jueves, 26 de octubre de 2023

De nuevo, no a la guerra

Aborrezco todas las guerras. Ninguna tiene justificación porque nada positivo se consigue con ellas. Solamente unos pocos sacan tajada, en el mejor de los casos. Y, como contrapartida, pierde siempre la inmensa mayoría. Ello, objetivamente, ni es justo ni razonable. De ahí mi absoluta intransigencia al reivindicar la exclusiva utilización de medios pacíficos para resolver los conflictos entre las personas y los grupos sociales.

Abundantes pensadores han abordado el problema normativo de la guerra a lo largo de la historia. Unos y otros han hablado y escrito sobre los principios de la guerra justa, tanto para emprenderla como para llevarla a cabo. Desde S. Agustín y el monje Graciano hasta Francisco de Vitoria y Maquiavelo; desde Hobbes o Klausewitz hasta Marx, Engels o Lenin. Sus respectivas argumentaciones han contribuido a la prevalencia en el discurso belicista de axiomas como la causa justa, la intención correcta, la autoridad competente, la declaración formal, la razonable expectativa de victoria, el agotamiento de todos los demás recursos, la proporcionalidad entre los daños y los logros, la coherencia de los medios bélicos con los fines perseguidos o la inmunidad para los no combatientes. De alguna manera, todos ellos dibujan los límites que teóricamente se imponen a las guerras.

Por otra parte, se han justificado los conflictos bélicos cuando se declaran para defender a personas inocentes o restituir los bienes arrebatados injustamente; para castigar acciones punibles y también para defenderse de un ataque, o evitar aquellos con los que otros han amenazado a cualquiera. En este sentido, se ha discutido mucho sobre las nociones de agresión y defensa, sin que se haya alcanzado al respecto claridad inequívoca. Obviamente, me refiero a un contexto que concibe la guerra como último recurso, y con la concurrencia de causas que a priori la justifican. Premisas que no comparto, pues contrariamente me identifico con la general aspiración a una suerte de sociedad multinacional que haga realidad el ideal kantiano de la paz perpetua. Sí, pese a que suene a trivial ingenuidad, me cuento entre quienes consideran que la única guerra justa es la que no se emprende.

Hoy, reivindico de nuevo el poder de la imagen. «Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, aunque no olvido aquel otro que asegura que «un texto vale más que mil imágenes». En este caso, la imagen que retengo en mi retina es la de un padre treintañero. Un joven que estrecha entre sus brazos un improvisado sudario, tan inmaculado como tenebroso, envolviendo el cuerpecito de una criatura (acaso su propio hijo), víctima de un infierno que ni ha tenido oportunidad de conocer.

Sabemos por experiencia que el curso de la vida es impredecible. Casi todos hemos comprobado en más de una ocasión que cuando todo marcha según nuestras previsiones, cuando las cosas parecen seguir el curso pronosticado, surge inopinadamente el imprevisto que lo trastoca todo. Sobrevienen realidades inesperadas que unas veces estimulan nuestros pequeños universos y otras los oscurecen y nos sumen en el abatimiento. En general, tendemos a recordar especialmente las circunstancias desfavorables, hasta el punto de que llegamos a decir que aprendemos mucho más de las desgracias que de las experiencias gozosas. Una opinión que he sostenido durante muchos años y a la que, sin embargo, ahora le atribuyo menor sentido.

Por experiencia, sé lo que significa perder a un hijo al término de su gestación, cuando se espera como agua de mayo. Fue el primer gran «palo» que me dio la vida. Una enorme frustración, un brutal desengaño del que me parece que no he terminado de recuperarme todavía. Una criatura que no quise ver cuando me ofrecieron hacerlo. Rechacé conservar para siempre en mi retina la imagen de un bebé inerte, a quien jamás imaginé llegar a ver de tal manera. Lo recogí acomodado en una párvula cajita de tablero aglomerado, que ni siquiera estaba chapada con melamina. Con la criatura bajo el brazo, en esa humilde mortaja, me dirigí al coche y, siguiendo las instrucciones de su madre, náufrago en un mar de lágrimas, logré llevarlo al cementerio y depositarlo junto a mis suegros, que reposaban en el panteón familiar. Siempre me ha quitado el sueño recordar aquel infausto día, en que pude volver a casa sin ninguno de los dos.

Tal vez por ello, aunque medie una eternidad entre mi desgracia y la suya, aunque nada tenga que ver una cosa con la otra, cuando me echo a la cara la imagen derrotada del muchacho de mirada perdida, cuando presiento cómo percibe entre sus brazos la levedad del inocente cuerpecito infantil, inmaculadamente amortajado, asesinado por quienes promueven la última de las guerras conocida, me desembrido, me rebelo radicalmente y grito con toda mi alma: ¡No a la guerra! 



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