domingo, 1 de octubre de 2023

Más allá del utilitarismo

 «La ética es, en cierta medida, como el oxígeno: 

solo nos damos cuenta de su importancia cuando nos falta».

 Amartya Sen




En la filosofía moral contemporánea, una vez descartados los enfoques religiosos y marxistas, se ha impuesto la ética utilitarista, cuyo lema fundacional es: «El mayor bien para el mayor número de personas». Han prevalecido, así, las perspectivas basadas en los postulados que acotaron inicialmente los filósofos británicos Jeremy Bentham y John Stuart Mill, proponiendo el principio de utilidad como modelo único para juzgar las acciones humanas. De este modo, el utilitarismo se revela en nuestro tiempo como la mejor alternativa a la crisis ideológica, instituyéndose en la corriente prevalente de pensamiento ético. Y lo hace hasta el punto de erigirse como uno de los fundamentos filosóficos subyacentes en el liberalismo occidental, e incluso en el sistema económico capitalista, en los que se articula con un enfoque dual. Por un lado, a través de la corriente que encarnan quienes propugnan el liberalismo a ultranza que, en el plano político, se traduce en una propuesta de limitación de las funciones del Estado. La alternativa la encarnan, por otro lado, quienes consideran que la libertad es inseparable del bienestar y, por tanto, abogan por la justicia distributiva. Es la opción propugnada por la socialdemocracia.

Es evidente que en las últimas décadas han predominado los modelos económicos utilitaristas, que promueven en teoría el bien y la felicidad para los seres humanos, sean las personas individualmente consideradas o la sociedad en su conjunto. Y es, así mismo, incuestionable que existe una relación vinculante entre economía y felicidad. Partiendo de ambos postulados cabe preguntarse: ¿por qué cada vez hay más personas que viven por debajo del umbral de la pobreza?, ¿por qué las diferencias entre ricos y pobres son cada vez mayores?, ¿por qué los modelos utilitaristas no han dado respuesta a las necesidades de las sociedades donde se han implantado? Responder a estas y a otras preguntas obliga a poner sobre la mesa el debate sobre los modelos capitalistas, puesto que es indudable que el derrumbe de las economías planificadas no ha significado, recíprocamente, el éxito de las economías de libre mercado, como lo demuestran las recurrentes crisis que ha sufrido el mundo occidental en la última década del siglo XX y en las iniciales del siglo XXI.

Personalmente, las preguntas anteriores me suscitan otras relativas al papel de los intelectuales en el debate público y en la política. Me parece que hoy es altamente pertinente abordar su papel, así como llevar a cabo su comparación con el que tuvieron anteriormente, incluso durante las décadas intermedias del siglo XX. No cabe duda de que las transformaciones generadas por la globalización han influenciado sustantivamente el rol de los intelectuales en la construcción de la opinión pública, y han contribuido a diluir sus contribuciones en tanto que referencias para abordar el análisis y la crítica económica, social y cultural. Recientemente, muchas de estas facetas han logrado eludir su escrutinio, pues la sociedad global ha trastocado sustantivamente su existencia y sus clásicos roles. No solo es que han ido desapareciendo de la escena pública las que pudiéramos denominar referencias intelectuales «clásicas», como las que representan, por ejemplo, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Raymond Aron, Bertrand, Russell, Albert Camus o Toni Judt, entre otros. Además, parece que, hoy por hoy, no existe la posibilidad de que alguien pueda ocupar el privilegiado espacio que ellos cultivaron antaño y en el que todavía «viven», diría que residualmente, figuras longevas como Chomsky, Habermas, Morin y algún otro.

Javier de Lucas, catedrático, político y opinador, escribía hace unos meses en su blog acerca de esta penuria que, en su opinión, obedece a dos razones. La primera de ellas a que ha cambiado el concepto de intelectual. Lo que caracterizaba a los intelectuales clásicos son tres rasgos fundamentales: una sólida formación humanista, en sentido amplio (no así científica, de la que suelen estar desprovistos), una capacidad creativa y comunicativa muy destacada y, finalmente, la voluntad de contribuir a conformar la opinión pública sobre cuestiones clave. Si somos sinceros, hoy es muy difícil encontrar referencias revestidas con la autoridad que confiere a una determinada persona la concurrencia en ella de los rasgos enunciados. Una segunda razón alude a que se ha reducido el caldo de cultivo que permite a los intelectuales desplegar sus funciones. Ellos necesitan un mínimo de reflexión antes de pronunciarse y, sin embargo, los medios y las redes no permiten ese margen porque hoy todo es instantáneo. De modo que los medios, que en otro tiempo ofrecían un curso más pausado (libros, revistas, congresos…), interesan a un público muy reducido y tienen comprometida su continuidad. Por no hablar de la televisión, la radio o las redes en las que se ha sustituido al intelectual por el tertuliano, el influencer o el bloguero de moda. Además, otro factor que inhibe la exposición pública de los intelectuales es el riesgo inducido por la lógica perversa que domina las redes. Y por ello, insisten en salvaguardar sus espacios y tiempos de reflexión, porfiando por sustraerse a la lógica que desata la marea de odio, prejuicios y descalificaciones que domina en ellas.

Pese a todo, no cabe duda que existen voces valiosas consideradas desde el punto de vista de su capacidad de análisis y crítica, e incluso de intervención positiva en el debate de cuestiones que nos afectan a todos. Circunscribiéndonos a nuestro país, ahí están, por ejemplo, las de Luis García Montero, Juan Luis Arsuaga, Emilio Lledó o Adela Cortina, a las que se unen las de otros científicos, historiadores, ensayistas, economistas, artistas o periodistas relevantes. En todo caso, entiendo que su presencia y peso es muy diferente de los que tuvieron los intelectuales clásicos.

Y por ello, echo de menos crecientemente a los intelectuales auténticos. Y reclamo sus comparecencias, aunque sean efímeras o estén motivadas por la efervescencia inducida por alguna polémica, como la que originó Max Gallo en los años ochenta, en nuestro vecino país. Este escritor, siendo portavoz del presidente Mitterrand, apeló en las páginas de Le Monde al silencio de los intelectuales de izquierda, motivando una reacción que fue más lejos de lo que se esperaba. Generó, así, una polémica que sirvió para que la sociedad francesa se preguntase por primera vez, desde mayo del 68, para qué sirve un intelectual de izquierdas. Y a mí también me encantaría pronunciar aquí, en España, similares preguntas porque, como dice hoy Elvira Lindo en su columna dominical del diario El País, a veces tengo la impresión de que no vivimos en uno, sino en dos o más países diferentes, el (o los) de los que se toman un tiempo irritante en deshojar la margarita y el de aquellos a los que, por sufrir una situación vital angustiosa, el tiempo se les hace eterno. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario