No
seré quien meta la narices en el mundo gastronómico. ¡Vade retro! España es el quinto
país del mundo con más
estrellas Michelin, alrededor de 175, que la aúpan a la quinta posición
del escalafón “neumático”, un ranking que encabeza Japón –¡quién
lo diría!–
al que siguen Francia, Italia y Alemania, que nos preceden con sus respectivos,
universales y estelares fogones.
Sin
embargo, no sé si justificadamente, en mi caso comer apenas significa otra cosa
que abonar el peaje que exige la supervivencia o, alternativamente, en
concretas ocasiones, disponer de una oportunidad para estar con la familia y
las amistades y disfrutar de su compañía y su afecto. Como otros muchos, tengo
amigos cocineros y “cocinitas” y conozco a personas aficionadas a la
gastronomía que saben apreciar sus indudables indulgencias. En algunas de
nuestras conversaciones han defendido opiniones y convicciones al respecto con
razonamientos contundentes, obviamente desde su punto de vista que no desde el
mío. Diría, por resumir, que acostumbran a utilizar explicaciones alambicadas para
justificar los enormes dispendios que requiere la elaboración de algunos de los
menús afamados, que casi nunca me convencen, empezando por su precio.
A
veces nos hemos enfrascado en farragosas diatribas en las que han argüido que alcanzar
y mantener un estándar gastronómico relevante, además de justificarse per se, como elemento revelador de una cultura
acreditada, contribuye a dinamizar el tejido económico y el empleo, incrementa
la capacidad productiva, permite explorar vías para el desarrollo futuro y una plétora
adicional de bondades casi indiscutibles. En ocasiones he llegado a pensar que
tal vez no les falte razón a quienes piensan así. Sin duda inventar nuevos platos,
elaborar menús disímiles u ofrecer guisos tradicionales con formatos innovadores
revestidos de la parafernalia que demanda el consumo actual, más regido por las
apariencias que por las sustantividades, confiere sentido y preña de razón
algunos de los sentires y veredictos a que aludía.
Sin embargo, obviaré lo que consideran esas amistades sobre las bondades
gastronómicas de los restaurantes con estrellas Michelin, las cada vez más
devocionadas guías enológicas y la proliferación de escuelas de catas e incluso
la reciente y vacua universalización de las aficiones culinarias (fenómenos masterchef, masterchef Jr, con las
manos en la masa, vuelta y vuelta, atracón a mano armada, pesadilla en la
cocina o en su punto, entre otros). Desde la inicial confesión de mi analfabetismo
gastronómico optaré por referirme a la paella, tal cual, en sus propios
términos. También en esta materia renuncio de antemano a alimentar la diatriba
entre “neocentralismo” y “menfotisperiferia”, que podría dirimirse entre la paella
valenciana –en tanto que elemento identitario/comunitario, o no–,
versus los prolíficos arroces alicantinos, presuntamente heterodoxos. Recordaré,
únicamente, que la paella no tiene denominación de origen, calificativo que solo
se aplica a productos y no a recetas o elaboraciones. Lo que la extinta
Conselleria de Agricultura y el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Valencia
protegieron, allá por el 2012, fue el “arroz de Valencia”, que identifica su cultivo
en la Comunidad Valenciana. En todo caso, lo que podría ser la paella, si algún
día se acepta, es una “especialidad tradicional garantizada”, que incluye diez
ingredientes básicos, que no son otros que pollo, conejo, “ferraura”, “garrofó”,
tomate, arroz, aceite de oliva, agua, azafrán y sal. Bien es cierto que los más
transigentes admiten que pueden adicionarse otros como el ajo, la alcachofa, el
pato, el pimentón, los caracoles y el romero. Ciertamente, coinciden con los
que asocia mi memoria a la paella. Con ellos, dos arriba o abajo, la elaboraba
mi madre, que era una buena cocinera. De hecho, mientras vivió jamás me vio
cocinar (ni lo hice) y, sin embargo, al decir de mi familia y de mis amigos más
próximos, hace años que hago las paellas como ella. ¿Quién dijo que la
enseñanza es un propósito intencional que induce per se el aprendizaje?
A
veces hacer una paella transciende la intención gastronómica y se convierte en
un acto marcadamente social capaz de vincular en un determinado tiempo y lugar a
un grupo de familiares o amigos con el propósito de comer y profundizar la socialización. Si
se dispone de un espacio al aire libre y con fogones la reunión casi adquiere
un cariz de celebración. No abundaré en las opiniones sobre la leña idónea para
cocer las paellas (naranjo, sarmientos, pino…), cada territorio defiende lo
suyo que sin duda es lo mejor para el menester. Lo auténticamente
relevante en este asunto es la cocción del arroz, ahí es donde se la juega
quien hace la paella para intentar conseguir el punto exacto. Y para
ello se hacen valer truquillos y estratagemas, secretos de familia y artimañas
inconfesables. Cerraré este alegato aludiendo a los modernas ofertas arroceras
(llámense Bomba, Sénia, Albufera…) que
nos exoneran de algunos de estos apremios.
El
mundo de la paella está rodeado de tópicos, de dimes y diretes que casi
siempre responden a costumbres localistas. Destaco una de mi pueblo, ampliamente
compartida, que es comerla con cuchara, tras situar la paella en el centro de
la mesa, respetando los comensales el sector circular que corresponde a su
posición frente a ella. Obviamente carne y caracoles, si están presentes, se comen
con las manos. Sin
embargo, nada de cuanto antecede sucede en mi casa, escenario heterodoxo por
antonomasia. Primera heretodoxia: hoy he hecho una paella para una ínfima
comunidad de tres, mi mujer, mi hermana y yo. Por tanto, socialización básica
tras la inclemente pandemia. Segunda, la he hecho con un paellero que hago
funcionar con una bombona de camping gas. No es lo que debe ser, pero mejora
ampliamente la placa de inducción.
Tercera, nos la hemos comido emplatada, y no directamente, porque
casi siempre hago más de la necesaria y la aprovechamos mejor. Pese a todo, la
comensalía la ha calificado de excelente. Visto lo cual, mañana, que viene mi
familia madrileña, repetiré la jugada. Original que es uno.
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