivir. Está claro que la promesa de facilitar el contacto humano se ha convertido en una mina de oro, con un valor difícil de cuantificar dada su amplitud y transversalidad. Además de ser uno de los mayores negocios del futuro, espero que este nuevo El Dorado no se limite a fagocitar los limitados recursos de las personas y de las administraciones públicas y que contribuya también, perceptiblemente, a asegurar la cohesión social y el bienestar personal de los ciudadanos.



lunes, 24 de marzo de 2025

El almuerzo

Aunque no tengamos conciencia de ello, vivimos rodeados de tópicos. Admitimos, sin más, que los andaluces son graciosos y los vascos bruscos; o que los madrileños son chulos y los catalanes tacaños. Comprensiblemente, esos prejuicios nos alcanzan también a los valencianos. De nosotros se dicen y se creen muchas cosas. Se asegura, por ejemplo, que somos pasotas y que nos da todo igual; se dice que somos antipáticos, difíciles en el trato y los más pirómanos entre los españoles, pues subrayan que cuando no andamos con las fallas, estamos con las hogueras, y si no con las mascletás. Se dice que comemos y bebemos sin mesura; y por ello se nos considera borrachos y glotones. Se nos tilda de festeros compulsivos, pues sostienen que siempre estamos de marcha. Se nos califica de falleros, de gente poco seria, preocupada en exceso por la juerga y la celebración. Sin embargo, también se reconoce que somos espontáneos y que poseemos una gran capacidad de improvisación, aunque inmediatamente se apela nuestro talante quisquilloso, que tan bien resume la frase «es más fácil poner de acuerdo a toda a España que a tres valencianos». Para rematar el glosario de trivialidades con las que se nos engalana, se nos tilda de provincianos y obcecados, de personas dadas a mirarse el ombligo, permanecer excesivamente apegadas a las costumbres y ser reticentes al progreso.

Como sabemos, generalizar significa establecer una conclusión universal a partir de una o más observaciones particulares. La generalización es útil para simplificar, entender u ordenar el mundo, pero si es abusiva, si se pierde la conciencia de lo que se está haciendo al practicarla y se cree ciegamente que la realidad es tal cual se ve o se verbaliza, se caerá inevitablemente en el error. Es más, yendo por ese camino se contribuirá a ahondar dos comprometidos estigmas que perjudican la convivencia y ahondan la infelicidad: el insulto y el odio.

Desconozco lo que puede haber de verdad en los tópicos mencionados sobre el carácter de los valencianos, o si, simplemente, se trata de meras habladurías. Supongo que habrá al respecto división de opiniones y acuerdos parciales. En todo caso, es lógico suponer que, entre los más de cinco millones de personas que vivimos en un territorio de más de 23.000 km², distribuido en 24 comarcas y 542 municipios, serán muchas las concomitancias y resultarán evidentes las particularidades y divergencias que nos singularizan, más allá de los rasgos que consuetudinaria y genéricamente se han considerado propios de la idiosincrasia valenciana.

Hoy me he propuesto compartir algunas reflexiones sobre una costumbre que se supone que nos caracteriza pero que, a la vez, al menos en mi opinión, expresa como pocas nuestra diversidad, pues se practica con formatos disímiles y adquiere matizaciones que muestran la innegable pluralidad presente en estas tierras. Me refiero a lo que conocemos con los nombres de almuerzo, esmorzar o esmorzaret.

Por aquí, el origen del almuerzo se vincula con el mundo del trabajo agrícola, que requería completar dilatadas jornadas de esfuerzo fuera de casa y exigía reponer energías. Para ello se echaba mano de artículos no perecederos y de fácil transporte, como los embutidos, salazones, quesos o escabeches. Paco Alonso, en su reciente Cultura del almuerzo (Bromera, 2024), asegura que lo que se entiende hoy por tal es fruto de la concurrencia y evolución de ciertos factores socioeconómicos. De ahí que, para comprender este fenómeno, sea primordial conocer la historia de los bares centenarios, pese a que cada vez resulta más difícil porque quedan menos. No obstante, algunos todavía siguen con los almuerzos, aunque la mayoría desaparecieron o cambiaron de rumbo. Les Tendes (Almàssera), Venta Guillamón (Castelló), Bodega J. Flor (Cabanyal), Ca Pepico (barrio de Roca), Quitín (Burjassot), El Famós (camino de Vera), la Venta Sant Jordi (Alcoi), la Venta Nadal (Benilloba), la Venta Gaeta (Cortes de Pallás) o la Venta El borrego (Banyeres de Mariola), casi todos, empezaron siendo puntos de venta de cuerdas, sogas, aperos y, sobre todo, de vino. La vida social orbitaba en torno a los barriles, garrafas, pellejos, tinajas y botellas de licor. Poco a poco, la comida ganó presencia en ellos, a medida que cambiaron las circunstancias y entró en juego la mano de las cocineras.

En aquella época, ni la huerta valenciana, ni las de los territorios alicantinos y castellonenses, eran especie en peligro de extinción. Bien al contrario, representaban los ecosistemas donde más lucrativa resultaba la actividad económica. Allí, las tabernas eran el corazón de la cotidianeidad, los espacios compartidos donde se reunía la gente para beber y comer. Hasta los años sesenta, los clientes portaban sus víveres porque en los bares únicamente se dispensaba el porrón con vino y los imprescindibles cacahuetes y altramuces (lo que se denomina «el gasto»). Los asiduos del almuerzo solían concurrir por gremios el día que libraban, mientras los labradores, que desconocían la libranza, acudían más a su aire. Bien es verdad que a menudo sus mesas se mostraban más variopintas porque salpicaban el tentempié convencional con tomates, pepinos o cebolletas, con las que improvisaban ensaladas y sabrosos complementos.

Tras la autarquía, con el desarrollismo llegó la «modernor» y todo se transformó. La enorme emigración de los años cincuenta y sesenta vació los pueblos del interior y llenó las ciudades y las costas. Cambiaron las costumbres y las pautas alimentarias. Aparecieron las cafeterías, los restaurantes, los bares en los nuevos polígonos industriales; en fin, los cafés con leche, cortados, sándwiches y tostadas. Sin embargo, en la huerta de Valencia, en la Plana de Castellón, y en algunos territorios colindantes, fueron emergiendo versiones evolucionadas de aquellos primigenios bares y ventas, que mutaron en establecimientos con pedigrí y hondas reminiscencias agropecuarias, en los que no solo dispensan almuerzos a los esforzados trabajadores de factorías, cooperativas y negocios adláteres, sino que casi se han convertido en lugares de culto por los que procesionan especímenes más conspicuos, auténticos entusiastas o, llanamente, reputados «reyes del triperío» (glotonería).

El esmorzar, armorzar, esmorzaret o almuerzo (todas son acepciones reconocidas) al que aludo tiene como eje de rotación un bocadillo (cantell o entrepà en tierras de Valencia, y rua en las de Castellón) del tamaño de un brazo de persona fornida. En su interior, las leyes de la física colapsan y se producen combinaciones imposibles en las que imperan los embutidos de calidad, introducidos en el cantell a paladas, y también las tortillas de cualquier ingrediente que se pueda imaginar. Se puede cebar más el mamotreto con otros elementos inestables, como mollejas, hígado, carne de caballo, figatell, ternera, pimientos, mayonesa, atún, queso, alioli… En suma, cuánto más rebosante esté la panza del bocata y más colesterol aporte, mejor.

Naturalmente, el megabocadillo siempre debe ir acompañado de la picaeta: cacahuetes del collaret o del terreno, aceitunas, encurtidos y altramuces. No puede faltar la caña larga de cerveza o el vi amb llimonà para remojar el gaznate y deglutir el bolo alimenticio. Para rematar bien el esmorzar hay que pedir el cremaet, un invento con tres texturas que deja en paños menores al carajillo y se prepara con una montaña de azúcar, ron flambeado, café corto, canela, corteza de limón y granos de café.

Hoy por hoy, se han consolidado auténticas rutas gastronómicas del esmorzar cuya nombradía ha trascendido ampliamente los límites del País Valencià. Son cada vez más los foráneos que itineran por establecimientos señeros como La Pepi o el Bar Levante (Quartell), La Pascuala (El Cabanyal), La Paquita (Eslida), los que mencioné al principio y otros muchos. Con nombre propio o genérico, en ellos se degustan especialidades como el chivito (mahonesa, bacon, huevo, lechuga y queso); la brascada (de lomo o ternera, con bacon, cebolla y alioli); el Almussafes (con queso, sobrasada y cebolla) o el de esgarraet (con pimiento y cebolla escalivada).

Obviamente, existen otros preparados más contundentes como el bocata de longaniza de pascua fresca, pesto, queso scamorza ahumado, tomates asados, cebolla caramelizada y mahonesa; o el de albóndigas de bacalao, esgarraet con boquerones en vinagre y alioli de almendra tostada y canela; o el de sepia plancha con alcachofas fritas, mahonesa de hierbas y majada de almendra, bacon y perejil; o el de pato asado con miel y soja, verduras salteadas con salsa hoisin y boniato frito con toques cítricos... En su defecto, puede optarse por un Conqueridor (bocadillo de cachopo ibérico relleno de jamón y queso, huevo frito y salsa de piquillos); un Americano (panceta a la brasa, patatas a lo pobre, mayonesa, huevo frito y pimientos verdes); el Top Musafes 4.0 (sobrasada, cebolla a la brasa, queso, mermelada de cebolla, jamón y huevo frito); un Abastos (panceta a la brasa con ajos tiernos y patatas a lo pobre); o el más tradicional Copa del mundo (tortilla de patata, longanizas y alioli). Y así, hasta donde imaginar se pueda, incluyendo las rotaciones periódicas y las innovaciones en tan meritadas especialidades.

Llegados a este punto, habrá que convenir que «cuando el río suena, agua lleva» y que, aunque «no es oro todo lo que reluce», igual algo de razón tienen los tópicos y las habladurías. Sin embargo, como dije al inicio, las generalizaciones suelen ser amigas de los errores porque «no todo el monte es orégano». En mi opinión, afortunadamente.

 


sábado, 22 de marzo de 2025

Parresia

                                            Hay oradores, políticos y hombres elocuentes por miles; pero aún no ha abierto la boca el que tiene que formular las preguntas más molestas».

Henry David Thoreau


Pese a tratarse de un término bastante desconocido, la parresia subsume dos importantes cualidades, actitud y virtud. Ambas escasean en tiempos como los actuales, en los que las palabras inocuas y los discursos políticamente correctos priman sobre la verdad. Según el DRAE, es un vocablo procedente del latín tardío, parrhesĭa, y este del griego parrēsía, que significan «apariencia de que se habla audaz y libremente al decir las cosas, aparentemente ofensivas, y en realidad gratas o halagüeñas para aquel a quien se le dicen». Podría decirse que parresia es sinónimo de conceptos como hablar con libertad o decir las cosas con franqueza. O si se prefiere, de atreverse a expresar lo que uno piensa, aunque le resulte inconveniente o exponga al escrutinio público a otra persona.

El concepto de parresia lo utilizaron ya los filósofos griegos, entre ellos Sócrates, Platón y Epicuro de Samos. Siglos después, durante la Edad Media, adoptó un significado despectivo. En lugar de la acepción de franqueza, se interpretó como locuacidad irreflexiva. Ya en el siglo XX, el filósofo francés Michel Foucault recobró el significado original de parresia y abordó el concepto en profundidad en tres de sus obras El gobierno de sí y de los otros (Akal, 2011), El coraje de la verdad (FCE, 2010) y Subjetividad y verdad (FCE, 2020).

Me parece pertinente traer a colación una referencia al vocablo «parresia» que se aborda en el librito La amistad, según Epicuro (2016), de Maite Larrauri. Aunque resulta un poco extensa la cita, considero que merece la pena reproducir literalmente lo que se recoge en uno de los capítulos: «Contrariamente a lo que sucede en el amor, en la amistad se da la distancia justa entre las personas, la que permite seguir siendo dos. La distancia equilibrada entre los amigos posibilita la práctica de un intercambio que en la antigüedad se conoció como la parresia (decirlo todo), un término que no se puede traducir sin más por franqueza, porque constituyó entre los filósofos una relación con la verdad muy particular. El parresiastés, el que dice la verdad, es un sujeto de la verdad, lejos de toda impostura, porque en él se da una coincidencia entre lo que dice y lo que hace: su autoridad se basa en su credibilidad. Los parresiastas pueden ejercer de tales como consejeros políticos o como personas sabias, a las que se les pide ayuda, o como amigos, ante los que uno aprende a conocerse a sí mismo. En cualquier caso, una de las cualidades que tiene que poseer el parresiasta es la valentía, ya que, al decir todo lo que piensa, siempre corre un riesgo.

En las comunidades epicúreas se practicó la parresia. Así lo demuestran algunos escritos como el de Filodemo de Gadara, epicúreo del siglo I a. C. Allí se habla de la búsqueda común de la salvación entre los amigos de la comunidad: ayudarse unos a otros para procurarse el acceso a una vida buena, bella y feliz. Para ello, es preciso que cada cual pueda acercarse con un conocimiento mayor de sí mismo, porque solo la verdad sobre lo que somos puede ayudarnos a conquistar la felicidad. Estamos lejos de conocernos porque practicamos un excesivo amor hacia nuestras personas, un amor que nace espontáneo y que se convierte en casi todos en una pasión. El amigo parresiasta puede practicar un tipo de sinceridad que nos aproxime al conocimiento de nuestros errores y que nos sitúe en una posición más moderada en cuanto al amor hacia nosotros mismos. Su imparcialidad nos puede salvaguardar de la pasión narcisista. Pero no es fácil decirle la verdad a alguien, el amigo tiene que ser capaz de encontrar el momento apropiado, el kairós, como decían los antiguos, o sea ese instante en el que la verdad puede revelarse. [...] Si aceptamos la verdad sobre nosotros cuando la oímos de boca de un amigo, entonces podemos juntos salvarnos de la ignorancia y de la infelicidad».

La historia demuestra que hablar diciendo la verdad ha sido (y es) una actividad peligrosa en muchas épocas y lugares, singularmente en aquellos donde ha prevalecido o se ha impuesto el poder tiránico. Recurrentemente, tanto en el ámbito público como en el de la estricta privacidad, la palabra verdadera resulta peligrosa (o inconveniente) cuando lo que se dice contraviene la opinión de la mayoría o impugna los discursos dominantes. Decir la verdad constituye un riesgo evidente cuando se desvela la manipulación o la conveniencia de algunos. Las verdades incómodas molestan porque desenmascaran y desafían a las mentiras de los poderosos, que reaccionan airadamente intentando aplastar a quienes se atreven a enfrentarlos. Justamente a ello alude la parresia y por ello constituye un tipo de franqueza que demanda coraje y que es una conducta fundamental que debe estar asociada a la ética (cuidado de uno mismo) y a la política (cuidado de los demás).

Foucault considera que los parresiastés (personas que ejercen la parresia) se caracterizan fundamentalmente por tres rasgos: a) se trata de sujetos que tienen voluntad de hablar con la verdad porque están comprometidos con ella; b) asumen el compromiso de decir la verdad, y el valor ético de hacerlo les supone evidentes riesgos; c) tienen valor o coraje; no existen parresiastés cobardes.

La parresia puede ejercerse de forma colectiva. Históricamente, ha habido grupos de personas que se han aglutinado en torno a una verdad común, se han enfrentado al poder y han ejercido la resistencia a partir de la palabra (Movimiento de No violencia, de Gandhi; Movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, de Martin Luther King...). Otras veces se ha ejercido desde el periodismo (escándalo Watergate, de Bob Woodward; filtraciones de programas de vigilancia global, de Edward Snowden; WikiLeaks, de Julian Assange...). En ocasiones, la franqueza de la parresia debe ejercerse en ámbitos más privados. En todo caso, su función no es la de desafiar como tal, sino la de combatir la mentira, que casi siempre sirve a intereses mezquinos.

Una sociedad civilizada no debe, ni puede,  eludir el compromiso con la verdad, aunque duela. Por otro lado, conocer la verdad sobre lo que somos es una ayuda insuperable para conquistar la felicidad. Nos lo enseñan los clásicos.