miércoles, 18 de enero de 2023

A favor de la paz

 «Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes. Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes. Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes. Tristes».

[Miguel Hernández]



Tiene razón el poeta. Todas las guerras son tristes, además de injustas y espantosas. Aborrezco la guerra y lo belicoso. Me incomoda cualquier tipo de conflicto, aunque no soy un pacifista recalcitrante. No lo soy porque no creo en absolutos. Entiendo que, de la misma manera que la naturaleza se ofrece en su infinita variedad —que nada excluye—, también todo puede suceder en otro orden de cosas, aunque atávicamente nos hayamos empecinado en respaldar que no sea así. Para bien y para mal, los sucesos más inverosímiles pueden materializarse si nos lo proponemos y logramos comprometer los esfuerzos y recursos necesarios. Justamente por eso, defiendo que conseguir un mundo sin guerras es una aspiración irrenunciable, un horizonte de referencia inexcusable para la humanidad.

En poco más de un mes se cumplirá el primer aniversario de la guerra de Ucrania, iniciada con la invasión del país por las tropas rusas el pasado 24 de febrero. Un conflicto que no parece que tendrá fin a corto plazo y que está forjando, directa e indirectamente, una época de inseguridad y de crisis económica en Europa y en otros muchos lugares del planeta. Esta guerra ha cambiado el panorama geopolítico internacional y ha inducido dificultades económicas a nivel global, cuyos efectos más graves probablemente están todavía por manifestarse. Ha evidenciado, además, el fracaso del diálogo y de la diplomacia y ha enquistado en el corazón de Europa una inestabilidad y una incertidumbre que también tardarán en disiparse. Ya me referí a algunas de estas cuestiones el pasado mes de agosto, en otra entrada de este blog rotulada De la ficción a la escena.

La guerra de Ucrania es una brutal tragedia. Unos cuantos e incompletos datos lo demuestran. La oficina de la ONU para los derechos humanos tiene confirmadas más de 7000 muertes de civiles, entre ellos 433 menores. Además, 11.000 personas han resultado heridas, de las cuales casi un millar son niños o niñas. A todos ellos deben añadirse los miles de militares heridos y fallecidos. Obviamente, estos son datos tan estremecedores como incompletos, como la mayoría de los asociados a cualquier guerra, porque la misma ONU admite que carece de información relativa a zonas donde se han producido intensos combates, como la tristemente célebre ciudad de Mariúpol. Por otra parte, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR) estima en casi dieciocho millones las personas que han huido de Ucrania desde el inicio de la ofensiva rusa, generando el éxodo más apresurado que se recuerda en Europa desde la II Guerra Mundial. Una expatriación que afecta a más del 40% de la población ucraniana.

Es incuestionable que la invasión rusa monopoliza la atención político-mediática desde su inicio. En el mundo occidental, no hay convención política que no aborde este asunto, ni noticiario sin una amplia sección diaria relativa a la guerra ucraniana. No en vano se trata de un país europeo, de un conflicto en el que está involucrada una potencia nuclear. Sin embargo, a lo largo y ancho del mundo, desde hace años (que en algunos casos son décadas), se multiplican conflictos que golpean a decenas de millones de personas. Por desgracia, todo es silencio y referencias esporádicas a estas gigantescas tragedias, en las que generalmente no se inmiscuyen directamente las grandes potencias. Es fantástico comprobar cómo Europa ha abierto las puertas de par en par a los refugiados ucranianos, una realidad que contrasta vivamente con la atención que históricamente viene procurando a quienes huyen de otros conflictos, algunos de ellos igualmente cercanos siquiera geográficamente. Por no mencionar los 100.000 millones de euros que el mundo occidental ha comprometido, y ha desembolsado ya en buena medida, para proporcionar apoyo financiero, militar y humanitario a Ucrania, según datos publicados por el prestigioso Institute for the World Economy, comúnmente conocido como Instituto Kiel.

Por apalancar lo que vengo refiriendo con un solo dato, mencionaré que ACNUR estima que el año 2021 generó unos 90 millones de refugiados y desplazados en el mundo, cifra que se verá incrementada durante el 2022, según sus previsiones. Evidentemente, Ucrania sobrelleva una tragedia formidable, pero ni es la única, ni siquiera la más importante. Sin ánimo de exhaustividad, mencionaré algunos de los conflictos a los que me refiero.

En Yemen, por ejemplo, un país con unos 30 millones de habitantes, más del 90 % depende de la ayuda exterior para sobrevivir. En Siria se viene desarrollando un conflicto de carácter internacional que afecta a un país donde, según la ONU, unos 15 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, es decir, más de la mitad de su población. En la franja oriental del Congo, desde hace décadas, se vive en una guerra casi permanente, en la que están involucrados algunos países vecinos, que genera oleadas de centenares de miles de desplazados entre otras calamidades. En la región del Sahel, países como Mali, Burkina-Faso y Níger hace años que soportan crisis que han provocado hasta ahora 50.000 muertos y más de 3,5 millones de refugiados y desplazados. También Etiopía vive envuelta en un conflicto, que según la Universidad de Gante ha causado ya entre 400 y 600.000 muertos. Y una larga relación de lugares del mundo de los que se han enseñoreado la guerra y otros conflictos, distribuidos por los cinco continentes: Irán, Palestina, Israel, Haití, Myanmar, Afganistán, Libia, Sáhara, Mozambique, Colombia, Nicaragua…

Cada año, el 21 de septiembre se celebra el Día Internacional de la Paz. La Asamblea General de la ONU declaró esta fecha como tal y la dedicó al fortalecimiento de los ideales de paz, a través de la observación de 24 horas de no violencia y alto el fuego. Todos sabemos que lograr la paz verdadera conlleva mucho más que deponer las armas por unas horas. Requiere la construcción de sociedades en las que todos sus miembros sientan que puedan desarrollarse. Implica la creación de un mundo en el que todas las personas sean tratadas con igualdad, independientemente de su raza, cultura, procedencia o convicciones.

Por otra parte, el 30 de enero se celebrará el Día de la no violencia y la paz. Una fecha para insistir nuevamente sobre la necesidad de la educación en y para la tolerancia, la solidaridad, la concordia, el respeto a los derechos humanos, la no-violencia y la paz. Los centros educativos se comprometerán de nuevo a defender la paz y el entendimiento entre personas de distinta procedencia y modos de pensar, recordando el ejemplo de tolerancia y humanidad que significó Gandhi, asesinado por defender esas ideas. Una educación inspirada en la cultura de no violencia y paz permite a los hombres y mujeres del futuro adquirir conocimientos, actitudes y competencias que refuerzan su desarrollo como ciudadanos globales críticos y comprometidos con sus derechos y con los de las demás personas.

Se dice que la escuela es reflejo de la sociedad a la que pertenece. Dicen que las escuelas son los instrumentos que las sociedades crean para perpetuarse. Se nos llena a todos la boca con el potencial transformador que se atribuye a la educación. Ojalá sea cierto, ojalá las escuelas acrediten alguna vez esa potencialidad y se inicie en ellas el sunami que contagie al conjunto de la sociedad su más intencional rebeldía, su radical intransigencia frente a todos —subrayo «todos»— los conflictos bélicos.

domingo, 15 de enero de 2023

¿Para qué la impaciencia?

No descubro ningún Mediterráneo rememorando a El divino impaciente o el «Tenorio de las beatas», como la calificó su propio autor. Una pieza de teatro en verso, compuesta de prólogo, tres actos y epílogo, que escribió José María Pemán, autor ultraconservador, pluma proclive a las fuerzas sublevadas que generaron la última Guerra Civil, que se estrenó en 1933 con innegable éxito. Pemán, poeta, escritor, periodista, músico y político durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, y también en la interminable dictadura franquista, la escribió como respuesta a la disolución de la Compañía de Jesús y al laicismo que impulsó el régimen democrático de la República. En 1939, concluida la guerra, la obra, de temática religiosa, convertida en pieza de repertorio, inauguró la temporada en los teatros madrileños y continuó representándose hasta la década de los sesenta en toda España y en América. Una función que paradójicamente concitó el interés de los públicos fervorosos «del teatro» y «de las novenas».

Desde entonces, ha sido poco escenificada por dos razones fundamentales. La primera, por su duración de más de tres horas que, entre otros reparos, hace poco menos que insoportables sus derroteros. Y la segunda, porque su perístasis dejó de tener sentido en una sociedad que ya se inclinaba por otros intereses. El drama recrea la vida de San Francisco Javier, comenzando con su estancia en París, donde conoció a San Ignacio de Loyola, y continuando la acción en Roma, para recalar después en la residencia de los jesuitas y, por último, abordar la labor misionera de Javier en la China.

Personalmente, me declaro impaciente. No porque esa obra —que no he presenciado entera o parcialmente— ni ninguna otra me hayan inoculado la incapacidad para tolerar situaciones molestas, irritantes o adversas. No, no es por eso. Desconozco por qué y desde cuándo, pero me reconozco incluido en la extensa nómina de conciudadanos que trasudamos intranquilidad cuando algo nos molesta o no acabamos de concretar lo que pretendemos. He desarrollado una incuestionable fobia a la espera y una necesidad de inmediatez que me perjudican y me desasosiegan. Además, percibo que las respuestas de mi entorno ningunean obstinadamente mis expectativas al respecto. Sí, la impaciencia me produce cierto sufrimiento. Y tengo la impresión de que ello no lo entienden quienes me rodean, o simplemente lo eluden o lo desdramatizan.

Quienes saben de estas cosas dicen que la impaciencia es una conducta aprendida, aunque parece que la favorecen ciertos factores biológicos. Por otra parte, los estándares de la vida actual y mi edad no son precisamente elementos que contribuyan a combatirla. Hoy, en general, se tiende a vivir el presente y, en particular, a mi edad esa realidad resulta insoslayable porque el futuro solo existe, en el mejor de los casos, a corto plazo. De modo que casi puede considerarse agotado mi privativo margen de espera para conseguir las cosas que todavía ansío.

En ocasiones, he pensado que probablemente soy impaciente porque soy impulsivo. Habitualmente me mantengo considerablemente activado y reacciono con cierta intolerancia a la frustración. Necesito, especialmente, obtener respuestas positivas con inmediatez, pues me cuesta aceptar la demora del refuerzo que anhelo lograr con lo que hago. No he conseguido aceptar suficientemente el beneficio que produce lo que se alcanza diferidamente, a medio y largo plazo, pese a que en ocasiones resulte mejor, o más interesante, que los provechos derivados de la inmediatez.

Las personas impulsivas tomamos decisiones muy rápidas. Desechamos con frecuencia las ventajas e inconvenientes que reporta la urgencia y falseamos el tiempo real que exige completar una determinada actuación. Seguramente por ello, llevados de nuestro frenesí, nos sobrecargamos de tareas y responsabilidades, en lugar de posponer ciertas decisiones y analizar su viabilidad, así como los beneficios y perjuicios derivados hipotéticamente del proyecto que aspiramos a materializar. Probablemente ello dificulta que toleremos los ritmos y maneras de reaccionar que tienen los demás, una actitud que obstaculiza el trabajo en equipo. Y que produce, también, otra consecuencia perniciosa: la renuencia a delegar responsabilidades.

De manera que la impaciencia tiene una repercusión importante en quienes la sufrimos, pues constantemente nos sentimos frustrados cuando las cosas no transcurren en los márgenes deseados. Por otro lado, afecta a las relaciones personales y laborales, y hasta al propio bienestar físico, pues induce diferentes trastornos psicosomáticos.

Etimológicamente, «paciencia» es un cultismo, derivado del vocablo «padecer», acuñado entre 1220 y 1250, proveniente del término latino «pati», que es herencia a su vez del griego «pathos», que significa «sufrir», «soportar». El DRAE ofrece siete acepciones para él, de las que me interesa subrayar las cuatro primeras, a saber: 1. f. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse; 2. f. Capacidad para hacer cosas pesadas o minuciosas; 3. f. Facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho; y 4. f. Lentitud para hacer algo. Así pues, la paciencia se interpreta como la capacidad de esperar a que las cosas se produzcan, sin anticiparse o angustiarse en exceso. Frente a la comodidad, la depresión o la apatía, es, una postura activa frente a los acontecimientos que se desea que ocurran.

Dije anteriormente, en algún otro lugar, que quizás llegó la estación en la que lo aconsejable es abandonar la prisa y aguardar pacientemente el inexorable final de las cosas. Me pareció, entonces, que tal vez había llegado la hora de paladear los frágiles segundos, de recuperar los espacios prolongadamente descuidados y de volver a escudriñar los recovecos injustamente desatendidos. Pensaba que, quizás, eclosionaba sin esperarlo el tiempo propicio para merodear sin más, sin rumbo ni guía definidos. Incluso parecía que se brindaba la oportunidad de hacer transcendentes los pormenores de la cotidianidad. Hoy no solo reitero lo que dije, sino que lo refrendo categóricamente. Ojalá consiga recorrer esta parte del camino logrando armonizar la permanente tensión entre la paciencia y la impaciencia, esa forma de ser equilibrada y armoniosa que practicó y de la que nos habló el maestro Paulo Freire.