El
sábado por la mañana me desperté en Gestalgar. Lo hice con las luces del alba
tras dormir extraordinariamente bien, arropado en algunos de los añejos y
heredados embozos que visten los todavía más vetustos tálamos en los que también
descansaron mis padres y mis abuelos. Como suele suceder cuando regreso al
pueblo, me acosté disfrutando del atronador silencio que habitualmente se
cierne sobre él cuando cae la noche. Solo de vez en cuando, en estos primeros
compases de la primavera, los gorjeos encadenados de las golondrinas, que
parecen no querer abandonar su particular duermevela, asidas a los cables
eléctricos próximos a las farolas del alumbrado público, ofrecían un singular parloteo
musical que me arrulló hasta que, definitivamente, me olvidé de cuanto me
rodeaba y me abandoné en los brazos del sueño.
Me
desperté sintiendo el gusanillo que me aguijoneaba desde hacía algunas semanas,
concretamente desde que Mercedes Saus anunció la convocatoria del encuentro
para el 11 de mayo. Me preparé el desayuno y me dispuse a disfrutarlo sentado
en una pequeña mesa del comedor de casa, justo enfrente de una estantería en la
que desde hace algún tiempo reposa un portarretratos que conserva una vieja
fotografía en blanco y negro que me regaló un amigo. Allí estamos, formados,
como si de un equipo deportivo se tratase, seis amigos de la infancia. La
fotografía carece de fecha, pero no es difícil deducir que esos imberbes muchachos
no debían sobrepasar los doce o trece años cuando alguien los retrató, probablemente
con motivo de alguna boda o celebración familiar. Puede aventurarse que ello
debió suceder allá por los años 64 ó 65.
Tras
el desayuno, completamos las rutinarias tareas domésticas y un par de recados.
Antes de ir a buscar el coche, me preparé otro café y volví a reparar en la aludida
fotografía. Fijé la mirada sobre mi propio rostro, escudriñé mis ojos
adolescentes –que ya se escondían tras las insoslayables gafas– y
me reencontré con ellos. Hasta el punto de que, imperceptiblemente, comencé a
mirar a su través. Así, con esa mirada puberal, recorrí la distancia que me
separaba del coche, lo puse en marcha y enfilé la carretera CV-379. Apenas
había recorrido un par de kilómetros cuando me crucé con los primeros ciclistas,
que descendían como centauros por las pendientes de una vía sinuosa y abrupta,
que conozco como la palma de mi mano a fuer de recorrerla decenas de veces en
bicicleta, cuando era un simple camino de carro, sin asfaltar. Veía venir a los
imaginarios jinetes cabalgando sus monturas de grafito, acero, aluminio, fibra
de carbono o titanio y me recordaba a mí mismo montado sobre una rubicunda BH
eibarresa, de puro hierro, que me regaló mi padrino Manolo Corachán, atacando en
frías madrugadas invernales, repletas de penumbra y silencio, las mismas pendientes,
que entonces no tenían asfalto sino que se ofrecían descarnadas y agrestes.
Entretenido
con mis pensamientos, que cuestionaban abiertamente el mérito de los actuales
ciclistas imaginándolos a los lomos de las ferreñas monturas que otros
manejamos, sin apenas apercibirme, había remontado el barranco de los Rehoyos y
sobrepasado las partidas de la Casa del Cura y la de Suay, lanzándome a tumba
abierta hacia el barranco Escoba para, desde allí, encarar la subida hasta El
Collao, alcanzar la divisoria de los términos y enfilar el leve descenso
existente hasta Urrea, para continuar desde allí unos minutos y alcanzar los
arrabales de Chiva. Una vez en el casco urbano, entré por la Estación y, antes
de girar hacia la izquierda para tomar la calle Ramón y Cajal, eché una mirada
hacia el oeste. Recordé el Armajal, a mi tío Antonio y a mis primas, que se
fueron. Y en ese punto retomé los anteojos de la edad y me cambió la mirada. Fui
a visitar a mi prima Amparo para compartir con ella algunos buenos recuerdos con
su hermana Fina, que se fue hace pocas semanas. Poco después me encontraba
transitando por la calle del Dr. Lanuza, en su confluencia con la del Dr.
Nácher cuando me tropecé fortuitamente con Aniceto Tarín, con el que me
entretuve departiendo amistosamente unos breves minutos porque era ya
inaplazable concurrir a la cita que teníamos en la Plaza.
Allí, en las inmediaciones del restaurante Los Patos, cuando pasaban pocos minutos de la una, charlaban distendidamente algunos de los que fueron mis compañeros y compañeras en el Colegio Libre Adoptado Luis Vives. Conforme me acercaba a ellos empecé a reconocer a algunos: a Mercedes y a Pili Saus, a Mari Carmen Tarín y a mi primo Bernardo Corachán. A todos hacía relativamente poco que los había visto. Mucho más me costó reconocer a Marisa P. Boullosa y a Tere Ferrer, lo mismo que a Manolo Torreto, a Emma o a Juan Antonio. Pero, en cuestión de segundos, volví a ponerme en modo “ojos adolescentes” y recobraron sus privativas morfologías, obviamente puestas al día mediante una regresión instantánea de cincuenta y tantos años. Estuvimos reconociéndonos mientras esperábamos a quienes todavía no habían llegado: Eduardo Guillén y Manolo Silvestre, con sus respectivas bonhomías y Pepe Cacho, un vendaval imperecedero que ya dura más de sesenta años. Mientras despachábamos las primeras cervezas y refrescos fuimos repasando anécdotas y recuerdos. Echamos de menos a quienes hoy no pudieron venir: a Pepe Arrastey y a Bienve Valencia; a Silvia Lacalle, a José A. Castellote y a Pili Codina; a los Juanvis Muñoz y Hernández; y a José Vicente García y Alfredo Soria. Y, entre otros, también a Juan Morea, que pasó por allí circunstancialmente. Aludimos a otros que por desgracia se fueron definitivamente: Pinazo, Margós, Fénech, Toni el del Ordinario, Paco Ramos... Incluso recordamos que hemos perdido la pista de gentes como Rosa Matilde, César y María Luisa Blanes o Merche. ¡Qué verdad aquella de que el tiempo y la memoria no perdonan! Tiempos para el recuerdo y las pequeñas nostalgias, ¿por qué no? Recuerdos de escarceos, aventuras y desventuras en el tiempo que nos tocó vivir. Escenarios de nuestras vidas pretéritas en el Colegio y en sus proximidades. Hazañas imaginadas y/o reales sucedidas en el día a día y en los viajes a la Vall d’Uixò y a Cullera, a Madrid y Barcelona. Anécdotas, devaneos, vivencias que recordamos con cariño, e incluso con cierta melancolía.
Allí, en las inmediaciones del restaurante Los Patos, cuando pasaban pocos minutos de la una, charlaban distendidamente algunos de los que fueron mis compañeros y compañeras en el Colegio Libre Adoptado Luis Vives. Conforme me acercaba a ellos empecé a reconocer a algunos: a Mercedes y a Pili Saus, a Mari Carmen Tarín y a mi primo Bernardo Corachán. A todos hacía relativamente poco que los había visto. Mucho más me costó reconocer a Marisa P. Boullosa y a Tere Ferrer, lo mismo que a Manolo Torreto, a Emma o a Juan Antonio. Pero, en cuestión de segundos, volví a ponerme en modo “ojos adolescentes” y recobraron sus privativas morfologías, obviamente puestas al día mediante una regresión instantánea de cincuenta y tantos años. Estuvimos reconociéndonos mientras esperábamos a quienes todavía no habían llegado: Eduardo Guillén y Manolo Silvestre, con sus respectivas bonhomías y Pepe Cacho, un vendaval imperecedero que ya dura más de sesenta años. Mientras despachábamos las primeras cervezas y refrescos fuimos repasando anécdotas y recuerdos. Echamos de menos a quienes hoy no pudieron venir: a Pepe Arrastey y a Bienve Valencia; a Silvia Lacalle, a José A. Castellote y a Pili Codina; a los Juanvis Muñoz y Hernández; y a José Vicente García y Alfredo Soria. Y, entre otros, también a Juan Morea, que pasó por allí circunstancialmente. Aludimos a otros que por desgracia se fueron definitivamente: Pinazo, Margós, Fénech, Toni el del Ordinario, Paco Ramos... Incluso recordamos que hemos perdido la pista de gentes como Rosa Matilde, César y María Luisa Blanes o Merche. ¡Qué verdad aquella de que el tiempo y la memoria no perdonan! Tiempos para el recuerdo y las pequeñas nostalgias, ¿por qué no? Recuerdos de escarceos, aventuras y desventuras en el tiempo que nos tocó vivir. Escenarios de nuestras vidas pretéritas en el Colegio y en sus proximidades. Hazañas imaginadas y/o reales sucedidas en el día a día y en los viajes a la Vall d’Uixò y a Cullera, a Madrid y Barcelona. Anécdotas, devaneos, vivencias que recordamos con cariño, e incluso con cierta melancolía.
Así,
entre comentarios y remembranzas, nos fuimos disponiendo en torno a la mesa que
nos habían preparado en la terraza del Restaurante Los Patos. Un espacio espléndido
en el que dimos buena cuenta de un excelente menú a base de patatas bravas, calamar patagónico a la plancha y ensalada de ventresca, a los
que siguió un plato principal, que para unos fue solomillo al foie y para otros
dorada al horno. Postres, bebidas y cafés remataron un menú excelente, a un
mejor precio, si cabe. Sin duda, la proverbial capacidad que tienen las mujeres
para rentabilizar los recursos volvió a ponerse de manifiesto. ¡Gracias
Mercedes!
Como
he dicho en alguna otra ocasión, a estas oportunidades que nos da la vida de
reencontrarnos con quienes de una manera u otra nos han acompañado durante su
transcurso yo les llamaría, simbólicamente, tiempos de cerezas y afectos,
porque son ocasiones para los abrazos sentidos y para las miradas cómplices,
comprensivas y expresivas. Miradas profundas, de ojos sensibles entre párpados
arrugados. Miradas verdaderas, que dicen mucho más que las palabras, porque
nunca mienten. Son espacios para las tertulias improvisadas, con muchos temas y
sinfines de preocupaciones. Quizá demasiadas cosas para abordar en tan poco
tiempo. Diálogos a una, a dos y hasta a tres bandas, filosofía de la
cotidianidad, recuerdos adobados con imaginaciones benévolas y azucaradas. En
suma, un gozo que debe repetirse periódicamente. Tal vez estaría bien
convocarnos cada primavera.
Yo
lo vi así. Seguro que otras u otros visteis más y hasta menos cosas, y algunos incluso
pensarán que vaya imaginación que tenemos otros. En todo caso, fue un placer tenernos
cerca de nuevo y disfrutarnos. Quiera el destino que estos encuentros se
prodiguen. Me emociona comprobar que aunque hayamos pasado media vida sin
vernos, parece como que hayamos estado siempre ahí, los unos con los otros y
para los otros. Salud, mucha salud, queridas amigas y amigos.
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