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viernes, 29 de noviembre de 2024

Tras la catástrofe

Con la catástrofe llegó la miseria y la ruina. Ha transcurrido un mes desde que la última dana asoló 69 localidades valencianas, cobrándose 222 vidas humanas (lamentablemente las de otros seres quedarán reducidas a un mero número, resultado del cálculo estimatorio) y afectando gravísimamente a miles de viviendas, negocios, bienes y servicios. En suma, a la cotidianeidad de más de ochocientas mil personas residentes mayoritariamente en el área metropolitana de Valencia, aunque no solo en ella (Utiel, Requena, Chiva, Cheste, Gestalgar, Bugarra, Pedralba, entre otras, también están gravemente afectadas). Un mes que apenas ha dado para el nombramiento y la toma de posesión de sus cargos por parte de las personas, civiles y militares, que el President de la Generalitat ha escogido para gestionar la reconstrucción de la mayor catástrofe sufrida por nuestro territorio.

Siempre se ha dicho que las prisas son malas consejeras, aunque en este caso si algo demanda la enorme gravedad de la tragedia es celeridad y eficiencia en algunas de las respuestas. Es cierto que todo puede mejorarse y que si se toma como referencia la gestión de alguna calamidad anterior equiparable, como la riada de 1957, la pantanada de Tous (1982) o la última dana que afectó la Vega Baja (2019), se contrasta que las ayudas del Gobierno y las pretendidas soluciones se demoraron muchísimo, hasta el punto de que generaron alguna que otra crisis política en plena Dictadura, como la destitución del marqués del Turia, alcalde de Valencia (una secuela de sus reivindicaciones), o la posterior dimisión de Martín Domínguez, director del diario Las Provincias, para evitar las presiones gubernamentales sobre el periódico como consecuencia de sus opiniones. En cuanto a los afectados por la «pantanada», algunos damnificados octogenarios todavía hoy hacen frente a las reclamaciones del Instituto de Crédito Oficial (ICO), que les exige la devolución de los créditos que se les concedieron para reponer lo que destruyó aquella catástrofe.

En mi opinión, la magnitud de la tragedia actual, además de exigir la atención inmediata de las necesidades inaplazables (salud, alimentación, educación, ayudas, infraestructuras, actividad laboral...), obliga a examinar con rigor no exento de diligencia los riesgos que corremos, a reflexionar sobre sus potenciales efectos, a estudiar y difundir advertencias y recomendaciones a las instituciones y a la ciudadanía para que actúen rauda y eficientemente en situaciones de emergencia. Obliga, también, a acometer con celeridad actuaciones para minimizar el impacto de futuros fenómenos extremos sobre las vidas y los bienes.

Es una evidencia que el negacionismo climático –ideología que permeabiliza alarmantemente la economía, la política y la sociedad– contribuye a agravar los riesgos medioambientales, promoviendo las inhibiciones institucionales irresponsables que amplifican los efectos devastadores de estos fenómenos. Frente a esta realidad, gobiernos, instituciones y sociedad civil deberíamos reflexionar intensa y rigurosamente sobre el drama humano, la destrucción de infraestructuras, la interrupción de servicios básicos y la ruina de los medios de vida que conllevan catástrofes como las últimas inundaciones y otros fenómenos naturales. Deberíamos ser propositivos, exigentes y tenaces, pues el calentamiento global las hará cada vez más graves y frecuentes. Sería vivir de espaldas a la realidad no admitir que no corren buenos tiempos para un futuro prometedor del planeta Tierra, especialmente desde la perspectiva medioambiental. Solo hay que mirar las dificultades que ha debido sortear la 29ª conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP29), celebrada este mismo mes en Bakú (Azerbaiyán) con el lema «Solidaridad por un Mundo Verde», para alcanzar algunos acuerdos sobre la financiación climática y los mercados de carbono.

Más allá de que deberíamos preocuparnos por estos asuntos de alta política, que desgraciadamente se nos escapan a los ciudadanos pese a que nos afectan directamente, pues determinan las micropolíticas y las condiciones de vida en cualquier lugar del Planeta, nosotros, los valencianos, no deberíamos olvidar que las últimas inundaciones han causado estragos devastadores en el tejido social y en la vida personal de los afectados, golpeando con especial dureza a los colectivos más vulnerables, singularmente a las personas mayores, que representan porcentajes de población en los municipios afectados que oscilan entre el 20 % de Albal y el 40 % de Utiel. Un grupo social con ingresos bajos y medios y con altas tasas de enfermedades crónicas y discapacidades que dificultan muchísimo la recuperación de su cotidianeidad. No hace todavía un lustro que sufrieron más que nadie las consecuencias del Covid19 (recordemos las residencias madrileñas, por poner un ejemplo) y ahora deben soportar las consecuencias de las inundaciones. ¿Cuál será la nueva catástrofe que se cebará con el eslabón más débil de la estructura social, que paradójicamente incluye el segmento poblacional que más ha contribuido a la forja del estado del bienestar que hoy disfrutamos todos?

Este escenario crítico exige un análisis exhaustivo y multinivel de la tragedia: desde el impacto diferencial en los distintos grupos sociales hasta la evaluación del papel de las instituciones antes, durante y después de la emergencia. Es crucial examinar cómo está procesando la sociedad esta realidad ambiental en un contexto de creciente negacionismo en el debate público. Y las conclusiones de ese estudio, entre otras variables, deben orientar la redacción de un plan estratégico a medio y largo plazo que debiera redactarse inmediatamente, sin trabas burocráticas ni diatribas partidistas o gubernamentales, con una dotación generosa de recursos que acabarán siendo inversiones rentables. No caben las dilaciones ni las conductas torticeras e interesadas porque lo que está en juego tiene consecuencias dramáticas.

Es evidente que lo que se propone no es sencillo. Sería ingenuo no ser conscientes de que el área metropolitana de Valencia, y una infinidad de territorios del País Valencià, han sufrido un crecimiento desmesurado a todos los niveles, especialmente en las cinco últimas décadas, amparado en una planificación parcial e insuficiente, cuando no inexistente, que ha dejado el urbanismo en manos de los especuladores, a los que cada vez es más difícil controlar política y socialmente. No solo han construido y construyen en medio de ramblas y zonas inundables, sino que racanean y estafan en los aislamientos acústicos y térmicos de viviendas e instalaciones, en la protección frente a los seísmos, etc.

Por ello, uno de los recursos para hacer frente al crecimiento descontrolado y a las actuaciones irreversibles en el entorno medioambiental de los municipios tal vez sea recuperar (no sé muy bien cómo) la concienciación ciudadana que, en décadas anteriores, logró detener la destrucción de importantes espacios naturales como El Saler o La Albufera, el Peñón de Ifach, el Montgó o Les Illes Columbretes; y evitó que autopistas y aparcamientos ocupasen el antiguo cauce del Turia, por poner ejemplos conocidos de todos.

Actualmente, es una realidad que la despoblación interior y la concentración de la población en municipios y ciudades costeros o próximos a las grandes vías de comunicación son imparables por diversos motivos. Pero justamente ello, y lo que ha sucedido en las últimas catástrofes, exige un análisis riguroso de las poblaciones y sus entornos naturales para intentar encontrar un equilibrio razonable entre los intereses económicos a corto plazo y la calidad de vida de los ciudadanos, asumiendo que la superficie del territorio es la que es y que no se puede seguir depredando la naturaleza.

En concordancia con lo dicho por M. Ángel García Calavia en el editorial que publica este mismo mes la Revista Española de Sociología, entiendo que resultan imprescindibles las políticas medioambientales que busquen la sostenibilidad de las poblaciones, reduciendo primero y reponiendo después los déficits de todo tipo que les afectan (recursos hídricos, consumo energético, protección antisísmica, infraestructuras, movilidad, emisión de gases, etc.). Estas políticas, que a priori pueden parecer utópicas, deben incorporarse en los programas políticos municipales, autonómicos y estatales, cambiando radicalmente la concepción del uso del medio ambiente, secularmente sometido a los intereses económicos por encima de cualquier otra consideración. Y este cambio de enfoque debe asentarse en el convencimiento de los ciudadanos de que dañar el entorno y regatear los recursos que aseguran la protección y la seguridad de la gente es, también, contribuir a arruinar a los seres humanos que vivimos en él. Y cuando se ocasionan daños evitables, lo que procede no es sino actuar con contundencia, reparándolos con presteza, contribuyendo a minimizar sus consecuencias cuanto sea posible e identificando a los responsables y exigiéndoles las responsabilidades que corresponda.

Y todo ello son tareas y compromisos que nos atañen a los ciudadanos y a los políticos. Que no nos confundan quienes ingenua o intencionadamente ponen el foco en la vertiente técnico-profesional de las magnas reconstrucciones que exigen las catástrofes. Tales recuperaciones competen a las instituciones de gobierno y, en una sociedad democrática, deben someterse, como toda acción gubernamental, al control parlamentario y en última instancia al escrutinio de los ciudadanos. En mi opinión, concebir la gestión de esas titánicas reconstrucciones desde perspectivas personalistas o alejadas del normal funcionamiento institucional supone tomar una deriva que me parece ilegítima, inadecuada y peligrosa.


 

lunes, 25 de noviembre de 2024

Adiós, Amparín

Tienes noventa años, pero para mí sigues y seguirás siendo Amparín. Así te conocí y así te despido, con un diminutivo que no te hace justicia porque siempre has sido grande en profusos aspectos. Destacaré tu bondad y tu alegría, tu simpatía y cariño, tu laboriosidad no exenta de espontaneidad, y también tu amabilidad, honradez y optimismo. Podría alargar mucho, sin esfuerzo, el listado de tus cualidades. Por otro lado, bien mirado, llamarte Amparín tal vez fue la acertadísima manera que encontraron tus padres para cuadrar el círculo, distinguiéndote de tu progenitora y subrayando a la vez tu condición de primogénita. En todo caso, Amparo es un nombre que habéis contribuido a hacer grande madre e hija.

Hace dos años, cuando me avisaron de la partida de Emilia, imaginé sin fundamento que sería la tuya. Me equivoqué y comprobé de nuevo que en esto de marcharse no priman ni la antigüedad ni otros privilegios. Recordaba entonces y recuerdo ahora el último viaje que hicisteis a Gestalgar y también el magnífico día que compartimos. Fue en septiembre de 2016, apenas hace ocho años. Dije entonces que todavía me parecíais dos mujeres de mediana edad, ágiles y pizpiretas, gozando de una salud física y mental razonablemente buenas. Me alegró muchísimo contrastar que así era. Dije también en aquella ocasión que hacía tiempo que tenía asociados los conceptos de inteligencia emocional y resiliencia a vosotras, a mis primas Amparo y Emilia, aunque no de manera correlativa ni excluyente, y ni siquiera por el orden referido. Y no me equivocaba: os habéis ido las dos conservando hasta muy tarde la alegría y el optimismo de aquellas dos jóvenes con las que conviví en los años sesenta, que nunca perdieron el buen humor ni su proverbial capacidad natural para transmitir esos sentimientos a cuantas personas les rodeaban.

Amparo ha sido a lo largo de su vida una persona con inteligencia emocional, con sana autoestima y con muchas habilidades sociales. Alguien que ha percibido y exprimido la vida en positivo. Tenaz en su tendencia a encontrar siempre el lado bueno de las cosas, ha reivindicado sus convicciones y sus asuntos con énfasis y determinación, sin enredarse con ñoñerías y menudencias. Ha sido una de esas personas que van directamente al grano, sin subterfugios, ni tonterías, ¿para qué?, que diría ella.

Como le dije a tu querida hermana cuando se fue, en este tiempo que vivimos de tanto doliente adiós y tanta indeseada despedida, tomo prestados los versos de un poeta optimista como tú, Luis García Montero, para decirte con él que: 

Como la luz de un sueño,

que no raya en el mundo pero existe,

así he vivido yo

iluminando

esa parte de ti que no conoces,

la vida que has llevado junto a mis pensamientos...




domingo, 10 de noviembre de 2024

Una catástrofe, miles de dramas

En mi humilde opinión, doce días después de la catástrofe, todavía con el barro y los trastos haciendo inhabitables miles de casas e intransitables centenares de calles, parques y avenidas, inutilizando polígonos industriales y comercios, llenando solares y bancales de más de setenta municipios valencianos, no me parece que sea el momento oportuno para analizar las causas que desataron el colosal aguacero del 29 de octubre y tampoco para elucidar los errores que pudieron cometerse en la gestión de la catástrofe, identificar razonadamente a sus responsables y ajustar cuentas con ellos.

Son demasiados los dramas personales que exigen atención inmediata y muchísimo el trabajo que resta para ayudar a miles de personas a rehacerse y recuperar una mínima parte de sus pertenencias, que en algunos casos alcanzan hasta sus propias identidades. Es mucho el dolor existente y son incuantificables la incertidumbre y la desesperanza. Malas compañías para reflexionar y actuar con sabiduría y sensatez. Tiempo habrá para el sosiego y la reflexión, para el conocimiento y la exigencia fundamentada y justa. Desconozco si esta vez, contrariamente a lo sucedido en ocasiones anteriores, lograremos aprender algo de los estragos causados por la enésima catástrofe. Personalmente me conformaría con que ese aprendizaje asegurase un prontuario básico y compartido de medidas preventivas, asistenciales y educativas que coadyuven a que las personas podamos vivir y sobrevivir en un medio natural desequilibrado, que se resiste a doblegarse frente a las desaforadas conductas humanas y se rebela desbocándose cada vez más estrepitosamente.

Lo que ha arrasado las comarcas valencianas aguas abajo del río Magro y del barranco del Poyo es una monumental catástrofe, un desastre que ha desbordado la capacidad local de respuesta, generando un número inasumible de víctimas y dañando de manera brutal las infraestructuras e instalaciones existentes. Además de las 215 víctimas, las 78 personas desaparecidas y los 48 cuerpos que siguen sin identificarse a día de hoy, algunas estimaciones de los daños producidos por la riada señalan que son 190000 las personas y 4000 los edificios afectados, así como 1500 los kilómetros de carreteras y 100 los de ferrocarril dañados. En suma, estamos frente a un área de 530 kilómetros cuadrados anegada por las aguas con impactos diferenciados.

No solo los expertos, cualquier persona con una cultura elemental y/o mediana sensatez sabe que dar la respuesta adecuada a una catástrofe requiere la coordinación entre el personal y los medios de diferentes instituciones (bomberos, servicios de emergencia, sanitarios, fuerzas de seguridad, suministros, etc.), que deben actuar armonizadamente siguiendo planes preestablecidos y consensuados para intervenir de forma rápida y eficaz. Hoy me quedo con una aproximación sencilla al problema que, escalarmente, lo resume, explica y resuelve al menos sus consecuencias más dramáticas. Es la que ofreció y materializó una institución centenaria: la Universitat de València (UV).

La Universitat envió el lunes 28 de octubre, por la tarde, un comunicado a todos sus estudiantes anunciando la suspensión de las clases por la previsión de fuertes lluvias. Durante la mañana del martes, se acordó suspender toda la actividad docente, administrativa, investigadora y cultural en todos los campus e instalaciones universitarias. El aviso, que decretaba el nivel 3 de emergencia, llegó a las 12.00 del mediodía a toda la red del campus: 50.000 estudiantes, 3.000 trabajadores de personal técnico, administración y servicios de apoyo y más de 5.000 profesores.

Esto sucedió así porque la UV cuenta con su propio comité de emergencias, coordinado con los servicios autonómicos y un sistema de alerta propio que tiene cinco niveles: desde el cero, que corresponde a la normalidad, hasta el último, que comprende la evacuación inmediata de las instalaciones. La adopción de los niveles está vinculada al sistema de emergencias de la Generalitat, a los avisos de AEMET y a las alertas municipales en cada municipio donde hay campus. De ese modo puede haber un nivel diferente para cada uno de ellos en función de las circunstancias del territorio en que se encuentre. Este comité se creó hace cinco años y está integrado por un equipo multidisciplinar (servicios esenciales para el funcionamiento y seguridad de la universidad y de prevención de riesgos, responsables de docencia, profesorado y personal directivo). Se constituyó pensando en las emergencias por lluvias y las decisiones se adoptan en función de la meteorología, del estado de la red viaria y de los sistemas de transporte, además de la infraestructura de la UV. El equipo de dirección explica que el principio de actuación es el análisis de la situación y la valoración del riesgo en concordancia con criterios de prudencia y de seguridad de las personas. Siempre se actúa con un día de antelación. Y en este caso, los avisos a los alumnos y a todo el sistema universitario fueron fundamentales para evitar males mayores.

De modo que, insisto, creo que ahora lo que toca es atender lo urgente y mañana se acometerá lo necesario. Sin prisa y sin pausa. Eso sí, sin ninguna cortapisa para llegar hasta el fondo del asunto que no es otro que terminar de enterrar a las víctimas, salvar cuantas vidas sea posible, asegurar la supervivencia y el razonable bienestar de las personas afectadas, ayudarles a rehacer sus viviendas, sus negocios y economías, contribuir a reparar cuanto antes los daños en las infraestructuras y los bienes, normalizar la situación al máximo y prever con planes de contingencia las actuaciones y mecanismos para afrontar futuros episodios catastróficos, que no me cabe la menor duda que volverán, pues así lo demuestra la historia.

Obviamente, esta secuencia de actuaciones debe acompañarse de otras intervenciones decididas, tanto a través de las movilizaciones ciudadanas como por iniciativa de los particulares y los poderes públicos, para que los responsables de los errores, irresponsabilidades y dejaciones que se hayan cometido en la gestión de la catástrofe no eludan ni el escrutinio público, ni la acción de la justicia. A todos ellos debe exigírseles las responsabilidades políticas, penales, administrativas y civiles que corresponda, con oportunidad, determinación y rotundidad. Y ello debería hacerse con la mayor inmediatez para alcanzar los dos fines principales de la justicia: restituir a las víctimas y a los perjudicados sus legítimos derechos y reprobar las conductas inadecuadas, castigándolas y afeándolas públicamente para que los ciudadanos aprendamos la lección en cabeza ajena.



domingo, 18 de septiembre de 2022

Siempre estarás conmigo

Domingo, 18 de septiembre. Poco más de las diez de la mañana. Suena el teléfono. Veo la procedencia de la llamada e intuyo las malas noticias. Es mi sobrina Begoña, desde Chiva. Casi sin dejarla hablar, le espeto: —La tía Amparín. Y me responde: —No, la tía Emilia. Siento un mazazo atroz, por inesperado. Me rehago como puedo y recuerdo de inmediato nuestra última conversación telefónica durante los bochornosos días de julio. Todo estaba en su sitio, como casi siempre. Sin embargo, en apenas un par de días, Emilia ha emprendido su viaje definitivo cuando apenas rebasa los ochenta y un abriles. Y lo ha hecho como ha afrontado todas las cosas en la vida: con talante, ligerita de equipaje, dando poca faena y haciendo escaso ruido. ¡Qué grande has sido, querida Emilia!

Siempre he percibido que lo que me unía a ti eran lazos afectivos similares a la hermandad, quizá uno de los vínculos más sólidos y perdurables de cuantos trabamos los seres humanos. Sabes que fraguamos esa relación durante el quinquenio que viví en tu casa, en el horno de tu padre, durante la década de los sesenta. Si bien es cierto que cronológicamente nos separa algo más de una década, desde el inicio de nuestra relación percibí en ti la cercanía que experimentan las personas con sus hermanos mayores. No nos unía la sangre, pero siempre te he considerado casi como una hermana, que he querido y quiero intensa y fraternalmente.

Son decenas las anécdotas, vivencias y emociones que podría enumerar en esta apresurada y breve exégesis de una persona esencialmente sencilla, familiar, cercana y rebosante de valiosos atributos: afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, optimista, competente, inteligente, bondadosa… Todo lo bueno cabe en el perfil de Emilia. Pero si algo merece destacarse de su entidad personal es su enorme resiliencia. Ha logrado compendiar, como pocos, la capacidad de adaptarse a la adversidad, de reflotar, tras experimentar profusas dificultades y angustias. En mi opinión, Emilia ha sido un ser esencialmente resistente, una persona que ha vivido una existencia dura, con demasiados sinsabores, exigencias y renuncias, con abundantes reveses y con mucho trabajo. Nada de ello ha logrado borrar la sonrisa de su boca «corachana», de labios carnosos y sensuales. La misma que en los años sesenta iluminaba el dulce rostro de quien entonces era una jovencita enamorada y feliz.

En este tiempo que vivimos, de tanto doliente adiós y tanta indeseada despedida, tomaré prestados los versos de otro afligido optimista, García Montero, para decirte que: 

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...

[…] 

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Y en ello persistiré, querida Emilia, porque siempre estarás conmigo







 

miércoles, 10 de febrero de 2021

Adiós, madrina

El escriba Ptahhotep, visir de uno de los faraones de la V dinastía, es autor del contenido de unos de los primeros textos de la literatura del Antiguo Egipto, las conocidas como Instrucciones, Máximas o Enseñanzas de Ptahhotep, que recopiló su nieto, Ptahhotep Tshefi, en torno al año 2450 a. de C. usando la escritura hierática. Se trata de una colección de proverbios morales, con forma de consejos e instrucciones, que da un padre a su hijo. Una de las copias más antiguas, el Papiro Prisse, se guarda en la Biblioteca Nacional de Francia y en él se lee: 

“Pasan los años, ha llegado la vejez, viene la fragilidad, la debilidad crece. Uno duerme todo el día, como los niños. Se enturbian los ojos, los oídos ensordecen. Con el cansancio disminuye la fuerza, la boca, silenciada, no habla; el corazón, vacío, no recuerda el pasado; duelen los huesos; lo bueno es malo; se ha ido el gusto; lo que los años le hacen a la gente es malo en todos sentidos.

No te vanaglories de tu conocimiento, ni te enorgullezcas porque eres un sabio. Toma consejo del ignorante del mismo modo que del sabio, pues no se han alcanzado los límites del arte, ni existe un artesano que haya adquirido su perfección. Observa la verdad y no la traspases, que no se revele el desahogo del corazón. No calumnies a gente alguna, grande o pequeña. Es de lo que abomina el ka (la fuerza vital)” 

De entonces acá han transcurrido 4500 años y la vida y la muerte han cambiado notablemente. Diría que de manera radical en algunos aspectos, especialmente en el último siglo, cuando la esperanza vital de las personas ha crecido más que durante todos los milenios anteriores. De hecho, se ha duplicado en lo que es apenas un abrir y cerrar de ojos considerado desde la perspectiva del conjunto de la evolución de la especie. Por tanto no debe extrañarnos desconocer tantas cosas sobre la vejez. De algún modo podría decirse que es algo nuevo, y hasta que resulta paradójica. Digo esto porque, según revelan ciertos estudios científicos, el estrés, la preocupación y la angustia disminuyen con la edad. Los sociólogos denominan a este fenómeno la paradoja de la vejez, que no es sino una sugerente incongruencia que cuanto más intenta negarla la ciencia más evidencias encuentran a su favor los científicos. Ello no debe llevarnos a la deducción simplista y absurda de que la gente mayor es feliz, sin más. No obstante, se ha demostrado que en general está de mejor ánimo que los jóvenes, aunque también es más propensa que ellos a experimentar altibajos emocionales, sintiendo tristeza y felicidad a la vez, o siendo presa del conformismo y la desesperanza a la par. Algo que ejemplifican como pocas cosas las lágrimas que a veces se nos escapan cuando hablamos, abrazamos o sonreímos cariñosa y/o esperanzadamente a un familiar o a un amigo. Las personas mayores probablemente aceptamos la tristeza con mayor naturalidad que los jóvenes porque resolvemos de mejor manera los conflictos emocionales. 


Sin embargo, la paradoja por antonomasia de la vejez la concreta el reconocimiento universal y expreso de que no viviremos eternamente; una constatación que altera positivamente la perspectiva existencial. Cuando somos jóvenes contemplamos el horizonte vital como algo lejano e incierto, lo visualizamos como una especie de inmenso territorio que incita a su exploración, que motiva a acopiar información que nos ayude a completar un recorrido que ansiamos largo y fructífero, con riesgos evidentes de los que somos relativamente conscientes. En esa perspectiva llegamos a pensar que si finalmente las cosas no llegan a funcionar siempre habrá un mañana esperándonos. Sin embargo, a partir de los cincuenta/sesenta difícilmente nos aventuramos con esa especie de citas a ciegas. 

Sirva este largo preámbulo para enfocar mi breve y sentida despedida a Amparo Corral, cuyo definitivo adiós, esta misma mañana, pone fin al linaje que inauguró su padre Antonio, que conjuntamente con su esposa Amparo dejó una fructífera cosecha de mujeres Amparo, Fina y Pura con las que sorprendentemente se agotó la dinastía, pues no hubo descendencia que asegurase su continuidad. Como he dicho en otras ocasiones, la casa de mis tíos fue un hogar donde imperó el toque femenino, una morada enseñoreada por las mujeres y bien gobernada por una magistral matriarca, cuyo rol, cuando desapareció siendo ya nonagenaria, heredó su primogénita desempeñándolo con innegable solvencia hasta hace apenas nada.

Con la marcha de Amparín, también nonagenaria, se apagan las luces de un linaje al que nadie auguraba tanta brevedad. Sin embargo, fortuitamente, la secuencia fundió a negro desapareciendo paulatinamente de la pantalla en absoluto olvidándose centenares de vivencias, anécdotas, recuerdos… tantas cosas, en tantos escenarios, durante tanto tiempo. Se apagaron las palabras, se perdieron las miradas que sirvieron para transmitir efímeramente proyectos de vida, ilusiones, sueños, decepciones, afectos y desafectos… Se impuso el ineludible silencio que ahora cruza los recuerdos y los apegos desgranados sordamente a ritmo de blues, reiterados y amalgamados con el machacón patrón de los doce compases. Sobreviene la deriva melancólica, la sororidad de una existencia señera, las pulsiones emocionales trabadas, metabolizadas…, apuntando inútilmente a quienes se fueron,  envolviendo contumaces y apelantes a quienes aún permanecemos lejos de las viejas fotografías.

La partida de Amparín no nos desgarra, como sucedió con las de sus hermanas. No lo hace porque se va naturalizadamente, a su tiempo, aunque jamás parezca que sea el tiempo de morir. Su partida nos deja en paz porque se va como fue: discreta, contenida, digna. Y esa es la grandeza de la vida: vivirla y despedirla en plenitud, desde el principio hasta el final, gozándola a raudales, contenida o desaforadamente, como cada cual ansíe, o elija.

Quiero subrayar una idea que es más bien una constatación estadística argumentada científicamente: la vejez aporta algunas mejoras significativas a nuestras vidas. Atesora más conocimiento, más experiencia y propicia el perfeccionamiento de ciertos aspectos socioemocionales. Según indicadores y evidencias acreditados es incuestionable que la mayoría de las personas mayores somos felices, al menos más que la gente de mediana edad y que los jóvenes. Todos los estudios que conozco llegan a la misma conclusión. Y si es así, ¿por qué pensar que Amparín, que vio desfilar a tantos conciudadanos, a tantos parientes y amigos, que enterró a sus padres y a dos hermanas más jóvenes, sea la excepción de esa regla?

Querida Amparo, sé que fuiste feliz a tu manera y con ello me basta. Que la tierra te sea leve, madrina.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Que veinte años no es nada

Entre las miles de cosas que nos recuerda diariamente Facebook, hoy, una de sus entradas testimonia que hace veintiún años nos dejó mi primo Fernando Corral. Lo rememora con una espléndida fotografía la segunda de sus hijas, una persona que percibo afable y cercana, como lo son cuantas conforman su familia. En esa foto, Fernando aparece como cargando un pino sobre sus espaldas, uno de los que probablemente pueblan la cuesta del Castillo de su pueblo, Chiva. Aparece en la instantánea joven y poderoso, todavía con la cabeza poblada de cabellos. Incluso me parece adivinar que ya luce el bigote que siempre le acompañó.

Mi primo Fernando era un personaje excepcional. Tengo multitud de anécdotas compartidas, aunque me limitaré a recordar solamente algunos retazos de nuestra relación. Cronológicamente, el primero en el tiempo alude a un diccionario (francés-español, español-francés), que él había utilizado en sus estudios y que me regaló para que hiciese lo propio en los míos, cuando yo cursaba bachillerato en Chiva. Un pequeño y abultado volumen en el que, además de estampar su rúbrica en las primeras páginas, grabó sus iniciales en el lomo para que quedase constancia de su propiedad. Lo utilicé en su día y allí lo tengo, en un lugar destacado de mi casa de Gestalgar, haciéndome evocarlo cada vez que me siento frente a la estantería en que reposa.

Pero, ¿qué es un diccionario? Apenas nada, aunque para mí el que menciono signifique muchas cosas. A Fernando hay que recordarlo por otras importantes razones. Gracias a su familia, la mía se desplazó a Alicante. Fueron ellos, Fernando y Alfredo, mis primos, quienes facilitaron que encontrásemos un puesto de trabajo para mi padre cuando enfermó y no le quedó otra alternativa que abandonar su profesión de siempre, la agricultura, para incorporarse a un trabajo sedentario que, en este caso, no pudo encontrarse en otro lugar distinto de Alicante. En aquellos años 60, COBENSA, una empresa participada por la familia Corral, había emprendido numerosas promociones en la ciudad y pueblos aledaños. Fernando solía desplazarse prácticamente todas las semanas desde Valencia para supervisar las obras. Si no recuerdo mal, venía en un flamante Seat 1500 de color crema. En más de una ocasión, aprovechando sus visitas, volví con él a Valencia y a Chiva, e incluso hasta Gestalgar. Retengo detalles aislados de aquellas conversaciones en las que, como persona adulta y buen familiar, me ofrecía buenos consejos y recomendaciones para mis estudios y mi desarrollo personal. Pero lo que recuerdo con mayor nitidez son alguna de sus consejas, que nunca he dejado de tomar en consideración. En una de ellas me decía que en los viajes debía parar en los bares, ventas y restaurantes donde viese aparcados muchos camiones porque allí se solía comer bien y barato. Una máxima que probablemente le enseñó su padre, mi tío Fernando, que creo que la aplicaba a rajatabla. Tan es así que fue persona que jamás pisó un bar, salvo para asistir a alguna celebración de bautizo, comunión o boda de sus hijos y nietos.

Efectivamente, todavía retengo en mi retina retazos de uno de esos viajes. Yendo desde Alicante a Valencia, justo la entrada de Gata de Gorgos, a la izquierda de la carretera había una venta repleta de camiones y paramos allí. Ese día había para comer judías blancas con chorizo e hígado a la plancha. Mi primo decía que aquello era un menú inmejorable porque aportaba energía y hierro. Por mi parte, estaba frente a uno de los peores menús imaginables. Sin embargo me convenció, me lo comí y, después, he agradecido centenares de veces la lección que me dio sin pretenderlo. 

Son muchas más las anécdotas que recuerdo. Además de campechano, Fernando tenía un carácter jovial, bromista y ocurrente. Era persona que, como su padre, hablaba a una velocidad endiablada. O le que prestabas atención o te perdías la mitad de las cosas que decía. Era, adicionalmente, un ser hiperactivo que movía sus manos a la misma velocidad que su boca. Lo imagino dándole cariñosas palmaditas en el culo a nuestra tía abuela María la Corachana, cuando ya era septuagenaria, sin que se molestase jamás porque lo hacía tan espontánea y cariñosamente que era imposible que nadie le echase cuentas. Era increíble la habilidad que tenía para, en el mejor sentido de la palabra, “ponerle la mano encima” a cualquiera que se le pusiese a tiro.

Recuerdo a mi primo Fernando visitando sistemáticamente a nuestra común tía Carmen, cuando durante los últimos años de su vida la ingresamos en la residencia de San Antonio de Benagéber. Semana tras semana se personaba allí para hacerle la visita de rigor, interesarse por su estado y asegurarse de que todo estaba conforme a lo que correspondía. Fernando no solo era persona de profundas convicciones religiosas, sino que practicaba muy activamente sus creencias. Y eso, entonces y ahora, es rara avis y, desde luego, una actitud y un comportamiento más que loables.

Recuerdo la última vez que vi en pie a mi primo. Fue en su chalet de la cuesta del castillo de Chiva. Era verano, ya estaba bastante desmejorado y vestía un atuendo de estar por casa, como correspondía a la situación en que se encontraba. Incluso en esas lo vi entero, tal cual era, dispuesto, hecho un señor, que es lo que realmente fue siempre. Un caballero como la copa de un pino, igual que el que parece cargar en la fotografía. Larga vida en nuestro recuerdo, querido Fernando.

lunes, 13 de mayo de 2019

Yo lo vi así

El sábado por la mañana me desperté en Gestalgar. Lo hice con las luces del alba tras dormir extraordinariamente bien, arropado en algunos de los añejos y heredados embozos que visten los todavía más vetustos tálamos en los que también descansaron mis padres y mis abuelos. Como suele suceder cuando regreso al pueblo, me acosté disfrutando del atronador silencio que habitualmente se cierne sobre él cuando cae la noche. Solo de vez en cuando, en estos primeros compases de la primavera, los gorjeos encadenados de las golondrinas, que parecen no querer abandonar su particular duermevela, asidas a los cables eléctricos próximos a las farolas del alumbrado público, ofrecían un singular parloteo musical que me arrulló hasta que, definitivamente, me olvidé de cuanto me rodeaba y me abandoné en los brazos del sueño.

Me desperté sintiendo el gusanillo que me aguijoneaba desde hacía algunas semanas, concretamente desde que Mercedes Saus anunció la convocatoria del encuentro para el 11 de mayo. Me preparé el desayuno y me dispuse a disfrutarlo sentado en una pequeña mesa del comedor de casa, justo enfrente de una estantería en la que desde hace algún tiempo reposa un portarretratos que conserva una vieja fotografía en blanco y negro que me regaló un amigo. Allí estamos, formados, como si de un equipo deportivo se tratase, seis amigos de la infancia. La fotografía carece de fecha, pero no es difícil deducir que esos imberbes muchachos no debían sobrepasar los doce o trece años cuando alguien los retrató, probablemente con motivo de alguna boda o celebración familiar. Puede aventurarse que ello debió suceder allá por los años 64 ó 65.

Tras el desayuno, completamos las rutinarias tareas domésticas y un par de recados. Antes de ir a buscar el coche, me preparé otro café y volví a reparar en la aludida fotografía. Fijé la mirada sobre mi propio rostro, escudriñé mis ojos adolescentes –que ya se escondían tras las insoslayables gafas– y me reencontré con ellos. Hasta el punto de que, imperceptiblemente, comencé a mirar a su través. Así, con esa mirada puberal, recorrí la distancia que me separaba del coche, lo puse en marcha y enfilé la carretera CV-379. Apenas había recorrido un par de kilómetros cuando me crucé con los primeros ciclistas, que descendían como centauros por las pendientes de una vía sinuosa y abrupta, que conozco como la palma de mi mano a fuer de recorrerla decenas de veces en bicicleta, cuando era un simple camino de carro, sin asfaltar. Veía venir a los imaginarios jinetes cabalgando sus monturas de grafito, acero, aluminio, fibra de carbono o titanio y me recordaba a mí mismo montado sobre una rubicunda BH eibarresa, de puro hierro, que me regaló mi padrino Manolo Corachán, atacando en frías madrugadas invernales, repletas de penumbra y silencio, las mismas pendientes, que entonces no tenían asfalto sino que se ofrecían descarnadas y agrestes.

Entretenido con mis pensamientos, que cuestionaban abiertamente el mérito de los actuales ciclistas imaginándolos a los lomos de las ferreñas monturas que otros manejamos, sin apenas apercibirme, había remontado el barranco de los Rehoyos y sobrepasado las partidas de la Casa del Cura y la de Suay, lanzándome a tumba abierta hacia el barranco Escoba para, desde allí, encarar la subida hasta El Collao, alcanzar la divisoria de los términos y enfilar el leve descenso existente hasta Urrea, para continuar desde allí unos minutos y alcanzar los arrabales de Chiva. Una vez en el casco urbano, entré por la Estación y, antes de girar hacia la izquierda para tomar la calle Ramón y Cajal, eché una mirada hacia el oeste. Recordé el Armajal, a mi tío Antonio y a mis primas, que se fueron. Y en ese punto retomé los anteojos de la edad y me cambió la mirada. Fui a visitar a mi prima Amparo para compartir con ella algunos buenos recuerdos con su hermana Fina, que se fue hace pocas semanas. Poco después me encontraba transitando por la calle del Dr. Lanuza, en su confluencia con la del Dr. Nácher cuando me tropecé fortuitamente con Aniceto Tarín, con el que me entretuve departiendo amistosamente unos breves minutos porque era ya inaplazable concurrir a la cita que teníamos en la Plaza.

Allí, en las inmediaciones del restaurante Los Patos, cuando pasaban pocos minutos de la una, charlaban distendidamente algunos de los que fueron mis compañeros y compañeras en el Colegio Libre Adoptado Luis Vives. Conforme me acercaba a ellos empecé a reconocer a algunos: a Mercedes y a Pili Saus, a Mari Carmen Tarín y a mi primo Bernardo Corachán. A todos hacía relativamente poco que los había visto. Mucho más me costó reconocer a Marisa P. Boullosa y a Tere Ferrer, lo mismo que a Manolo Torreto, a Emma o a Juan Antonio. Pero, en cuestión de segundos, volví a ponerme en modo “ojos adolescentes” y recobraron sus privativas morfologías, obviamente puestas al día mediante una regresión instantánea de cincuenta y tantos años. Estuvimos reconociéndonos mientras esperábamos a quienes todavía no habían llegado: Eduardo Guillén y Manolo Silvestre, con sus respectivas bonhomías y Pepe Cacho, un vendaval imperecedero que ya dura más de sesenta años. Mientras despachábamos las primeras cervezas y refrescos fuimos repasando anécdotas y recuerdos. Echamos de menos a quienes hoy no pudieron venir: a Pepe Arrastey y a Bienve Valencia; a Silvia Lacalle, a José A. Castellote y a Pili Codina; a los Juanvis Muñoz y Hernández; y a José Vicente García y Alfredo Soria. Y, entre otros, también a Juan Morea, que pasó por allí circunstancialmente. Aludimos a otros que por desgracia se fueron definitivamente: Pinazo, Margós, Fénech, Toni el del Ordinario, Paco Ramos... Incluso recordamos que hemos perdido la pista de gentes como Rosa Matilde, César y María Luisa Blanes o Merche. ¡Qué verdad aquella de que el tiempo y la memoria no perdonan! Tiempos para el recuerdo y las pequeñas nostalgias, ¿por qué no? Recuerdos de escarceos, aventuras y desventuras en el tiempo que nos tocó vivir. Escenarios de nuestras vidas pretéritas en el Colegio y en sus proximidades. Hazañas imaginadas y/o reales sucedidas en el día a día y en los viajes a la Vall d’Uixò y a Cullera, a Madrid y Barcelona. Anécdotas, devaneos, vivencias que recordamos con cariño, e incluso con cierta melancolía.

Así, entre comentarios y remembranzas, nos fuimos disponiendo en torno a la mesa que nos habían preparado en la terraza del Restaurante Los Patos. Un espacio espléndido en el que dimos buena cuenta de un excelente menú a base de patatas bravas, calamar patagónico a la plancha y ensalada de ventresca, a los que siguió un plato principal, que para unos fue solomillo al foie y para otros dorada al horno. Postres, bebidas y cafés remataron un menú excelente, a un mejor precio, si cabe. Sin duda, la proverbial capacidad que tienen las mujeres para rentabilizar los recursos volvió a ponerse de manifiesto. ¡Gracias Mercedes!

Como he dicho en alguna otra ocasión, a estas oportunidades que nos da la vida de reencontrarnos con quienes de una manera u otra nos han acompañado durante su transcurso yo les llamaría, simbólicamente, tiempos de cerezas y afectos, porque son ocasiones para los abrazos sentidos y para las miradas cómplices, comprensivas y expresivas. Miradas profundas, de ojos sensibles entre párpados arrugados. Miradas verdaderas, que dicen mucho más que las palabras, porque nunca mienten. Son espacios para las tertulias improvisadas, con muchos temas y sinfines de preocupaciones. Quizá demasiadas cosas para abordar en tan poco tiempo. Diálogos a una, a dos y hasta a tres bandas, filosofía de la cotidianidad, recuerdos adobados con imaginaciones benévolas y azucaradas. En suma, un gozo que debe repetirse periódicamente. Tal vez estaría bien convocarnos cada primavera.

Yo lo vi así. Seguro que otras u otros visteis más y hasta menos cosas, y algunos incluso pensarán que vaya imaginación que tenemos otros. En todo caso, fue un placer tenernos cerca de nuevo y disfrutarnos. Quiera el destino que estos encuentros se prodiguen. Me emociona comprobar que aunque hayamos pasado media vida sin vernos, parece como que hayamos estado siempre ahí, los unos con los otros y para los otros. Salud, mucha salud, queridas amigas y amigos.

viernes, 19 de abril de 2019

A Fina Corral, in memoriam

La consideración del tiempo como variable es algo que hace muchos años intentaron enseñarme algunos de mis profesores, aunque dudo si logré aprender entonces tal concepto. Su significado en tanto que magnitud que puede tener un valor cualquiera de los comprendidos en un conjunto es asunto que tardé en digerir algunos años más. Y todavía debieron transcurrir muchos otros para que lograse percatarme de que a veces el ingrávido nexo que nos une con la línea del tiempo es algo tan consustancial a los seres vivos como el parentesco.

Ayer por la noche me llamó mi prima Emilia Corachán para decirme que había fallecido otra prima común: Fina Corral. Su llamada obedecía, sin duda, al conocimiento que tiene de los inextinguibles vínculos afectivos que nos han unido a lo largo de los años, que tanto ella como sus familiares más próximos comparten. En otras ocasiones he aludido a ambas y a sus respectivos linajes, a los que me conecta el afecto imperecedero que me vincula a la estirpe familiar chivana, que engloba desde la tía María la Corachana (tía que fue de todos los “Corachanes” y “Corrales”), a mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Y tras ellos a mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y a la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. Y después de ellos, a sus descendientes, aunque debo reconocer que con estos, como es natural, tres o cuatro generaciones después, los vínculos se han diluido en la mayoría de los casos.  Sin embargo, como decía, pese a los años transcurridos, todos hemos participado de una ligazón familiar activa, naturalizada, intensa y seguramente poco común. Más allá de situaciones coyunturales o de anécdotas fortuitas, el vínculo parental ha permanecido vigoroso, manteniéndose la trabazón consanguínea y atávica, que encuentra su expresión en una confraternidad admirable de la que participamos los parientes que sobrevivimos, que nos hemos esforzado en conservarla y alimentarla, me parece que tanto consciente como inconscientemente.

No me cabe duda de que uno de los asuntos a los que históricamente he asociado primordialmente a mi tío Antonio Corral y su familia es el Torico. Él y su hermano Fernando eran primos hermanos de mi padre, maestros de obra y residentes en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares. Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus fiestas, especialmente las del Torico. Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa, la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente el toque femenino. Seguramente contribuía singularmente a ello la condición de modista de la más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que aprendían a coser.

En aquella casa todos se esforzaban para hacerme grata la estancia. Allí conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo, un artilugio excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron su manejo en un frondoso patio que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas. Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa, horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les murió in illo tempore, cerrando la singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron.

Hoy ha abandonado definitivamente esa morada mi prima Fina, aunque ciertamente ya lo hizo hace tiempo cuando, incomprensiblemente, se apagaron progresivamente las luces de su entendimiento. Sigue así los pasos a su hermana Pura, de la que nos separó hace ya muchos años el maldito bicho que arrasa la humanidad. Y lloro nuevamente a Fina, como lo hice cuando pasé por su casa a visitarla y ya no la encontré allí. El insólito contacto que tomé con ella y las  confidencias de su hermana Amparo me dolieron como me duele hoy haber perdido definitivamente a una persona, familiar y cercana, con tantos y tan excelentes atributos: guapa, tierna, afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, comprensiva, optimista, competente, afectuosa, inteligente, bondadosa… ¿Qué no se podría decir de mi querida Fina?

Pero al mismo tiempo que lloro me siento afortunado por haber coincidido con ella en el tramo de la línea del tiempo que hemos compartido. Me alegra recordarla y volver a tomar conciencia de que hemos aprovechado el breve intervalo de nuestras vidas para intentar entender del mejor modo posible los fenómenos y las cosas que nos han rodeado, para aprender a querernos y a querer a las personas que hemos tenido a nuestro alrededor, para sentirnos fraternal y comprometidamente miembros de la gran familia que es la humanidad. Descansa en paz, Fina. Que la tierra te sea leve.

domingo, 24 de junio de 2018

Por qué necesito la amistad

La felicidad ha sido un preocupación recurrente de la humanidad y lo sigue siendo en la actualidad, no en vano todos porfiamos por lograrla aunque desconozcamos cómo hacerlo. A lo largo de la historia se ha filosofado mucho sobre ella. Hoy, sin embargo, se va más allá. Se ha concretado un corpus de conocimiento que constituye lo que se ha llamado ciencia de la felicidad, que aporta herramientas para mejorar la vida de las personas y de las organizaciones. Esta nueva ciencia rebosa de cosas archisabidas y de sentido común. Nos dice, por ejemplo, que lograr objetivos como ganar mucho dinero o tener éxito no nos hace felices a largo plazo. Al contrario, en el mejor de los casos, solamente nos proporciona cierto bienestar temporal. Sin embargo, curiosamente, las relaciones con los demás son uno de los factores que más ayudan a vivir felices. Así lo argumentan las conclusiones de algunas de las más importantes investigaciones en el ámbito de la psicología positiva, acreditando que quienes tienen unas relaciones íntimas sólidas, sean amorosas, familiares o amistosas, y también quienes aprecian lo que han conseguido son más felices, más optimistas, tienen más éxito y hasta fortalecen su sistema inmunológico.

A poco que reflexionemos, constataremos que en los últimos tiempos las relaciones virtuales entre las personas están sustituyendo en buena medida a las reales. Cada vez dejamos más al albur de los flujos de las redes sociales y los media esta importantísima parcela de nuestra personalidad. Por otro lado, los efectos del consumismo y el individualismo, que han colonizado amplísimas parcelas de nuestra privacidad, nos conducen demasiado a menudo a no apreciar sufientemente las cosas buenas que hemos conseguido. Parece que importa mucho más lograr más, que valorar lo bueno que tenemos. Tales actitudes no hacen sino mermar la felicidad porque existen pruebas científicas que demuestran que cuando apreciamos a los familiares y a nuestras parejas, cuando justipreciamos el trabajo que hacemos o valoramos el saldo que arrojan nuestras vidas, acrecentamos nuestro patrimonio personal.

Podría decirse que vivimos en la era de las distracciones. Nos envuelve un maremágnum de estímulos que nos requieren y tiran de nosotros desde distintas posiciones, entorpeciendo el disfrute del aquí y del ahora. De modo que, en mi opinión, se impone instaurar una especie de alquimia emocional que nos allegue orientaciones fundamentales para aproximarnos a la felicidad. Según dicen los expertos, hay dos condimentos esenciales para ello, aunque obviamente existen otros. El primero son las relaciones interpersonales, que constituyen su principal indicador. Naturalmente se refieren a las que establecemos cara a cara, íntima y profundamente, no a las relaciones virtuales. Y el segundo ingrediente es la simplificación de la vida. Como decía, vivimos extraordinariamente distraídos y necesitamos centrarnos. Sinceramente, creo que debemos autoimponernos una cierta cordura y esforzarnos en hacer pocas cosas en lugar de intentar cumplimentar muchísimas. Esos espacios monotarea (conversar con un amigo, leer, meditar…) son imprescindibles para emprender y transitar el camino que condice a la felicidad.

El viernes se me presentó una nueva oportunidad para amalgamar los condimentos referidos: disfrutar durante un par de horas de las relaciones personales, sin hacer nada ni preocuparme de otra cosa durante ese tiempo. Fue en Cheste, donde se inauguraba la remodelación del local que la Sociedad Cultural Ateneo La Alianza tiene en la Plaza del Doctor Cajal. La ocasión venía pintiparada por un conjunto de fortuitas coincidencias: las personas que regentan el establecimiento son hijos de una vieja compañera de estudios, otros compañeros tienen vínculos históricos y estrechos con el Ateneo y yo me había desplazado a Gestalgar para pasar el fin de semana. En síntesis, un conjunto de sinergias que posibilitaron un gratísimo encuentro que nos permitió reanudar un diálogo interrumpido hace cincuenta y dos años.

A mediados de mayo, también de manera casual, contacté a través de Facebook con Bienve Valencia, compañera de bachillerato. Tras la sorpresa y la consiguiente alegría por el reencuentro, nos pusimos al día en cuestiones familiares y profesionales, repasamos algunos recuerdos, refrescamos alusiones a amistades comunes y compartimos buenos propósitos para el inmediato futuro. Aquella breve conversación digital me allegó un pálpito: tal vez fuera posible que la vieja pandilla de estudiantones se volviese a reunir gracias a una nueva conjunción de contingencias de naturaleza astral, digital o emocional. O, simplemente, por los buenos oficios ejercitados por mi veterana compañera o cualesquiera otras personas. Me consta que unos guasaps, alguna conversación telefónica y otras gestiones de naturaleza imprecisa fueron determinantes para que el pasado viernes, a las siete y media de la tarde, y en el lugar que he referido, mi mirada se cruzase con la de Mari Carmen Tarín, que la reconoció al instante. Y justo ahí, en un inesperado flashback, mi mente retrocedió medio siglo. Y proyectó en segundos un viejo paisaje plenamente reconocible, el del Colegio Libre Adoptado Luis Vives de Chiva, dependiente del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Requena. Vi deambular por su párvulo territorio a los jóvenes licenciados y profesionales que eran nuestros profesores: doña Amparito, Fernando Galarza, doña Maruja, don José Morera, Manolo Mora, Edelmira, don Juan… Rememoré como ellos, y bastantes más, nos ayudaron a aprender lo que entonces se enseñaba y a defendernos de los tribunales inquisitoriales que venían desde Valencia a final de cada curso para comprobar nuestros progresos, sometiéndonos a un tercer grado, que ahora se denomina evaluación externa, para validar lo obvio: los resultados de los exámenes previamente realizados con nuestros mentores naturales.

En esos escasos segundos en que Mari Carmen y yo volábamos hacia nuestro esperado encuentro, visualicé ese pequeño colegio donde viví buena parte de la pubertad y eclosionó mi adolescencia; en el que la enseñanza no era segregada por sexos, como en casi todos los demás centros, sino que chicos y chicas compartíamos aulas, seguramente más por la escasez de la demanda que por razones pedagógicas o ideológicas. Sin duda, ello ayudó a que me cautivasen –platónicamente– muchas de mis condiscípulas: Matilde, Silvia, Maricarmen, Mercedes, María Luisa…, todas algo mayores que yo, sempiterno benjamín, cautivo de amores imposibles, preso del arrebatado impulso adolescente, varado en un escenario vital tan novedoso como seductor. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hice amigos que me duraron muchos años. Algunos todavía perduran: Aniceto y Paco Tarín Herráez, Juan Vicente Muñoz, José Vicente García, Juan Morea, Armando Boullosa, Juanjo Arrastey...

Y se sucedieron los abrazos y las anécdotas, los recuerdos y las invenciones, la alegría de vivir enredados como las cerezas. Allí, viernes y en la tarde, nos vimos y nos recordamos Mercedes y Pilar Saus, Pepe Arrastey, Mari Carmen Tarín y Bienve Valencia, la decana del grupo, alma y columna vertebral entonces y seguramente también ahora. Y nos conchabamos y nos prometimos volver a vernos en el otoño. E hicimos propósito de convencer a quienes no estuvieron allí para que viniesen a la próxima.

Yo hago votos porque así sea, porque estoy convencido de que la amistad no conoce de patrias ni banderas, como no sabe de rangos ni trienios. Sólo requiere dos adjetivados sustantivos: generosidad e incondicionalidad. Y así surgió o surge, espontáneamente, en cualquier momento de la vida, atrapándonos en su círculo mágico, haciendo irrelevante el intervalo temporal en que la conocemos. No entiende de juegos de adivinación, ni de exclusividad. Es como un Love Parade con barra libre, una fiesta a la que te han invitado y a la que has decidido ir. Yo quiero asistir a todas las fiestas de la amistad a las que me inviten porque estoy convencido de que la amistad, como el amor, es un recurso que se puede compartir hasta el infinito. Y, además, es extraordinariamente saludable. De modo que, queridas Bienve, MariCarmen y Mercedes, espero tener una nueva oportunidad el próximo otoño. Gracias por acogerme tan espléndidamente.

domingo, 13 de mayo de 2018

Bienve

La vida a veces se me antoja como un monumental circuito eléctrico, un lío colosal de mangueras, cables, filamentos, conexiones, empalmes y derivaciones. De vez en cuando, más por puro azar que por otra cosa, presionas un interruptor y, asombrosamente, se ofrecen ante tus ojos señales que te advierten de mil y una cosas. A veces son recuerdos banales; otras, preocupaciones y congojas; en ocasiones, sensaciones placenteras. También de vez en cuando alumbran asuntos irrelevantes, sorprendentes y hasta hilarantes. En cualquier caso, casi siempre, resultan prodigiosamente inesperados.

Un ejemplo de lo que digo sucedió ayer. Rayaba la medianoche y me disponía a acostarme. Como suelo hacer, eché una mirada al teléfono. No sé por qué repito esa rutina cada noche sabiendo que casi nada importante suele comunicarse a esas horas a través de whatsup, email, facebook o twitter. Pero lo cierto y verdad es que lo hago reiteradamente. Y, mira por donde, me encontré con una petición de amistad en Facebook que correspondía a una persona cuyo nombre desconocía y con la que el sapientísimo FB aseguraba que comparto una única amiga. Miré su perfil y observé su fotografía, a la vez que contrasté el nombre de la amiga común. Todo me llevó a deducir que ella debía ser quién yo pensaba que era. Acepté su petición y, para mi sorpresa, a los pocos minutos, esa persona inició un diálogo para el que todavía no he averiguado qué medio utilizó y tampoco creo que ella lo sepa.

-        -- ¿Me recuerdas?, escribió. Soy Bienve. Aún conservo fotos de cuando estudiamos en Chiva.
-       -- Sí, claro, le respondí. Me ha despistado el nombre de Nuria. Recuerdo a Bienve, claro que sí. Tú y Juanjo erais los compañeros que veníais de Cheste. Me alegra mucho tener noticias tuyas
-       -- A mi también. Hoy, precisamente, he recuperado algunas fotos antiguas y estás tú… Bueno, estamos todos sentados en la escalera de salida del Colegio en que estudiábamos…

Así siguió el diálogo durante unos minutos hasta que decidimos pasarnos a whatsup. En este medio, más privativo, continuamos “hablando” por espacio de algo más de media hora. Es lo menos que merecía un reencuentro que ha tardado en producirse nada más y nada menos que cincuenta y dos años. ¡Bendita sea la digitalidad o los chispazos que lo han hecho posible!

Es fácil imaginar la continuación de un diálogo interrumpido hace tanto tiempo, cuando ella era una mocita y yo un imberbe adolescente con apenas quince primaveras. Nos pusimos al día en cuestiones familiares y profesionales y en los rasgos de nuestra apariencia actual. Repasamos algunos recuerdos, refrescamos alusiones a algunas amistades comunes y compartimos buenos propósitos para el inmediato futuro.

Después de muchos años sin vernos, la conversación que tuve anoche con Bienve me proporcionó un pálpito que espero que se convierta en algo más que una corazonada. Antes de conciliar el sueño, durante unos minutos, imaginé que la vieja pandilla de estudiantones se volvía a reunir gracias a una nueva conjunción de contingencias de naturaleza eléctrica, astral, digital o emocional. O, en su defecto –o sin él–, porque alguno de los concernidos decidía activar los buenos oficios mediadores o ponía a trabajar su creatividad, que a la postre no es otra cosa que la capacidad de conectar lo aparentemente desconectado. No es que, como sucede en algunos relatos, ella o cualquier otro nos hayamos propuesto explícitamente o estemos determinados a maniobrar para lograr materializar ese, para mi, ansiado reencuentro. Es verdad que me confesó que alguna tentación al respecto le había asaltado en otras ocasiones, pero la cosa no trascendió del comentario. Sin embargo, espero que nuestro último diálogo sea el acicate que necesita la forja definitiva de ese encuentro. Tengo el presentimiento de que Bienve u otros compañeros/as (confío más en las segundas que en los primeros)  lograrán activar las motivaciones que hagan posible ese esperado reencuentro, en el que seguramente cada uno de los personajes intentaremos reverdecer los viejos y reelaborados recuerdos, en el que compartiremos vetustas experiencias y otros muchos detalles de las vidas que nos han traído felizmente hasta el momento presente, sin nostalgias ni añagazas.

Estoy seguro que en ese cónclave no solo estarán presentes las viejas recordaciones. También compartiremos sentimientos de toda índole, desde los casi olvidados amores adolescentes o las rencillas de juventud hasta los buenos y malos ratos de una época irrepetible. Por encima de todo ello, celebraremos la amistad y la camaradería que impregnó aquellos maravillosos años que compartimos en el Colegio Luis Vives, de Chiva. Al fin y al cabo, como escribió hace años Katherine Mansfield, “siempre sentí que el gran privilegio, el alivio y la comodidad de la amistad era que uno no tenía que explicar nada”. Hago votos porque así sea y por tener la oportunidad de veros a todos pronto.

sábado, 24 de junio de 2017

El baúl de los recuerdos (1)

En la vida de muchas personas existe un baúl de los recuerdos que adquiere múltiples formatos. A veces se trata de un pequeño cofre repujado en el que se guardan minúsculas alhajas y piezas de bisutería que recuerdan puntuales momentos de felicidad. Otras adopta la forma de cajas de cartón forradas con papeles o telas amables que arropan epistolarios pretéritos. Algunos son pequeños petates que esconden fetiches y trofeos cobrados en incruentas batallas infantiles. Por no mencionar el famoso baúl de la Piquer, las colecciones de Louis Vuitton o el infinito muestrario de cofres, arcas, arcones, arquetas y bargueños que decoran mansiones, castillos y palacios. Hasta Karina confesó que tenía su propio baúl de los recuerdos, en el que buscaba y buscaba entre melancólica y esperanzada.

El mío lo conservo en el pueblo. Se trata de un rudimentario cajón de madera, con una cabida de apenas un hectolitro, en el que guardo cosas que ni siquiera recuerdo del tiempo que hace que las deposité en su interior. Ese pequeño baúl está en el zaguán de la casa de la tía Carmen, colindante con la nuestra. Allí permanece desde hará unos quince años, acompañando a tinajas, sillas, cantareras y otros enseres, que con la casa nos legó mi tía y que mi mujer ha ido transformando con el paso de los años en un pequeño y humilde museo etnográfico que acoge centenares de antiguos enseres y utensilios, que han perdido su funcionalidad en beneficio de los plásticos y de los artilugios tecnológicos que se enseñorean hoy de los hogares y de casi todo. 

Hoy he decidido abrir ese pequeño baúl y escudriñar en su interior. Empezaré por decir que, aunque está rodeado de otros muebles roídos por la carcoma, se mantiene inaccesible al temido coleóptero. He girado la pequeña llave que acciona la cerradura que retiene la tapa que lo cierra, y la he levantado apoyándola sobre la verticalidad de la pared. Inmediatamente, he redescubriendo un cofre a medio llenar, con documentación, libros y otros pequeños objetos. Más o menos, he encontrado lo que vagamente recordaba que tenía allí. He separado lo que había en la parte superior (rollos, cuadernos, escritos…), que no son pertenencias privativas sino que llegaron a mis manos a través de los parientes o porque alguien me las proporcionó. Tal vez otro día hable de ellas. Pero lo que andaba buscando no eran esas cosas, sino algo que recordaba depositado en el fondo del arcón. Apenas he despejado un poco la superficie, cuando he descubierto cinco cuadernos de dibujo que cumplimenté entre los años 61 al 64 del pasado siglo, cursando la materia de ese nombre que formaba parte del plan de estudios del Bachillerato Elemental, y que nos impartía en el Colegio Libre Adoptado Luis Vives, de Chiva, Manuel Mora Yuste, ilustrado e ilustre pintor que, además de mi profesor, era familia política por haber matrimoniado con mi prima Amparo Corachán.

Manuel Mora Yuste
Manolo Mora, como todos le conocían y le conocen (que falleció prematuramente, si no me falla la memoria, hará un par de décadas), además de inculcarme el interés por el dibujo y la pintura, fue también el culpable de mi afición futbolística, dado que los domingos me llevaba “de paquete” en su vespa al campo que el Club Deportivo Chiva tenía en la partida de Vista Alegre. Allí empecé a interesarme por ese deporte y a seguir a un equipo de aficionados que jugaba la liga de segunda regional, algo que en mi pueblo ni sabíamos que existía.

Pues bien, he abierto un primer cuaderno de gusanillo, con una tapa amarilla en la que figura impresa la efigie de la Dama de Elche –probablemente la primera noticia que tuve de ella– sobre un rótulo que reza: “Dibujo”. Lo integran veinte láminas de papel semi-canson, número 304, rematadas por una contratapa acartonada y marrón. Se estructura en una secuencia que se inicia con hojas que incluyen trazos a mano alzada de líneas (perpendiculares, paralelas, curvas…) y continua con otras en las que se copian signos, siluetas de hojas, escudos, animales domésticos, etc. A estas les suceden otras copias de dibujos sencillos y esquemáticos, así como cuerpos geométricos a los que se intenta dar volumen con el sombreado. Más adelante se incluyen láminas que reflejan un esquema astronómico y la señalización de un cruce de caminos, rematando el álbum una especie de marina que replica la playa de la Concha, algunas flores y pájaros y, finalmente, una espectacular tromba marina que se abate sobre un faro, con nubes de desarrollo y arco iris incluidos.

Obviamente, son dibujos de un niño de nueve/diez años que revelan su impericia con los lapiceros, que trasluce el dorso de cada lámina, cuyas hendiduras y marcas testifican las múltiples correcciones y sudores que costó su elaboración. Eso sí, al final, contaron con la aprobación del profesor, como acredita la rúbrica que estampó en todas y cada una de ellas, acompañada de la fecha en que fueron supervisadas. Pese a la exigencia del maestro, que entonces me desagradaba aunque después he agradecido, y pese a la dificultad de la tarea, recuerdo que me gustaba mucho practicar el dibujo.

Un segundo y más breve cuaderno responde a las mismas características, acogiendo las cinco ultimas láminas que copié durante ese curso. Entre sus hojas  han emergido, distraídos, tres modelos originales, impresos con los mismos objetos aunque de menor tamaño, que acreditan que lo realizado en el cuaderno es una copia y no un calco del original. Esas cinco últimas láminas corresponden a una serie histórica (banderas y yelmos), ciencias naturales (peces y paisajes) y una última que anuncia el dibujo lineal. Supongo –porque no lo recuerdo– que una vez acabado el curso y aprobada la asignatura utilicé a discreción algunas de las láminas sobrantes. En estos voluntaristas escarceos, cuando ya tenía diez años, intenté copiar del natural una silla escolar en diferentes posiciones, con desigual acierto. También hice un esbozo de casa, utilizando la perspectiva caballera, y ensayé una copia del escudo de Chiva, que permanece inacabada. Finalmente, dibujé un imaginario campo de futbol, que inscribe una jugada de ataque que acaba en gol. Se trata del tanto que supongo que hizo encajar el Valencia C.F. de entonces al Real Madrid, jugando en un campo abarrotado en el que, según hace constar el dibujante, había nada menos que 1.283.240 espectadores, cifra que habla por sí misma de la ponderación y de las habilidades estimatorias del susodicho.

Dos son, también, los cuadernos de dibujo cumplimentados en el segundo curso de Bachillerato, ambos de gusanillo y papel Canson, en este caso del número 23. La tapa gris del primero contiene una reproducción de la catedral de Burgos y el rótulo Dibujo Artístico. En él se contienen una veintena de láminas, que son copia a lapicero y mano alzada de los correspondientes originales. La secuencia de los contenidos es similar a la del primer curso, si bien se complican los modelos que, en este caso, abarcan piezas de porcelana, motivos históricos (tiaras y coronas), cenefas, aeroplanos, motivos vegetales, marineros, insectos y peces tropicales de gran formato. El segundo cuaderno, que regresa a las tapas amarillas, contiene 7 láminas que reproducen una máscara de carnaval, un enorme caracol, el típico frutero valenciano, la cabeza y cornamenta de un ciervo, un esquema gráfico de un hipotético viaje con distintos medios de locomoción desde Valencia a Zaragoza, finalizando con un conejo y una postrera reproducción de una composición con herramientas. Detrás de todo ello aparece el que, probablemente, fue mi primer intento de pintar una acuarela, una reproducción del Santuario de la Virgen del Castillo de Chiva que seguramente copiaría de alguna postal. Le sigue un inacabado dibujo a lapicero de S. Pedro y dos simplísimas acuarelas, con esquematizadas imágenes del Ave María, que dan paso a unos postreros bocetos de equinos.

Del tercer curso de Bachiller conservo un único cuarderno, también de tapas amarillas y hojas de papel de hilo, que confeccioné durante el curso 63-64. Lo integran 25 láminas de las 31 que componen el “Método de dibujo lineal”, que elaboró y editó el catedrático de Dibujo del Instituto Luis Vives, de Valencia, A. Blanco. La copia de las veinte primeras responde al aprendizaje de la resolución de problemas fundamentales de la expresión gráfica de la Geometría. Se trata de dibujos de dificultad creciente que exigen la utilización de escuadra, cartabón, compás, tiralíneas, lápiz duro, tinta china y transportador. Se empieza por la representación de puntos para avanzar con el trazado de líneas auxiliares, ejes, datos, líneas de construcción definitiva, ocultas y cotas, que se vinculan a ángulos, polígonos, líneas mixtas, etc. Todo ello dibujado primeramente a lapicero y repasado después con tinta china. Las siete últimas láminas son ejercicios de trazado de arcos adintelados, obeliscos, pedestales, pináculos, ánforas, etc.

Pues bien, mientras repaso ese rosario de trabajos infantiles me redescubro en un universo de aprendizaje necesariamente precario, potencialmente limitado al exiguo impulso energético que podía proporcionarle una pequeña población de poco más de cuatro mil habitantes y un claustro de profesores probablemente tan voluntarista como deprivado de recursos y formación pedagógica. Y, sin embargo, a medida que escribía he ido evocando recuerdos de aquel tiempo que, paradójicamente, viví como una inmensa oportunidad. Entonces, Chiva y el Colegio Luis Vives eran, respectivamente, una población boyante y un proyecto con gran futuro, todo lo contrario de lo que se podía decir de Gestalgar.

Mis primeras inquietudes artísticas y culturales nacieron allí. Y algunos de los rasgos que hoy me definen también. Es justo que concluya con un cariñoso recuerdo para Manolo Mora, cuya técnica pictórica, de reminiscencias impresionistas y amplio trazo, he admirado siempre. Él que, en cierta medida, como artista que era y se sentía, vivía un tanto “a su bola”, pero que, voluntaria o involuntariamente, me enseñó cosas importantes como la devoción por nuestros respectivos pueblos, por sus gentes y sus cosas. También me contagio la inquietud por investigar nuestros pasados y me hizo comprender la importancia que tiene preservar el patrimonio y conservarlo convenientemente. Además, como dije, me enseñó a paladear dos grandes entretenimientos: pasear en moto y admirar el buen fútbol. Mi gratitud para Manolo, y también para sus colegas de aquel vetusto y, tal vez, olvidado Colegio.

miércoles, 4 de enero de 2017

Una aclaración necesaria.

Cualquier lector perspicaz que ojee este blog reparará con presteza en sus pocas etiquetas. Más allá de la estricta consideración numérica, incluso es probable que unas le parezcan más seductoras que otras, y que hasta llegue a pensar que tal vez existe un marcado desequilibrio en las entradas que acoge cada una de ellas. Si está relativamente familiarizado con la bitácora, es posible que especule con que el autor ha dedicado escaso tiempo a evocar los personajes que poblaron sus paisajes vitales, cuyas descripciones y glosas se ofrecen más pródigas que las virtudes y provechos de aquéllos. Inclusive, puede conjeturar con que sea persona de pocas amistades o de escasa parentela. Y no le faltaría razón a ese curioso observador porque, efectivamente, solo se encuentran en el blog dos etiquetas que genéricamente engloban la parcela de los afectos y de los parientes, rotuladas como “personajes de mi galería” y “con nombre propio”, que no sólo acogen la mayoría de las observaciones relativas a los apegos y progenies del gacetillero, sino también reflexiones que aluden a sus amistades, a sus colegas profesionales y hasta a algún que otro espécimen.

No sería de extrañar, por tanto, que cualquier atento lector se preguntase si no faltarán personajes o nombres propios en la profusa relación de entradas, que abordan aspectos que tienen menor calado en la vida de las personas, como las vivencias fortuitas, algunos paisajes y territorios bosquejados, y hasta otros avatares accesorios. Y no le faltaría razón a ese cualificado leedor porque, efectivamente, son muchos, muchísimos, los personajes no incluidos en las mencionadas etiquetas. Recontándolos, se echan a faltar, injustificadamente, menciones merecidísimas a multitud de seres que han habitado campiñas y predios que moldearon las hechuras del autor, pese a que muchos de ellos no hayan reparado en semejante circunstancia.

Empezaré por los más próximos, que son quienes integran mi parentela. El linaje del que provengo y la corta familia que he logrado constituir han influenciado muy significativamente mi pensamiento, mi afectividad, mis convicciones y aspiraciones, y muchos de mis rasgos característicos. Tengo un tremendo pudor para expresar públicamente el caudal de pensamientos, sentimientos y emociones que he tenido y tengo, que he sentido y siento, que he dispensado y dispenso o que he recibido y recibo del núcleo fundamental de las personas que me son más próximas. Hoy por hoy, no quiero expresar abiertamente lo que significan para mí, porque considero que es asunto que me pertenece privativamente. Sin embargo, en más de una ocasión me he visto tentado a decirles a las claras lo que pienso y lo que siento de y por cada uno de ellos, para que lo escuchasen, sin suposiciones, brotar directamente de mi boca. La verdad es que siempre me he retraído en el último instante. Por otro lado, estoy convencido de que lo saben y que decírselo no sería más redundar en algo que conocen de sobra, aunque a nadie le desagrada que le regalen el oído con buenas palabras y lisonjas, especialmente si son sinceras.

Pero, más allá del pudoroso reconcomio con que preservo mis pensamientos y afectos a los familiares más próximos, debo advertir a quienes pudiesen pensar que mi vida está falta de otros personajes que se equivocan de plano, porque está cuajada de interlocutores de toda naturaleza. A unos me vinculan y vincularon los afectos, a otros los admiro o admiré por sus capacidades y su inteligencia, existen terceros a los que preferiría no haber conocido y, por haber, hasta existen personajes singulares que son o han sido parte del paisaje transitado en las seis décadas que llevo viviendo. Supongo que, como la mayoría, he conocido y conozco personas y personajes de todo tipo. Y no renuncio a conformar una elemental relación de ellos porque, aunque sé que olvidaré a muchos y que probablemente retomaré la relación en algún otro momento o capítulo de este cuaderno, merecen figurar en ella, como parte que son de mi vida y de mis recuerdos, que he elaborado y reelaborado con muchas de las vivencias, experiencias, sentimientos, dichas e incluso infortunios que he compartido en mayor o menor medida con ellos.  

En ese elenco de personajes que debieran figurar en mi galería no pueden faltar muchos habitantes del pueblo en que nací, particularmente mis vecinos más próximos, como la tía María la Gregoria, su marido, el tío Eugenio; su padre, el tío Jesús; y sus hijos Vicente, Eugenio y María Adela. El tío Vicente Fabián y su mujer, la tía María, una persona entrañable a la que hacían sus confidencias las mujeres de la vecindad. ¿Cómo olvidar a la Quintina, un personaje que superaba al más disparatado figurante de la mejor película de Berlanga? Mis tíos María y Simeón y sus hijas Maricarmen y Milagros. Mi abuela materna Magdalena (Malena, para todos) que dio nombre a la estirpe de sus hijas “malenas”, María, Carmen y Elisa, mi madre. La tía Liduvina y su marido, el tío Cortés, personas cordialmente unidas a la familia de mi madre. En fin, avanzando por la calle Valencia en dirección a la entrada de la población, encontraríamos otros muchos personajes que merecen al menos un apresurado boceto en esa galería de mis recuerdos. Me refiero al tío Estanislao, al tío Rafel, el hornero, al tío Ignacio el Carpintero, al tío Rubio, al tío Celestino o al tío Frasquito, entre otros. Y si enfilamos la calle en dirección a la plaza, hallaríamos también figurantes imprescindibles en mi relato: la tía María de Elías; Claudio el Cherano y Concha la Quirubina, su mujer; el tío Eliseo, buen aficionado taurino y gran amigo de mi padre; el tío Vicente el Rocho, el tío Caguetas, el Barbero; el tío Pepote, la tía Angelica de la tienda, el tío Pepe el Prisquilla, el tío Chulillano y la tía Carmen la Morica… 

Mi familia carnal merece otro capítulo de menciones: mis abuelos Vicente y Carmen, a quienes apenas llegue a conocer pero a los que siempre he sentido cercanos a través de los relatos de mi padre y sus hermanas Vicenta y Carmen. Mis tíos y primos Leoncio, Josefina, Voro y Joselín; mi tío Eusebio y sus hijas Doloricas y Eusebia. Mis abuelos maternos Esmeraldo y Malena, junto a la saga de mis tíos maternos: Germán, Miguel, María, Carmen y Vicente, con la consiguiente retahíla de primos que, además de las referidas MariCarmen y Milagros, incluye a Miguel, Rupertina, Carmen, Manolita, Vicente, Ernesto y Angelita. 

No puedo olvidar los amigos y amigas de mis padres. El tío Merienda, compañero de divertimentos y de muchas fatigas agrícolas, pues echaba muchos jornales ayudando a mi progenitor. El tío Cañamizas y el tío Juan de Longinos, el tío Faustino el Capador o el tío Antonio de Ruperto. Y las tías Regina, María de Lino y Palmira, amigas de juventud de mi madre. Tampoco quiero obviar otras amistades inmemoriales de mi familia como el tío Félix de Rita o el tío Claudio de las Higuericas, cuyas familias siempre estuvieron próximas a la mía. ¿Y cómo descuidar la mención a la matrona sin título que asistió a mi madre –y a tantas otras mujeres– en sus partos, la inefable tía Rufina, a la que nos enseñó a querer como a una más de la familia, lo mismo que a sus hijas Lola y Elia?

Tampoco quiero olvidar a mis amigos de la infancia: a Paco el Custodio, a mi primo Joselín, a Eugenio el Panarra, a Vicente Quirubín, a Paco Marín, a José María o a Salvador Domingo. Una relación que debo acrecentar con otros convecinos de alguna generación anterior como Paco el Guerra, Gerardo Torres, Pepe el Portugués o Juanchán el mayor, o la de Rambla, Batiste, Piquete y otros, que nos enseñaron a jugar al fútbol con balón de reglamento. Por último, debo mencionar algunos personajes cuyo recuerdo, por diversas razones es, además de patrimonio personal, pertenencia de la ciudadanía de Gestalgar, como es el caso de Chicago, la tía Cabera, el tío Alguacil, Ignacio el Mimí, el Chato Baldomero o el tío Royo Pellejas, entre otros.

Debo referenciar en esta entrada a mi familia chivana, a la que me vincula un afecto imperecedero que mis ancestros supieron alimentar. La tía María la Corachana (tía de todos los “Corachanes”), mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. 

No puedo olvidar a los compañeros de fatigas de aquel Colegio Libre Adoptado Luis Vives, de Chiva: Aniceto y Paco Tarín Herráez, José Vicente García, los Juan Vicentes Muñoz y Hernández, Juanjo Tarín, Armando Boullosa… Silvia, Maricarmen, Merceditas, Matilde, María Luisa, Bienve… Las mil y una aventuras en aquel desvencijado “establecimiento educativo” y los inefables personajes que probablemente soñaron con domeñarnos, sin conseguirlo: Don José Morera, don Juan, doña Amparito, doña Maruja, don Fernando Galarza… 

Todos ellos, que tan solo enmarcan el retrato de mis primeros quince años, merecen como mínimo un apunte a lápiz de su figura, aunque la mayoría podrían reclamar un retrato a la acuarela. Otros serían justos pretendientes de una tela al óleo que hiciese justicia a sus virtudes y méritos. Algunos incluso deberían lucir sus galas encuadrados en una escenografía de alegorías singulares que reclaman la solidez de sus méritos y contribuciones.

Espero tener tiempo y salud para pergeñar los retratos de estos personajes, que han hecho merecimientos más que sobrados para estar incorporados a mi galería y para figurar con nombre propio no solo en este blog sino en otras crujías de mayor enjundia.