jueves, 28 de abril de 2022

Crónicas de la amistad: La Vila (42)

Hace dos larguísimos años que se desató la pandemia del Covid19 y desde entonces decenas de millones de personas hemos compartido la novedosa y desabrida experiencia de socializar la curiosidad, el miedo y la fragilidad. Parece como si se hubiese «reinstalado» entre nosotros un casi olvidado comportamiento característico de nuestra especie, que las propensiones de la sociedad ultraglobalizada han estimulado con especial intensidad. En estos largos meses hemos percibido, asombrados, que cuanto nos sucedía afectaba sincrónicamente a la totalidad del planeta y al conjunto de la especie humana. Resultaba y resulta extraño, y no menos abrumador, verificar la conmoción que ha sufrido el tejido de la civilización, observar inermes cómo la vacilación nos asaltaba a todos. Contrariamente a lo acaecido a lo largo de la historia, nada parece azaroso ahora. Se ha impuesto la interconexión, una portentosa urdimbre que entreteje las incontables piezas que componen el mundo. Y ello nos sume en la perplejidad y nos desvela, a la vez, incontrovertibles certezas.

Por momentos parecía que se desmoronaba la retrógrada idea de que no existe alternativa al modo de vida impuesto por el hipercapitalismo en el que vivimos. De pronto el sistema dominante tenía alternativas que irrumpían inopinadamente en la vida de los ciudadanos. Eso sí, no por los conductos de la civilidad reflexiva sino por las puertas traseras que impelen las crisis, revestidas de apariencias diversas como las pandemias, los desastres ambientales o los colapsos financieros. Llegaban las alternativas de la peor manera posible, pero ahí estaban condicionando los comportamientos de todos: recluyéndonos en casa, habilitando tiempos para leer, «bricolajear» o no hacer nada, propiciando la convivencia estrecha con la familia o los allegados, reduciendo el consumo, neutralizando la adicción a los centros comerciales… 

Lo que hemos experimentado en los últimos meses nos ha hecho recordar —particularmente a quienes todavía no hemos alcanzado el umbral de la estupidez— que podemos vivir sin aviones, pero no sin oxígeno; que quienes más trabajan por la vida y por la subsistencia del mundo no son los gobiernos, las grandes empresas o los asalariados, sino los microorganismos y los árboles; que la felicidad es la salud y que, aunque los humanos nos empecinemos en destruir el equilibrio natural, el mundo tiene un saber acrisolado y vetusto, incorporado a los fenómenos cósmicos y atmosféricos que, cual gigantesca e invisible potestad, delinea intangibles líneas rojas, controla nuestros excesos, desata catástrofes circunstanciales y, más asiduamente, repone el equilibrio en el planeta.

Sería profundamente injusto no reconocer que ciertas actitudes movilizadas por la pandemia han desvelado una vez más la probidad y otras fortalezas que nos categorizan como especie. Destacaría muy especialmente la disposición para la ayuda mostrada por centenares de miles de ciudadanos y trabajadores, que han asistido y acompañado a quienes más sufrían o eran más vulnerables, especialmente a los viejos y a las personas con diversidad. Multitud de profesionales han arriesgado sus vidas para salvar las de los demás. Hemos contrastado cómo se imponía el positivismo que logra extraer de nosotros lo mejor que tenemos, individual y colectivamente, favoreciendo el afloramiento de conductas casi olvidadas: el socorro, la cooperación, el reconocimiento, el comportamiento ordenado… Todo ello ha avivado, inequívocamente, nuestras emociones y es motivo de esperanza y confianza en la especie humana y en el futuro.

Como sabemos, las emociones son respuestas psicofisiológicas a estímulos internos o externos que provocan estados transitorios que facilitan la adaptación a las experiencias vitales. También son elementos que motivan para alcanzar las metas que nos proponemos. Pero no siempre es así. Las emociones negativas conducen al pesimismo y a la tristeza, e incluso provocan estados de ansiedad y de depresión. Sin embargo, las positivas, las que percibimos a través de sentimientos como el optimismo, el altruismo, la gratitud o el apoyo, contribuyen a nuestro bienestar que, a su vez, influye en la motivación para alcanzar los objetivos que nos fijamos individual y colectivamente.

Si se me permite una pequeña digresión, diría que desde la década de los ochenta, cuando el neoliberalismo se impuso como la versión dominante del capitalismo y este se rindió a la lógica del sector financiero, el mundo ha vivido en un permanente estado de crisis. Una situación que, por cierto, resulta doblemente anómala. Por un lado, la idea de crisis permanente es un oxímoron: por naturaleza, la crisis es excepcional y pasajera, retando intrínsecamente a su superación y al consiguiente logro de mayor bienestar. Por otro lado, cuando la crisis es así, transitoria, debe explicarse por los factores que la provocan. Sin embargo, cuando se transforma en permanente, como se nos pretende hacer creer, se convierte en la causa que explica todo lo demás. Recordemos si no cómo la crisis financiera se ha utilizado asiduamente para explicar la necesidad de los recortes en las políticas sociales o justificar el deterioro de las condiciones laborales y las reducciones salariales. De ese modo se eluden las preguntas sobre las verdaderas causas de las crisis. Así pues, no lo olvidemos, el objetivo de la crisis permanente es precisamente que no se resuelva. Y ello tiene al menos dos finalidades importantes: legitimar la escandalosa concentración de la riqueza e impedir que se adopten medidas contundentes y eficaces para evitar la catástrofe ecológica que se avecina. Me parece que así hemos vivido durante los últimos cuarenta años y lo que ha hecho la pandemia tan solo ha sido empeorar la situación crítica a la ha estado sometida la población mundial durante este larguísimo periodo.

De modo que, como decía, potenciar las emociones positivas es una de las herramientas que ayudan a afrontar exitosamente situaciones como la actual y a combatir los peores efectos de la crisis y la pandemia, muy especialmente el aislamiento y el sufrimiento. Favorecer la confianza en nosotros mismos y en nuestras comunidades, pelear por nuestras convicciones, desarrollar el optimismo, recuperar los viejos hábitos de viajar, relacionarnos intensamente con los amigos, participar de la vida social, retomar las mejores costumbres…, todos ellos son factores clave para que se imponga definitivamente la nueva normalidad y recobrar, cuanto sea posible, nuestra condición de personas plenas que interaccionan en espacios socioculturales saludables y estimulantes y disfrutan de la vida como se merecen. No queda otra que convencernos de que estamos ya en ese estadio y no cabe más alternativa que tirar hacia delante, prudente y decididamente, convencidos de que estamos en el camino adecuado y que no caben las reversiones. Ni siquiera las que parecen anunciar las amenazas y catástrofes que imponen realidades disparatadas como la absurda guerra de Putin, la larvada contienda comercial que libran EE.UU. y China o el imparable ascenso de la ultraderecha en todo el mundo occidental y sus coacciones a los sistemas democráticos.

Probablemente por todo ello —y por otras muchas razones— hemos decidido hoy volver a La Vila de la mano de Tomás. Regresamos de nuevo a una población característicamente bullidora y resiliente, escenario inmejorable para estrenar la nueva y esperanzada normalidad e instalarnos en ella, en el placentero estado de ánimo que nos embebe cuando lo que se desea nos parece alcanzable. Y por ello propongo que en esta cita estrenemos e instauremos un renovado lema para el futuro: mayor frecuencia de los encuentros y mayor disfrute de la amistad.

Eran poco más de las 13:00 horas y estábamos en la cafetería del hotel CENSAL, junto a la arteria principal del municipio. Hoy nos faltaban Elías y Pascual que atendían asuntos sobrevenidos y nos acompañaba, sin embargo, Vicente Sellés, insigne vilero que ya compartió con nosotros una visita anterior. Será cada vez más difícil que podamos concurrir todos porque nuestra creciente longevidad y los cambios en las estructuras sociofamiliares motivarán inoportunas contingencias con más frecuencia de lo deseado. Sin embargo, probablemente todavía nos quedan algunos años para campar libremente por nuestros privativos respetos, que reivindicamos nuevamente hoy, en el mismo lugar que hace un lustro y en este cuarto menguante del segundo mes de una primavera particularmente lluviosa.

De modo que tras rematar un apetitivo liviano a base de sepia al curry, albóndigas, aceitunas, patatas chips y algún otro detalle, bien regado con las primeras cervezas, nos dirigimos sin más preámbulo a uno de los establecimientos míticos de la gastronomía alicantina: casa Pachell, conocidísimo restaurante que lleva décadas dando bien de comer a precios razonables. No descubro ningún mediterráneo al rememorar esa especie de nave industrial, casi en medio de la nada, tal vez lo más parecido a un comedor social que puede imaginarse. Aunque no puede calificarse de cutre porque todo permanece allí limpio, tampoco puede obviarse que se trata de un frío y enorme refectorio sin decoración alguna que podría pertenecer a cualquier institución de beneficiencia, a un colegio mayor o a un cuartel. Pese a ello ha acogido regularmente a una copiosa y variopinta clientela, unida y armonizada por un mantel de papel. Aquí se viene a comer sin complejos, a gozar de una vetusta formula de éxito encarnada por la oferta de un excelente producto a precios ajustados. Nadie sale sintiéndose engañado pese a comer sobre un tablero envuelto en un mantel de papel y ser atendido por camareros medio descamisados con Juan, el dueño, a la cabeza. De modo que para hacer los honores despenamos el menú previsto por Tomás, amigo inmemorial de Juan, que componían hoy una ensalada de tomate y salazones regada con aceite excelente, a la que siguieron generosas raciones de chipirones a la plancha y de cigalas, hervidas y a la plancha, que precedieron a una fritura de pescadito en su punto, rematada finalmente por una exquisita degustación de arroz a banda. Un breve postre frutal, compuesto con fresas de temporada y naranja, puso el punto final a un magnífico menú regado unánimemente con sendas botellas de Pago de los Capellanes, crianza de 2019. Los cafés y las copas dieron entrada al remate musical del encuentro, sabiamente conducido, como siempre, por Antonio Antón, que dio satisfacción a tirios y troyanos desovillando interpretaciones que nos recordaron desde Julio Iglesias al Dúo Dinámico, desde Michel Polnareff a los Brincos y Juan&Junior, desde Raimon a Serrat, y hasta desde los poemas musicados de Blas de Otero a piezas populares del cancionero andaluz y valenciano, como las sevillanas o La briola i el cremador, de Els Pavesos. Eso sí, no faltó esa especie de himno recurrente que tanto agrada a nuestro anfitrión de hoy y a todos: Que tinguem sort, de Lluís Llach. Un final acorde con una jornada magnífica. La próxima será en Aspe, el 9 de junio. Antonio García tiene el testigo en su mano y a él nos encomendamos. Salud y felicidad, amigos.

viernes, 15 de abril de 2022

Nietos, ni más ni menos

Casi no han transcurrido dos semanas de primavera y ya son legión los foráneos que zanganean por nuestras calles y playas. Apenas despuntan los primeros calores primaverales —o lo que el tiempo dé, porque les resulta indiferente— y a esas gentes que tanto se ufanan de su territorio les faltan horas para huir de él con renovada presteza alegando cualquier pretexto, negando la mayor y haciéndose notar apenas llegan a estas tierras periféricas a fuer de exhibir su peculiar prepotencia, su natural estrépito y su proverbial chabacanería, cualidades que asombrosamente consideran ocurrentes y guais. Afortunadamente, desde hace algunos años, este acostumbrado alud de bahorrina coincide con un flujo emocional positivo proveniente de mis nietos, que en las fechas mencionadas y en otras se dejan caer desde la villa y corte por este territorio que los mesetarios denominan «Levante» acompañados de sus padres, como de hecho sucedió el pasado fin de semana.

En la última visita que nos hicieron a finales de febrero y especialmente en esta última hemos comprobado como Arizona recorre el gratificante estadio vital que algunos denominan «años mágicos», ese intervalo entre los tres y cuatro años en el que predomina la fantasía y la imaginación. Por otro lado, es una niña con gran vitalidad que corre y brinca que se las pela, sube y baja escaleras sin apoyos, trepa por sofás, sillones y cualquier tipo de asiento, lanza y atrapa pelotas, peluches y lo que se tercie y se mueve con agilidad en cualquier dirección. Es evidente que ha crecido mucho y ha hecho notabilísimos progresos en sus movimientos, perfeccionando sus destrezas corporales. Son igualmente notorios sus avances con las manos, sorprendiendo por su capacidad para dibujar objetos y personas, copiar figuras geométricas y trazar algunas letras mayúsculas, incluidas las que componen la versión hipocorística de su nombre, «ARI», que empezó rotulando «AIR».


También ha progresado muchísimo en sus logros con el lenguaje: comprende conceptos como igual y diferente, se expresa con frases compuestas por cinco o seis palabras, habla lo suficientemente claro para hacerse entender por personas extrañas e incluso cuenta pequeñas historias. Identifica la mayoría de los colores, comprende el concepto de contar y conoce la mayoría de los guarismos. Por otro lado comienza a tener una cierta percepción del transcurrir del tiempo, recuerda historias cortas, participa en juegos de fantasía y hasta utiliza expresiones irónicas.

En el ámbito de los logros sociales y emocionales juega con otros niños, le interesan las nuevas experiencias, tiene cada vez más inventiva en juegos de fantasía, coopera en vestirse y desvestirse, propone soluciones para algunos conflictos y es cada vez más independiente. Por otra parte, se autopercibe como una persona plena integrada por cuerpo, mente y emociones, y todavía confunde fantasía y realidad.

Dentro de un par de meses Fernandito cumplirá seis años. Tanto en esta visita como en la anterior, más allá de los flashes que nos proporcionan las videollamadas cotidianas, se han hecho perceptibles los progresos en su desarrollo motriz, su modo de pensar y sus habilidades comunicativas.

Sigue pleno de energía, ansía jugar continuamente y aprende a través del juego. Cada vez es más consciente de que atraviesa un período de transición y percibe que las cosas van cambiando de cara a la nueva etapa escolar que se le viene encima. Muestra mayor coordinación y control en sus movimientos corporales, conserva el equilibrio, salta a la pata coja, ha perfeccionado su aprendizaje de la natación, el uso del patinete y a montar en bicicleta. Salta y brinca con soltura y despliega sus movimientos con creciente armonía. Ha mejorado ostensiblemente su motricidad fina, como evidencian sus destrezas domésticas y escolares. Por otra parte, ha completado su conocimiento del esquema corporal, conoce perfectamente todas las partes externas de su cuerpo y muestra interés por algunas internas (corazón, estómago, cerebro…). Todo ello le permite dibujar la figura humana con profusos detalles, siendo los trazos de sus dibujos finos y precisos.

Por otro lado ya casi ha adquirido la lectoescritura: sabe leer y escribir todo tipo de sílabas (directas, inversas, trabadas…), entendiendo la funcionalidad de ambas destrezas y mostrando una comprensión lectora notable. En cuanto a sus habilidades lingüísticas ha ampliado notoriamente su vocabulario, que vocaliza correctamente con pleno dominio del repertorio fonético. Dice su nombre completo y la dirección donde vive y es capaz de expresar verbalmente su estado de ánimo, sus necesidades personales y deseos. Y, obviamente, intenta satisfacerlos. A veces sorprende su forma de hablar, que se parece crecientemente a la de los adultos, combinando frases y respondiendo de manera precisa a las preguntas que se le formulan. Se muestra deseoso de saber y de conocer cuanto le rodea. Pregunta constantemente y le gusta obtener respuestas claras, sin ambages ni circunloquios. Le divierten las adivinanzas, los chistes y los juegos de palabras.

Respecto a sus características conductuales y emocionales tiene clara su identidad sexual y aunque todavía no ha abandonado el egocentrismo es capaz de compartir juegos y juguetes con su hermana y otros amigos o compañeros, cooperando activamente en los juegos y disfrutando de su compañía.

Empieza a mostrarse independiente, aunque en ocasiones exterioriza inseguridades ante situaciones e individuos desconocidos. En todo caso, necesita sentirse importante para las personas de su entorno. Reconoce las emociones y los sentimientos de los demás y adopta actitudes de protección hacia los más pequeños, especialmente con su hermana. Le gusta hacer encargos y asumir responsabilidades en las tareas domésticas y escolares, de la misma manera que le agrada que le elogien cuando hace las cosas bien, siendo normalmente consciente de que se equivoca y comete errores. No obstante, porfía por ser autónomo y alcanzar una sólida autoestima.

De modo que puede decirse sin rodeos que afortunadamente disfrutamos de unos nietos saludables, que perfeccionan su desarrollo evolutivo con la más absoluta y deseable normalidad. Cada vez que los vemos gozamos comprobando que nos acogen con satisfacción, se sienten a gusto con nosotros y nos muestran su afecto y su respeto, lo que no deja de sorprendernos porque el hecho de que vivamos a cierta distancia impide que nos relacionemos con la frecuencia y la continuidad que lo hacen otros. Observamos el hermanamiento que existe entre ambos, cómo se quieren, se respetan, se preocupan el uno por el otro y exteriorizan gestos de afecto mutuo para satisfacción nuestra y de todos sus familiares. ¿Se puede pedir más? Diría que sí: que gocen muchos más años de la salud física, intelectual y emocional que muestran ahora.

miércoles, 6 de abril de 2022

Remembranzas de un gestalguino

El pasado sábado, 2 de abril, presenté en mi pueblo el libro Remembranzas de un gestalguino, que recoge algunas de las reflexiones que en los últimos años he anotado en este blog. A continuación os dejo el contenido de mi intervención inicial.

"Quiero empezar dando las gracias a Emilio Soler y a Miguel Aguilar, que aceptaron prologar e ilustrar mi libro cuando se lo propuse, sin duda porque, como podéis imaginar, son mis amigos. Hoy no pueden estar aquí físicamente, pero estoy seguro que sus respectivos avatares estarán perdidos por algún rincón de esta sala. Quiero dar las gracias a Alfons Cervera por la acogida que ha dispensado a este libro, un honor que valoro especialmente viniendo de él. También quiero dar las gracias al Ayuntamiento de Gestalgar, muy especialmente a Raúl y a Nacho por su sensibilidad con mi trabajo y por la calidez con la que lo atendieron desde que lo compartí con ellos. Gracias a mi familia y a cuantos han hecho posible que hoy estemos aquí, presentando este pequeño libro, es verdad que bastante a destiempo, como sucede últimamente con tantas cosas, por razones de todos conocidas. Gracias, en suma, a cuantos estáis aquí.

Permitidme que inicie estas reflexiones recordando las palabras de un ilustre convecino de Alicante, Enrique Cerdán Tato, un insigne escritor, periodista y cronista de la ciudad, que falleció hace casi una década y al que oí decir en una de sus conferencias algo parecido a lo siguiente: «Cuando eché el cierre a los cincuenta tuve la impresión de que dejaba atrás todo un mundo, que ahora la memoria me devuelve no tan chato ni tan insípido como se me figuraba (…)  Fue justamente por entonces cuando levanté la mirada por encima del recogido horizonte y descubrí, con asombro, la vida. Y con la vida, el compromiso de expresarla». 

Pienso que algo similar me ha sucedido a mí, aunque es verdad que con algunos años más de los que tenía él. Y a la postre, en buena medida, me parece que ello es lo que me ha traído hoy por aquí: presentar un breve texto en el que cuento algunos retazos de mi vida. Obviamente, con mis limitaciones y mis inclinaciones, pero siempre con absoluta sinceridad. Sabemos por experiencia que las cosas no son lo que son, sino como cada cual las vive. Y así, con esa aparente simplicidad, decidí relatar algunos retales de mí aventura existencial en el blog «ababolesytrigo» que, posteriormente, trasladé corregidos a las páginas del libro que hoy presentamos.

No siento rubor alguno al deciros que estoy satisfecho por haber decidido difundir esas parcelas de mi vida de manera sencilla y franca. Estoy contento por compartir públicamente algunos de mis recuerdos, pensamientos y emociones. Nunca imaginé que abordar estos asuntos, contarlos en los pequeños relatos que incluye este libro, produjese tanta satisfacción.

Para que se entienda lo que intento decir, precisaré que he ocupado mi vida profesional ejerciendo el oficio de educador. He ayudado a aprender a miles de personas, pero sobre todo me he esforzado en motivarlas a ser tales, a convertirse en gentes de bien formándose a través de la práctica de los valores y de las convicciones cívicas y humanitarias. Los educadores estamos habituados a compartir con los demás muchas facetas de nuestras vidas, aunque no lo hacemos con frecuencia a través de los libros.

Mirándolo bien me reconozco en ese prototipo de personaje público que ha sido más actor de improvisaciones y monólogos que autor o intérprete consumado. Escribir este librito ha supuesto para mí muchas cosas. Quizá una de las más importantes sea que probablemente me ha permitido saldar una deuda que, de alguna manera, percibía que tenía con vosotros, con la gente de mi pueblo. He dicho en reiteradas ocasiones que soy quien soy porque provengo de donde provengo. Jamás he olvidado donde nací y siempre he presumido de ser de pueblo… y pequeño. Sí, siempre he reconocido y agradecido la generosa contribución que ha hecho esta comunidad a la forja de mi carácter y de algunas de mis mayores convicciones.

Ahora bien, como decía, lo que me ha ocupado en la vida no ha sido la escritura sino más bien el activismo. He hecho muchísimas cosas y he escrito bastante menos a propósito de ellas. Además, he sido intencionadamente parco para expresar las que me atañen en privado. De ahí que mis reflexiones y mi escritura se hayan deslizado habitualmente hacia los asuntos de la profesión y de la vocación. 

Por otra parte, no soy un virtuoso de la pluma. Más bien he sido un crédulo en el progreso, un optimista realista. Alguien que piensa y actúa proactivamente, que cree que lo mejor está por llegar, pero que no olvida provocar, incentivar, hacer, movilizar recursos y capacidades para que sucedan las cosas deseables.

Nuestro paisano Alfons ha dicho en alguna de las entrevistas que le han hecho a propósito de su último libro «Algo personal», que «uno es lo que leyó, que somos los libros que leímos, más que los libros que leemos recientemente». ¡Qué poco pudimos leer en aquellos años de tanta precariedad e incuria! Decía también que en su caso —que es el mío y el de tantísimos otros— se trata de los libros que leía un joven que creció en una casa sin libros, como casi todas las nuestras, apostillo. Y que tardó mucho tiempo en tener una pequeña biblioteca propia. Que leía lo que le dejaban los amigos, lo que compraba en los mercadillos cuando vivía en pueblos más grandes que Gestalgar (…). Sobre todo, aquellas viejas novelitas del Oeste, del FBI, de ciencia-ficción… Efectivamente, ¡cuántos nos reconocemos en ese paisaje!, ¡cuánto nos costó llegar a conocer los universos que nos muestran los libros, sean los que sean, los hayan contado quienes los hayan contado! 

Afortunadamente hoy estamos aquí para celebrar que tenemos otro libro entre las manos que habla de nosotros y de cuanto nos rodea. El registro que he utilizado para componerlo nada tiene que ver con los enfoques literarios porque insisto una vez más en que no soy un escritor. En el mejor de los casos puedo ser un escribano o un escribiente aceptable, con cierto relativo oficio, aprendido a lo largo de mi dilatada trayectoria como maestro y profesor. 

Así pues, no es la pretensión de contar historias lo que generalmente me ha estimulado para ponerme frente a la hoja en blanco. Más bien ha sido la necesidad de abordar reflexivamente situaciones profesionales o académicas que me pareció que debían escribirse, argumentarse o resolverse. De ahí que me mueva más cómodamente en el ámbito de la descripción que en ningún otro. Y tal vez por ello he sido frecuentemente un cronista de la cotidianeidad, un relator curioso atento a lo que acaecía a su alrededor. Y ello ha propiciado que haya dejado testimonio escrito de algunos de los efímeros viajes sentimentales que emprendí o compartí, entre ellos los que se desgranan en los pasajes que encierran las páginas de este libro que, como sabéis, no es otra cosa que un breviario de valiosos recuerdos.

Recientemente reflexionaba en torno a la necesidad que tengo de escribir, una necesidad casi diaria. La misma que siento de lavarme la cara, tomar el primer café o ponerme a empezar el día cuando despierto. Escribir es una experiencia muy personal y por eso tiene tantos significados. La única manera de responder con honestidad al sentido que tiene la escritura es expresar lo que significa para uno mismo. Para mi, la actitud de escribir refleja múltiples intenciones, algunas bastante simples y otras mucho más pretenciosas. A veces escribo simplemente para dejar correr el pensamiento e intentar ponerlo negro sobre blanco en una hoja de papel o en un archivo digital. Otras escribo para concretar lo que siento o lo que medito, como si radiografiase mi raciocinio o mis emociones. A veces escribir me permite dejar escapar la conciencia o la pasión, la preocupación o la petulancia, la memoria casi olvidada o las sensaciones más vegetativas. Y casi siempre, escribir significa para mi decir lo que no se puede o no se debe callar. ¡Cuántas cosas se concretan en la acción de escribir! Como dijo alguien, escribir es poner la cara, hablar de frente. Y todo el que escribe se juega algo en sus palabras.

Por otro lado, es innegable que escribir resulta una aventura fascinante, aunque frecuentemente sea más resultado de la transpiración que de la inspiración. La escritura exige esfuerzo, dedicación, hacer y deshacer, buscar, corregir, reescribir... Y no una, sino decenas de veces. Y no hay que buscar excusas ni pretextos.  Lo que corresponde es disciplinarse cada día y dedicarse a la tarea: diez minutos, media hora o dos horas, lo que haga falta. A propósito de la misma o de cien cosas diferentes; lo que se tercie o lo que corresponda.

Me alegra haber encontrado espacio para retomar la escritura, me complace recuperar las palabras, recordarlas, utilizarlas, componerlas entre sí para intentar conformar mi pensamiento. No quiero olvidar las palabras y menos lo que significan. Y solo por eso merece la pena escribir.

He descubierto que la escritura tiene para mí una función antioxidante y hasta propiedades curativas que me distraen del proceso de envejecer, de huir de las hermanas Cloto, Láquesis y Átropos, y de acercarme a la muerte. Es como si las palabras acogiesen entre sus trazos retazos de mi existencia, lo que pienso que ha sido y cómo he creído vivirla. Es como si me ayudasen a disociar el vivir del morir, lo que es de lo que ya no será. Como si solo acogiesen la parte briosa de mi ser, la que permanece, aquello que no quiero abandonar y que me hace sentir en este mundo. Eso es para mí la escritura. Y tal vez por eso escribo, para sentirme vivo y renegar de la parca.

Espero que quienes todavía no lo hayáis hecho disfrutéis del pequeño itinerario que ofrecen las páginas de este libro. Un recorrido muy personal y nada neutral que hace años transitó un viajero sentimental, proclive al disfrute emocional y amante de su tierra y de sus gentes.