jueves, 28 de abril de 2022

Crónicas de la amistad: La Vila (42)

Hace dos larguísimos años que se desató la pandemia del Covid19 y desde entonces decenas de millones de personas hemos compartido la novedosa y desabrida experiencia de socializar la curiosidad, el miedo y la fragilidad. Parece como si se hubiese «reinstalado» entre nosotros un casi olvidado comportamiento característico de nuestra especie, que las propensiones de la sociedad ultraglobalizada han estimulado con especial intensidad. En estos largos meses hemos percibido, asombrados, que cuanto nos sucedía afectaba sincrónicamente a la totalidad del planeta y al conjunto de la especie humana. Resultaba y resulta extraño, y no menos abrumador, verificar la conmoción que ha sufrido el tejido de la civilización, observar inermes cómo la vacilación nos asaltaba a todos. Contrariamente a lo acaecido a lo largo de la historia, nada parece azaroso ahora. Se ha impuesto la interconexión, una portentosa urdimbre que entreteje las incontables piezas que componen el mundo. Y ello nos sume en la perplejidad y nos desvela, a la vez, incontrovertibles certezas.

Por momentos parecía que se desmoronaba la retrógrada idea de que no existe alternativa al modo de vida impuesto por el hipercapitalismo en el que vivimos. De pronto el sistema dominante tenía alternativas que irrumpían inopinadamente en la vida de los ciudadanos. Eso sí, no por los conductos de la civilidad reflexiva sino por las puertas traseras que impelen las crisis, revestidas de apariencias diversas como las pandemias, los desastres ambientales o los colapsos financieros. Llegaban las alternativas de la peor manera posible, pero ahí estaban condicionando los comportamientos de todos: recluyéndonos en casa, habilitando tiempos para leer, «bricolajear» o no hacer nada, propiciando la convivencia estrecha con la familia o los allegados, reduciendo el consumo, neutralizando la adicción a los centros comerciales… 

Lo que hemos experimentado en los últimos meses nos ha hecho recordar —particularmente a quienes todavía no hemos alcanzado el umbral de la estupidez— que podemos vivir sin aviones, pero no sin oxígeno; que quienes más trabajan por la vida y por la subsistencia del mundo no son los gobiernos, las grandes empresas o los asalariados, sino los microorganismos y los árboles; que la felicidad es la salud y que, aunque los humanos nos empecinemos en destruir el equilibrio natural, el mundo tiene un saber acrisolado y vetusto, incorporado a los fenómenos cósmicos y atmosféricos que, cual gigantesca e invisible potestad, delinea intangibles líneas rojas, controla nuestros excesos, desata catástrofes circunstanciales y, más asiduamente, repone el equilibrio en el planeta.

Sería profundamente injusto no reconocer que ciertas actitudes movilizadas por la pandemia han desvelado una vez más la probidad y otras fortalezas que nos categorizan como especie. Destacaría muy especialmente la disposición para la ayuda mostrada por centenares de miles de ciudadanos y trabajadores, que han asistido y acompañado a quienes más sufrían o eran más vulnerables, especialmente a los viejos y a las personas con diversidad. Multitud de profesionales han arriesgado sus vidas para salvar las de los demás. Hemos contrastado cómo se imponía el positivismo que logra extraer de nosotros lo mejor que tenemos, individual y colectivamente, favoreciendo el afloramiento de conductas casi olvidadas: el socorro, la cooperación, el reconocimiento, el comportamiento ordenado… Todo ello ha avivado, inequívocamente, nuestras emociones y es motivo de esperanza y confianza en la especie humana y en el futuro.

Como sabemos, las emociones son respuestas psicofisiológicas a estímulos internos o externos que provocan estados transitorios que facilitan la adaptación a las experiencias vitales. También son elementos que motivan para alcanzar las metas que nos proponemos. Pero no siempre es así. Las emociones negativas conducen al pesimismo y a la tristeza, e incluso provocan estados de ansiedad y de depresión. Sin embargo, las positivas, las que percibimos a través de sentimientos como el optimismo, el altruismo, la gratitud o el apoyo, contribuyen a nuestro bienestar que, a su vez, influye en la motivación para alcanzar los objetivos que nos fijamos individual y colectivamente.

Si se me permite una pequeña digresión, diría que desde la década de los ochenta, cuando el neoliberalismo se impuso como la versión dominante del capitalismo y este se rindió a la lógica del sector financiero, el mundo ha vivido en un permanente estado de crisis. Una situación que, por cierto, resulta doblemente anómala. Por un lado, la idea de crisis permanente es un oxímoron: por naturaleza, la crisis es excepcional y pasajera, retando intrínsecamente a su superación y al consiguiente logro de mayor bienestar. Por otro lado, cuando la crisis es así, transitoria, debe explicarse por los factores que la provocan. Sin embargo, cuando se transforma en permanente, como se nos pretende hacer creer, se convierte en la causa que explica todo lo demás. Recordemos si no cómo la crisis financiera se ha utilizado asiduamente para explicar la necesidad de los recortes en las políticas sociales o justificar el deterioro de las condiciones laborales y las reducciones salariales. De ese modo se eluden las preguntas sobre las verdaderas causas de las crisis. Así pues, no lo olvidemos, el objetivo de la crisis permanente es precisamente que no se resuelva. Y ello tiene al menos dos finalidades importantes: legitimar la escandalosa concentración de la riqueza e impedir que se adopten medidas contundentes y eficaces para evitar la catástrofe ecológica que se avecina. Me parece que así hemos vivido durante los últimos cuarenta años y lo que ha hecho la pandemia tan solo ha sido empeorar la situación crítica a la ha estado sometida la población mundial durante este larguísimo periodo.

De modo que, como decía, potenciar las emociones positivas es una de las herramientas que ayudan a afrontar exitosamente situaciones como la actual y a combatir los peores efectos de la crisis y la pandemia, muy especialmente el aislamiento y el sufrimiento. Favorecer la confianza en nosotros mismos y en nuestras comunidades, pelear por nuestras convicciones, desarrollar el optimismo, recuperar los viejos hábitos de viajar, relacionarnos intensamente con los amigos, participar de la vida social, retomar las mejores costumbres…, todos ellos son factores clave para que se imponga definitivamente la nueva normalidad y recobrar, cuanto sea posible, nuestra condición de personas plenas que interaccionan en espacios socioculturales saludables y estimulantes y disfrutan de la vida como se merecen. No queda otra que convencernos de que estamos ya en ese estadio y no cabe más alternativa que tirar hacia delante, prudente y decididamente, convencidos de que estamos en el camino adecuado y que no caben las reversiones. Ni siquiera las que parecen anunciar las amenazas y catástrofes que imponen realidades disparatadas como la absurda guerra de Putin, la larvada contienda comercial que libran EE.UU. y China o el imparable ascenso de la ultraderecha en todo el mundo occidental y sus coacciones a los sistemas democráticos.

Probablemente por todo ello —y por otras muchas razones— hemos decidido hoy volver a La Vila de la mano de Tomás. Regresamos de nuevo a una población característicamente bullidora y resiliente, escenario inmejorable para estrenar la nueva y esperanzada normalidad e instalarnos en ella, en el placentero estado de ánimo que nos embebe cuando lo que se desea nos parece alcanzable. Y por ello propongo que en esta cita estrenemos e instauremos un renovado lema para el futuro: mayor frecuencia de los encuentros y mayor disfrute de la amistad.

Eran poco más de las 13:00 horas y estábamos en la cafetería del hotel CENSAL, junto a la arteria principal del municipio. Hoy nos faltaban Elías y Pascual que atendían asuntos sobrevenidos y nos acompañaba, sin embargo, Vicente Sellés, insigne vilero que ya compartió con nosotros una visita anterior. Será cada vez más difícil que podamos concurrir todos porque nuestra creciente longevidad y los cambios en las estructuras sociofamiliares motivarán inoportunas contingencias con más frecuencia de lo deseado. Sin embargo, probablemente todavía nos quedan algunos años para campar libremente por nuestros privativos respetos, que reivindicamos nuevamente hoy, en el mismo lugar que hace un lustro y en este cuarto menguante del segundo mes de una primavera particularmente lluviosa.

De modo que tras rematar un apetitivo liviano a base de sepia al curry, albóndigas, aceitunas, patatas chips y algún otro detalle, bien regado con las primeras cervezas, nos dirigimos sin más preámbulo a uno de los establecimientos míticos de la gastronomía alicantina: casa Pachell, conocidísimo restaurante que lleva décadas dando bien de comer a precios razonables. No descubro ningún mediterráneo al rememorar esa especie de nave industrial, casi en medio de la nada, tal vez lo más parecido a un comedor social que puede imaginarse. Aunque no puede calificarse de cutre porque todo permanece allí limpio, tampoco puede obviarse que se trata de un frío y enorme refectorio sin decoración alguna que podría pertenecer a cualquier institución de beneficiencia, a un colegio mayor o a un cuartel. Pese a ello ha acogido regularmente a una copiosa y variopinta clientela, unida y armonizada por un mantel de papel. Aquí se viene a comer sin complejos, a gozar de una vetusta formula de éxito encarnada por la oferta de un excelente producto a precios ajustados. Nadie sale sintiéndose engañado pese a comer sobre un tablero envuelto en un mantel de papel y ser atendido por camareros medio descamisados con Juan, el dueño, a la cabeza. De modo que para hacer los honores despenamos el menú previsto por Tomás, amigo inmemorial de Juan, que componían hoy una ensalada de tomate y salazones regada con aceite excelente, a la que siguieron generosas raciones de chipirones a la plancha y de cigalas, hervidas y a la plancha, que precedieron a una fritura de pescadito en su punto, rematada finalmente por una exquisita degustación de arroz a banda. Un breve postre frutal, compuesto con fresas de temporada y naranja, puso el punto final a un magnífico menú regado unánimemente con sendas botellas de Pago de los Capellanes, crianza de 2019. Los cafés y las copas dieron entrada al remate musical del encuentro, sabiamente conducido, como siempre, por Antonio Antón, que dio satisfacción a tirios y troyanos desovillando interpretaciones que nos recordaron desde Julio Iglesias al Dúo Dinámico, desde Michel Polnareff a los Brincos y Juan&Junior, desde Raimon a Serrat, y hasta desde los poemas musicados de Blas de Otero a piezas populares del cancionero andaluz y valenciano, como las sevillanas o La briola i el cremador, de Els Pavesos. Eso sí, no faltó esa especie de himno recurrente que tanto agrada a nuestro anfitrión de hoy y a todos: Que tinguem sort, de Lluís Llach. Un final acorde con una jornada magnífica. La próxima será en Aspe, el 9 de junio. Antonio García tiene el testigo en su mano y a él nos encomendamos. Salud y felicidad, amigos.

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