lunes, 31 de agosto de 2020

Tiempo de retos y oportunidades

Hace meses que enfrentamos una catástrofe que afecta al conjunto del planeta. No se recuerda otro acontecimiento de origen natural que se haya prolongado tanto como esta pandemia. Los estragos que causa la Covid-19 duran ya más de medio año desconociéndose su alcance temporal. Es como si estuviésemos viviendo en directo las fabulaciones que muestran series como Black Mirror, Contagio y otras. No estábamos preparados para esto, nadie podía imaginar semejante realidad excepto los guionistas, los fabuladores de relatos análogos y otras anónimas mentes no menos calenturientas. El coronavirus es un enemigo desconocido que ha logrado confinar a más de tres mil millones de personas en el mundo, algo inédito para la humanidad.

La magnitud de la pandemia ha inducido una emergencia de salud pública y una crisis económica que interfieren brutalmente en la vida cotidiana. Todo hace pensar que los efectos asociados al cierre de empresas, a los despidos de los trabajadores y a las medidas sanitarias para contener al virus se prolongarán después de que desaparezcan sus amenazas. Se da tan por seguro que se ha llegado a decir que la datación cambiará en el futuro. La fecha de cualquier acontecimiento histórico, que hoy se referencia en el nacimiento de Cristo, en la Hégira o en el Panchanga dependiendo de qué culturas, podría establecerse con relación a la aparición de la Covid-19. De manera que una determinada efemérides sucedería en tal o cual año, anterior o posterior a ella.

Por otro lado, en el corto plazo, estamos activando y desarrollando pautas de comportamiento adaptativo a la vida en pandemia que seguramente no serán respuestas coyunturales o transitorias. Todo parece indicar que seguirán impregnando la cotidianidad cuando se inaugure de verdad una nueva normalidad, tras el  descubrimiento y la administración de vacunas o tratamientos paliativos eficientes y sin exclusiones. Mencionaré algunas de ellas, sin que el orden en que se presentan signifique priorización alguna.

En primer lugar me referiré al teletrabajo que, aunque presenta aristas y sinuosidades y haya llegado súbitamente a nuestro país, parece que se implantará de manera prolongada en amplios sectores de la actividad productiva. Numerosos indicios apuntan a su vocación de consolidarse tanto por voluntad de los trabajadores como de los gestores de empresas e instituciones. Tampoco es asunto trivial la telemedicina o telesalud, como se prefiera denominar, un formato para la atención primaria sin apenas relevancia hasta que se desató la pandemia que hoy apoyan médicos y pacientes porque evita inconvenientes (esperas, desplazamientos, contagios, acompañantes…) y se contempla como solución razonable para algunos de los problemas que afectan a las personas mayores, aunque no solo a ellas.

Otra novedad impulsada por la pandemia es el incremento de la compra de víveres y provisiones a través de Internet. El número de personas que compran alimentos, productos de limpieza y aseo personal, utillaje o electrodomésticos por este conducto se ha multiplicado exponencialmente. Ello no parece un episodio circunstancial sino una tendencia que tiende a consolidarse. En un trimestre han desaparecido reticencias y desconfianzas y nos hemos echado en brazos de las grandes empresas de distribución, que visualizamos como tablas salvíficas que nos ahorran buena parte de los riesgos sanitarios asociados a la compra directa en mercados o establecimientos comerciales. Otro elemento importantísimo que debe destacarse es la metamorfosis producida en los formatos de la socialización. Desde que eclosionó la pandemia nos reunimos con amigos y familiares virtualmente, sea a través de Zoom, de videoconferencias o mediante cualquier otro medio telemático. Nos lamentamos de sus carencias e incomodidades pero, querámoslo o no, esos medios constituyen el nexo que define la nueva e intangible conexión entre las personas, que ha desplazado a las citas, reuniones y tertulias, e incluso a  las llamadas telefónicas, que casi parecen estar agotando su futuro.

También ha cambiado la manera de disfrutar del ocio, sea ir al cine, comer en bares y restaurantes, comprar en los centros comerciales, bailar en las discotecas o asistir a espectáculos y conciertos. Está claro que tiende a encogerse el formato de estos negocios buscando fidelizar a comunidades que confían en la oferta más exclusiva que se les ofrece. En esa transformación sobrevivirán los negocios con capacidad para sintonizar con un público objetivo dándole la respuesta que ansía, que es netamente diferencial respecto a la demanda previa a la pandemia. Otro segmento radicalmente afectado son los viajes. La elección de los destinos o el modo de viajar se supeditan a las cautelas higiénicas y sanitarias que se garantizan. Se imponen los protocolos de limpieza y de ocupación de los medios de transporte que inducen confianza en los viajeros, convenciéndolos de que realizan sus desplazamientos de forma segura. Ello no es nada sencillo y exige un profundo reajuste de las tareas de gestión, mantenimiento y salubridad de los vehículos y accesos que está afectando muy significativamente a turoperadores, hoteleros, agencias de viajes, ferrocarriles, navieras y compañías aéreas de todo el mundo.

Otro asunto trascendental en este tiempo de pandemia es la protección de la privacidad. En ausencia de vacunas y de medios paliativos eficientes el uso de aplicaciones en teléfonos y de otras tecnologías para rastrear los contactos, en tanto que estrategias para contener el virus y facilitar el distanciamiento social, cobra una relevancia enorme. Las grandes empresas tecnológicas aseguran que garantizan la protección de la información personal que los usuarios deben compartir para que funcione el sistema de rastreo, que incluye sus antecedentes médicos y la identidad de las personas con quiénes hayan establecido contactos. Sin embargo, hoy por hoy existe poca transparencia al respecto y parece escasamente compatible asegurar la privacidad de la información que exige el rastreo y la atención a los requerimientos de la salud. En consecuencia lo que parece más verosímil es que acaben imponiéndose los últimos sobre los primeros si el dilema que se nos plantea se expresa en términos similares a “debe usted elegir entre su salud y la de su familia, o que se conozcan los detalles de su vida”.

Nunca la amenaza de una enfermedad había ocupado tanto espacio en nuestros pensamientos y preocupaciones. Diarios, revistas, televisión o redes sociales no hablan de otra cosa desde hace meses.  Opiniones, estadísticas, testimonios, consejos e incluso chistes acerca de la pandemia y de los nuevos hábitos de vida ocupan la mayoría del tiempo que dedicamos a informarnos. Tan extraordinaria exposición a esos contenidos, manifiestamente tóxicos, está aumentando la ansiedad de la gente y produciendo efectos perceptibles en su salud mental. Vivimos presos de un sentimiento de constante alerta y amenaza que tiene consecuencias psicológicas preocupantes y afecta severamente a la manera de relacionarnos. El miedo al contagio despierta actitudes profundamente atávicas que, dependiendo de qué cosas, lo mismo conducen al conformismo que a la intransigencia. El temor nos hace intolerantes (recuérdese el fenómeno de la “policía de los balcones”) y condiciona nuestras actitudes sociales, haciéndolas más conservadoras. Valoramos más los talantes proclives a la obediencia y la conformidad que las actitudes rebeldes o minoritarias. La amenaza de la enfermedad nos hace más desconfiados con los desconocidos y ello tiene evidentes repercusiones en la vida social y amorosa, incluso despierta actitudes xenófobas y racistas, pues tendemos a recelar de las personas que pertenecen a otras culturas o son de diferente etnia.

La pandemia nos ha puesto frente a una realidad desconocida y ha desconcertado nuestro cerebro, que muestra dificultades para reaccionar ante lo imprevisto y nos induce sentimientos descontrolados e insatisfactorios. Tenemos serios problemas para controlar las emociones pese a que conviene que aprendamos a gestionarlas. Porque aunque seamos incapaces de domeñar los sentimientos podemos aprender a administrarlos, a aceptarlos de la manera en que se producen e intentar observarlos como si fuésemos espectadores, no como sus agentes directos, intentando desproveerlos de juicios y evitando que nos hagan sentir mal cuando contravienen nuestras expectativas. Es necesario vivir las emociones sin culpa, sin abrogarnos la responsabilidad de haber generado la distancia entre nuestras expectativas y lo que realmente ha sucedido en unos escenarios calamitosos en los que no hemos podido influir porque los han generado circunstancias que nos sobrepasan.

Otra de las grandes amenazas alentadas por la crisis del coronavirus afecta al deterioro y hasta la quiebra de los lazos comunitarios. Ante la imposibilidad o las dificultades crecientes para materializar el contacto físico interpersonal se impone tejer redes comunicativas a través de la tecnología. Es cierto que difícilmente sustituirán las relaciones directas pero pueden ayudarnos a expresar las emociones, a interactuar con los demás y a compartir sentimientos, opiniones, angustias y esperanzas. Asegurar la comunicación entre las personas me parece una tnecesidad que no puede ni debe descuidarse.

Aunque lamentablemente atisbo pocos indicios que apunten en algunas de las direcciones que vengo desgranando abogo porque la enorme crisis que vivimos nos haga reflexionar de verdad, radicalmente, y también porque nos motive a reorganizar nuestras vidas en todos los sentidos. Ojalá que más allá del dolor y el malestar que en estos momentos nos infringe contribuya a hacernos a todos más sensibles con las necesidades, los derechos y los sueños de todas las personas. Ojalá que nos decida a apoyar y materializar políticas y comportamientos ciudadanos respetuosos con la conservación del planeta y con el aseguramiento de los derechos fundamentales de las personas. Ojalá nos ayude a reinventarnos como tales y a construir unas relaciones sociales más antropocéntricas, más generosas y más humanitarias. Este es mi sueño, que no anhela redimir la realidad para siempre pero que descansa en la esperanza, a veces desilusionada, de que al menos lleguemos a enmendarla y mejorarla.

viernes, 28 de agosto de 2020

Contra la cicatería, el oportunismo y la amoralidad

El bachillerato que estudié en los 60 incluía en su plan de estudios la materia de Filosofía, una única asignatura incardinada en el sexto y último curso. Tuve la suerte de que me la enseñara un gran profesor, D. Fernando Puig, que nos decía que era la madre de todas las ciencias, de la que se fueron segregando a medida que adquirían entidad propia. Así sucedió, por ejemplo, con la Psicología a finales del siglo XIX. La amplitud del contenido que debía abordar en sus clases el recordado profesor no le permitía ahondar en las múltiples facetas de la asignatura, aunque se afanaba en abrir perspectivas y ofrecernos panorámicas amplias. Instalado imaginariamente en una ellas rememoro algunas de sus reflexiones sobre aspectos de psicología básica, en cuyo conocimiento profundice poco tiempo después con la orientación de doña Manolita Pascual, en la Escuela Normal de Magisterio.

En aquellos años adolescentes estos y otros profesores me ayudaron a tomar conciencia de que la vida es una experiencia que se consume en primera persona, sin ambages. Logré entender que el rasgo que sustancialmente nos diferencia de los demás seres vivos es la libertad. Comprendí que los llamados animales superiores reaccionan a los estímulos por instinto, con pautas de conducta prefijadas y automáticas que les exoneran de toda intencionalidad y de la consiguiente responsabilidad. Deduje que las personas seleccionamos nuestras acciones porque poseemos una atribución de la que ellos carecen: la libertad, la capacidad de decidir. De modo que con la propia reflexión y con la ayuda de los profesores a los que he aludido logré diferenciar nítidamente las conductas de los animales de las acciones humanas. Aprendí que ello es precisamente lo que nos confiere la condición de seres morales, obligándonos a responder por lo que hacemos y a asumir las consecuencias derivadas de nuestros actos, algo que debería ser legal y universalmente ineludible.

Por otro lado, la experiencia nos ha enseñado a muchos que si hay media docena de asuntos trascendentales en la vida uno de los primordiales es la motivación. Entre sus múltiples definiciones me parece especialmente acertada la que la asocia a los determinantes internos que nos incitan a realizar ciertas acciones y no otras. En consecuencia, es una faceta crucial para la existencia porque subyace a cualquiera de las acciones, impulsándolas y guiándolas hacia un determinado fin; hasta el punto de que sin motivación es prácticamente inconcebible la acción. Existen motivos básicos e innatos que nos impulsan a buscar los recursos para la subsistencia, de la misma manera que sobrevienen otras motivaciones que nos inducen a practicar aficiones, a desarrollar actividades o a aprender. Estas últimas tienen carácter secundario pues no se vinculan con la naturaleza humana sino que son producto de la cultura concreta de la que se participa.

No me haré pesado con alusiones a las teorías sobre la motivación y otros asuntos colaterales, pero tampoco renuncio a compartir algunos interrogantes retóricos al respecto. Me pregunto, por ejemplo, si se encuentran los bienes morales entre los fines o las metas del comportamiento humano. O si existen necesidades humanas de naturaleza ética. Y si fuese así, qué razones explican que no se haga mención explícita al bien o al mal moral en las motivaciones personales. Me pregunto, en suma, si están la justicia, la honradez o la integridad entre las motivaciones descritas por las principales teorías sobre la motivación.

Una elemental revisión de la literatura científica permite una constatación inequívoca: a todas las cuestiones anteriores les corresponde una respuesta negativa. Si repasamos las teorías psicológicas comprobaremos que todas las motivaciones que se han descrito se encuadran entre los bienes útiles o agradables. La mayoría de las teorías sobre la motivación la enfocan desde una perspectiva amoral, pues consideran que su guía primordial es la búsqueda de bienes útiles y agradables, obviando la necesidad de alcanzar los bienes morales. Dicho de otra manera, la explicación de la motivación humana pone todo el énfasis en el propio logro y en la satisfacción personal; de modo que son las propias necesidades y no las de los demás las que mueven la conducta de las personas. Por tanto, el ser humano es un individuo que busca permanentemente la satisfacción de sus propias necesidades y no las de los otros. En consecuencia, se concibe la motivación desde una perspectiva intransitiva, en la que la actitud receptora prima netamente sobre la inclinación dadora. Es verdad que esta corriente mayoritaria tiene su contrapunto en alguna voz discrepante, aunque es igualmente innegable que la tendencia general se orienta en la dirección apuntada.

Durante estos meses de pandemia tenemos la oportunidad de observar conductas sociales que ratifican las teorías expuestas. Algunos segmentos de la población desarrollan comportamientos que responden exclusivamente a la motivación orientada al propio logro o a la satisfacción personal obviando el interés común, representado en este caso por la salud pública, que se ve perceptiblemente amenazada por las prácticas asociales. Esas conductas desajustadas colisionan frontalmente con el aseguramiento de la salud de la población en general, y particularmente de las personas mayores y/o con patologías previas o múltiples. De modo que, una vez más, la tozuda realidad da la razón a la tendencia mayoritaria que defiende la cualidad intransitiva de la motivación humana.

Por otro lado, parece obvio que en la vida social la raíz egocéntrica de toda motivación y las consiguientes acciones individuales deben conciliarse con la necesidad de asegurar el interés general (síntesis de los derechos de todos) que reclama la sociedad democrática. Por tanto, si la motivación intrínseca de los ciudadanos no moviliza su capacidad de dar sino que estimula exclusivamente la de recibir, para satisfacer los intereses particulares y las propias necesidades (no las de los demás), es incuestionable que se impone instaurar elementos de motivación externa que quiebren la inercia egoísta y ayuden a reorientar las conductas individuales hacia la satisfacción del interés común.

La tendencia que se aprecia recientemente en las declaraciones y en el comportamiento de determinadas autoridades y responsables políticos, defendiendo la autorregulación de la vida social en función de las motivaciones intrínsecas de los ciudadanos, no parece que sea el camino adecuado para  progresar hacia la justicia social o contribuir al logro de la preeminencia del bien moral. Concuerdo en que la educación y la convivencia deben asentarse en actitudes, disposiciones y propuestas positivas, también en la apelación permanente a los valores universales y en la disuasión argumentada. Pero ello no me impide defender a la vez que, cuando se agota la eficacia de los mensajes positivos y se contrasta la irrelevancia de las indicaciones amables, deben activarse medidas contundentes de carácter coercitivo, que ayuden a las personas a orientar sus conductas de manera acorde con una visión moral de la motivación, y no en exclusiva concordancia con los impulsos estrictamente útiles y/o de agrado personal.

Y ello no me parece indecoroso, retrógrado, ni reaccionario. Cuando lo que está en juego es la salud pública, que no es sino una parcela importantísima del interés general, quienes tienen la responsabilidad de gobernar poseen toda la legitimidad para actuar en su defensa y asegurarla. No hacerlo sí que es reaccionario, además de cicatero, oportunista e irresponsable. E incluso, por encima de ello, profundamente amoral e injusto.

martes, 18 de agosto de 2020

Libros, tablas de salvación

Toda biblioteca es un viaje; 
todo libro es un pasaporte sin caducidad.
(Irene Vallejo, "El infinito en un junco”)

La historia de la humanidad es tan maravillosa como sorprendente. Cualquiera de nosotros, tras perfeccionar innumerables lecturas y aprendizajes, después de atesorar centenares de experiencias y lecciones de vida, creemos saber algo de ella. Y, sin embargo, con poca atención que prestemos a lo que sucede a nuestro alrededor, descubrimos facetas y ángulos de la realidad que nos sorprenden como si fuésemos muchachos imberbes.

Cuando allá por los años setenta estudiaba Geografía e Historia en la Universidad de Alicante escuché de boca de algunos de mis profesores algunos vocablos, escasamente inteligibles entonces que, años después, a través de lecturas más sosegadas, asocié con el programa político que activó la administración Roosevelt entre 1933 y 1938 con el triple objetivo de ayudar a las capas más desfavorecidas de la población norteamericana, reformar los mercados financieros y, finalmente, dinamizar la economía de aquel país tras la Gran Depresión originada por la crisis de 1929. Me refiero, entre otros, al llamado New Deal (Nuevo Trato), una iniciativa política marcadamente intervencionista que, ventajas e inconvenientes aparte, que de todo tuvo, incluyó proyectos ingeniosos. Uno de ellos fue el denominado Pack Horse Library Project que incidió especialmente en el estado de Kentucky y contó con el apoyo explícito de la señora Roosevelt. Para materializarlo se creó una brigada de bibliotecarias a caballo –no podía ser de otro modo en un territorio con semejante tradición en crianza y competición equina– que recorrió la franja este, una zona montañosa en plenos Montes Apalaches cuyos habitantes habían sido especialmente golpeados por la crisis y tenían escasa conexión con el resto de los Estados Unidos.

Kentucky ha sido tradicionalmente, y sigue siéndolo, un estado agrícola y ganadero, aunque en las últimas décadas las manufacturas industriales y el turismo tienen un peso creciente en su PIB. En los años 30 del pasado siglo, el proyecto mencionado para llevar la cultura a las zonas aisladas y desfavorecidas atrajo el interés de muchas bibliotecarias, estableciéndose en las poblaciones remotas un servicio de préstamo de libros a caballo. Además de atenderlo, las visitas de las singulares amazonas servían para difundir noticias y transmitir mensajes a las personas de las diferentes localidades, reduciendo su endémico aislamiento. Al principio, como sucede casi universalmente en los territorios mal comunicados, los lugareños recibieron el programa recelosos y escépticos, pero las gentiles y esforzadas bibliotecarias consiguieron vencer las resistencias e impulsar la demanda de libros y revistas, hasta el punto de verse desbordadas por las solicitudes en ciertas ocasiones. Algunas organizaciones locales participaron en la iniciativa con contribuciones dispares: lo mismo compraban nuevos libros que ampliaban la red de préstamos. El trabajo de las amazonas les exigía dedicación total cualquiera que fuese la época del año. Para atender los servicios comprometidos debían afrontar fríos, caminos en pésimo estado y dificultades formidables. Todo ello a cambio de un salario que apenas alcanzaba los 30 dólares al mes, que en la actualidad equivaldrían aproximadamente a unos 400.

Pese a tan cicateras retribuciones, a principios de la década de los 40 se habían sumado al programa alrededor de treinta bibliotecas que prestaban libros a unos 100.000 habitantes. En 1943 se cerró el grifo de la financiación y el proyecto finiquitó. Para entonces ya se había puesto en marcha un ambicioso plan de infraestructuras que había impulsado la construcción de modernas carreteras. De ahí que comenzasen a aparecer por los recónditos territorios de Kentucky los bibliobuses, esas bibliotecas ambulantes de larga tradición en los Estados Unidos que siguieron activas hasta bien entrada la década de los 50. En resumen, durante los ocho años que duró el Pack Horse Library Project fue una herramienta fundamental para promover la cultura y luchar contra el analfabetismo en estas áreas casi perdidas de un Estado en las que casi nadie podía ir a la escuela.

Cuando conocí la labor de las aguerridas bibliotecarias “kentuckyanas” no pude evitar recordar una iniciativa autóctona, también pionera y casi coincidente con aquella en el tiempo y en las motivaciones. Me refiero a las bibliotecas que promovieron las Misiones Pedagógicas por especial empeño de uno de sus fundadores, Bartolomé Cossío, para el que no había nada mejor que educar deleitando. De ahí el objetivo republicano de difundir por toda España el placer de leer. Por cierto, una pretensión que noventa años después sigue teniendo rabiosa actualidad. Marcelino Domingo, ministro de instrucción pública en los albores de la II República, advertía de que no era suficiente construir escuelas para asegurar el desarrollo cultural que España necesitaba sino que urgía divulgar y extender el libro. Además de dotar de escuelas públicas a todos los pueblos de España, reconocía que era imprescindible crear pequeñas bibliotecas rurales que despertasen el amor y el afán por la lectura, haciendo asequibles y deseables los libros y poniéndolos al alcance de todas las manos.

Para el ideal republicano la biblioteca podía llegar a ser un instrumento de cultura tan eficaz o más que la escuela. Muy especialmente en el medio rural, donde sus gentes, sobre todo las personas adultas, nunca habían ido ni tendrían oportunidad de ir a la escuela, ni de aprender a leer. Por ello, la lectura en voz alta de los misioneros y, después, de los hijos escolarizados de los campesinos, les abrirían las puertas de su imaginación y de otras realidades y les proporcionarían conocimientos que de otro modo nunca adquirirían, descubriendo el placer, no de leer, pero sí de escuchar lo que cuentan los libros en la voz de sus hijos. Los niños y jóvenes del mundo rural sí podrían experimentar por sí mismos el placer de la lectura porque descubrirían los tesoros ocultos en las páginas de los libros, dando rienda suelta a su imaginación y a su fantasía. Nada de todo ello sería posible sin una biblioteca escolar que sirviese de agencia de lectura pública y posibilitase el préstamo a todos los vecinos, fuesen niños o mayores, mujeres u hombres. La biblioteca rural iba a convertirse en un instrumento eficientísimo para lograr la máxima republicana de “acercar la ciudad al campo con objeto de alegrarlo, humanizarlo y civilizarlo”.

Más allá del atraso secular o coyuntural de cualquier territorio, la historia de la Humanidad está plagada de desdichas vinculadas a situaciones dramáticas y desesperadas (persecuciones religiosas, dictaduras sanguinarias, exterminios raciales…). Pero, como ha dicho Mónica Zgustova (Vestidas para un baile en la nieve), incluso en los abismos de la vida “somos criaturas sedientas de historias”. Probablemente por esa razón llevamos libros con nosotros, o dentro de nosotros, a todas partes; también a los territorios del espanto, como si se tratase de eficaces botiquines contra la desesperanza. De manera que abogo porque, como viene sucediendo en los últimos seis u ocho mil años (da igual el formato con el que se han revestido en cada época), los libros sigan ayudándonos a sobrevivir en las grandes, en las históricas catástrofes, pero también en las pequeñas tragedias de nuestras vidas.

viernes, 14 de agosto de 2020

Vuelta al cole

La semana pasada alemanes, noruegos y finlandeses iniciaron la vuelta al colegio. Aquí, solo con pensarlo empezamos a sudar. Sin duda los 17 grados que tienen hoy en Helsinki, los 26 de Oslo y los 30 del norte de Alemania permiten mirar el asunto con otra perspectiva. Por otro lado, tampoco nos viene mal su experiencia por aquello de que “cuando las barbas de tu vecino veas cortar…” En este caso, disponer de un banco de pruebas, es verdad que muy particular, que anticipa en tres o cuatro semanas una réplica más o menos verosímil de lo que nos puede suceder en aproximadamente un mes, no me parece que esté nada mal, especialmente si se aspira a aprender algo de la experiencia de los demás.

En Alemania, donde algunos länder iniciaron la actividad educativa la semana pasada, la situación es variopinta, como corresponde a un estado federal y a la evolución de la pandemia del Covid-19. En Renania del Norte-Westfalia se ha optado por imponer la obligatoriedad de la mascarilla en las horas de clase, no en vano es el länder que encabeza el número de infectados. En cambio, en Berlín, Brandeburgo y Schleswig-Holstein solo debe utilizarse la mascarilla en las instalaciones de los centros, pero no durante las clases. Lo mismo sucede en Hamburgo y Mecklenburgo-Pomerania Occidental, que fueron los pioneros en inaugurar el “experimento” de reabrir las escuelas cinco días por semana. Las previsiones apuntan a que a medida que se vaya desarrollando la actividad escolar se conforme un paisaje heterogéneo en lo relativo a la lucha contra el coronavirus en las aulas. La evolución de la enfermedad en cada uno de los dieciséis länder condicionará estas diferencias regionales, que cada vez resultan menos sorprendentes. Recuérdese, si no, la proscripción de fumar en la calle y las terrazas que ha instituido esta misma semana el conservador gobierno gallego, que parece que encuentra eco en otras autonomías de su mismo y de distinto color político, como Andalucía, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Madrid y Comunidad Valenciana, que sopesan el veto del tabaco en la vía pública para reducir los contagios.

Así pues, la heterogeneidad en la vuelta al cole alemana está vinculada con el número de casos de Covid-19 y estará influenciada en el futuro por la intensidad con que golpee la pandemia a los diferentes estados. Es lo que algunos han denominado “test de estrés para el federalismo educativo”, algo que, por cierto, no debería sonar muy raro en nuestro Estado Autonómico. Sin duda la disparidad de medidas genera incertidumbre, pero la realidad es diversa por más que nos empeñemos en negarlo. De hecho, ya en la primera semana de clase, en Pomerania Occidental se ha registrado el cierre temporal de dos escuelas por casos de coronavirus. Y en Berlín están a las puertas de hacerlo porque el martes había ocho personas en cuarentena relacionadas con la actividad en los colegios. Justamente en la capital berlinesa, antes del inicio del curso, los padres pedían el uso obligatorio de la mascarilla en clase así como poner a disposición de niños y profesores más capacidad de hacer test. Por su parte, los responsables de las escuelas reclamaban más medidas de higiene y más recursos económicos para atender la limpieza de las aulas.

No faltan quienes aventuran que la apertura de colegios e institutos puede acabar siendo un gran caos. Así lo creen representantes de las asociaciones de padres y de los profesores que piensan que se inaugura una etapa en la que la incertidumbre será la tónica dominante, una opinión que concuerda plenamente con el escepticismo que existe entre la población, según reflejan todas todas las encuestas. Sólo la mitad de los ciudadanos alemanes considera que los centros están preparados para la vuelta a la actividad educativa, pese a que casi 80% considera que es muy importante la vuelta a la normalidad académica, algo que todavía parece más evidente a la vista de los resultados del estudio que el prestigioso instituto muniqués IFO ((Information und Forschung, Información e Investigación) ha realizado del denominado “homeschooling”, es decir, del tiempo que los niños destinaron al trabajo escolar diario durante la pandemia, que en absoluto responde a sus necesidades. De las 7,4 horas diarias que le dedican cuando asisten a la escuela se pasó a 3,6 horas de deberes en casa. Más allá de otras consideraciones que pudieran hacerse, el estudio deja claro que Alemania no es un país preparado para poner marcha el aprendizaje a distancia. Resulta evidente que con los medios tecnológicos disponibles  no se llega al segmento social que representan las familias menos favorecidas. No abundaré en lo que sucede al respecto en estos pagos del sur de Europa. Sin embargo, en los países nórdicos parece que la cosa no ha resultado tan lacerante, aunque también ellos reconocen la importancia de las clases presenciales. Destacan el encuentro personal como un factor de especial importancia para el éxito del aprendizaje y para asegurar la educación social.

Por otro lado, más al norte, en Noruega, se actúa más radicalmente. También es verdad que hablamos de un país con cinco millones y medio de habitantes y no de casi 85, como Alemania. Allí las escuelas se catalogan con los colores del semáforo. Se atribuye la luz verde a las que desarrollan normalmente la actividad educativa, las que se colorean de amarillo revelan que han adoptado medidas de distanciamiento social e higiene y, finalmente, se asigna la luz roja a aquellas en las que se ha reducido el número de alumnos por clase y han adoptado decisiones individuales sobre los horarios de asistencia. En todo caso, lo que se atisba en el horizonte escolar del norte de Europa durante el curso 2020-21 –me temo que en el sur no será muy diferente– es un paisaje heterogéneo condicionado por las distintas respuestas que las instituciones sanitarias y educativas darán al Covid-19 en función de su evolución. Parece que existen pocas alternativas.

De manera que todavía tenemos tres o cuatro semanas por delante para observar y estudiar lo que sucede por aquellos territorios y aprender algo de su experiencia antes de que echen a andar nuestras escuelas e institutos, además de estudiar y buscar la manera de poner en marcha y adaptar a cada situación las instrucciones que las administraciones educativas han dictado para organizar la actividad escolar. En mi opinión, no cabe prolongar más la inactividad de los centros educativos. No conviene a los niños ni a los jóvenes, tampoco a sus familias y profesores, ni a la sociedad en su conjunto.

Nadie puede aventurar cuanto durará la pandemia y un país no puede, ni debe, cerrar sus escuelas indefinidamente. Aventuro que el curso no será fácil, que serán abundantes las incidencias y que se producirá una enorme diversidad de situaciones en los diferentes territorios y centros educativos. Sabemos de antemano que  no se habilitarán todos los recursos que se pueden considerar necesarios. Muy pocas veces ha sucedido y, en este caso, son tantas las necesidades de espacios, de personal docente y auxiliar o de medios higiénicos que resulta prácticamente imposible alcanzar los umbrales que demandan algunas organizaciones corporativas y comunidades educativas radicalizadas que me parece que enfocan mal el asunto. Nos concierne a todos afrontar y salir de la catastrófica situación en que nos encontramos, y a todos nos exige sacrificios. La insuficiencia de recursos no puede ser motivo para la parálisis o para instalarnos en el lamento y la queja permanentes que no llevan a otro territorio distinto de la inacción y la ruina. Echemos a andar con los medios de que disponemos, seamos imaginativos y eficientes a la hora de utilizarlos, también al diseñar las medidas organizativas y de salubridad en los centros. Tomemos todas las precauciones posibles, extrememos cuantas cautelas estén a nuestro alcance, apelemos a la solidaridad del conjunto de la sociedad porque nos jugamos el futuro.

Cuando hace pocos meses, inopinadamente, la pandemia desató el toque a rebato para priorizar la preservación de la salud de la población frente a todo, se extremó como nunca la exigencia al sistema sanitario, lográndose hacerle frente a la catástrofe y doblegarla inicialmente con el esfuerzo titánico del personal y los recursos que pudieron allegarse. Sabemos sobradamente, y lo sabe de manera especial el personal sanitario, que no fueron suficientes. Es más, se dieron situaciones y ocurrieron episodios lamentables y hasta catastróficos. Pues bien, salvando las distancias existentes, ha llegado el tiempo de afrontar los retos educativos, quizás los mayores y más novedosos que hemos conocido. Por tanto, no va a resultar sencillo encararlos y doblegarlos. La escuela que conocemos ya no será la misma, de hecho es ya otra. Como sucedió en otros momentos de la historia, todos estamos concernidos en repensarla y reconstruirla: administraciones, familias, docentes, niños y jóvenes, ciudadanos en general.  Tenemos una oportunidad única para ofrecer una enorme lección de civilidad y armonía social extremando la exigencia en las conductas escolares y comunitarias para asegurar el menor número de incidencias patológicas y el mayor éxito educativo posible. Nos jugamos el futuro y, por tanto, inexcusablemente, debemos seguir luchando –con riesgos, porque no existe lucha que no los entrañe– por lograr que las escuelas continúen siendo los lugares de encuentro entre las personas –todas iguales, todas diferentes– que dialogando y trabajando conjunta y solidariamente contribuyen al éxito educativo de todos y universalizan la educación ciudadana.

jueves, 13 de agosto de 2020

Teletrabajo, parece que vino para quedarse

Según se recoge en la encuesta de población activa (EPA) publicada a finales del mes de julio, desde mediados de marzo más de tres millones de trabajadores han realizado parte de sus tareas cotidianas en casa. La eclosión de la pandemia y las consiguientes medidas de confinamiento no solo multiplicaron los ingresos hospitalarios y generalizaron los dispensadores de gel hidroalcohólico y las mascarillas, también provocaron que el volumen del llamado teletrabajo se multiplicase por cuatro. Casi de la noche a la mañana pasó de afectar al 4,3 % del colectivo laboral a involucrar a cerca del 20 % de los trabajadores, que se han visto obligados a desarrollar su actividad profesional en formatos con alguna similitud o equiparables al teletrabajo. Las prisas no suelen ser buenas consejeras. En este caso han contribuido a generalizar una cierta confusión en torno al significado y especialmente a las consecuencias de un vocablo aparentemente inocuo, que hasta podría calificarse de benévolo.

En puridad de términos el teletrabajo consiste en el desarrollo de una actividad laboral remunerada utilizando las nuevas tecnologías, que se lleva a cabo total o parcialmente en un espacio ajeno al habitual, con medios proporcionados por la empresa, que no exige la presencia física y permanente del trabajador en sus instalaciones. Esencialmente supone un singular modo de organización y realización de la actividad laboral que a priori proporciona mayor accesibilidad y flexibilidad a los trabajadores. En todo caso, debe precisarse que no se trata de una nueva profesión, pues tan solo es una forma novedosa de organizar el trabajo.

Aunque la inquietud por este asunto viene de lejos, la intensa incidencia de la Covid-19 ha determinado al gobierno a promover la legislación al respecto. Hace semanas que representantes del ejecutivo y agentes sociales debaten sobre la futura ley del trabajo a distancia. Lo que trasciende de los borradores preliminares que se vienen filtrando parece que apunta a que las empresas se hagan cargo de todos los gastos en que incurren sus empleados para realizar el trabajo domiciliario, aunque, naturalmente, se abordan otros aspectos como el concepto de horario flexible, que permite alternar con ciertos límites la jornada presencial y la que se realiza virtualmente, la voluntariedad o el derecho a la desconexión digital, entre otros múltiples detalles.

Escuchando a algunos da la impresión de que el teletrabajo es algo sencillo y  al alcance de cualquier empresa, que tan solo requiere voluntad para implementarlo. Lamentablemente la realidad es bastante más compleja. Por un lado, muchos negocios se ven obligados a adaptar sus tareas al trabajo en remoto sin disponer de los recursos materiales y formativos necesarios para hacerlo. En general carecen de rutinas específicas y un ínfimo porcentaje de sus empleados están familiarizados con él. Además, esa adaptación no es tarea fácil porque, entre otras cosas, depende mucho del tipo de actividad. Así, por ejemplo, en amplias facetas de sectores tan relevantes para nuestra economía como el turístico, la hostelería, el comercio o la agricultura deviene simplemente impracticable. E incluso, adicionalmente, demanda mecanismos organizativos específicos. Por el contrario, una de sus evidentes ventajas es que no exige dispositivos y equipos especialmente sofisticados, dado que con un ordenador, conexión a Internet y ciertas aplicaciones, muchas de ellas gratuitas, se puede implementar la actividad que demandan numerosos pequeños negocios.

Pese a todo, muchos aspectos del teletrabajo precisan de reflexión y regulación. Por ejemplo, parece imprescindible aprender a respetar los horarios y a garantizar la comunicación. Es evidente que deben acotarse los horarios para trabajar en tiempo real en una determinada plataforma. Por otro lado, dado que es habitual que se utilice el mismo teléfono u ordenador para los usos personales y profesionales, debe deslindarse lo uno de lo otro, pues la comunicación en tiempo real con el conjunto de las personas involucradas en una determinada tarea es muy importante y exige trazar un flujo adecuado de información y saber cuándo transmitir cada parte del plan que debe realizar cada cual, y quién y cómo habrá de implementarlo y reportarlo. Y ello debe deslindarse nítidamente de los asuntos privativos que conciernen a las personas.

Me parece que la inmersión salvaje en el teletrabajo provocada por la crisis sanitaria tiene mucho de zambullida temeraria. De un día para otro los empleados desplazaron el portátil desde la mesa de la oficina a la del comedor de casa e intentaron adaptarse, mientras los niños, con la actividad escolar paralizada, se les colaban en el Zoom. Entre tanto, los empresarios buscaban ordenadores como locos en un país que estaba literalmente cerrado. Pretendían virtualizar lo que hasta la tarde anterior era real utilizando plataformas que aparentaban ser seguras y “gobernar” a sus empleados a través de videoconferencias y tareas virtuales, que hasta ese momento solo conocían en formato presencial. Pese a todo, medio año después, con los brotes –no precisamente verdes– multiplicándose, sigue vigente la recomendación de priorizar el teletrabajo que, hoy por hoy, es una realidad mucho más tangible y con clara expectativa al alza. De hecho ciertas empresas se plantean dar opciones a sus empleados para teletrabajar de una forma completamente flexible; alrededor del 40 % de las empresas españolas planea seguir con la fórmula de trabajo en remoto y, en opinión del Banco de España, alrededor del 30% de los trabajadores podría hacerlo en un futuro inmediato.

Insisto, teletrabajar no es trasladar la oficina a casa, sin más. Quedan muchas tareas pendientes para que se logre hacerlo en unas condiciones aceptables para los empleadores y para los empleados. Hoy por hoy falta muchísima información, formación y recursos tecnológicos para desarrollar un teletrabajo decente. Lo diré telegráficamente: no todas las empresas y negocios tienen la misma capacidad; no todos pueden conseguirlo al mismo tiempo, tampoco las personas; finalmente, no todos entendemos igual el trabajo a distancia. La disrupción entre capacitación y exigencia laboral, la indefinición y prolongación exagerada de la jornada de trabajo, la inexistencia de tiempos para la recuperación y el descanso o los conflictos familiares derivados de unas relaciones domésticas diferentes, están haciendo emerger múltiples aristas y problemáticas que afectan a la salud (trastornos del sueño, ansiedad, desórdenes digestivos, alteración de los ciclos biológicos, estrés crónico...) y a la convivencia. Queda mucha tarea por hacer pero estoy convencido de que el teletrabajo ha venido para quedarse. Eso sí, deberá afrontarse la mejora de los procesos, reducirse al máximo la brecha digital y aprovechar las ventajas que brinda en la lucha contra el cambio climático, en la autonomía que ganan los trabajadores y en el ahorro de costes que supone para las empresas.

domingo, 9 de agosto de 2020

To The Lancet readers

Ayer, algún periódico, no sé si interesadamente –doy por supuesto que sí, porque ¿acaso existe la prensa realmente independiente?– aseguraba que España es el país que acumula más contagios por Covid-19 en Europa occidental. En el artículo de referencia se decía que la estadística elaborada por la Universidad John Hopkins atribuye a nuestro país 314.362 infectados, siguiéndonos de cerca el Reino Unido con 310.667 casos. Por tanto somos el país europeo con mayor número de contagiados. Esas estadísticas y también las que proporcionan las autoridades españolas, que ofrecen cifras similares, han llevado a una veintena de expertos, supuestamente representativos de la élite científica del país, a remitir una carta a la veterana y prestigiosa revista de investigación médica The Lancet pidiendo que se examinen de forma independiente los sistemas epidemiológicos para identificar sus deficiencias y proponer las reformas que corresponda. Se preguntan en ella cómo es posible que España se encuentre inmersa en la situación que atraviesa teniendo una sanidad considerada entre las mejores del mundo, pese a que no olvidan mencionar ciertos indicadores que condicionan negativamente la realidad sanitaria como la escasa preparación de los sistemas de vigilancia epidémica, la baja capacidad para pruebas PCR, la escasez de equipos de protección personal, la reacción tardía por parte del sistema, la lentitud en los procesos de toma de decisiones, los altos niveles de movilidad de la población, la descoordinación entre las autoridades, la elusión del asesoramiento científico, el envejecimiento de la población o la insolvencia del personal que trabaja en las residencias de mayores.

De momento, el Ministerio de Sanidad calla ante la referida iniciativa, en tanto que las entidades corporativas claman por la oportunidad que a su juicio encarna. Los promotores de la carta han recibido la adhesión de la Federación de Asociaciones Científico Médicas Españolas (FACME), que agrupa a 46 sociedades y representa a más de 100.000 profesionales médicos. Una de sus impulsoras, la reputada viróloga Margarita del Val, subraya la importancia de la revisión que se propone, insistiendo en que no se trata de identificar los responsables de lo que ha acontecido, sino de buscar y encontrar soluciones y estar mejor preparados en el futuro. Obviamente, la oposición política, fiel a su estrategia, no ha aportado al debate otra cosa que las recurrentes descalificaciones e insultos al Gobierno, acusándolo en este caso de negligente e irresponsable. Ello no hace sino sembrar dudas sobre la espontaneidad y los buenos propósitos de la mencionada iniciativa, que algunos consideran que está más estimulada por intereses corporativos y partidistas que por la preocupación por la eficiencia del sistema sanitario.

Me falta mucha información para enjuiciar ponderadamente la iniciativa aludida. No obstante, la realidad suele ser tozuda y acostumbra a imponerse sobre las intenciones de quienes pretenden conculcarla o negarla. El implacable juez que encarna el tiempo seguro que pondrá las cosas en su sitio. Más allá de lo que finalmente resulte, es evidente que la gestión de la pandemia en España tiene aspectos positivos y negativos. No lo es menos que conocer unos y otros, investigarlos adecuadamente y proponer las medidas correctoras para hacer más eficiente el sistema sanitario, basadas en lo que el conocimiento aconseje y los recursos permitan, son pretensiones loabilísimas. Ahora bien, la iniciativa que menciono se produce en un contexto con claroscuros que me parece que la empañan. Así, por ejemplo, los investigadores que la promueven indican que, aunque este tipo de evaluación es inhabitual en la mayoría de los países, España necesita una "evaluación exhaustiva de los sistemas de salud y asistencia social de cara a prepararse para nuevas oleadas de COVID-19 o futuras pandemias, identificando debilidades y fortalezas, y lecciones aprendidas". Naturalmente. Y el resto de los países, también. Estamos frente a un problema global frente al que no sirven las soluciones parciales. Por tanto, coincido en que disponer de esa información es importante y necesario, pero ¿es precisamente éste el momento adecuado para emprender esa tarea? ¿Por qué hacerlo en España y no en el resto de los países de la Unión Europea, por ejemplo?

Por otro lado, los científicos que lo promueven aseguran que el estudio propuesto debe centrarse "en las actividades del Gobierno central y de los gobiernos de las 17 comunidades autónomas" y debe incluir "tres áreas: gobernanza y toma de decisiones, asesoramiento científico y técnico, y capacidad operativa". Apostillan que deben considerarse las circunstancias sociales y económicas que han contribuido a que España sea más vulnerable, incluidas las crecientes desigualdades. Pese a que no parecen descabelladas sus conjeturas, no deja de sorprender que solo tres de los veinte que firman la carta referenciada han asesorado a los gobiernos central y/o regionales y participado en grupos de trabajo multidisciplinares sobre la Covid-19.

También sorprende que, más allá de las hipótesis que cualquier estudioso se formula en los estadios iniciales de una investigación, en este caso, sin siquiera haberla diseñado, los firmantes aventuran explicaciones en su carta que más parecen la consecuencia de un proceso indagatorio concluido que la enunciación de sus premisas. Apuntan a una falta de preparación para afrontar la pandemia, a sistemas de vigilancia débiles, a la baja capacidad para realizar las pruebas PCR o a la escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos. Aluden también a una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, a la lentitud de los procesos en la toma de decisiones, a los altos niveles de movilidad y migración de la población, a la escasa coordinación entre las autoridades centrales y regionales, a la baja dependencia del asesoramiento científico, al envejecimiento, a los grupos vulnerables afectados por desigualdades sociales y de salud, así como a la falta de preparación de quiene gestionan las residencias de ancianos. Todo ello no me parecen conjeturas preliminares sino más bien prejuicios pre-constituidos, que no son buenos compañeros del rigor y el cientificismo.

En fin, por no hacerme pesado aludiré a la respuesta que ha dado una de las epidemiólogas firmantes de la carta a la pregunta formulada por un medio sobre su creencia en la viabilidad de la auditoría que se propone: “Estoy convencida de que es muy posible y por eso he participado en la carta”, asegura, “hemos hecho una llamada de atención que me parece muy pertinente. Además, España ahora mismo tiene la oportunidad de liderar a otros países con una buena práctica que debería extenderse a otros lugares. Creo que sí se va a hacer la evaluación y no únicamente por la reacción de la gente, que está diciendo que lo que planteamos es algo muy sensato, sin intención de que se utilice como instrumento político. Cuando uno reclama una evaluación no se debe interpretar como una crítica, simplemente se hace para mejorar la gestión de la pandemia en lo venidero. Porque tenemos pandemia para rato”. Me parece que la respuesta se comenta por sí misma. Tal vez apunta a aquel viejo adagio que reza “quien se excusa, se acusa”. Con mi absoluto respeto y consideración a los trabajadores del sistema sanitario, ojalá que esta movida les ayude en algo a ellos y a la salud de los ciudadanos.

jueves, 6 de agosto de 2020

El rey “tirao”

Estos días, particularmente desde que el pasado lunes la Casa Real hizo pública la carta que el anterior Jefe del Estado dirigió a su hijo Felipe VI –como si no tuviesen teléfono fijo, móvil, guasap, twiter, Facebook, motoristas, mensajeros y los innumerables artificios al alcance de los siervos de la gleba– corren ríos de tinta y circulan toneladas de opiniones en las televisiones y en las RRSS que, aunque son de distinta naturaleza, tienen un denominador común: destacan la relevante contribución de Juan Carlos I al proceso de transición democrática acaecido tras el franquismo y a la consolidación de la sociedad plural, especialmente en los años posteriores. En la mayoría de los casos se obvian las referencias a las conductas inapropiadas que caracterizan su biografía, que algún día se conocerán mejor y más ampliamente. Es como defender que quien ha cometido un delito grave y puede exhibir las credenciales de excelente trabajador y buen padre de familia quede exonerado de su condición de criminal.

Por otro lado, no todos los políticos ven el asunto del mismo modo. Algunos han expresado sin tapujos que consideran una vergüenza que se permita salir del país, sin más, al ciudadano Juan Carlos de Borbón, cuando está siendo investigado por las fiscalías española y suiza mediante diligencias que nadie sabe en qué pueden concluir, sin descartarse que los jueces competentes acuerden, finalmente, su imputación penal y lo que de ello pueda derivarse. Obviamente, no entraré en tales vericuetos jurídicos que desconozco y que resultan insondables para mentes como la mía. No obstante, sí opino que, decidan lo que decidan fiscales y jueces, las presuntas conductas de quien ha ostentado la más alta magistratura de un Estado de casi 50 millones de ciudadanos, consideradas desde el punto de vista ético, son tan reprobables como intolerables. Tienen razón quienes han clamado porque se impidiese su salida del país, que es lo que nos hubiese sucedido a los demás si nos encontrásemos en idéntica situación. Muy pocos tienen a su alcance sortear la acción de la Justicia y el Rey emérito, aunque pueda hacerlo (pese a que diga su abogado “que le ha dado instrucciones para que haga público que, no obstante su decisión de trasladarse, en estos momentos, fuera de España, permanece en todo caso a disposición del Ministerio Fiscal para cualquier trámite o actuación que considere oportuna”), no debiera haber consumado tal decisión porque, por enésima vez, su irresponsable proceder opaca por completo la solemne declaración que incorporó su sucesor al tradicional discurso navideño que pronunció tras su acceso al trono, asegurando que "vivimos en un Estado de derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la Ley. La Justicia es igual para todos", llegó a decir.

Me parece una portentosa astracanada, por emplear un calificativo suave, que el Gobierno asegure que no sabe cuál es el paradero actual ni el destino final del anterior Jefe del Estado, al que casi estoy seguro que le acompaña su escolta oficial. De manera que, coherentemente con su ancestral desenvoltura, Juan Carlos I ha dado la razón por la vía de los hechos a quiénes han exigido que se le retirase el pasaporte (seguramente cuando ya era demasiado tarde) y también a quiénes le requieren para que siga residiendo en la Zarzuela, gratis et amore, a costa del erario público, hasta que se sustancien los asuntos por los que le investiga la Justicia.

Pero es más, estoy de acuerdo con el catedrático Pérez Royo cuando, al hilo de este penúltimo affaire del emérito Rey, defiende que “El problema con el que tiene que enfrentarse la sociedad española es de naturaleza política y no judicial. La Corona es propiedad de la Nación y es la Nación a través de sus únicos representantes elegidos democráticamente de manera directa la que debe decidir cómo se tiene que proceder en una circunstancia como la que tenemos delante. No estamos ante un problema familiar de naturaleza privada, como el comunicado de la Casa Real da a entender. Estamos ante un problema de naturaleza constitucional al que solo la Nación a través de sus representantes puede dar respuesta”. Así pues “la pretensión del rey Felipe VI y de su padre de resolver como un asunto privado de familia las consecuencias de la abdicación del segundo, no tiene cobertura constitucional. El rey emérito no puede tratar con su hijo, como un asunto de familia, las consecuencias de ciertos acontecimientos pasados de su vida privada. El rey hijo no puede aceptar el planteamiento de su padre y darle en cierta medida cobertura con un comunicado de la Casa Real. Se mire por donde se mire, el asunto desemboca inexcusablemente en las Cortes Generales. Es el único órgano constitucional con autoridad para intervenir en este terreno, según contempla el Título II de la Constitución […]. No hay referencia alguna al Poder Judicial, ni al Gobierno. Solamente a las Cortes Generales, porque la Corona es propiedad de la Nación Española y únicamente las Cortes Generales pueden hablar en nombre de ella”. Y añado: no se haga usted ilusiones, D. Javier, que nada de eso sucederá. No vaya a ser que por una de aquellas se pare el reloj de la Historia y comience a marcar un tiempo nuevo, que hasta podría ser más venturoso.

Sin embargo, pocos de quiénes han dicho o escrito algo al respecto en los últimos días aluden a esta circunstancia o a la anomalía de que se permita salir del país a un ciudadano del que se sospecha que puede tener cuentas pendientes con la Justicia. La mayoría de los comentaristas políticos subrayan la contribución de Juan Carlos I a la transición y a la consolidación de la democracia en el país y resaltan su papel en la sustanciación del intento de golpe de Estado del 23F y en otros lances procelosos de las últimas décadas. Sin embargo, esta pléyade de sabelotodo callaron ominosamente, como algunos reconocen ahora públicamente, cuando en los años noventa empezaron a conocerse las presuntas corrupciones y corruptelas del eximio Rey emérito. Pese a todo, insisten en el relevante papel de la monarquía en tanto que argamasa que cementa el Estado y, particularmente, la inestimable contribución de Juan Carlos I al devenir democrático de este país.

Puede decirse de muchas maneras pero, en mi opinión, lo que ha representado el Rey emérito para este país es muy sencillo: aquello que podía esperarse de cualquier Borbón, que hay abundante materia histórica para contrastar. No es este lugar para enumerar las aportaciones de los reyes de su dinastía al bienestar y a la mejora del país, que no desmerecen de las que cabe atribuir a la mayoría de los reyes y emperadores euroasiáticos hasta bien entrado el siglo XX. Prácticamente sin excepción ni supieron ni quisieron encauzar los intereses de las clases sociales que alumbró la industrialización, la modernización de la vida y el crecimiento urbano. Se aferraron a sus tronos y actuaron con una frivolidad e irresponsabilidad sorprendentes, disfrutando de una vida privilegiada y exquisita, envuelta en el lujo de yates, grandes automóviles, barcos, cacerías, amantes y carreras de caballos.

En todo caso, como decía, el rey Juan Carlos no ha desmerecido con respecto a sus predecesores, excepto en una salvedad. Ellos accedieron al trono y continuaron la saga dinástica recibiendo sus dignidades de manos de sus padres y madres. Como es notorio, no fue así en este caso porque, por más que se pretenda disfrazar la situación dinástica con el ominoso referéndum sobre la Ley de Sucesión celebrado en las condiciones que regían en el país el año 1947, quien aupó al trono a Juan Carlos I no fue su progenitor sino su padre putativo, Franco, un sanguinario dictador que aplastó a los españoles durante 40 años. De manera que lo que puede decirse del Rey emérito lo diré con palabras de mi pueblo, en cuyo lenguaje tradicional existe un término que lo retrata perfectamente. No es otro que “tirao”, es decir, una persona moralmente despreciable.

Los ciudadanos de este país no nos merecemos ciertas cosas. La primera, que se pretenda echar tierra sobre el lodazal que adereza algunas facetas de la vida pública y privada de Juan Carlos I para evitar que se juzguen las conductas de quien debería prestarse voluntaria y permanentemente al escrutinio público. Así lo haría cualquiera que fuera mínimamente coherente con sus propias palabras, con las que tan solemnemente ha discurseado el monarca en reiteradas ocasiones, a lo que le obligan adicionalmente sus prerrogativas de dejar en herencia la Jefatura de un Estado y vivir de por vida del erario público. Por otro lado, enredar y alargar el exilio emprendido para ver si en el entretanto la biología acaba con el problema no me parece una solución edificante ni para este caso, ni para otros –también casi dinásticos–, que están pendientes de sustanciación. La segunda cosa que tampoco merece la ciudadanía es que el Rey emérito acabe finalmente como lo han hecho su yerno y tantos otros politicastros de medio pelo, ladrones o defraudadores confesos, que se han apropiado y han dilapidado los recursos públicos amparándose en sus cargos de representación y sus influencias, arrastrando sus conferidas dignidades por el fango judicial y las letrinas de las prisiones, contribuyendo con ello al empobrecimiento del país y al descrédito de la vida pública y de las instituciones que hacen viable la sociedad democrática.

lunes, 3 de agosto de 2020

Hoy, paella

No seré quien meta la narices en el mundo gastronómico. ¡Vade retro! España es el quinto país del mundo con más estrellas Michelin, alrededor de 175, que la aúpan a la quinta posición del escalafón “neumático”, un ranking que encabeza Japón ¡quién lo diría! al que siguen Francia, Italia y Alemania, que nos preceden con sus respectivos, universales y estelares fogones.

Sin embargo, no sé si justificadamente, en mi caso comer apenas significa otra cosa que abonar el peaje que exige la supervivencia o, alternativamente, en concretas ocasiones, disponer de una oportunidad para estar con la familia y las amistades y disfrutar de su compañía y su afecto. Como otros muchos, tengo amigos cocineros y “cocinitas” y conozco a personas aficionadas a la gastronomía que saben apreciar sus indudables indulgencias. En algunas de nuestras conversaciones han defendido opiniones y convicciones al respecto con razonamientos contundentes, obviamente desde su punto de vista que no desde el mío. Diría, por resumir, que acostumbran a utilizar explicaciones alambicadas para justificar los enormes dispendios que requiere la elaboración de algunos de los menús afamados, que casi nunca me convencen, empezando por su precio.

A veces nos hemos enfrascado en farragosas diatribas en las que han argüido que alcanzar y mantener un estándar gastronómico relevante, además de justificarse per se, como elemento revelador de una cultura acreditada, contribuye a dinamizar el tejido económico y el empleo, incrementa la capacidad productiva, permite explorar vías para el desarrollo futuro y una plétora adicional de bondades casi indiscutibles. En ocasiones he llegado a pensar que tal vez no les falte razón a quienes piensan así. Sin duda inventar nuevos platos, elaborar menús disímiles u ofrecer guisos tradicionales con formatos innovadores revestidos de la parafernalia que demanda el consumo actual, más regido por las apariencias que por las sustantividades, confiere sentido y preña de razón algunos de los sentires y veredictos a que aludía.

Sin embargo, obviaré lo que consideran esas amistades sobre las bondades gastronómicas de los restaurantes con estrellas Michelin, las cada vez más devocionadas guías enológicas y la proliferación de escuelas de catas e incluso la reciente y vacua universalización de las aficiones culinarias (fenómenos masterchef, masterchef Jr, con las manos en la masa, vuelta y vuelta, atracón a mano armada, pesadilla en la cocina o en su punto, entre otros). Desde la inicial confesión de mi analfabetismo gastronómico optaré por referirme a la paella, tal cual, en sus propios términos. También en esta materia renuncio de antemano a alimentar la diatriba entre “neocentralismo” y “menfotisperiferia”, que podría dirimirse entre la paella valenciana –en tanto que elemento identitario/comunitario, o no–, versus los prolíficos arroces alicantinos, presuntamente heterodoxos. Recordaré, únicamente, que la paella no tiene denominación de origen, calificativo que solo se aplica a productos y no a recetas o elaboraciones. Lo que la extinta Conselleria de Agricultura y el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Valencia protegieron, allá por el 2012, fue el “arroz de Valencia”, que identifica su cultivo en la Comunidad Valenciana. En todo caso, lo que podría ser la paella, si algún día se acepta, es una “especialidad tradicional garantizada”, que incluye diez ingredientes básicos, que no son otros que pollo, conejo, “ferraura”, “garrofó”, tomate, arroz, aceite de oliva, agua, azafrán y sal. Bien es cierto que los más transigentes admiten que pueden adicionarse otros como el ajo, la alcachofa, el pato, el pimentón, los caracoles y el romero. Ciertamente, coinciden con los que asocia mi memoria a la paella. Con ellos, dos arriba o abajo, la elaboraba mi madre, que era una buena cocinera. De hecho, mientras vivió jamás me vio cocinar (ni lo hice) y, sin embargo, al decir de mi familia y de mis amigos más próximos, hace años que hago las paellas como ella. ¿Quién dijo que la enseñanza es un propósito intencional que induce per se el aprendizaje?

A veces hacer una paella transciende la intención gastronómica y se convierte en un acto marcadamente social capaz de vincular en un determinado tiempo y lugar a un grupo de familiares o amigos con el propósito de comer y profundizar la socialización. Si se dispone de un espacio al aire libre y con fogones la reunión casi adquiere un cariz de celebración. No abundaré en las opiniones sobre la leña idónea para cocer las paellas (naranjo, sarmientos, pino…), cada territorio defiende lo suyo que sin duda es lo mejor para el menester. Lo auténticamente relevante en este asunto es la cocción del arroz, ahí es donde se la juega quien hace la paella para intentar conseguir el punto exacto. Y para ello se hacen valer truquillos y estratagemas, secretos de familia y artimañas inconfesables. Cerraré este alegato aludiendo a los modernas ofertas arroceras (llámense Bomba, Sénia, Albufera…) que nos exoneran de algunos de estos apremios.

El mundo de la paella está rodeado de tópicos, de dimes y diretes que casi siempre responden a costumbres localistas. Destaco una de mi pueblo, ampliamente compartida, que es comerla con cuchara, tras situar la paella en el centro de la mesa, respetando los comensales el sector circular que corresponde a su posición frente a ella. Obviamente carne y caracoles, si están presentes, se comen con las manos. Sin embargo, nada de cuanto antecede sucede en mi casa, escenario heterodoxo por antonomasia. Primera heretodoxia: hoy he hecho una paella para una ínfima comunidad de tres, mi mujer, mi hermana y yo. Por tanto, socialización básica tras la inclemente pandemia. Segunda, la he hecho con un paellero que hago funcionar con una bombona de camping gas. No es lo que debe ser, pero mejora ampliamente la  placa de inducción. Tercera, nos la hemos comido emplatada, y no directamente, porque casi siempre hago más de la necesaria y la aprovechamos mejor. Pese a todo, la comensalía la ha calificado de excelente. Visto lo cual, mañana, que viene mi familia madrileña, repetiré la jugada. Original que es uno.