jueves, 31 de marzo de 2016

30 de marzo. Puerto de Alicante.

Ayer, 30 de marzo, como todos los años desde hace más de una década, la Comisión Cívica de Alicante para la Recuperación de la Memoria Histórica compareció en el Puerto de Alicante para rendir homenaje a los republicanos que fueron apresados allí cuando finalizaba la Guerra Civil y también a quienes en los días previos lograron escapar de la represión en buques como el Stanbrook y el Marítima. Esta vez me correspondió ejercer la portavocía. Este fue el contenido de mi intervención:

"Buenos días vecinos y vecinas, compañeros y compañeras, amigas y amigos. Bienvenidos de nuevo al Puerto Alicante.

Hace más de una década que la Comisión Cívica de Alicante para la Recuperación de la Memoria Histórica convoca encuentros como el que hoy nos ha traído aquí, a este lugar donde volvemos a reunirnos los demócratas para recordar que, en los últimos días de marzo de 1939, miles de republicanos llegaron a estos muelles huyendo del fascismo, con la esperanza de que unos barcos inexistentes les llevasen a cualquier destino, permitiéndoles escapar de la represión que se avecinaba.

Acto en el Puerto de Alicante, 30 marzo 2016
Tal día como hoy, hace 77 años, las tropas fascistas de la División Littorio, mandadas por el general Gambara, que fueron enviadas por Mussolini en apoyo de los generales sublevados contra la República, tomaron la ciudad y cercaron este puerto, donde quedaron atrapadas más de quince mil personas, combatientes y civiles, mujeres, hombres y niños. Apenas unos miles lograron su propósito de escapar a la represión a bordo de barcos como el Stanbrook, el Marítima y otros. Han pasado 77 años y aquí estamos, sobre el mismo suelo que pisaron aquellos héroes, que defendieron con su sacrificio, con su sangre y hasta con su vida la legalidad republicana.

Ante este monolito que la Comisión Cívica levantó hace dos años, nos hemos congregado de nuevo para revivir y reivindicar el reconocimiento de unos hechos y de unos protagonistas que tanto está costando sacar a la luz, para que alumbre definitivamente el conocimiento de la historia completa de esta ciudad, sin manipulaciones ni cortapisas, para que todas y todos la conozcamos en su integridad.

Tenemos la esperanza de que ésta no sea otra primavera tramposa, como aquella que en 1939 sumió a infinidad de personas en el más largo y crudo invierno de la represión y del exilio. Hace demasiado tiempo que en esta ciudad se asocia la primavera con los aniversarios de unos hechos luctuosísimos, de los que ahora se cumplen casi ocho décadas. Querámoslo o no, cada año revivimos la onomástica de la derrota final de un proyecto democrático, que fue interrumpido por la barbarie, por la violencia de las armas, por la implantación del terror como sistema de convivencia. Y ello nos produce sentimientos encontrados: por un lado, nos entristece profundamente; por otro, fortalece nuestras convicciones y nuestra perseverancia en reivindicar la legitimidad y la vigencia de la mayor apuesta por la modernidad que haya existido en España en los últimos siglos. Tenemos la esperanza de que esta sea una primavera diferente, de que haya llegado definitivamente el tiempo de  la verdad, de la justicia y de la reparación de quienes lo defendieron hasta las últimas consecuencias.

Desgraciadamente, en este escenario que hoy nos congrega, primero fue el silencio o, en el mejor de los casos, los susurros con los que entrecortadamente fuimos conociendo nuestra propia historia. Quienes pudieron escapar a la represión, a la ignominia o al acallamiento fueron escribiendo los capítulos de un relato oculto, que sólo en las últimas décadas ha empezado a mostrarse y que debe prevalecer, para que logremos llegar a ser plenamente quiénes somos.

Vuelve el tiempo de la primavera y de la memoria, vuelve un nuevo año de y para la memoria histórica. Un año en el que hemos puesto grandes esperanzas para conseguir dibujar el itinerario completo de nuestra propia biografía. Obviamente, para ello contamos con los nuevos gobiernos del municipio y de la Generalitat, cuyos representantes, por fin, comparten con nosotros convicciones, declaraciones, actos y conmemoraciones, como la de hoy.

Reivindicamos un año más, el gran concierto de la memoria, articulado con los corazones y las heridas de quienes se fueron, sin apenas dejarnos otros testimonios que su cautiverio, su sacrificio o su muerte. Hoy nos convoca aquí una onomástica tejida con muchas memorias, las de dentro y las de fuera, las urdidas contra el silencio y las que combatieron y combaten contra la estupidez o la sinrazón.

Hoy, el pequeño monolito que tenemos delante nos advierte a los alicantinos y alicantinas, y a quiénes nos visitan, de que éste fue un lugar emblemático y simbólico para la ciudad en un momento clave de su historia. Sin embargo, pese al esfuerzo que costó erigirlo, nos parece parco homenaje para los hombres y mujeres a quienes distingue.

Por ello, la Comisión Cívica, entre otros, tiene dos grandes proyectos para el año 2017. Por un lado, nos hemos propuesto que sea el año en el que vea la luz un gran memorial, que pretendemos instalar muy cerca de aquí, que representará con dignidad y rendirá el homenaje que merecen los republicanos y las republicanas que vieron disiparse en estas aguas cuantas esperanzas tenían. Por otra parte, empeñaremos nuestro esfuerzo en ayudar a que se materialice el hermanamiento de la ciudad con la de Cardiff, la patria chica del capitán Dickson, el héroe del Stanbrook. A ambos propósitos vamos a dedicar nuestros energías en los próximos meses, con la esperanza que el año próximo, cuando volvamos aquí, ambos sean ya una realidad.

Muchas gracias.

¡Salud y República! "

martes, 22 de marzo de 2016

Duelo.

Ayer fue un día como otro cualquiera. Probablemente el mundo amaneció con las mismas venturas y desventuras que cualquier otra jornada. Si acaso, tal vez lo que cambió ligeramente es su geografía. Por un lado, pareció una fecha dichosa para muchos cubanos, que vieron alborozados como un presidente norteamericano visitaba de nuevo la isla después de casi noventa años sin que otro lo hiciera. Algunos han puesto en ello grandes esperanzas porque consideran que ese viaje contribuirá a desatascar la timorata transición a la democracia del régimen castrista. En el otro lado de la balanza, fue una jornada especialmente aciaga para los refugiados en Grecia. Los diarios aseguran que, para vergüenza de la Humanidad, la policía desalojó el campo de refugiados de Moria en apenas veinticuatro horas, consumando a empujones el desahucio de una legión de famélicas personas, asustadas, mojadas y sin otra alternativa que la deportación a Turquía, de acuerdo con las previsiones del ominoso acuerdo de expulsión masiva de refugiados que la UE activó el domingo.

También ayer fue un día fatídico para trece familias que perdieron alguno de sus hijos en un horroroso accidente sucedido cuando apenas eran las seis de la mañana, en la autopista del Mediterráneo, a su paso por la localidad tarraconense de Freginals. Leo en los periódicos que siete de las trece víctimas, todas mujeres, eran italianas. Una de ellas se llamaba Serena Saracino, estudiante de farmacia con apenas veintitrés años. Su padre, absolutamente destrozado, declaraba a los medios de comunicación que a su juicio “era demasiado tarde para conducir un autobús lleno de chicos tan jóvenes, que llegaron aquí para ser cuidados y en cambio han muerto. A esa hora, los conductores están cansados". Y añadía, quejándose amargamente, que "un país bello como éste hubiera debido garantizar a estos chicos un viaje en plena seguridad. Conducir bajo la lluvia, a las cuatro de la mañana, no es seguridad". "No queremos vivir sin nuestra hija. Llegó feliz aquí, y volvemos con una masa de carne lívida. Sé que sois un pueblo amigo, pero no tiene que ocurrir nunca más. Por esto estoy aquí hablando. Tenéis que controlar que esto no ocurra nunca más en vuestro país", concluyó el padre.

Un testimonio tan desgarrador debería servir para algo más que para ponernos a todos un nudo en la garganta. Lamentablemente, el amargo gesto o el desencajado semblante de unas familias destrozadas que desfilan como zombis en los tanatorios o por los polideportivos nos volverá a remover circunstancialmente el estómago, pero al rato habremos orillado una vez más la desgracia y seguiremos en lo mismo.

Abomino la dejadez que se ha instalado desde hace décadas en los comportamientos sociales y cívicos. Y todavía abomino más del silencio y la inacción de las autoridades, intelectuales,  profesionales, comunicadores, en suma, de todos, entre los que me incluyo, que apenas alcanzamos a criticar puntual y tímidamente las conductas y actuaciones desmadradas, de particulares, entidades e instituciones, que suelen acompañar a las fiestas y días de guardar.

Ayer la desgracia se cebó con unos muchachos que volvían un sábado por la noche de ver la ‘cremà’ de las Fallas. No puedo evitar preguntarme: ¿no había otra alternativa que meterse en un autobús a las cuatro de la mañana para hacer tres o cuatrocientos quilómetros bajo la lluvia y llegar las ocho o las nueve a Barcelona? ¿Por qué y para qué hacerlo a esa hora? Puedo imaginar algunas respuestas, aunque ninguna incluye la necesidad de asistir a sus clases en la Universidad.

Ha ocurrido esta fatalidad como hace años sucedieron otras desgracias que todavía colean, como aquella terrible fiesta de Halloween en el pabellón Madrid Arena. Ambos son casos llamativos que producen un gran impacto en la opinión pública. Pero son muchas más las catástrofes que acontecen cualquier viernes o sábado en cualquiera de nuestros pueblos y ciudades, sin que se nos mueva ni una pestaña al conocer los datos de siniestralidad cada lunes por la mañana. Y si ello no es suficiente, pongamos el foco en algunos lugares concretos y comprobaremos que aquí el desmadre campa a sus anchas, a mayor lucro y gloria de unos negociantes depravados y de unas autoridades que ni merecen tal nombre. ¿Quién no recuerda lugares ‘míticos’ de marcha como Salou, Benidorm o Magaluf, donde se venden y triunfan los comas etílicos, el balconing o el trato denigrante a las personas y parecidas añagazas? Son décadas sin que nadie ponga coto a semejantes barbaridades que, a mi juicio, no solo son execrables sino incompatibles con la civilidad.

Pese al tremendo momento que atraviesa el padre de Serena, demuestra que es un hombre lúcido que, en mi opinión, tiene toda la razón cuando aconseja que debemos controlar que no se repita una desgracia parecida. Todos los esfuerzos serán pocos al respecto porque la vida de esas trece muchachas ni tiene precio ni reparación posible. Y, por cierto, para quienes interesadamente defienden los establecimientos y empresas que sostienen y amparan los desatinos y barbaridades que mencionaba, lucrándose con ellos mientras engañan e intoxican a la opinión pública arguyendo su hipotética contribución a dinamizar la actividad económica, impulsar el empleo o producir riqueza, tengo una propuesta: que inviertan todo su caudal en promocionar, participar y disfrutar de esos maravillosos negocios entre ellos mismos y sus propias familias, trasladándose a vivir cerca de ellos para gozarlos en plenitud, abandonando la adocenada y aburrida existencia que arrastran habitando complejos residenciales del extrarradio, alejados de los maravillosos distritos que acogen sus ruidosos negocios que, además de contribuir a echar a perder a la gente, molestan y perjudican a quiénes, pese a ser ajenos a ellos y haberse establecido allí previamente a su implantación, las propias autoridades municipales condenan a sufrirlos resignadamente con sus resoluciones o su inacción.

domingo, 20 de marzo de 2016

Miguel Aguilar.

La mañana del pasado miércoles quedé con mi amigo Miguel junto al centro de salud de San Vicente. Habíamos acordado esa cita para que me entregase un pequeño retrato que me ha hecho tomando como modelo una fotografía que me ‘robaron’ el mes pasado, en el acto de clausura de la Exposición 100 Artistas Solidarios, en Alicante. Un par de semanas antes me había avanzado la noticia y enviado una foto del dibujo acuarelado, anexa a un sms que me sorprendió estando en Menorca. Fue un inesperado regalo de cumpleaños que agradecí mucho, hasta el punto de que me faltó tiempo para ponerme en contacto con él y acordar cómo recoger de sus manos el presente que ya he hecho enmarcar.

Miguel y yo nos conocemos desde hace casi cincuenta años, cuando finalizaba la década de los sesenta y ambos estudiábamos Magisterio en la vieja Escuela del Castillo de S. Fernando, integrados en dos promociones consecutivas, primera y segunda del reputado Plan del 67, un excelente plan de estudios con el que se educaron buenas cosechas de profesionales con las que he convivido en extensión y en profundidad. Seguramente nos conocimos porque entonces no éramos demasiados quienes estudiábamos para maestro -como entonces se decía- y probablemente, también, porque ya teníamos afinidades e intereses comunes, coincidencias que tengo la impresión que hemos conservado a lo largo y ancho de  nuestras biografías, por lo que deduzco del contenido de nuestras últimas conversaciones. En aquellos años de estudiantes tuvimos una interacción más o menos circunstancial, circunscrita a algunos escarceos teatrales y a la práctica del deporte, únicas actividades que complementaban extraoficialmente el restrictivo currículo académico de los aspirantes a maestro.

Cuando concluimos los estudios, nuestras vidas y caminos profesionales tomaron rumbos distintos. Creo recordar que fue en la década de los ochenta cuando volvimos a encontrarnos. Él era profesor en un reformatorio de jóvenes próximo al Paseo de Campoamor y yo un inspector de educación que debía supervisar su centro. Aquella institución era un ecosistema verdaderamente complejo y difícil, más retador si cabe cuando se la enmarca en la precariedad de las instalaciones y los medios que la Administración ponía a disposición de un pequeño grupo de profesores, voluntariosos y voluntaristas, que debían desplegar una ingente labor educativa, tan necesaria como apabullante. Aquel trabajo exigía una enorme cualificación profesional. Y no solo eso, también generosísimas voluntades personales puestas a disposición de necesidades sociales enormemente descarnadas. Ambos impagables recursos, que aportaban quienes allí trabajaban, lograban humanizar una institución y unas situaciones que, contempladas en la perspectiva del tiempo, impresionan y son más lacerantes de lo que entonces me parecieron. Todavía recuerdo con viveza aquellas celdas individuales, de puerta blindada con cierre manual, en las que los responsables de la Residencia recluían a algunos muchachos internos. He pensado y deseado mil veces que jamás se produjese allí incendio alguno, porque sigo convencido de que era imposible que nadie escapase de semejante ratonera.

Miguel, con sus nietos.
Allí redescubrí a Miguel Aguilar Arráez y a otros y otras colegas, como Alberto Montoya y Pilar Esteva, todos gente excepcional. Recuerdo al Miguel de entonces diseñando y construyendo hogueras y mil cosas para empatizar y tratar de ayudar a aquellos jóvenes desheredados de la fortuna y olvidados de la sociedad. Una labor excepcional que, además de capacitar al maestro como jamás soñaron los profesores que le educaron, habrá permanecido en la memoria de algunos de sus alumnos, especialmente de los que hayan logrado escapar a su trágico sino.

Nuestra relación volvió a interrumpirse durante bastantes años, tantos como los que median desde entonces hasta el pasado verano. Creo recordar que fue el 9 de agosto, justo al mediodía, cuando se celebra el sorteo de las reses que se lidian por la tarde en las plazas de toros, el punto justo en que volvimos a coincidir en los corralillos de la de Alicante. Sí, fue en la plaza de toros, porque tanto Miguel como yo somos aficionados taurinos. Lo éramos cuando nos conocimos y seguimos siéndolo hoy. Ambos sabemos de sobra que no está de moda ni serlo ni confesarlo, aunque a ambos nos da lo mismo porque pensamos seguir siendo lo que somos y como somos. Carecería de sentido que a estas alturas negásemos convicciones y aficiones que casi llevamos en la sangre.

Como decía, mientras empleados y mayorales iban enchiquerando la corrida del prestigioso hierro de Adolfo Martín, fuimos repasando nuestras biografías. Con un ojo puesto en los toros y en las expertas destrezas en el manejo de los profesionales, y con el otro mirando de soslayo nuestros estriados rostros. Así, como el que no quiere, esquivando el sopor del mediodía agosteño, fuimos repasando los acontecimientos más recientes y poniéndonos al día. Ésa fue la postrera ocasión en que tuve oportunidad de parlotear largamente con mi amigo Miguel. Posteriormente, sus noticias me llegaron directamente con el generoso ofrecimiento del retrato que me había hecho.

Estoy muy contento de haber suscitado el interés de Miguel y ocupado sus buenos  oficios porque, desde mi humilde punto de vista, un retrato es el resultado de tres acciones que él predica bien: la observación atenta de lo que se va a plasmar, la reflexión sosegada sobre sus principales características y, finalmente, la actuación resuelta para reflejar en el papel una reconstrucción propia que, sin traicionar el modelo, lo interpreta y le añade el valor de la originalidad. Creo sinceramente que Miguel lo ha logrado con mi retrato, que refleja fidedignamente mi apariencia y mi persona.

Estoy contento porque sé que de la misma manera que me sorprenden e interesan sus pinturas (tal vez su modo de expresión más genuino, aunque no es nada despreciable la hondura de su pausada conversación), también él se interesa por otras cosas mías, como estos apresurados relatos, cuyo contenido dice que, generalmente, aprueba y comparte. De alguna manera me parece que es como si hubiésemos llegado a un cierto punto de acuerdo, esta vez definitivo, en el que las concomitancias, los amigos comunes, los recuerdos compartidos, las preocupaciones e inquietudes por las cosas que suceden, los afectos por quienes están o estuvieron y conocimos, nuestra inquietud por la coherencia personal y profesional, en definitiva, la propensión a exprimir la vida al máximo nos hace compartir hasta las penurias cardiacas de unos corazones inequívocamente situados en la parte izquierda de nuestras corpóreas y gastadas geografías. Muchas gracias, Miguel, por tu regalo. Esta pequeña crónica va por ti, con un gran y fraternal abrazo. ¡Suerte, maestro!

lunes, 14 de marzo de 2016

El previsible (?) final de la prensa escrita.

Ayer pasé una mañana de domingo estupenda. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Compré media docena de periódicos y me dispuse a ojearlos plenamente repantingado en el sofá. A medida que pasaba las innumerables páginas de sus ediciones dominicales experimentaba en las yemas de los dedos el placer que me producían el tacto de las hojas, más o menos satinadas y/o grumosas, y el inevitable tufillo a esa mezcla de tinta fresca y disolvente que acompaña a la prensa matinal. Hoja tras hoja fui repasando las noticias, que para variar se reiteraban como los eructos resabiosos de la cebolla.

En ese ir y venir entre las páginas recordé una reflexión que hace tiempo que me inquieta: la profunda transformación que está sufriendo la prensa escrita, inducida por la omnipresente revolución digital. Por lo que dicen, se piensa que la supervivencia de las grandes empresas de comunicación esta muy condicionada por su capacidad para transformarse y adaptarse a los nuevos vientos. Parece que su futuro se aleja inevitablemente del soporte papel y se acerca ineludiblemente a las redes sociales, a las que deberá incorporar sus contenidos con una adecuada puesta al día que adapte sus tradicionales hechuras a los requerimientos de los dispositivos electrónicos. Los expertos aseguran que asistimos calladamente a una revolución en los formatos de la comunicación. La gente se está relacionando de forma distinta y ello exige cambiar el formato y el soporte en el que circularán las mensajes y las noticias, asegurando su presencia en la multiplicidad de plataformas que han surgido en los últimos años. No solo en los grandes imperios como Facebook o Instagram, sino también en pequeñas aplicaciones, como Snapchat, una ‘app’ para móviles que permite enviar archivos que desaparecen diez segundos después de que el destinatario los reciba. Según dicen, disponer de capacidad para atender ambos frentes es el principal reto que tiene hoy cualquier empresa de comunicación que se precie.

Los que saben de esto aseguran que en el mundo periodístico actual hay dos realidades. Una, la que representan los grandes holdings de la comunicación (Disney, Time Warner, Fox News, Viacom, Bertelsmann, Vocento, etc.); otra, la conformada por las denominadas plataformas digitales puras. Parece que unos y otros comparten una particular evolución que les lleva a recorrer sentidos contrarios y simultáneamente confluyentes de la misma dirección. Los primeros tratan de incorporar a marchas forzadas los recursos que utilizan los segundos para intentar llegar a las grandes audiencias. Los segundos copian a aquéllos agregando a sus plantillas analistas y periodistas expertos en tratar contenidos con profundidad, buscando prestigiarse a base de superar los enfoques superficiales y las banalidades.

Por otro lado, es una evidencia que los grandes medios de comunicación apenas consiguen un veinte por ciento de sus audiencias con el reclamo de sus portadas en Internet. Cada vez dependen más de las redes sociales y de la de la optimización de los motores de búsqueda (SEO, Search Engine Optimizer), que parecen ser la clave que condiciona su clientela. Por tanto, ahí es a donde dirigen sus principales esfuerzos, a posicionarse en esos motores para lograr el mayor número posible de visitas. Otro frente que tienen abierto los gigantes de la comunicación es la brega por conquistar los teléfonos del Planeta, cosa harto complicada porque las redes de telefonía funcionan con cuarenta o cincuenta sistemas distintos a lo largo y ancho del mundo, lo que hace harto complicado armonizar una emisión compatible con todos ellos. Además, cada vez los contenidos están más condicionados porque deben mostrarse en pantallas crecientemente reducidas, que obligan a una comunicación más restrictiva que hasta llega a exigir que los vídeos carezcan de sonido. Y para complicar más la situación parece que se ha instituido una tendencia universal a la proliferación de las redes sociales, lo que hace de ellas un ecosistema que la prensa debe permeabilizar para garantizarse la supervivencia.

A la vista de todo lo anterior, y teniendo en cuenta lo que aseguran los más influyentes directivos de los principales diarios, parece inevitable que el placer de ojear la prensa escrita, de pasar las páginas de los periódicos manchándote los dedos de tinta, tiene sus días contados. Por eso, consciente de lo irremediable, durante la mañana del domingo me entregué en cuerpo y alma a disfrutarlo. Y pienso hacer lo mismo en las próximas semanas por si acaso les entran las prisas, que ya se sabe cómo son las cosas en este mundo de la globalización. No vaya a ser que cualquier domingo al llegar al kiosco me encuentre con una pantalla digital autoalimentada mostrando un lacónico mensaje del siguiente tenor: “Estimado cliente, por razones ajenas a nuestra voluntad lamentamos comunicarle que a partir de hoy mismo solo podrá acceder a la consulta de los periódicos a través de las pantallas digitales que incorporan los frigoríficos y demás electrodomésticos y/o artilugios digitales. Lamentamos las molestias y le pedimos disculpas por ello. Hasta siempre”.

sábado, 12 de marzo de 2016

Crónicas de la amistad: Santa Pola (13).

Ayer nuestro particular y amistoso periplo nos llevó de nuevo a Santa Pola. A partir de ahora pondré una apostilla en el título de las crónicas, mencionando el  lugar donde se celebren los encuentros para que quienes llevan la cuenta no se extravíen. También hoy nos recibió un día espléndido y radiante. Sonaban las doce en el reloj de la “peineta” que corona la muralla del castillo y allí estábamos los convocados a excepción de Tomás, que apuraba el camino de regreso de su reciente viaje andaluz, de Paco Ochando (del que nada sabemos) y de Domingo Moro, que tenía dispuestos en Ibiza los artilugios tecnológicos para hacer la cobertura telemática del evento.

Apenas se había silenciado el tañido de la última campanada y ya teníamos junto a nosotros a un amable y documentado guía, con apariencia de estudiante aventajado al que previamente había aleccionado Pascual, dispuesto para mostrarnos y glosar las excelencias de una fortaleza histórica, fecundada de reminiscencias y anécdotas. Una edificación del siglo XVII, reformada posteriormente en numerosas ocasiones para acomodar sus dependencias a las necesidades sobrevenidas con el paso de los tiempos, que hoy se resumen fundamentalmente en el acogimiento de buena parte de las infraestructuras culturales de la villa. Nuestro amable acompañante dio cumplida y docta explicación de los avatares que la historia ha procurado a un baluarte levantado en tiempos de los Austrias, que ha sido testigo mudo de la historia de un lugar históricamente vinculado a la ciudad de Elche, de la que felizmente acabó emancipándose administrativamente hace no demasiadas décadas.

En el Laico, Santa Pola.
Tras un breve paseo por el patio de armas y las instalaciones del Museo del Mar, que ofrece una muestra etnográfica concisa y suficiente de las tradiciones locales, volvimos a la trama urbana y redescubrimos el refulgente sol que la inundaba. Saludamos a la hermana de Pascual y a su cuñado, viandantes circunstanciales que se cruzaron en nuestro camino y, casi sin solución de continuidad, asentamos las posaderas en el primero de los destinos previstos por nuestro anfitrión. Un ‘bareto’ cercano a la antigua casa de sus padres, en la calle Deán Llopes, que nos proveyó de las cervezas que ansiábamos engullir y de unos sabrosos aperitivos: patatas fritas con jamón y olivas adobadas con pimentón y vinagre. El breve relajo nos suministró las fuerzas necesarias para acometer la conquista de la siguiente estación que fue, como no podía ser de otro modo, el bar ‘Laíco’, un destino insoslayable en el que degustamos unos magníficos taquitos de merluza rebozada preparados por su regente, maridados con una excelente mixtura de aceitunas y mejillones en escabeche.

Desde allí nos encaminamos al destino principal, el Restaurante Playa. Nadie albergábamos duda de que nuestro anfitrión habría elegido escrupulosamente la exquisitez del lugar de acogida. Y así lo contrastamos cuando estábamos atravesando su magnífico comedor, plenamente ocupado a esas horas, antes de ascender la escalera que conducía al reservado que nos habían preparado para ocasión tan singular. Era un espacio diáfano, de varias decenas de metros, en el que se había habilitado una mesa circular junto a una ventana estratégicamente situada, que proporcionaba una visión espléndida de la mar en un día calmo y sereno. En el horizonte se recortaba el perfil de Tabarca, que se mostraba acunada en aquella inmensa alfombra azul.

En aquel recoleto y exclusivo lugar degustamos un caldero excepcional que pocos saben hacer tan requetebién. Quiénes dominan este genuino guiso suelen poblar las tierras del sur del País Valencià, que también existen. Otros, menos virtuosos con los fogones y los ranchos, lo emulan en otros pagos con discutible éxito. Este fue un caldero excelentemente condimentado, con patatas que sabían a gloria y un remate de arroz a banda que no se lo saltaba un romano; eso sí, un puntito sentidito de sal, como es costumbre en el lugar. Le habían precedido unos aperitivos excelentes, a base de quisquilla y pescadito de la bahía, aderezados con ensaladas trufadas de ‘capellanet’ y ‘gatet’, que  hicieron las delicias de todos.

No conformes con todo ello, cuando acabamos con el caldero (que por cierto no conseguimos agotar y que dio para algún que otro tupperware) nos entregamos  a los postres y a las copas, que más que tales fueron una auténtica barra libre suministrada por unos restauradores generosos, cuya complicidad con el anfitrión se apreciaba a la legua. Una barra libre que, paradójicamente, transformamos en breves y recatadas consumiciones fruto de un uso tan voluntariamente comedido como exuberante se ofrecía la disponibilidad.

Las copas y sus efluvios suelen conducir casi inevitablemente a las canciones que, en este caso, estuvieron precedidas de algún pequeño escarceo discusivo de carácter político-religioso que, dadas las circunstancias ambientales, todos habíamos optado por evitar. Una de las primeras que sonó fue el Romance de la Amistad, esa especie de ‘pseudohimno’ particular con letra propia y música de Antonio Antón,  cuyo estribillo cantamos al unísono dirigidos por el maestro y acompañados por el sonido de su guitarra. Fue el preámbulo del habitual ‘remake’ que hacemos del elenco de figuras que nos suele acompañar que, en este caso, se completaron con incorporaciones como las de Hilario Camacho y Bob Dylan. No faltaron Luis Llach y otros, ni tampoco las pachanguitas habituales. 

Mientras tanto, la oquedad de la ventana nos allegaba el silencioso regreso de las barcas de pesca. De las que habían ido a echar la semana en las aguas de Argelia y  de las que regresaban del faenar del día. El horizonte azul de la mar aparecía preñado de luces casi primaverales, inmóvil como  la quietud, surcado por una flota alineada y silenciosa, patroneada por gentes esforzadas y generosas. Esa estela que se dibujaba con rumbo sureste-noroeste me recordó a la Concha, en el día que hacía un bimestre que se fue con las mismas olas que hoy nos devolvían los barcos ubérrimos, como lo era ella.

Con su paz y con la satisfacción y el gozo de vernos y tocarnos, de hablar y discutir, de compartir y cantar, de querernos y convivir concluimos un encuentro tan inolvidable como todos los precedentes. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

La teoría del privilegio.

Hace unos días leí en el diario El País una tribuna que firmaba la periodista Milagros Pérez Oliva, que me pareció tan acertada como pertinente. El núcleo central de su colaboración giraba en torno a lo que denomina la “teoría del privilegio”, que debe denunciarse de inmediato. Según ella, se trata de una filigrana ideológica encaminada a condicionar la opinión pública, presentando ante ella como normales, e incluso como deseables para el interés general, propuestas que no lo son. En efecto, la teoría sociológica ha documentado este recurso para encauzar el debate público que utilizan los think tank cuando diseñan marcos conceptuales interesados. Estos influyentes laboratorios de ideas parten de la hipótesis de que quienes logran determinar el marco en que se producirá la discusión tienen asegurada la patrimonialización de buena parte de sus resultados finales.

La periodista explicaba como en nuestro país y en Europa existe hoy una indisimulada tendencia que presenta como privilegios inaceptables las condiciones laborales y salariales que hace pocos años parecían no solo normales, sino precarias. El ejemplo paradigmático es el de los mileuristas. Hace apenas una década eran considerados pobres desheredados de la fortuna; sin embargo, hoy se muestran como auténticos privilegiados por parte de quienes practican este asedio ideológico, que colisiona frontalmente con la cordura y con las conquistas sociales básicas, consideradas logros irrenunciables hasta hace bien poco.

En ese rizar el rizo, se omite sin recato la devastación que ha producido en el tejido social la crisis económica, que se ha exhibido como coartada incuestionada e incuestionable para imponer reformas legislativas y económicas que han laminado buena parte de los logros y ahorros de las clases medias y populares. Ahora se presenta a las personas que han esquivado relativamente la crisis y conservado trémulamente las condiciones laborales o económicas previas a las últimas reformas, como privilegiados que injusta, ilegítima y egoístamente ansían mantener unos supuestos privilegios que son lesivos para el interés general. ¡Serán sinvergüenzas!

No sólo se considera privilegiados a quienes tienen o logran un contrato indefinido, sino que se les presenta como culpables de que los demás, en el mejor de los casos, solo consigan enlazar un contrato precario con otro temporal. Y lo que es más –y peor–, esa teoría del privilegio se está extendiendo a los pensionistas. El objetivo no es otro que ir configurando un estado de opinión que acepte con naturalidad el recorte de las pensiones más altas por inevitable, con el peregrino argumento de que el sistema es insostenible y de que lo justo, por tanto, es reducir las prestaciones de quienes cobran más, sin reparar en que ello es la consecuencia de haber cotizado más y durante mayor tiempo. La cuestión esencial no es que la pensión máxima sea excesiva, que evidentemente no lo es porque obedece a criterios objetivos, establecidos con anterioridad a que el latrocinio y la indecencia contaminasen y saqueasen estructuralmente el sistema. La cuestión fundamental, a la que nadie hace referencia, es qué hay que hacer para activar políticas económicas que generen empleo de calidad y aumenten en consecuencia las cuantías de las cotizaciones. Eso es lo que hará que el sistema sea viable y que nadie deba perder los derechos que ha consolidado a lo largo de su vida laboral.

No cabe la demora ni el titubeo a la hora de denunciar este asalto ideológico interesado que la sociedad en su conjunto debe combatir con cuantos medios tiene a su alcance. Y debe hacerlo porque colisiona con el progreso, que no es otra cosa que igualar a las personas por arriba y no hacerlo por abajo. Ello solo lo practican los cuatro desaprensivos privilegiados que no conciben otra opción vital que apoderarse obscena y espuriamente de lo que no les corresponde: el esfuerzo y el sacrificio de los demás.

La tendencia irrefrenable a la concentración del poder y del capital que caracteriza al filibustero y desbocado capitalismo financiero y cibernético que sufrimos hace, si cabe, más imprescindible que nunca el rearme ideológico de la sociedad. Yo no veo otro camino para reencauzar lo que de verdad conviene al interés general.

martes, 8 de marzo de 2016

Menorca.

Ayer volvimos de Menorca. He necesitado más de sesenta años para decidirme a visitar una isla ¡qué hermosa palabra! que está a poco más que un tiro de piedra desde donde resido habitualmente, concretamente a 230 millas náuticas; aunque debo confesar que llegué allí en avión, en apenas 50 minutos de vuelo desde Manises. De Menorca, como de tantos otros territorios, se ha dicho de todo. Hay quienes declaran que es lugar que da suerte; otros, más transcendentes, aseguran que es una tierra en la que se aprende a morir y a vivir, como si no sucediese lo mismo en todo espacio vital. Por si acaso, evitaré la tentación de adoptar perspectiva tan transcendental y escribiré, simplemente, algunas de las impresiones que me ha producido la isla.

Menorca es un lugar donde las vías que unen las poblaciones son escasas, tan párvulas como primorosamente señalizadas y conservadas. Se puede llegar a cualquier lugar de la isla siguiendo las indicaciones que jalonan las pequeñas carreteras, las pistas o los caminos de herradura y sendas, que ofrecen un estado de conservación primoroso, pese a estar comúnmente circundadas por un sotobosque abigarrado de ‘ullastres’ (acebuches autóctonos), lentiscos y enebros, entre otras especies locales que desconozco, cuya exuberancia casi imposibilita cualquier intento de acotarlo. Hoy por hoy, me ha parecido un espacio seductor, que invita más a ensillar el caballo y a utilizar la bicicleta que a dejarse recorrer en automóvil. No sólo por el pedigrí de tan genuinos y añejos medios de transporte sino por su propia utilidad, que facilita el acceso a más y mejores rincones.

Atardecer en Sa Caleta, Ciutadella.
Menorca es esencialmente un territorio insular que debiera descubrirse en barco, a ser posible en llaüt, la genuina embarcación balear utilizada tradicionalmente para la pesca de arrastre, que hoy se emplea para usos recreativos con diseños evolucionados a motor. El llaüt tradicional es un pequeño barco de vela latina, con tres mástiles, de gran consistencia y estabilidad que lo convierten en una embarcación perfecta para todo tipo de actividades, como la navegación de recreo o la pesca deportiva, y también para hacer frente a condiciones meteorológicas adversas. En su defecto, la exploración de la isla requiere aventurarse por senderos abruptos, que conducen a acantilados y faros extraordinarios desde los que se divisa el color “azul marino” auténtico, ese que solo percibimos en los muestrarios de pintura y que aquí se ofrece en toda su concupiscencia. Menorca es una isla donde todavía puedes extenuarte de caminar sin lograr atisbar los signos canónicos de lo que comúnmente denominamos “civilización”. Una reliquia que permite saborear el espeluznante impacto del vértigo que produce asomarte a acantilados vírgenes y estremecedores, que regalan vistas tan ampulosas como asombrosas.

La densidad de yacimientos prehistóricos coadyuvan a la excepcionalidad de la isla, también en esta faceta. Con apenas setecientos kilómetros cuadrados alberga más de mil doscientos depósitos. Por ello, es tal la trabazón entre paisaje, territorio y arqueología que me atrevo a aventurar que es uno de los elementos que le imprime su carácter único. Los conjuntos arqueológicos integran murallas, viviendas, talayots, navetas, taulas, hipogeos, etc. Muchos de estos hallazgos se conservan admirablemente intactos desde hace más de dos mil años conformando amplísimas áreas prehistóricas diseminadas en el conjunto isleño.

Menorca ofrece por lo general riberas descarnadas que conforman dos regiones muy marcadas. Al norte, en la Tramontana, se suceden las areniscas y los conglomerados, las calizas y las pizarras formando un verdadero mosaico. Al sur, en el Mitjorn, aflora casi exclusivamente el marés, un material granudo de naturaleza calcárea, altamente poroso y fácil de trabajar, que está integrado en la fábrica de la mayoría de las casas menorquinas.

Menorca es un lugar donde sentarse a comer en un restaurante es algo distinto a manejarse con manteles y servilletas de hilo, con una buena instalación de aire acondicionado o con una decoración vintage de ilustrados motivos. Lo más normal es hacerlo teniendo la naturaleza como escaparate, sentados sobre la desnudez de una mesa de picnic con el contrapunto de una bahía recoleta y diáfana, que suele aprovisionar las despensas de materias primas tan escasas como excepcionales. Una región ideal para transformar la percepción del tiempo y para acabar con las prisas. Especialmente durante los atardeceres, cuando abducen unas fantasmagóricas puestas de sol que encienden la fachada oriental de la isla de Mallorca. Un espectáculo único, irreproducible, inconmensurable e inefable.

No tengo certeza alguna pero, tal vez, Menorca es lo que es porque, como contó Licofronte de Calcis, fue uno de los lugares que acogieron a algunos de los fugitivos de la guerra de Troya, que llegaron a las entonces llamadas Gimnesias (Baleares) “después de navegar como cangrejos entre las rocas de Gimnesis rodeados de mar, arrastrando su existencia cubiertos de pieles peludas, sin vestidos, descalzos, armados de tres hondas de doble cordada. Y las madres señalaron a su hijos más pequeños, en ayuno, el arte de tirar; ya que ninguno de ellos probará el pan con la boca si antes, con piedra precisa, no acierta un pedazo puesto sobre un palo como blanco” (Alexandra,  versos 633-641)