martes, 18 de agosto de 2020

Libros, tablas de salvación

Toda biblioteca es un viaje; 
todo libro es un pasaporte sin caducidad.
(Irene Vallejo, "El infinito en un junco”)

La historia de la humanidad es tan maravillosa como sorprendente. Cualquiera de nosotros, tras perfeccionar innumerables lecturas y aprendizajes, después de atesorar centenares de experiencias y lecciones de vida, creemos saber algo de ella. Y, sin embargo, con poca atención que prestemos a lo que sucede a nuestro alrededor, descubrimos facetas y ángulos de la realidad que nos sorprenden como si fuésemos muchachos imberbes.

Cuando allá por los años setenta estudiaba Geografía e Historia en la Universidad de Alicante escuché de boca de algunos de mis profesores algunos vocablos, escasamente inteligibles entonces que, años después, a través de lecturas más sosegadas, asocié con el programa político que activó la administración Roosevelt entre 1933 y 1938 con el triple objetivo de ayudar a las capas más desfavorecidas de la población norteamericana, reformar los mercados financieros y, finalmente, dinamizar la economía de aquel país tras la Gran Depresión originada por la crisis de 1929. Me refiero, entre otros, al llamado New Deal (Nuevo Trato), una iniciativa política marcadamente intervencionista que, ventajas e inconvenientes aparte, que de todo tuvo, incluyó proyectos ingeniosos. Uno de ellos fue el denominado Pack Horse Library Project que incidió especialmente en el estado de Kentucky y contó con el apoyo explícito de la señora Roosevelt. Para materializarlo se creó una brigada de bibliotecarias a caballo –no podía ser de otro modo en un territorio con semejante tradición en crianza y competición equina– que recorrió la franja este, una zona montañosa en plenos Montes Apalaches cuyos habitantes habían sido especialmente golpeados por la crisis y tenían escasa conexión con el resto de los Estados Unidos.

Kentucky ha sido tradicionalmente, y sigue siéndolo, un estado agrícola y ganadero, aunque en las últimas décadas las manufacturas industriales y el turismo tienen un peso creciente en su PIB. En los años 30 del pasado siglo, el proyecto mencionado para llevar la cultura a las zonas aisladas y desfavorecidas atrajo el interés de muchas bibliotecarias, estableciéndose en las poblaciones remotas un servicio de préstamo de libros a caballo. Además de atenderlo, las visitas de las singulares amazonas servían para difundir noticias y transmitir mensajes a las personas de las diferentes localidades, reduciendo su endémico aislamiento. Al principio, como sucede casi universalmente en los territorios mal comunicados, los lugareños recibieron el programa recelosos y escépticos, pero las gentiles y esforzadas bibliotecarias consiguieron vencer las resistencias e impulsar la demanda de libros y revistas, hasta el punto de verse desbordadas por las solicitudes en ciertas ocasiones. Algunas organizaciones locales participaron en la iniciativa con contribuciones dispares: lo mismo compraban nuevos libros que ampliaban la red de préstamos. El trabajo de las amazonas les exigía dedicación total cualquiera que fuese la época del año. Para atender los servicios comprometidos debían afrontar fríos, caminos en pésimo estado y dificultades formidables. Todo ello a cambio de un salario que apenas alcanzaba los 30 dólares al mes, que en la actualidad equivaldrían aproximadamente a unos 400.

Pese a tan cicateras retribuciones, a principios de la década de los 40 se habían sumado al programa alrededor de treinta bibliotecas que prestaban libros a unos 100.000 habitantes. En 1943 se cerró el grifo de la financiación y el proyecto finiquitó. Para entonces ya se había puesto en marcha un ambicioso plan de infraestructuras que había impulsado la construcción de modernas carreteras. De ahí que comenzasen a aparecer por los recónditos territorios de Kentucky los bibliobuses, esas bibliotecas ambulantes de larga tradición en los Estados Unidos que siguieron activas hasta bien entrada la década de los 50. En resumen, durante los ocho años que duró el Pack Horse Library Project fue una herramienta fundamental para promover la cultura y luchar contra el analfabetismo en estas áreas casi perdidas de un Estado en las que casi nadie podía ir a la escuela.

Cuando conocí la labor de las aguerridas bibliotecarias “kentuckyanas” no pude evitar recordar una iniciativa autóctona, también pionera y casi coincidente con aquella en el tiempo y en las motivaciones. Me refiero a las bibliotecas que promovieron las Misiones Pedagógicas por especial empeño de uno de sus fundadores, Bartolomé Cossío, para el que no había nada mejor que educar deleitando. De ahí el objetivo republicano de difundir por toda España el placer de leer. Por cierto, una pretensión que noventa años después sigue teniendo rabiosa actualidad. Marcelino Domingo, ministro de instrucción pública en los albores de la II República, advertía de que no era suficiente construir escuelas para asegurar el desarrollo cultural que España necesitaba sino que urgía divulgar y extender el libro. Además de dotar de escuelas públicas a todos los pueblos de España, reconocía que era imprescindible crear pequeñas bibliotecas rurales que despertasen el amor y el afán por la lectura, haciendo asequibles y deseables los libros y poniéndolos al alcance de todas las manos.

Para el ideal republicano la biblioteca podía llegar a ser un instrumento de cultura tan eficaz o más que la escuela. Muy especialmente en el medio rural, donde sus gentes, sobre todo las personas adultas, nunca habían ido ni tendrían oportunidad de ir a la escuela, ni de aprender a leer. Por ello, la lectura en voz alta de los misioneros y, después, de los hijos escolarizados de los campesinos, les abrirían las puertas de su imaginación y de otras realidades y les proporcionarían conocimientos que de otro modo nunca adquirirían, descubriendo el placer, no de leer, pero sí de escuchar lo que cuentan los libros en la voz de sus hijos. Los niños y jóvenes del mundo rural sí podrían experimentar por sí mismos el placer de la lectura porque descubrirían los tesoros ocultos en las páginas de los libros, dando rienda suelta a su imaginación y a su fantasía. Nada de todo ello sería posible sin una biblioteca escolar que sirviese de agencia de lectura pública y posibilitase el préstamo a todos los vecinos, fuesen niños o mayores, mujeres u hombres. La biblioteca rural iba a convertirse en un instrumento eficientísimo para lograr la máxima republicana de “acercar la ciudad al campo con objeto de alegrarlo, humanizarlo y civilizarlo”.

Más allá del atraso secular o coyuntural de cualquier territorio, la historia de la Humanidad está plagada de desdichas vinculadas a situaciones dramáticas y desesperadas (persecuciones religiosas, dictaduras sanguinarias, exterminios raciales…). Pero, como ha dicho Mónica Zgustova (Vestidas para un baile en la nieve), incluso en los abismos de la vida “somos criaturas sedientas de historias”. Probablemente por esa razón llevamos libros con nosotros, o dentro de nosotros, a todas partes; también a los territorios del espanto, como si se tratase de eficaces botiquines contra la desesperanza. De manera que abogo porque, como viene sucediendo en los últimos seis u ocho mil años (da igual el formato con el que se han revestido en cada época), los libros sigan ayudándonos a sobrevivir en las grandes, en las históricas catástrofes, pero también en las pequeñas tragedias de nuestras vidas.

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