Cada
vez leemos menos. La difusión de este breve texto aportará la enésima prueba de
ello pese a su ínfima relevancia. Tengo alrededor de 400 selectos amigos en
Facebook y sé de antemano que apenas la octava parte lo leerán. Subrayo lo de
selectos porque a todos los he sometido a escrutinio previo, pues antepongo la
calidad a la cantidad. De modo que lo que decía no es una impresión u opinión
subjetiva sino una constatación diría que irrefutable. Ni siquiera la pandemia,
esa dislocación existencial que, ilusos de nosotros, hemos llegado a imaginar
como una inusitada oportunidad para leer más de lo habitual, para completar
tareas que veníamos aplazando inmemorialmente, o para disponer de tiempo que
perder, en lugar de proporcionarnos ocasión para todo ello, muy contrariamente, ha contribuido a sumirnos en cierta indeliberada vaguería desencajando nuestros mejores hábitos lectores. Según aseguran ciertos expertos, ha logrado
empeorar la situación porque las preocupaciones y la desconcentración inducidas
por las espantosas noticias generadas por la enfermedad han diluido el interés
por la lectura. Podría decirse que, entre tantas otras cosas, la COVID-19 ha profundizado
la calamitosa situación en que se encontraba, especialmente la que concierne a
los libros. La pandemia ha impuesto el cierre provisional de las bibliotecas,
esos lugares a los que cada vez acuden menos estudiantes y ciudadanos para
satisfacer su afición por la lectura o colmar el placer de leer; ha contribuido
a desvanecer inveteradas costumbres como la de regalar libros por San Jorge; ha
clausurado sin siquiera inaugurarlas centenares de ferias del libro y miles de
actividades de animación lectora.
Ciertamente,
no subyugan las perspectivas. Resulta evidente que cada vez leemos menos a
diario: ni lo hacemos cuando viajamos en el metro, ni tampoco en la cama para
intentar conciliar el sueño. En las estaciones del ferrocarril y en las salas
de espera de las consultas de los médicos abrimos el libro mucho menos de lo
que lo hacíamos. El móvil o la tableta le han tomado el relevo abrumadoramente.
Los últimos informes sobre la lectura en España insisten en que aproximadamente
el 40% de los conciudadanos no lee un solo libro, con independencia de su
extensión o su temática. Una situación que afecta particularmente a los
adolescentes y a los jóvenes. Hasta el punto de que, para conseguir que lo
hagan, sus profesores establecen como obligatoria tal proeza y amenazan con que
ciertas preguntas de los exámenes aludirán a las lecturas prescritas. No sé si
existe peor manera de motivar a nadie por una tarea apriorísticamente gratificante. Desconozco si definitivamente –porque nada en la vida lo es– se
ha instalado entre los adolescentes la convicción de que, como disponen de
infinitas fuentes de información a través de Internet, los libros son innecesarios,
pues solo aportan visiones sesgadas y alicortas. Por el contrario, ignoran –simplemente
por inexperiencia– que su lectura continuada y reflexiva ayuda infinitamente más
que ojear incontinentemente fugaces y triviales mensajes y tuits en la tableta
o en el móvil. Leer libros, además de estimular la memoria y la imaginación,
incrementa el vocabulario, desarrolla el pensamiento analítico, potencia la
concentración y la empatía, favorece la expresión oral y la escrita. Dicho de
otro modo, leer es labor que contribuye decisivamente al éxito escolar y
académico, y también a cultivar la personalidad y a mejorar la condición de
ciudadano.
Me
produce una enorme tristeza visualizar al libro camino de la extinción. Quién
podía imaginar semejante destino para un bien que, como dice Emilio Lledó, “es
sobre todo un recipiente donde reposa el tiempo, una prodigiosa trama con
la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición
efímera, fluyente, que lleva la experiencia del vivir hacia la nada del olvido”
(E. Lledó, “Los libros y la libertad”). Cómo imaginar que se pierda la lectura
si, como asegura Antonio Basanta, “leer es siempre un traslado, un viaje, un irse
para encontrarse. Leer, aún siendo un acto comúnmente sedentario, nos vuelve a
nuestra condición de nómadas” (“Leer contra la nada”). O como pensar en
prescindir de los libros y las bibliotecas si, como refiere la joven creadora Irene
Vallejo, “toda biblioteca es un viaje y todo libro un pasaporte sin caducidad
[…], ¿acaso Internet no es sino una emanación, multiplicada, vasta y etérea de
las bibliotecas? (“El infinito en un junco”).
Qué
lástima que se pierda la lectura, aunque sea un poco, porque leer construye, como
alguien ha dicho, una comunicación íntima, una soledad sonora. ¡Ay los libros!,
esas extensiones de la memoria, testigos únicos, todo lo imperfectos y ambiguos
que se quiera, pero igualmente insustituibles de los tiempos y los lugares a
donde no llega el recuerdo.
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