jueves, 26 de octubre de 2023

De nuevo, no a la guerra

Aborrezco todas las guerras. Ninguna tiene justificación porque nada positivo se consigue con ellas. Solamente unos pocos sacan tajada, en el mejor de los casos. Y, como contrapartida, pierde siempre la inmensa mayoría. Ello, objetivamente, ni es justo ni razonable. De ahí mi absoluta intransigencia al reivindicar la exclusiva utilización de medios pacíficos para resolver los conflictos entre las personas y los grupos sociales.

Abundantes pensadores han abordado el problema normativo de la guerra a lo largo de la historia. Unos y otros han hablado y escrito sobre los principios de la guerra justa, tanto para emprenderla como para llevarla a cabo. Desde S. Agustín y el monje Graciano hasta Francisco de Vitoria y Maquiavelo; desde Hobbes o Klausewitz hasta Marx, Engels o Lenin. Sus respectivas argumentaciones han contribuido a la prevalencia en el discurso belicista de axiomas como la causa justa, la intención correcta, la autoridad competente, la declaración formal, la razonable expectativa de victoria, el agotamiento de todos los demás recursos, la proporcionalidad entre los daños y los logros, la coherencia de los medios bélicos con los fines perseguidos o la inmunidad para los no combatientes. De alguna manera, todos ellos dibujan los límites que teóricamente se imponen a las guerras.

Por otra parte, se han justificado los conflictos bélicos cuando se declaran para defender a personas inocentes o restituir los bienes arrebatados injustamente; para castigar acciones punibles y también para defenderse de un ataque, o evitar aquellos con los que otros han amenazado a cualquiera. En este sentido, se ha discutido mucho sobre las nociones de agresión y defensa, sin que se haya alcanzado al respecto claridad inequívoca. Obviamente, me refiero a un contexto que concibe la guerra como último recurso, y con la concurrencia de causas que a priori la justifican. Premisas que no comparto, pues contrariamente me identifico con la general aspiración a una suerte de sociedad multinacional que haga realidad el ideal kantiano de la paz perpetua. Sí, pese a que suene a trivial ingenuidad, me cuento entre quienes consideran que la única guerra justa es la que no se emprende.

Hoy, reivindico de nuevo el poder de la imagen. «Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, aunque no olvido aquel otro que asegura que «un texto vale más que mil imágenes». En este caso, la imagen que retengo en mi retina es la de un padre treintañero. Un joven que estrecha entre sus brazos un improvisado sudario, tan inmaculado como tenebroso, envolviendo el cuerpecito de una criatura (acaso su propio hijo), víctima de un infierno que ni ha tenido oportunidad de conocer.

Sabemos por experiencia que el curso de la vida es impredecible. Casi todos hemos comprobado en más de una ocasión que cuando todo marcha según nuestras previsiones, cuando las cosas parecen seguir el curso pronosticado, surge inopinadamente el imprevisto que lo trastoca todo. Sobrevienen realidades inesperadas que unas veces estimulan nuestros pequeños universos y otras los oscurecen y nos sumen en el abatimiento. En general, tendemos a recordar especialmente las circunstancias desfavorables, hasta el punto de que llegamos a decir que aprendemos mucho más de las desgracias que de las experiencias gozosas. Una opinión que he sostenido durante muchos años y a la que, sin embargo, ahora le atribuyo menor sentido.

Por experiencia, sé lo que significa perder a un hijo al término de su gestación, cuando se espera como agua de mayo. Fue el primer gran «palo» que me dio la vida. Una enorme frustración, un brutal desengaño del que me parece que no he terminado de recuperarme todavía. Una criatura que no quise ver cuando me ofrecieron hacerlo. Rechacé conservar para siempre en mi retina la imagen de un bebé inerte, a quien jamás imaginé llegar a ver de tal manera. Lo recogí acomodado en una párvula cajita de tablero aglomerado, que ni siquiera estaba chapada con melamina. Con la criatura bajo el brazo, en esa humilde mortaja, me dirigí al coche y, siguiendo las instrucciones de su madre, náufrago en un mar de lágrimas, logré llevarlo al cementerio y depositarlo junto a mis suegros, que reposaban en el panteón familiar. Siempre me ha quitado el sueño recordar aquel infausto día, en que pude volver a casa sin ninguno de los dos.

Tal vez por ello, aunque medie una eternidad entre mi desgracia y la suya, aunque nada tenga que ver una cosa con la otra, cuando me echo a la cara la imagen derrotada del muchacho de mirada perdida, cuando presiento cómo percibe entre sus brazos la levedad del inocente cuerpecito infantil, inmaculadamente amortajado, asesinado por quienes promueven la última de las guerras conocida, me desembrido, me rebelo radicalmente y grito con toda mi alma: ¡No a la guerra! 



sábado, 21 de octubre de 2023

Elogio de la ironía

La ironía, además de figura retórica que permite decir lo contrario de lo que se expresa, es también un recurso inteligente, una estrategia genuina para doblegar a los inquisidores. Tan es así que se dice que ni los animales ni los dioses la conocen.

El DRAE ofrece tres acepciones para el término. En la tercera de ellas se define como «expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada». Por otra parte, en el Diccionario de Filosofía, de Ferrater Mora, se lee que el verbo griego εἰρωνεύομαι (eironeúomai) significa «disimular», y singularmente «disimular que se ignora algo». Generalmente, quienes practican la ironía en el ámbito filosófico dicen menos de lo que piensan, intentando con ello desatar la lengua de sus antagonistas. Así pues, la ironía no es una mera ficción. Bien al contrario, quienes la ejercitan lo hacen con una concreta intención. En este sentido la concibió Sócrates. De hecho, la celebérrima frase que se le atribuye —«Solo sé que no sé nada»— expresa aparentemente la conciencia de su propia ignorancia, cuando lo que realmente hace al utilizarla es ironizar, pues simula su necedad como estrategia para poner a prueba la verdad del saber que los demás creen poseer. De ahí que pueda concluirse que la ironía socrática lo cuestiona todo, pues no en vano el filósofo concibió la conversación como destreza para sembrar dudas e interrogaciones, y no para obtener certezas.

Así pues, aunque el concepto ofrece numerosos matices, según la perspectiva de pensamiento que se elija o la materia del asunto que se aborde, podría decirse que la ironía es una modalidad expresiva de carácter burlesco para denunciar, criticar o censurar algo, sin expresarlo de manera explícita o directa, sino más bien sobreentendiéndolo. De modo que con ella se valoriza algo que se quiere desvalorizar, y, contrariamente, se desvaloriza aquello cuyo valor se pretende realzar. La ironía se instituye, así, como arma idónea para dar jaque a las verdades indiscutibles y como vacuna contra el fanatismo, pues descubre la incongruencia de quienes creen poseer la verdad sin cuestionar sus creencias. Sin lugar a dudas, es una de las herramientas fundamentales para la forja de la sabiduría humana.

Con la ironía se logra desmitificar y dar al traste con las jerarquías, se cuestionan las idolatrías, se menoscaban las diversas modalidades de dictadura moral y política. Los regímenes autoritarios se desmoronan frente a la sátira, que no es sino un recurso inteligente con el que tradicionalmente se ha hecho frente a los poderosos, bien a través de la palabra o mediante otras formas expresivas, que han proporcionado miradas mordaces de los desempeños de gobernantes, clérigos y todopoderosos. Se ha dicho, con razón, que sin ironía no puede haber libertad de pensamiento ni democracia. Y seguramente así es, pues resulta innegable que la sátira es un elemento medular del espíritu libre, crítico e iconoclasta que, en mi opinión, representa muy sagazmente la vertiente más descreída que ha caracterizado históricamente a la sociedad y a la cultura valencianas.

Me rindo frente a la habilidad que tenemos los valencianos para incorporar la ironía, la mordacidad y el sarcasmo a nuestros desempeños comunicativos, tanto en el ámbito de lo cotidiano como en los formatos más elaborados de la reflexión y la creación literaria y artística. Son pericias que tenemos acreditadas y que nos «reconocen» las gentes de otros territorios, a las que incomodan el natural descreimiento y la aparente banalidad con que impregnamos nuestros desempeños. El padre Mariana aseguró en su día que los valencianos éramos los españoles que practicábamos el humor más acre. En mi opinión, generalizar de este modo es arriesgarse en demasía a deslizarse por la senda del error, aunque parece incuestionable nuestra propensión al sarcasmo y a la guasa. Una inclinación cuyo origen es difícil concretar, aunque autores como Milà i Fontanals aluden a una escuela satírica valenciana que dio sus frutos en el último tercio del siglo XV.

A esta escuela se adscribe al clérigo Bernat Fenollar, originario de Penáguila, que incorporó a un puñado de poetas y aficionados a la literatura a las tertulias que organizaba en su casa de Valencia. Eran caballeros, notarios y médicos con inquietudes culturales, entre ellos Santiago Gassull, Juan Moreno, Baltasar Portillo o Narciso Vinyoles. La mayoría de su producción es de carácter poético. Suelen ser obras conjuntas, orientadas hacia la sátira amable de personas y costumbres, como la que incorporan Lo procés de les olives (1497) o Lo Passi en cobles (1493).  La tertulia de Fenollar se ha contrapuesto a otra más aristocrática que impulsó Berenguer Mercader, miembro de un linaje de importantes servidores de la monarquía. De cualquier modo, unos y otros atestiguan nuestro inveterado interés por la creación literaria y artística, y por la socarronería.

Obviamente, el transcurrir de la historia ha alumbrado literatos, músicos, creadores, artistas y ciudadanos de toda condición que han legado abundantes y valiosas obras que reflejan nuestra inveterada propensión a la práctica lúcida de la ironía, el sarcasmo y hasta el histrionismo. Recordemos, si no, a García Berlanga, a Carles Mira, a Toni Canet, a Miguel Alabalejo, a Vicent Tamarit o Sigfrid Monleó en el ámbito de la cinematografía. O algunas de las mejores aportaciones literarias de Joan Fuster, Vicent Andrés Estellés, Blasco Ibáñez o Bernat i Baldoví. Por no mencionar artistas falleros como Regino Más, la saga de los Ribes, los Devís, los Puche y los Santaeulalia, además de los Pere Baenas, Carlos Carsí, David Sánchez Llongo o los hermanos Fontelles, que durante décadas han llenado nuestras calles y plazas con magistrales sátiras falleras, poniendo patas arriba las convenciones sociales y arrancándonos algo más que sonrisas. Caricaturistas, diseñadores gráficos, cartelistas… Una pléyade inagotable de talentos que han puesto a disposición de la ciudadanía su ingenio y su inteligencia.

Percibo entre mis habilidades comunicativas un poso atávico de ironía y sarcasmo que he ido alimentando en un entorno familiar en el que se han prodigado ambos recursos. He sido sensible y me ha permeabilizado la actitud crítica y las maneras cáusticas que impregnan las obras que nos ha legado la pléyade de valencianos a que aludía, que ha contribuido tan espontánea como desenfadadamente a forjar mi carácter. Por ello, a veces siento un sano orgullo al descubrir mi capacidad para mirar lo que me rodea con desapasionamiento, con ironía y escepticismo, en suma, con escasas y provisionales convicciones, como diría mi admirado Joan Fuster.



jueves, 12 de octubre de 2023

Mi reino no es de este mundo

Pese a que no soy creyente, he repetido en bastantes ocasiones la frase del evangelio de S. Juan «mi reino no es de este mundo» (Juan, 18:36), que expresa la categórica sentencia que dirigió Jesús a Pilatos y que hago mía salvando la infinita distancia que obviamente me separa de ambos. Con ella, el nazareno se lo decía todo al romano: su reino no podía ser el de un mundo en el que el hombre es un lobo para el hombre, en el que el respeto a los demás brilla por su ausencia, en el que cualquiera cree ser el rey del mambo, y en el que no se escucha a los otros porque realmente importa un bledo lo que digan. Insisto en que suscribo tan concluyente resolución ahora que parece que los tiempos no paran de cambiar. Justamente, porque no sé si realmente es así y, en su caso, si lo hacen para bien.

Hoy es 12 de octubre, Día de la Hispanidad, fiesta nacional decretada por el gobierno en el ya lejano 1918, pese a que la epidemia de gripe que asoló España ese año impidió su celebración. Paradojas de la vida. Originariamente, era una festividad de carácter civil, pero la guerra del Rif motivó la creciente presencia militar en los actos. Fue en 1920 cuando se le adjudicó el rótulo de Día de la Hispanidad, por iniciativa del sacerdote Zacarías de Vizcarra, un agitador de convicciones tradicionalistas y pensamiento integrista, cuyas ideas defendió posteriormente Ramiro de Maeztu, personaje filofascista, megalómano y de temperamento violento, fusilado tras una de las tristemente célebres «sacas» por las milicias revolucionarias madrileñas en octubre de 1936, en el cementerio de Aravaca. La festividad perdió su carácter oficial concluida la Guerra Civil, retomando su connotación religiosa bajo los nombres de Día de la Hispanidad o Día de la Raza. En 1958, el gobierno franquista acabaría oficializándola como Día de la Hispanidad. Desde 1987, el nombre oficial que la ley atribuye al 12 de octubre es el de «Fiesta Nacional de España», aunque siguen utilizándose otros como: Día de la Fiesta Nacional, Día Nacional de España, Fiesta/Día de la Hispanidad o Día de la Raza. Ya lo dijo Tomás de Lampedusa: Tutto deve cambiare perché nulla cambi.

Este año el Rey aprovechó la celebración para presentar ante la sociedad española a su heredera, próxima a alcanzar la mayoría de edad, con lo que ello significa. En esta singular puesta de largo, en la escenografía dispuesta al efecto en la plaza de Neptuno de la Villa y Corte, la princesa de Asturias saludó a las principales autoridades del Estado y acompañó a su progenitor a depositar la corona de laurel en la tradicional ofrenda a los caídos. Permaneció a su diestra durante la parada militar, atenta a sus comentarios sobre algunos detalles del carpetovetónico desfile. Una vez concluido, se desplazaron al Palacio Real, en cuyo Salón del Trono la princesa de Asturias se estrenó en un interminable besamanos en el que participaron más de 2.000 invitados. Como corolario de la recepción, la primogénita aseguró lacónicamente estar «muy contenta». Verdaderamente, no era para menos.

Aunque alcancé el grado de sargento durante mi servicio militar obligatorio, ni soy experto en faceta alguna del arte de la guerra, ni entiendo los entresijos de la milicia. No obstante, cuando veo por TV retazos de las paradas militares que se realizan en España y en otros países del mundo (cuya suntuosidad y exhibicionismo suelen ser inversamente proporcionales a sus respectivas haciendas) me sorprendo muchísimo. Casi siempre tengo la impresión de estar observando un desfile de soldaditos de plomo, donde todo parece ser de juguete, desde los aviones de la Patrulla Águila a las piezas de artillería utilizadas para hacer las salvas de ordenanza, que acaban arrastradas por caballerías enjaezadas a la usanza decimonónica tirando de armones y cureñas. Por no mencionar el boato conformado por uniformes, bicornios, tricornios, birretinas y casacas; escarapelas, fajines y faldones, fusiles, sables, guiones, estandartes, banderas… Y el punto filipino que pone al conjunto el trote de la cabra de la legión.

Más allá de los distintos significados que a lo largo de la historia se han atribuido al Día de la Hispanidad o a la Fiesta Nacional de España (como se desee), por encima de las recurrentes polémicas y los disensos interpretativos que la festividad ha suscitado en los diferentes países y entre distintos sectores sociales latinoamericanos, que atribuyen a la conquista española significados bien distintos a los que suelen prevalecer en la «madre patria», este año 2023, el contrapunto a esta suerte de coso multicolor lo puso el pasado sábado, tan anticipada como dramáticamente, Hamás, el grupo armado islamista, que ese día materializó el mayor ataque realizado sobre el territorio israelí, causando más de 1300 muertos y secuestrando a un largo centenar de personas. A las pocas horas, el ejército sionista desencadenó un brutal e inmisericorde huracán de fuego sobre los territorios gazatíes, amenazando con abrasarlos por completo durante las próximas semanas.

Por lo general, las personas ideamos previamente las acciones que hemos de llevar a cabo para intentar satisfacer nuestras necesidades y aspiraciones. Lo mismo suelen hacer las organizaciones y las instituciones. Al elaborar esa programación, unas y otras consideramos la concurrencia de principios como la conveniencia, la oportunidad y la proporcionalidad, entre otros. Y en ese sentido, considerando el aquí y el ahora, con dos guerras declaradas en países fronterizos de Europa, cuyas novedades abren los telediarios desde hace semanas, siendo  incontables los conflictos que asolan casi todas las latitudes del mundo, generando centenares de miles de muertos y tragedias humanitarias que afectan a millones de personas inocentes e indefensas, con el Mediterráneo convertido en la mayor fosa común conocida, abarrotada de cadáveres que alguna vez aspiraron a vivir como personas... Con todo ello, insisto, no me parece que esta dramática realidad invite a emprender fastos superfluos y trasnochados eventos sociales, y mucho menos a producir innecesarios dispendios y ostentaciones de vanidad y frivolidad exasperantes, que humillan y degradan a quienes las pagan y no las disfrutan. Quienes quieran fiestas, que se las paguen y las organicen en sus «corralitos», sin molestar a los demás. Como debe ser, como establecen las normas y como hacemos casi todos.



jueves, 5 de octubre de 2023

Crónicas de la amistad: La Vila (49)

Tras haber sobrevivido a uno de los tres veranos más cálidos desde que existen registros climáticos en el mundo, en el que se han batido 552 récords históricos de temperaturas diurnas y nocturnas, acreditados por las agencias meteorológicas y sufridos estoicamente por cuantos vivimos por estos lares a lo largo y ancho de los pasados meses estivales, hoy, por fin, estábamos emplazados en La Vila. Tomás, el anfitrión, nos convocó una vez más en la cabecera de una de las rutas comerciales que más han contribuido históricamente a la pujanza de la única ciudad que ostenta tan insigne título en toda la comarca. La cita era a las 12:30 horas, en el punto de encuentro habitual: el Bar Diego, en la avenida del País Valencià, del que es asiduo parroquiano, pues no en vano se ubica frente a su domicilio.

Surgía de ese modo una nueva oportunidad para disfrutar de la amistad, que Laín Entralgo consideró uno de los ingredientes fundamentales del problema histórico y antropológico de España, tema medular de su obra, compendiado esencialmente en su libro Sobre la amistad (1972), en el que aborda una teoría general de la misma, la amistad en la relación médico-enfermo y, finalmente, la amistad como meta ideal de la convivencia sociopolítica entre los hombres. Previamente, en un ensayo titulado Vocación de amigo (1963), Laín aseguraba que «la amistad consiste, cuando se la reduce a su quintaesencia, en dejar que el otro sea lo que es y quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que debe ser. La relación amistosa exige, según esto, un cuidadoso respeto de la libertad del otro y un amoroso fomento de su vocación. Sin la justicia y la libertad como presupuestos, la amistad no es posible. No apoyada en la justicia, se trueca en compadrazgo; carente de atención a la libertad, se convierte en el mejor de los casos, en mera tutela». Pues bien, para cultivar estas y otras virtudes de no menor grandeza, nos habíamos congregado.

Pero antes de abordar los detalles de la jornada, siquiera para compensar la ausencia de la parcela recreativa y cultural que hoy hemos eludido y que otras veces inaugura nuestros encuentros, me vais a permitir una digresión sobre ciertos aspectos del devenir histórico y socioeconómico de la ciudad que nos acoge. Diré al respecto que en plena época ibérica, veinte siglos atrás, la ruta que muchos años después se conocería como El Camí del Peix ya conectaba dos metrópolis que llegarían a ser los núcleos cardinales de sus respectivos entornos geográficos: La Vila Joiosa y Alcoi. Así lo acreditan los oppida (poblados) existentes en lugares estratégicos del trazado a su paso por la propia Vila, Orxeta, Relleu y La Torre de les Maçanes. Durante la Edad Media, las tropas cristianas continuaron utilizando este camino para acceder desde la costa a las comarcas interiores —L’Alcoià y El Comtat—, cuando se sucedían en ellas las revueltas que acaudillaba el mítico Al Azraq. Más tarde, desde los siglos XVI al XVIII, cuando los piratas berberiscos incursionaban en los enclaves costeros practicando la rapiña y el pillaje, las tropas acantonadas en Alcoi utilizaron la ruta para desplazarse a socorrer La Vila, que entonces era pieza clave del sistema defensivo anti-corsario del Reino. Posteriormente, durante la Guerra de la Independencia, tanto las tropas españolas como las francesas utilizaron el itinerario para trasladarse desde la costa a las tierras interiores y viceversa. A medio camino, en Relleu —lugar con importante e inveterado valor estratégico—, el ejército imperial estableció una posición de control para interceptar los movimientos entre ambos territorios y controlar de cerca La Vila, que era a la sazón un importante foco anti-napoleónico.

Sin embargo, pese a cuanto antecede, es indiscutible que El Camí del Peix alcanza su mayor relevancia durante la época de esplendor de las exportaciones de la industria alcoyana hacia las colonias de ultramar, como consecuencia de la promulgación del Reglamento para el Comercio Libre, en 1778. Lo establecido en esta disposición quebró el secular monopolio de la Baja Andalucía en las transacciones con América. Cádiz dejó de ser el único puerto autorizado, pasando a ser ahora nueve los puertos habilitados para mercadear con Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Trinidad. Lo que se pretendía era contribuir a desarrollar los intercambios entre la Península y sus colonias, dentro de un marco de protección y vigilancia. Entre los puertos autorizados a tal efecto se incluía el de Alacant.

En esa época no existía comunicación directa entre las ciudades de Alcoi y Alacant, enlazadas exclusivamente por una senda que partía desde Xixona. El transporte de mercaderías desde la ciudad industrial a la portuaria, y viceversa, se realizaba dando un gran rodeo que seguía el trazado de la ruta que se dirigía desde Alcoi hasta Villena, y desde allí hasta la capital. El Camí del Peix era, por tanto, la vía de comunicación más rápida, eficaz y directa entre Alcoi y el Port d’Alacant, único habilitado en la zona para comerciar con las colonias. Desde aquí partían, además, otras rutas comerciales internacionales, lo que favoreció el asentamiento en la ciudad de una notable colonia de comerciantes extranjeros, cuyos apellidos perduran en algunos patronímicos. Durante estos años, la dársena alicantina se erigió como uno de los principales puertos del Reino para abastecer el comercio nacional y el colonial. Esa pujanza revitalizó extraordinariamente El Camí del Peix y el puerto de La Vila, que se consolidaron como piezas esenciales de la principal ruta utilizada por los industriales alcoyanos para trasladar sus productos a Alacant, exportándolos desde aquí a otros lugares del Reino y a las colonias de ultramar.

Así pues, el mencionado Reglamento incentivó extraordinariamente los flujos comerciales. Hasta el punto de que cada día más de dos mil caballerías, cargadas con productos textiles y papel de fumar, recorrían el camino que enlazaba las factorías y talleres alcoyanos con el puerto de la Vila, regresando a su origen colmadas de materias primas provenientes de ultramar. El puerto alcanzó la segunda matrícula naval de España y sus grandes goletas y pailebotes recorrían el mundo. La construcción del ferrocarril Alcoy-Gandía a finales del siglo XIX y el trazado de una nueva carretera entre La Vila y Alcoy, que pasa por Sella, influyeron en la decadencia de El Camí, aunque entre el final de la Guerra Civil y principios de los años sesenta, durante el periodo de autarquía, siguió utilizándose para comerciar con productos como el carbón, la leña o el esparto, y también para el estraperlo.

Pese a todo, fue en el siglo XIX cuando la vía recibió el nombre de Camí del Peix, con el que popularmente se conoce desde entonces. Alude al pescado fresco que, durante décadas, los arrieros de La Vila cargaron en sus caballerías para venderlo en Alcoi y Cocentaina, llegando a hacerlo incluso en Xàtiva. En esta época, el camino se utilizaba, además, para transportar a las ciudades la nieve almacenada durante el invierno en los pozos de las montañas, que incluso llegó a exportarse a Orán desde el puerto de La Vila. La irrupción de los vehículos a motor y el trazado de nuevas carreteras durante los años cincuenta/sesenta del pasado siglo hicieron que El Camí perdiese su utilidad, desapareciendo parte de su trazado. Unas veces la carencia de mantenimiento lo ha hecho pasto de la maleza. Ciertos tramos han sido sustituidos o destruidos por la construcción de nuevas carreteras. Incluso algunos de sus trechos se los han apropiado particulares, vallándolos y cultivándolos ilegalmente, obviando la imprescriptibilidad de su carácter público, que ninguna autoridad ha preservado ni hecho prevalecer.

Quienes han estudiado sus particularidades y conocen los valores culturales y paisajísticos que atesora reclaman con insistencia su recuperación y su puesta en valor. Una tarea que requiere la cooperación de los siete municipios por los que discurre el trazado, a saber, La Vila, Orxeta, Relleu, La Torre de les Maçanes, Penàguila, Benifallim y Alcoi. Ese recorrido, de aproximadamente 50 kilómetros, lo encuadra entre los parámetros que corresponden a los senderos de pequeño recorrido (PR), de acuerdo con las normas establecidas por la Federación Española de Deportes de Montaña y Escalada (FEDME). Refuerza esa pretensión la constatación de que, además de lo dicho, al menos desde 1734 (probablemente con anterioridad) llegan a La Vila peregrinos con la intención de iniciar desde aquí su camino por tierra hasta «Santiago de Galicia». De modo que el Camino de Santiago vilero, recuperado del olvido en 2015 y reconocido como ruta oficial en este itinerario cultural europeo, tiene su kilómetro 0 en el antiguo Hospital de Pobres, hoy Casa de la Juventud, en la calle Fray Posidonio Mayor, 30.

Pues bien, como decía al principio, era poco más del mediodía y ya habíamos llegado al Bar Diego los convocados. Hoy, además de Elías, nos faltaba Pascual, a quien inconvenientes sobrevenidos le han impedido concurrir a tan esperado encuentro. Como sucede habitualmente, Domingo Moro nos seguía la pista y supervisaba el cónclave telemáticamente desde Ibiza. Nos ha sorprendido gratamente la presencia en la terraza de las esposas de Tomás y de Luchoro, que nos han acompañado durante unos minutos. Luchoro, viejo conocido de algunos, ha permanecido con nosotros y, poco después, se ha incorporado al grupo el insigne vilero Vicente Sellés. En la terraza del bar hemos consumido un primer aperitivo a base de mejillones escabechados en conserva, queso curado, atún en aceite y torreznos. Desde allí nos hemos desplazado a las inmediaciones del puerto.

Tomás había hecho la comanda en el Restaurante El Nàutic, un establecimiento familiar y señero, regentado actualmente por Antonio (camarero) y Sergio (cocinero), con casi cuatro décadas de historia, que conocimos hace ahora un septenio, cuando Tomás se incorporó al grupo Botellamen, y que es una referencia en la preparación de especialidades de la gastronomía local, con su peculiar «comida del mar» a base de productos procedentes de la pesca artesana en la que, como no puede ser de otro modo, predominan el pescado y el marisco, así como diferentes maneras de preparar los arroces. Más allá del «suquet de peix”», «els polpets amb orenga» y la «pebrereta» o el «caldero de peix», entre los platos más apreciados destacan «l’arròs amb ceba», «l’arròs amb espinacs» y «l’arròs amb llampuga». Sergio nos había preparado un aperitivo exuberante que incluía alioli casero, hueva de bonito, calamar de potera, gamba blanca al ajillo, gamba roja a la plancha y unas rodajas de lechola con ajetes. Todos ellos manjares exquisitos con una preparación esmeradísima y una calidad inmejorable. Para rematar tan suculento preámbulo, Tomás había escogido como plato principal «l’arròs amb llampuga», pues no en vano nos encontramos en temporada de capturas de estos singulares ejemplares.

La llampuga, también llamada llampec, daurat, lampuga, dorado, lirio, perico o sandalio, es una especie que está presente en todos los mares tropicales y subtropicales del mundo, incluido el Mediterráneo. Son peces migratorios, por lo que en invierno viajan a latitudes más cálidas, y en verano viceversa. Son muy populares entre los pescadores deportivos por su tamaño y belleza, así como por la calidad de su carne. Cualidades todas ellas apreciadas desde muy antiguo, como atestiguan registros que aluden a que se consumían generosamente en tiempos de las civilizaciones egipcia y griega. De hecho, son abundantes sus reproducciones en grabados y en la decoración de diferentes tipologías de vasos griegos (ánforas, hidrias, cráteras, lécanes, carquesios o cántaros), en los que pueden admirarse los pescadores portando profusas ristras de inconfundibles llampugas, llamadas así por el reflejo iridiscente que proyectan sus gualdos vientres cuando nadan velozmente rasgando la superficie de los mares.

De postre nos han servido un combinado de anchoas, dátiles deshuesados y queso curado, que ha puesto dignísimo contrapunto a un menú que puede calificarse de memorable, sin exageraciones. Ciertamente, no esperábamos menos de Tomás. Como es habitual, hemos rematado el ágape con el acostumbrado concierto que ha comandado Antonio Antón mientras despachábamos los cafés y las copas de rigor. Con su maestría y paciencia habituales, ha desgranado una docena de piezas de su repertorio, que han puesto el habitual broche a un encuentro formidable. El próximo está previsto para el próximo noviembre y será en Aspe. Hasta entonces, amigos.



domingo, 1 de octubre de 2023

Más allá del utilitarismo

 «La ética es, en cierta medida, como el oxígeno: 

solo nos damos cuenta de su importancia cuando nos falta».

 Amartya Sen




En la filosofía moral contemporánea, una vez descartados los enfoques religiosos y marxistas, se ha impuesto la ética utilitarista, cuyo lema fundacional es: «El mayor bien para el mayor número de personas». Han prevalecido, así, las perspectivas basadas en los postulados que acotaron inicialmente los filósofos británicos Jeremy Bentham y John Stuart Mill, proponiendo el principio de utilidad como modelo único para juzgar las acciones humanas. De este modo, el utilitarismo se revela en nuestro tiempo como la mejor alternativa a la crisis ideológica, instituyéndose en la corriente prevalente de pensamiento ético. Y lo hace hasta el punto de erigirse como uno de los fundamentos filosóficos subyacentes en el liberalismo occidental, e incluso en el sistema económico capitalista, en los que se articula con un enfoque dual. Por un lado, a través de la corriente que encarnan quienes propugnan el liberalismo a ultranza que, en el plano político, se traduce en una propuesta de limitación de las funciones del Estado. La alternativa la encarnan, por otro lado, quienes consideran que la libertad es inseparable del bienestar y, por tanto, abogan por la justicia distributiva. Es la opción propugnada por la socialdemocracia.

Es evidente que en las últimas décadas han predominado los modelos económicos utilitaristas, que promueven en teoría el bien y la felicidad para los seres humanos, sean las personas individualmente consideradas o la sociedad en su conjunto. Y es, así mismo, incuestionable que existe una relación vinculante entre economía y felicidad. Partiendo de ambos postulados cabe preguntarse: ¿por qué cada vez hay más personas que viven por debajo del umbral de la pobreza?, ¿por qué las diferencias entre ricos y pobres son cada vez mayores?, ¿por qué los modelos utilitaristas no han dado respuesta a las necesidades de las sociedades donde se han implantado? Responder a estas y a otras preguntas obliga a poner sobre la mesa el debate sobre los modelos capitalistas, puesto que es indudable que el derrumbe de las economías planificadas no ha significado, recíprocamente, el éxito de las economías de libre mercado, como lo demuestran las recurrentes crisis que ha sufrido el mundo occidental en la última década del siglo XX y en las iniciales del siglo XXI.

Personalmente, las preguntas anteriores me suscitan otras relativas al papel de los intelectuales en el debate público y en la política. Me parece que hoy es altamente pertinente abordar su papel, así como llevar a cabo su comparación con el que tuvieron anteriormente, incluso durante las décadas intermedias del siglo XX. No cabe duda de que las transformaciones generadas por la globalización han influenciado sustantivamente el rol de los intelectuales en la construcción de la opinión pública, y han contribuido a diluir sus contribuciones en tanto que referencias para abordar el análisis y la crítica económica, social y cultural. Recientemente, muchas de estas facetas han logrado eludir su escrutinio, pues la sociedad global ha trastocado sustantivamente su existencia y sus clásicos roles. No solo es que han ido desapareciendo de la escena pública las que pudiéramos denominar referencias intelectuales «clásicas», como las que representan, por ejemplo, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Raymond Aron, Bertrand, Russell, Albert Camus o Toni Judt, entre otros. Además, parece que, hoy por hoy, no existe la posibilidad de que alguien pueda ocupar el privilegiado espacio que ellos cultivaron antaño y en el que todavía «viven», diría que residualmente, figuras longevas como Chomsky, Habermas, Morin y algún otro.

Javier de Lucas, catedrático, político y opinador, escribía hace unos meses en su blog acerca de esta penuria que, en su opinión, obedece a dos razones. La primera de ellas a que ha cambiado el concepto de intelectual. Lo que caracterizaba a los intelectuales clásicos son tres rasgos fundamentales: una sólida formación humanista, en sentido amplio (no así científica, de la que suelen estar desprovistos), una capacidad creativa y comunicativa muy destacada y, finalmente, la voluntad de contribuir a conformar la opinión pública sobre cuestiones clave. Si somos sinceros, hoy es muy difícil encontrar referencias revestidas con la autoridad que confiere a una determinada persona la concurrencia en ella de los rasgos enunciados. Una segunda razón alude a que se ha reducido el caldo de cultivo que permite a los intelectuales desplegar sus funciones. Ellos necesitan un mínimo de reflexión antes de pronunciarse y, sin embargo, los medios y las redes no permiten ese margen porque hoy todo es instantáneo. De modo que los medios, que en otro tiempo ofrecían un curso más pausado (libros, revistas, congresos…), interesan a un público muy reducido y tienen comprometida su continuidad. Por no hablar de la televisión, la radio o las redes en las que se ha sustituido al intelectual por el tertuliano, el influencer o el bloguero de moda. Además, otro factor que inhibe la exposición pública de los intelectuales es el riesgo inducido por la lógica perversa que domina las redes. Y por ello, insisten en salvaguardar sus espacios y tiempos de reflexión, porfiando por sustraerse a la lógica que desata la marea de odio, prejuicios y descalificaciones que domina en ellas.

Pese a todo, no cabe duda que existen voces valiosas consideradas desde el punto de vista de su capacidad de análisis y crítica, e incluso de intervención positiva en el debate de cuestiones que nos afectan a todos. Circunscribiéndonos a nuestro país, ahí están, por ejemplo, las de Luis García Montero, Juan Luis Arsuaga, Emilio Lledó o Adela Cortina, a las que se unen las de otros científicos, historiadores, ensayistas, economistas, artistas o periodistas relevantes. En todo caso, entiendo que su presencia y peso es muy diferente de los que tuvieron los intelectuales clásicos.

Y por ello, echo de menos crecientemente a los intelectuales auténticos. Y reclamo sus comparecencias, aunque sean efímeras o estén motivadas por la efervescencia inducida por alguna polémica, como la que originó Max Gallo en los años ochenta, en nuestro vecino país. Este escritor, siendo portavoz del presidente Mitterrand, apeló en las páginas de Le Monde al silencio de los intelectuales de izquierda, motivando una reacción que fue más lejos de lo que se esperaba. Generó, así, una polémica que sirvió para que la sociedad francesa se preguntase por primera vez, desde mayo del 68, para qué sirve un intelectual de izquierdas. Y a mí también me encantaría pronunciar aquí, en España, similares preguntas porque, como dice hoy Elvira Lindo en su columna dominical del diario El País, a veces tengo la impresión de que no vivimos en uno, sino en dos o más países diferentes, el (o los) de los que se toman un tiempo irritante en deshojar la margarita y el de aquellos a los que, por sufrir una situación vital angustiosa, el tiempo se les hace eterno.