sábado, 21 de octubre de 2023

Elogio de la ironía

La ironía, además de figura retórica que permite decir lo contrario de lo que se expresa, es también un recurso inteligente, una estrategia genuina para doblegar a los inquisidores. Tan es así que se dice que ni los animales ni los dioses la conocen.

El DRAE ofrece tres acepciones para el término. En la tercera de ellas se define como «expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada». Por otra parte, en el Diccionario de Filosofía, de Ferrater Mora, se lee que el verbo griego εἰρωνεύομαι (eironeúomai) significa «disimular», y singularmente «disimular que se ignora algo». Generalmente, quienes practican la ironía en el ámbito filosófico dicen menos de lo que piensan, intentando con ello desatar la lengua de sus antagonistas. Así pues, la ironía no es una mera ficción. Bien al contrario, quienes la ejercitan lo hacen con una concreta intención. En este sentido la concibió Sócrates. De hecho, la celebérrima frase que se le atribuye —«Solo sé que no sé nada»— expresa aparentemente la conciencia de su propia ignorancia, cuando lo que realmente hace al utilizarla es ironizar, pues simula su necedad como estrategia para poner a prueba la verdad del saber que los demás creen poseer. De ahí que pueda concluirse que la ironía socrática lo cuestiona todo, pues no en vano el filósofo concibió la conversación como destreza para sembrar dudas e interrogaciones, y no para obtener certezas.

Así pues, aunque el concepto ofrece numerosos matices, según la perspectiva de pensamiento que se elija o la materia del asunto que se aborde, podría decirse que la ironía es una modalidad expresiva de carácter burlesco para denunciar, criticar o censurar algo, sin expresarlo de manera explícita o directa, sino más bien sobreentendiéndolo. De modo que con ella se valoriza algo que se quiere desvalorizar, y, contrariamente, se desvaloriza aquello cuyo valor se pretende realzar. La ironía se instituye, así, como arma idónea para dar jaque a las verdades indiscutibles y como vacuna contra el fanatismo, pues descubre la incongruencia de quienes creen poseer la verdad sin cuestionar sus creencias. Sin lugar a dudas, es una de las herramientas fundamentales para la forja de la sabiduría humana.

Con la ironía se logra desmitificar y dar al traste con las jerarquías, se cuestionan las idolatrías, se menoscaban las diversas modalidades de dictadura moral y política. Los regímenes autoritarios se desmoronan frente a la sátira, que no es sino un recurso inteligente con el que tradicionalmente se ha hecho frente a los poderosos, bien a través de la palabra o mediante otras formas expresivas, que han proporcionado miradas mordaces de los desempeños de gobernantes, clérigos y todopoderosos. Se ha dicho, con razón, que sin ironía no puede haber libertad de pensamiento ni democracia. Y seguramente así es, pues resulta innegable que la sátira es un elemento medular del espíritu libre, crítico e iconoclasta que, en mi opinión, representa muy sagazmente la vertiente más descreída que ha caracterizado históricamente a la sociedad y a la cultura valencianas.

Me rindo frente a la habilidad que tenemos los valencianos para incorporar la ironía, la mordacidad y el sarcasmo a nuestros desempeños comunicativos, tanto en el ámbito de lo cotidiano como en los formatos más elaborados de la reflexión y la creación literaria y artística. Son pericias que tenemos acreditadas y que nos «reconocen» las gentes de otros territorios, a las que incomodan el natural descreimiento y la aparente banalidad con que impregnamos nuestros desempeños. El padre Mariana aseguró en su día que los valencianos éramos los españoles que practicábamos el humor más acre. En mi opinión, generalizar de este modo es arriesgarse en demasía a deslizarse por la senda del error, aunque parece incuestionable nuestra propensión al sarcasmo y a la guasa. Una inclinación cuyo origen es difícil concretar, aunque autores como Milà i Fontanals aluden a una escuela satírica valenciana que dio sus frutos en el último tercio del siglo XV.

A esta escuela se adscribe al clérigo Bernat Fenollar, originario de Penáguila, que incorporó a un puñado de poetas y aficionados a la literatura a las tertulias que organizaba en su casa de Valencia. Eran caballeros, notarios y médicos con inquietudes culturales, entre ellos Santiago Gassull, Juan Moreno, Baltasar Portillo o Narciso Vinyoles. La mayoría de su producción es de carácter poético. Suelen ser obras conjuntas, orientadas hacia la sátira amable de personas y costumbres, como la que incorporan Lo procés de les olives (1497) o Lo Passi en cobles (1493).  La tertulia de Fenollar se ha contrapuesto a otra más aristocrática que impulsó Berenguer Mercader, miembro de un linaje de importantes servidores de la monarquía. De cualquier modo, unos y otros atestiguan nuestro inveterado interés por la creación literaria y artística, y por la socarronería.

Obviamente, el transcurrir de la historia ha alumbrado literatos, músicos, creadores, artistas y ciudadanos de toda condición que han legado abundantes y valiosas obras que reflejan nuestra inveterada propensión a la práctica lúcida de la ironía, el sarcasmo y hasta el histrionismo. Recordemos, si no, a García Berlanga, a Carles Mira, a Toni Canet, a Miguel Alabalejo, a Vicent Tamarit o Sigfrid Monleó en el ámbito de la cinematografía. O algunas de las mejores aportaciones literarias de Joan Fuster, Vicent Andrés Estellés, Blasco Ibáñez o Bernat i Baldoví. Por no mencionar artistas falleros como Regino Más, la saga de los Ribes, los Devís, los Puche y los Santaeulalia, además de los Pere Baenas, Carlos Carsí, David Sánchez Llongo o los hermanos Fontelles, que durante décadas han llenado nuestras calles y plazas con magistrales sátiras falleras, poniendo patas arriba las convenciones sociales y arrancándonos algo más que sonrisas. Caricaturistas, diseñadores gráficos, cartelistas… Una pléyade inagotable de talentos que han puesto a disposición de la ciudadanía su ingenio y su inteligencia.

Percibo entre mis habilidades comunicativas un poso atávico de ironía y sarcasmo que he ido alimentando en un entorno familiar en el que se han prodigado ambos recursos. He sido sensible y me ha permeabilizado la actitud crítica y las maneras cáusticas que impregnan las obras que nos ha legado la pléyade de valencianos a que aludía, que ha contribuido tan espontánea como desenfadadamente a forjar mi carácter. Por ello, a veces siento un sano orgullo al descubrir mi capacidad para mirar lo que me rodea con desapasionamiento, con ironía y escepticismo, en suma, con escasas y provisionales convicciones, como diría mi admirado Joan Fuster.



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