Ayer
presentamos el libro de Isabel Domenech titulado Las maestras de la guerra civil y el primer franquismo en la provincia
de Alicante. Acompañé en la mesa a Mónica Moreno y a la autora que, pese a
que no acostumbra a prodigarse en público, empieza a tener tablas, no en vano
su obra, en palabras del subdirector de publicaciones, es best seller entre las editadas por el Instituto Alicantino de
Cultura Juan Gil Albert, hecho que ha reclamado su intervención en distintos
foros. Agradecí su invitación que, sin duda, obedece al vínculo afectivo y
profesional que nos une desde hace muchos años. El libro resume el contenido de un arduo trabajo
de investigación, que originalmente tuvo formato de tesis doctoral, compuesta a
lo largo de una década, que se leyó hace poco más de tres años en la Universidad de
Alicante, y al que Mónica Moreno contribuyó muy significativamente dirigiéndola.
Como
se dice en el prólogo, Isabel Domenech ha realizado una aportación necesaria a
la historiografía provincial, ya que pone en nuestras manos los resultados de su
indagación sobre una problemática largamente ocultada, completando así, un poco
más, el mapa general de la represión del magisterio en España, al que ahora su trabajo adiciona la casuística específica de las maestras alicantinas. Aunque en los
últimos tiempos se van abriendo nuevos espacios de investigación y van creciendo
las contribuciones de los estudiosos; aunque se avanza y se profundiza en el
conocimiento de aspectos de nuestra historia reciente que han estado largo
tiempo olvidados, cuando no intencionadamente ocultados, tergiversados, manipulados
e incluso enfocados desde ópticas revisionistas; todavía quedan muchos recovecos
por escudriñar, muchos asuntos que desvelar, muchos hechos y biografías que
contar.
Además de necesaria –porque no puede olvidarse que el conocimiento es un requisito imprescindible
para aproximarse a la verdad–, la obra que presentamos pienso que puede
contribuir significativamente a que alguna vez, espero que sea antes que después, se haga justicia con las
maestras que sufrieron tan inmerecida y despiadada represión. Porque ellas, consideradas
como colectivo docente, la padecieron doblemente. Sufrieron torturas,
vejaciones y escarnios por su condición
de mujeres, y por ser hijas, hermanas o esposas de sus familiares; pero además fueron
represaliadas por el mero hecho de ser maestras y de que, como tales, actuaron
profesionalmente conforme a los principios de legalidad que regulaban la escuela
republicana. Soportaron juicios y condenas tan arbitrarias como inmerecidas, sin
que hasta hoy la sociedad democrática y sus instituciones hayan habilitado los
medios que aseguren la reparación y el reconocimiento que merecen. La democracia
sigue teniendo una deuda de verdad y de justicia con ellas que le obliga a restablecer
y garantizar la dignidad que deben recuperar sus voces, sus acciones y su
recuerdo. Es imprescindible investigar sus itinerarios vitales, sus
testimonios y sus contextos, y revelar y reivindicar su coraje y sus acciones;
y también su inteligencia y sus miedos; sus silencios, sus sufrimientos; y hasta su resignación.
El
proceso de depuración que sufrieron los maestros es un ejemplo paradigmático de
cómo el franquismo utilizó cuantos medios tenía a su alcance para revertir el proyecto
republicano, y muy especialmente sus novedosos planteamientos educativos, manipulando
y decidiendo arbitrariamente sobre el desempeño profesional de los docentes. En
ese proceso, las maestras fueron castigadas fundamentalmente por actuar de
manera impropia, contrariando los roles que el franquismo y la jerarquía
eclesiástica atribuían a las mujeres. Además de los juicios militares y la
prisión, la depuración profesional, con todo lo que conllevó, se utilizó para
sancionar a quienes se habían atrevido a cuestionar con su conducta y su desempeño
profesional el modelo tradicional de mujer.
Obviamente,
durante el periodo que ha estudiado Isabel, el magisterio constituía un
colectivo heterogéneo, en el que convivían distintas formas de entender la
educación. Es evidente que ni todas las maestras refrendaban las nuevas
corrientes pedagógicas, ni se logró cambiar el modelo tradicional de mujer.
Pero es igualmente innegable que durante la República y la Guerra Civil se
amplió la capacidad de elegir entre diferentes enfoques de la femineidad, pese al
lastre que representaba la pervivencia de los prejuicios tradicionales en una
sociedad atrasada e iletrada. De modo que muchas maestras, especialmente en las
zonas urbanas, ejemplificaron perfectamente los nuevos estilos que caracterizaban
una concepción moderna de la vida de las mujeres, arraigada en las propuestas igualitarias,
que incluía adquirir la capacidad real de acceder a la cultura, de trabajar y
vivir autónomamente del propio sueldo, de eludir la sumisión a los varones o de
asumir responsabilidades públicas, entre otros desempeños.
A lo
largo de mi vida he hecho muchas conjeturas, algunas de ellas totalmente disparatadas.
Una de ellas se concreta en un absurdo ejercicio de historia ficción, tratando
de imaginar el país en el que podríamos vivir si los cuarenta años de
nacionalcatolicismo se hubiesen empleado en consolidar la escuela que diseñó la
Constitución de 1931, que intentaron materializar los maestros republicanos
cuyas trayectorias segó la represión franquista. ¿Se imaginan este país tras
ochenta años ininterrumpidos de enseñanza primaria gratuita y obligatoria y de
libertad de cátedra reconocida y garantizada? ¿Se imaginan los resultados de
ocho décadas de acceso universal a todos los grados de la enseñanza, sin otra
condición que la aptitud y la vocación, en una escuela laica, basada en
metodologías activas e inspirada en ideales de solidaridad humana? ¿Imaginan un
país en el que estuviese permanentemente asegurado el derecho, y la obligación,
de las Iglesias a enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios
establecimientos, sujetas a la inspección del Estado? ¿O que las regiones
autónomas hubiesen organizado la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo
con las facultades establecidas en sus Estatutos?
Me
parece que es poco discutible que hemos perdido casi medio siglo perpetuando la
escuela del nacional-catolicismo que, contrariamente a los postulados de la
modernidad, nos sumergió en el inacabable túnel que conformó la educación confesional,
católica, patriótica e intolerante, sin diferencias axiológicas entre la
escuela pública y la privada, porque una y otra tenían la misma finalidad: la
formación del hombre presuntamente cristiano y español. Digo presuntamente
porque ese sistema educativo cosecho un estrepitoso fracaso, como ha demostrado
la historia. Ese enfoque retrógrado incluso permeabilizó la Ley General de
Educación, en 1970, que establecía en su artículo primero como fines de la educación “La formación humana
integral, el desarrollo armónico de la personalidad y la preparación para el
ejercicio responsable de la libertad, inspirados en el concepto cristiano de la
vida y en la tradición y cultura patrias […] todo ello de conformidad con lo
establecido en los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes
Fundamentales del Reino”.
La
escuela franquista estuvo muy controlada por las autoridades del Régimen, que
la concibieron como instrumento para el adoctrinamiento de las nuevas
generaciones, reinstaurando unas prácticas tradicionales y rutinarias, impregnadas
de catolicismo y de simbología falangista. La obediencia y la disciplina fueron
sus principales valores, como la caracterizaron currículos diferenciados para
niños y niñas, en aulas y colegios segregados, para formar en ambientes
diferentes a quienes, respectivamente, estaban llamadas a ser madres y esposas,
y a quienes serían los ciudadanos y profesionales del futuro.
A
estos y otros aspectos, al proceso investigador que ha llevado a cabo Isabel y
a las temáticas más relevantes que ha alumbrado, así como a otros muchos flecos
de la represión de distinto signo sufrida por los maestros durante la Guerra
Civil y en los primeros años del franquismo dedicaron sus intervenciones mis
compañeras de mesa. En síntesis, un acto muy concurrido, que evidenció el
interés del público por la temática y que nos permitió saludar a un montón de
colegas que hacía tiempo que no veíamos y que estuvieron allí.
Yo estuve allí para acompañar a Isabel y para escucharos a Isabel y a los que la acompañasteis en la presentación. Y os escuché con gusto, casi, diría yo, con fruición. Y me gustó vuestra intervención y la disfruté.
ResponderEliminarOs doy las gracias por ello.