miércoles, 22 de noviembre de 2023

Crónicas de la amistad: Aspe (50)

Hoy, nuestro particular y amistoso periplo discurría de nuevo por tierras de Aspe. Casi retornábamos a los comienzos de nuestros cónclaves, que ya se prolongan por espacio de más de una década. Entre otras cosas, hemos experimentado en ellos que la amistad es un elemento clave para la comunicación, un soporte esencial de las relaciones interpersonales. De ahí que sea uno de los grandes asuntos que han estimulado la inquietud y motivado la reflexión de los seres humanos a lo largo de la historia. Sabios y filósofos nos han legado consideraciones sobre la amistad que tienen plena vigencia, pues al fin y al cabo no es sino un propósito íntimo, propicio para la cavilación y el autoconocimiento, que coadyuva a reencontrarnos con nosotros mismos. No albergo la menor duda de que la amistad es un elemento de crecimiento interior que ayuda a encarar la vida con optimismo y provecho. Ya lo dijo el escritor estadounidense Orison S. Marden: «Gran cosa es tener amigos entusiastas que se interesen constantemente por nosotros y por nosotros trabajen en toda ocasión, alentándonos con estimulantes palabras siempre que convenga, y que, al propio tiempo, soporten nuestras impertinencias, escuden nuestras debilidades, deshagan las calumnias y mentiras que nos perjudiquen, desvanezcan las malas impresiones, nos pongan en buen lugar cuando necesitemos quien nos defienda en nuestra ausencia, desbaraten los prejuicios levantados por algún error o tropiezo y estén siempre dispuestos a nuestro mejoramiento y auxilio».

El discurrir de hoy por determinadas áreas del término municipal aspense camino de nuestro inicial destino, la cafetería Sama, cercana al parque dedicado al Dr. Calatayud, nos ha sumergido de nuevo en una muestra paradigmática del dominio árido característico del sureste peninsular, excelentemente representado por el territorio que se extiende en la cuenca meridional de los valles del Vinalopó. De nuevo, hemos incursionado en un paisaje modelado por el clima estepario, con perceptibles influencias en la vegetación y en los cultivos que individualizan estas tierras alicantinas, organizadas por sierras interiores salpicadas de amplios corredores, en las que menudean las parcelas dedicadas la explotación de la uva de mesa, mediante un laboreo que combina la espaldera y el emparrado. Un territorio que apela al recuerdo del maestro Azorín, narrador inimitable de sus paisajes y sus atávicos ritos y costumbres. Un paisano que propone la modestia para compensar las inquietudes intelectuales, el disfrute de los pequeños grandes placeres que esconden los objetos y las experiencias cotidianas. De ahí que, desde una perspectiva literaria, formule el programa de acción de su párvula filosofía a través de la estética del reposo, definida por el silencio, la quietud y el ritmo pausado de las labores. Un universo que describe como nadie con su característico estilo de frases breves y precisas, de descripciones escuetas y expresionistas. En suma, utilizando los mínimos recursos para decir lo máximo posible, una estrategia idónea para describir el peregrinaje por el singular horizonte de lomas y ondulaciones, de barrancos y cañadas, que modelan las vertientes de colinas y oteros sucediéndose en una suerte de oleaje infinito.

Un paisaje, este, cuya contemplación alimenta mi placentera quietud reflexiva desde la que evoco que, en ocasiones, se ha considerado la debilidad humana como posible causa de la amistad. Sócrates, sin ir más lejos, entendía que tener muchos amigos era una señal de descrédito y no un símbolo de prestigio. Argumentaba al respecto que las personas somos seres incompletos, carentes de autosuficiencia y bondad. De esa constatación, deducía que nuestra propia debilidad natural podría ser la causa eficiente del origen de la amistad, pues al ser imperfectos necesitamos del apoyo de los otros. Discrepo del eminente filósofo porque, aunque me parece positiva su propuesta de reconocer y aceptar las propias carencias, entiendo que la necesidad de alcanzar aquello de lo que estamos desprovistos no es causa suficiente para generar una amistad auténtica. Considero que la amistad inducida por la mera necesidad busca esencialmente la utilidad y, en tal caso, cuando se consigue esta, pierde su sentido la otra y se abandona. De modo que un vínculo amistoso de semejante naturaleza se esfuma con relativa facilidad. Es más, la amistad concebida así encarna un peligro de rabiosa actualidad que debe combatirse resueltamente porque la mera utilidad conduce sin solución de continuidad al pragmatismo, este al utilitarismo y, finalmente, al más atroz individualismo.

Por ello, concuerdo más con otros estudios que aluden a dos requisitos fundamentales para alcanzar la felicidad en la amistad: la vida en común y el ejercicio conjunto de las virtudes. Respecto al primer asunto, diré que la felicidad presupone actividad, implica actuación. Y no cabe duda de que resulta más fácil interactuar con los demás que hacerlo con nosotros mismos. Por otro lado, es bastante común el deseo de compartir determinadas circunstancias vitales con los amigos y disfrutar de su compañía. De ahí que en la amistad se dé el intercambio de opiniones y de pensamientos, y fructifique también el diálogo, que requiere el empleo de las palabras y el uso de la razón. Todo ello, indubitablemente, contribuye al enriquecimiento personal. Ya lo dijo Aristóteles: «El hombre dichoso necesitará de amigos, si es verdad que quiere contemplar acciones buenas y hacerlas propias, y tales son las acciones de un amigo que es bueno» (Ética a Nicómaco).

Por otro lado, la felicidad conecta con la amistad porque practicando las virtudes conjuntamente con los amigos se puede alcanzar el bien y la felicidad. En ello radica la importancia de la virtud para lograr la felicidad y, a la vez, de ahí emerge la amistad como condición sine qua non para ejercitarse en las virtudes. La virtud es el modo de ser que capacita para llevar a la práctica las mejores acciones que, en definitiva, son las que conducen a la felicidad. Quienes aspiran a ser felices actúan preferentemente conforme a la virtud, enfrentando las vicisitudes de la vida con la moderación que demanda cada circunstancia. Como afirma Aristóteles: «La vida feliz será la del que actúe de acuerdo con la virtud» (Ética a Nicómaco). La persona virtuosa tiende a ayudar y prestar servicios a sus semejantes porque los seres humanos necesitamos amigos a quienes favorecer. Las acciones virtuosas tienen características agradables y, en consecuencia, quienes las practican tienden a realizar buenos actos. De modo que los amigos, al realizar obras virtuosas conjuntamente, se ayudan mutuamente para alcanzar la felicidad. De este modo se materializa un triple vínculo entre felicidad, amistad y virtud que tan acertadamente sintetiza la frase: «el hombre feliz necesita amigos virtuosos».

En tanto que perfeccionaba la anterior perorata, habíamos recorrido los escasos kilómetros de la A-7 que separan las afueras de Alicante del cruce con la CV-847, que conduce a Aspe. El paisaje y la hora disuadían de continuar con la monserga y estimulaban a refugiarse en el prosaico territorio de la subsistencia. Como en otras ocasiones, Antonio García nos había emplazado a las 12:30 horas en la cafetería Sama, junto al parque dedicado al médico Francisco Calatayud Gil, que fue alcalde entre 1927 y 1930, y que continúa siendo el principal pulmón de la población. Una obra que se inauguró en 1942, diseñada por el aparejador municipal, Higinio Perlasia, que también es artífice del colindante mercado de abastos, de traza neoárabe, edificado en 1930. El parque, que ya fue espectacular en su tiempo, continúa siendo uno de los de mayores dimensiones y más frecuentados del municipio. A lo largo de su historia ha sufrido numerosas reformas que, afortunadamente, han respetado sus ocho características pérgolas de obra y madera, decoradas con azulejos, y el remate de la escultura de la fuente central, obra del reconocido escultor Daniel Bañuls.

Tras los protocolarios abrazos y parabienes, mientras esperábamos a que llegasen los más retrasados y nos poníamos al día de las diferentes novedades, hemos despachado un aperitivo a base aceitunas rellenas, patatas chip, mejillones en escabeche y berberechos en su jugo, que nos ha dispuesto el espíritu para desplazarnos inmediatamente al restaurante Pabellón Deportivo, donde Antonio había reservado la comanda, que hoy componía un menú integrado por un surtido de aperitivos a base de jamón ibérico al corte, pulpo a la gallega, gambas con cabeza al ajillo y salazones alicantinos con tomate trinchado. Como plato principal se ofrecía codillo al horno, solomillo de ternera, bacalao al perfume de ajos, caldero de gallina, arroz meloso con carabineros, arroz con conejo y caracoles y arroz con bogavante. Como remate, se brindaba un postre casero, acompañado de café e infusiones. Todo ello bien regado, con cervezas y vino. Optamos por platos diversos, singularmente solomillo, codillo y arroz meloso con carabineros. Globalmente una cuchipanda aceptable, que hemos despachado displicentemente.

Como no podía ser de otro modo, nos hemos desplazado a una terraza exterior protegida, pues hoy hacía «rasquilla», para iniciar la sobremesa y apurar los cafés y las copillas. Obviamente, Antonio Antón ha dirigido el remate canoro de este quincuagésimo encuentro, en el que hemos vuelto a echar de menos a Elías, que ha incluido piezas clásicas de su inagotable repertorio como Si em dius adéu, La briola i el cremaor, Un alcalde de la población, Perque visc en la teulera, Les danses d'Elx, La cançó de les balances, Aline, María la portuguesa, Si Adelita se fuera con otro, La llauradora o De l'aigua dolca venim.

En fin, como dice Cicerón: «¿Qué dulzura quedará en la vida si se quita la amistad? Privar la vida de amistad es como privar al mundo del sol. La amistad es lo único sobre cuya utilidad está de acuerdo toda la humanidad». De modo que, para no discrepar de la inmensa mayoría —aunque ello nos importe un pimiento— y para exprimir el disfrute de los valores amistosos, Luis nos ha emplazado en Novelda, a finales del próximo enero. ¡Salud y felicidad hasta entonces, amigos!



domingo, 19 de noviembre de 2023

A propósito de: «¿Y si el problema fuera Madrid?»

En estos días, algunos aluden a lo que parece que escribió en su blog Iñaki Anasagasti el 22 de marzo de 2021, con el rótulo que encabeza esta entrada. Un texto que reproduzco más abajo (https://ianasagasti.blogs.com/mi_blog/2021/03/y-si-el-problema-fuera-madrid.html). Muchas son mis discrepancias con Iñaki, incluida su creencia de que España estaría más cerca del federalismo con un cisma independentista que sin él. Pese a ello, valoro la claridad y vigencia de sus opiniones, que son especialmente merecedoras de refrendo por haber sido vertidas en un contexto distante y desapasionado, muy diferente del actual en el que algunos, que parecen muchos, vocean desde su ficticia e inaceptable preñez de ardores y flatulencias. Nos atufan a todos y no debemos tolerarlo. Sea verdad o suplantación, decía Iñaki:

«¿Y si el problema no fuera ni Cataluña ni España? ¿Y si el problema fuera Madrid? No Madrid como ciudad, ni como conjunto. Madrid como lugar donde una pequeña élite improductiva siente peligrar sus privilegios. La casa real, el corpus político, la ingente cantidad de funcionarios de alto rango, la cúpula militar, los miembros de los consejos asesores de las mayores compañías del país, la plana mayor de la judicatura superior, conferencias episcopales, cortesanos mediadores e intermediarios con el poder, etc., etc., etc. 

Es una masa poblacional que no produce absolutamente nada, pero en cambio precisa de unos recursos enormes. Ese grupo, que es reducido comparativamente, acumula una gran cantidad de poder y de capital. Antaño, para sufragar los gastos de esa aristocracia indolente existían los diezmos, hoy los impuestos. 

Porque la primera necesidad de ese grupo es su propia subsistencia. Esa élite es la que ha vivido y vive en una realidad paralela, donde las crisis son poco menos que fenómenos meteorológicos y donde Madrid es principio y fin de aquello que ellos entienden como España. Infraestructuras radiales, sobre estructuras alrededor de la capital que deben ser rescatadas, ejes del Atlántico o del Mediterráneo que deben pasar por Atocha, son muestras de lo que digo. No conciben un modelo territorial que no rodee la Puerta del Sol, pero además han sido incapaces de generar un proyecto de Estado que aglutine a lo que ellos llaman la periferia que, cada vez más, es aquello más allá de la M-30. 

El único objetivo común que han sido capaces de enhebrar es el odio hacia lo que ellos llaman los nacionalismos periféricos. Eso sí que lo han ejercido con maestría. La excusa ha sido que quieren romper España, pero en realidad es el miedo a su propia subsistencia. Para un habitante de buena parte del país es más dañino el mantenimiento de esas estructuras improductivas que la posibilidad de que el estado se fragmente. 

Pero eso se ha ocultado de forma brillante. En realidad hay capas sociales de esas periferias que han colaborado profusamente con esa élite, para conseguir su parte del pastel. Buena parte de la actual parálisis del procès de debe a que está en manos de esas élites locales colaboracionistas con el núcleo improductivo de la aristocracia (por llamarla de alguna forma). 

Llevo tiempo pensando que si conseguimos desarticular ese palco del Bernabéu, con sus sucedáneos locales, seremos capaces de articular un espacio habitable. Si no es así, la única opción es huir. Cuando se habla de federalismo, que ha sido mi opción durante muchos años, se ignora esa realidad. Sin el desmantelamiento de la élite improductiva alrededor de la villa y corte, no es posible un cambio de modelo territorial. Y creo que incluso para los «indepes» debería ser una lucha prioritaria. La izquierda estatal debería darse cuenta de que con la lacra de todos esos vividores, es imposible cualquier avance. 

Hoy por hoy, me parece que una buena herramienta de producir ese cambio y de expulsar a esa élite extractiva que vive del resto, es el proceso de independencia, no por ninguna cuestión identitaria simplemente porque España, con su actual modelo de epicentro único, no sobrevive sin Cataluña, de ahí su resistencia. 

Si el 20% del PIB estatal desaparece, España tendrá que cambiar de modelo de gestión, sí o sí. Eso sin olvidar que no podemos dejar el proceso en manos de los colaboracionistas que siempre han sido lacayos advenedizos de ese núcleo. 

Creo que España estará más cerca del federalismo con un cisma independentista que sin él. Pero si alguien me convence de que hay un proyecto para acabar con esa élite extractiva, improductiva e hipercentralista, me alisto ya mismo».

Pues, esencialmente estoy de acuerdo contigo, Iñaki; matices, pocos y aparte.

Los que aquí se ven, ni alcanzan el 3% de los habitantes de Madrid, ciudad.


viernes, 10 de noviembre de 2023

Quince centímetros

Esa es, exactamente, la distancia que media actualmente entre las estaturas de mis nietos. Quince centímetros que resumen la ventaja que el mayor ha logrado sobre la pequeña durante los dos años y cuarenta y cinco días que separan sus respectivos alumbramientos. Gardel decía en su canción que veinte años no es nada. Y otros han apostillado que tampoco lo son veinticinco, treinta, o incluso cincuenta. Todos erraron. Veinte, treinta o cincuenta son muchos, demasiados, años. Obviamente, según la mirada desde la que se contemplen, que, en mi caso, corresponde a la que hoy forja en mi mente y en mi corazón el recuerdo de dos espléndidas criaturas de siete y cinco años, cuyas edades son pequeñeces si se las compara con las añejas humanidades que vamos completando quienes peinamos canas —a veces, ni eso— y estamos de vuelta de tantas y tantas cosas.

Pronto hará un año que escribí en este blog los últimos renglones sobre Fernando y Arizona. Fue con motivo de nuestra coincidencia en Gestalgar, a donde se desplazaron con sus padres desde Madrid. Era noviembre y los niños ponían sus pies en el pueblo por primera vez. Cuanto encontraron allí fue extraordinario para ellos. Aquel fin de semana comprobamos reiteradamente su curiosidad y su asombro al contemplar espacios domésticos y naturales novedosos y desconocidos, productos agrícolas y objetos locales manufacturados, juguetes antiguos y desusados, comercios tan precarios como peculiares. Incluso degustaron productos que, pese a conocerlos, no habían probado antes. Les sorprendió, además, una casa de pueblo que, aunque está renovada, tiene espacios y recovecos para jugar y esconderse. Muchas fueron las anécdotas y no menos las alegrías que nos depararon los apretados días compartidos en un desertizado y párvulo lugar, cuyas proporciones siguen siendo acordes con la dimensión de las personas.

Retomo el hilo de relato parental, hoy que vuelven a estar con nosotros en Alicante, para decir que, aunque hace un año que no los menciono expresamente en este blog, no hay día que no los recuerde y los eche de menos. Y si por un casual ello sucede, ahí está el grupo de WhatsApp Los abuelos de Fer y Ari para recordármelos. Ahí están los chats, las fotografías y los vídeos que nos envía sistemáticamente su progenitor, que son como una suerte de cordón umbilical que enlaza a la familia permanentemente.

Durante el amplio intervalo al que me he referido, Fernando se ha consolidado como un pequeño hombrecito que, mientras sus abuelos sufrían y se trataban algunos de los variopintos e inevitables achaques característicos de sus edades, ha crecido 5 o 6 centímetros y ha perdido algunos de sus dientes de leche (creo que son cuatro). Por otro lado, por lo que percibo cuando hablo telefónicamente con él —poco, la verdad, porque no le gusta— y con lo que contrasto cuando lo veo personalmente, diría que ha consolidado y refinado su percepción del transcurso del tiempo, diferenciando correctamente las unidades de su medida. Según dicen sus profesoras, es un alumno ejemplar que muestra sus preferencias por un estilo de aprendizaje relacionado con las actividades prácticas, que le gusta desarrollar de forma independiente y tranquila.

En lo relativo a su desarrollo afectivo y social, percibo en sus desempeños un creciente interés y sensibilidad con los sentimientos de los demás, aprecio cómo va modelando su empatía, importándole y preocupándole las opiniones y estados de ánimo de los otros (no solo de sus familiares directos). Por otro lado, por lo que cuentan sus padres, parece que ha cambiado algunas de sus amistades, ampliándolas a otros niños, mayoritariamente compañeros de colegio. También ha mejorado su coordinación motriz en actividades que requieren la concurrencia de movimientos grandes. Nada con soltura, se lanza a la piscina desde cualquier posición, muestra notoria habilidad para conducir vehículos (karts, patinetes…), manejarse en las atracciones de feria, etc.

Arizona, por su parte, ya reconoce la mayoría de las letras del alfabeto. Cuenta hasta veinte objetos. Sabe los nombres de casi todos los colores. Comprende los conceptos básicos del tiempo y distingue perfectamente para qué se usan la mayoría de los objetos que tienen en casa (dinero, alimentos, aparatos electrodomésticos...).

En el ámbito del desarrollo afectivo y social, quiere agradar a sus amigos y ser aceptada por ellos, aunque a veces rechaza a algunos compañeros arguyendo que la insultan o le pegan. Suele obedecer las reglas y manifiesta una independencia creciente. Ha aumentado su capacidad para distinguir entre la fantasía y la realidad, aunque disfruta de los juegos de simulación y también disfrazándose. Participa en juegos sociales, preferentemente con niñas.

En cuanto al lenguaje, es capaz de mantener una conversación significativa con otra persona, comprende las relaciones entre los objetos («Tito monta en bicicleta»), usa el tiempo futuro, suele aludir a las personas (u objetos) por su relación con otros («la mamá de Celia», en lugar de «la señora Marta», por ejemplo), relata una pequeña historia o cuenta cuentos, haciéndose entender muy bien.

En la esfera del desarrollo sensorial y motor, sabe dar volteretas, hacer el pino, andar a saltos y hacerlo a la pata coja; así como balancearse y trepar. Usa sola el baño y rara vez moja la cama. Por otro lado, tiene bien desarrolladas ciertas habilidades motoras finas que le permiten copiar figuras geométricas, dibujar personas con cabeza, cuerpo, brazos y piernas. Escribe casi todas las letras minúsculas y mayúsculas del alfabeto. Se viste y se desviste con progresiva autonomía, aunque a veces necesita ayuda y todavía no ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos. Además, come autónomamente con tenedor y cuchara.

Hoy me interesa destacar especialmente la positiva interacción que se percibe entre Arizona y Fernando. La relación entre hermanos es probablemente una de las más duraderas de nuestras vidas y juega un papel fundamental en el día a día de las familias. Sin embargo, en comparación con la gran cantidad de estudios realizados sobre la convivencia entre padres e hijos, es mucho más exigua la atención que se ha prestado al papel de los hermanos y a su impacto en el desarrollo mutuo, pese a constituir un componente integral de los sistemas familiares y coadyuvar a conformar un contexto importante para el aprendizaje y el desarrollo.

En la primera infancia, las relaciones entre hermanos presentan cuatro características esenciales: a) las define una fuerte carga emocional con pocas  inhibiciones;  b) predomina en ellas la intimidad (juegan juntos durante mucho tiempo y se conocen muy bien), lo que favorece las oportunidades para proporcionarse mutuamente apoyo emocional e instrumental; c) existen grandes diferencias individuales en la calidad de las relaciones; y d) a menudo, la disparidad de edades hace que se generen disputas, pero a la vez propicia un contexto positivo de intercambios complementarios que incluyen enseñar, ayudar y cuidar. En todo caso, las características de las relaciones fraternales a veces hacen difícil su abordaje por parte de los padres.

La convivencia fraternal se revela así como un laboratorio natural para que los niños aprendan sobre el mundo. Es un espacio seguro para desentrañar cómo debe interactuarse con los otros, para aprender cómo manejar los desacuerdos y cómo regular las emociones de toda índole desde parámetros socialmente aceptables. Son muchas las oportunidades que propicia el entorno familiar para que los niños y jóvenes analicen y metabolicen las relaciones con los demás miembros de la familia, que suelen ser cercanas y cariñosas, pero también desagradables y agresivas en algunas ocasiones. Por otro lado, en el hogar menudean las oportunidades para que cada uno de los hermanos utilice sus habilidades cognitivas para convencer a los demás, para enseñarles y, también, para imitar sus acciones. Los beneficios derivados de esas relaciones cálidas y positivas pueden durar toda la vida, de la misma manera que las interacciones tempranas difíciles suelen estar asociadas con procesos de desarrollo indeseados.

La crianza sensata y sensible que ensayan los padres de Fernando y Arizona, secundada por sus cuidadores, educadores y familiares, está contribuyendo significativamente a su adecuado desarrollo personal y social. Las estrategias parentales para gestionar la convivencia entre los hermanos son de vital importancia para aprender a vivir y a convivir. Y es que, como decía al principio, veinte, treinta o cincuenta años son eternidades contempladas desde la atalaya que proporciona el poco más de un centenar de centímetros que alcanzan las estaturas de mis nietos, pero como dijo William Blake en su poema Auguries of innocence, «[…] Para ver el mundo en un grano de arena/ y el cielo en una flor silvestre, / abarca el infinito en la palma de tu mano/ y la eternidad en una hora…».



miércoles, 1 de noviembre de 2023

Algo que también soy

Hace unos días que terminé de leer y de releer El huerto de Emerson, la última novela de Luis Landero. Como suelo hacer, subrayé el texto, entresaqué las ideas que me interesaron y las anoté en unos folios. Las que siguen son algunas de las que me parecieron más interesantes:

«Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos. […] En nuestro pasado está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. […] No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quién. […] Así que no hay más que salir a pasear por el bosque del tiempo ya vivido, sin otro rumbo que el azar».

Sentir la necesidad de escribir y no encontrar la inspiración necesaria confunde, desanima, enoja… desespera. Te abruma la impotencia casi tanto como cuando se acaba el agua o la gasolina, siempre en el momento inoportuno. La confusión y la inseguridad se adueñan de ti. Te percibes atrapado y caduco, sin ver la salida a un atolladero que te desborda. Buscas y rebuscas en la mente: temas, experiencias, sucesos, sentimientos, emociones…, que estimulen la inspiración. Pasan las horas sin que nada se haga perceptible. Te obstinas, persistes, sufres… Y por lo general, finalmente, encuentras un cabo del que tiras con determinación y cuidado hasta que contrastas que no es un hilo suelto, sino una hebra robusta que te reconecta a la sirga de la memoria, porque como dice Landero:

«Todo, todo está en el fardo de la vida. A veces da la sensación de que la vida es breve, sí, pero en cambio la memoria de lo vivido no se acaba nunca. […] La memoria, como la imaginación, es un pozo sin fondo».

Efectivamente, leyendo a Luis Landero redescubres que así es. Vuelve a poner el dedo en la llaga y acierta con la pócima que mitiga los achaques de la obcecación. Nos la brinda y, no satisfecho con ello, previene sobre los peligros que conlleva empeñarse en escribir a fuerza de oficio y de tesón, al abrigo del puro lenguaje, del amparo de la sintaxis y las palabras, que por sí solas deslumbran, aunque en tales casos ni alumbran ni dan calor:

«Confía en el lenguaje, me digo, ese sutil ejército capaz de descubrir y conquistar las más ignotas tierras, de hacer reales y tangibles hasta los mismos espejismos. […] No hay quizá mayor logro literario que conseguir que un sustantivo adquiera toda la mágica potencia que tuvo en sus orígenes. […] El arte habla en el lenguaje ingenuo e infantil de la intuición, no en el abstracto y serio de la reflexión (Schopenhauer) […] La sintaxis es fuente inagotable de invención: basta cambiar el sujeto o el verbo o los complementos de una frase para encontrar un nuevo punto de vista y dar un giro de caleidoscopio a la realidad. No apartes de la memoria la certeza de que no hay nada definitivo, de que todo cuanto se afirma está amenazado siempre por una oración adversativa.

Como otros han dicho y yo mismo he reiterado en ocasiones, me cuento entre los humanos que hemos acabado comprendiendo que nuestra individualidad es solo una estación transitoria en el proceso de permanente renovación de la vida, me cuento entre los que sabemos que algún día desaparecerá toda huella de nuestro paso por el mundo, incluso en la memoria de los nuestros. Porque, mal que nos pese, nacemos, nos agitamos algún tiempo y desaparecemos por completo, y debemos reconocer modestamente que nada sustancial pierde el mundo con ello. Así lo ratifica también Landero:

«[…] Pensé en cómo mi mundo propio e irrepetible, con su infinita minucia de sucesos, al que a última hora vendría a agregarse el de la muerte, se perdería conmigo, igual que se perdió el de mis padres y el de todos los muertos que ahora me rodeaban. Algo único y prodigioso muere irreparablemente con cada uno de nosotros. El pensamiento, que tanto gusta de burlas y desmanes, él y no yo propiamente, pensó por un momento en la gloria literaria, en la loca esperanza de pervivir, más allá de las tapias que cercan a los muertos por obra y magia de unas palabras puestas sobre un papel».

Particularmente, me desazona la desaparición de los saberes y los recuerdos de cada persona por anodinos o vulgares que parezcan, porque son únicos y valiosos para cada cual. Es verdad que, como se ha dicho, contarlos en memorias, en diarios o en autobiografías sirve de poco. La sabiduría, las vivencias y las evocaciones ajenas, por interesantes que resulten, nos suelen dejar indiferentes o, en el mejor de los casos, las escuchamos o leemos con displicente curiosidad. Son sus protagonistas quienes realmente las aprecian y se conmueven con ellas. Pero, bueno, creo que quienes hemos optado por compartirlas, bien en su literalidad o en formato fabulado, albergamos la recóndita esperanza de encontrar entre los lectores algún alma gemela.

Finalmente, referiré que me reconozco extensamente en el autorretrato del autor que se perfila en algunas de las páginas de El huerto de Emerson, especialmente las que se resumen en los dos párrafos siguientes:

«[…] Yo soy un hombre sin oficio. Ahora que ya soy viejo como los viejos tan sabios y respetados de mi infancia, puedo decirlo y anotarlo en mi cuaderno con autoridad y sin reparos. Carezco de un repertorio de conocimientos sólidos sobre algo concreto, no domino un arte o una técnica, y aunque a veces puede parecer que sé mucho o que al menos hablo como experto, en el fondo todo son vaguedades, palabrería, filfa y apariencia, con algunos relumbrones que crean la ilusión de un vasto saber apenas entrevisto. A mí me pasa como a un barrendero al que un día le pregunté qué tal le iba en su oficio. —¿Oficio?, dijo él, con asombrada y amarga cara de desprecio. —Esto no es un oficio. Aquí no hay nada que aprender. Aquí no se mejora. Aquí a los pocos días cualquiera barre igual que uno que lleva barriendo veinte años. Oficio bonito, el de albañil o el de mecánico. Pero ¿este? ¡Bah! Para esto solo sirve el que no vale para nada.

[…] Yo me considero un hombre sin oficio, con solo algunas habilidades difusas que me han permitido ganarme la vida y encontrar un lugar en el mundo. […] Aunque puede que sí, que sepa mucho, pero todo confuso, suelto, desparejado. Un poco como en los bazares chinos, donde hay de todo, pero de poca calidad. […] Si en algo soy bueno de verdad es en crear apariencias y hacer ilusionismo con las palabras. Mientras hablo, parece que sé mucho, pero en cuanto me callo, roto el espejismo, solo quedan mondas, pellejos, desperdicios. Como lacónicamente anotó en su diario Thomas Mann después de asistir a una conferencia de Lukács: - Mientras hablaba, tenía razón ».

Hace ya muchos años, en aquel entonces —como dice Landero y dicen en mi pueblo—, oí decir a Enrique Cerdán Tato en una de sus conferencias algo parecido a lo siguiente: «Cuando eché el cierre a los cincuenta tuve la impresión de que dejaba atrás todo un mundo, que ahora la memoria me devuelve no tan chato ni tan insípido como se me figuraba (…)  Fue justamente por entonces cuando levanté la mirada por encima del recogido horizonte y descubrí, con asombro, la vida. Y con la vida, el compromiso de expresarla». Pienso que algo similar me ha sucedido a mí, aunque con algunos años más de los que tenía él. El registro que he utilizado para componerlo nada tiene que ver con los enfoques literarios porque insisto en que no soy un escritor. En el mejor de los casos puedo ser un escribano o un escribiente aceptable, con el relativo oficio aprendido a lo largo de mi dilatada trayectoria como maestro y profesor.

No es la pretensión de contar historias lo que me ha estimulado para ponerme frente a la hoja en blanco. Más bien ha sido la necesidad de abordar reflexivamente situaciones profesionales o académicas que me pareció que debían escribirse, argumentarse o resolverse. De ahí que me mueva más cómodamente en los ámbitos de la narración y de la descripción que en ningún otro. Y tal vez por ello he sido frecuentemente un cronista de la cotidianeidad, un relator curioso, atento a lo que acaecía a su alrededor. Ello ha propiciado que haya dejado testimonio escrito de algunos de los efímeros viajes sentimentales que emprendí o compartí.

He reflexionado a veces sobre la necesidad de escribir que tengo, una autoexigencia casi diaria. Escribir es una experiencia muy personal y por eso tiene tantos significados. La única manera de responder con honestidad al sentido que tiene la escritura es expresar lo que significa para uno mismo. Para mí, la acción de escribir refleja múltiples intenciones, algunas bastante simples y otras más pretenciosas. A veces escribo para dejar correr el pensamiento e intentar ponerlo negro sobre blanco en una hoja de papel o en un archivo digital. Otras lo hago para precisar lo que siento o lo que medito, como si radiografiase mi raciocinio o mis emociones. A veces escribir me permite desatar la conciencia o la pasión, la preocupación o la petulancia, la memoria casi olvidada o las sensaciones más vegetativas. Y, casi siempre, escribir significa para mi decir lo que no se puede o no se debe callar.

Por otro lado, escribir resulta una aventura fascinante, que en mi caso es más resultado de la transpiración que de la inspiración. La escritura exige esfuerzo, dedicación, hacer y deshacer, buscar, corregir, reescribir... No una, sino decenas de veces. Me complace extraordinariamente recuperar las palabras, recordarlas, utilizarlas, componerlas entre sí para intentar expresar mi pensamiento. No quiero olvidar las palabras y menos lo que significan. Y solo por eso merece la pena escribir.

He descubierto que la escritura tiene una función antioxidante y hasta propiedades curativas que me distraen del proceso de envejecer, de huir de las hermanas Cloto, Láquesis y Átropos, y de acercarme a la muerte. Es como si las palabras acogiesen entre sus trazos retazos de mi existencia, lo que pienso que ha sido y cómo he creído vivirla. Es como si me ayudasen a disociar el vivir del morir, lo que es de lo que ya no será. Como si solo acogiesen la parte briosa de mi ser, la que permanece, aquello que no quiero abandonar y que me hace sentir en este mundo. Eso es para mí la escritura. Y tal vez por eso escribo, para sentirme vivo y renegar de la parca. Y con ello, justo en este punto, regreso de nuevo a Landero, que dice:

«[…] Era en este momento cuando les hablaba del huerto de Emerson. El libro se titula Ensayos escogidos, de la colección Austral. Viene a ser un exaltado y romántico canto a uno mismo. Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las muestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean».


 

jueves, 26 de octubre de 2023

De nuevo, no a la guerra

Aborrezco todas las guerras. Ninguna tiene justificación porque nada positivo se consigue con ellas. Solamente unos pocos sacan tajada, en el mejor de los casos. Y, como contrapartida, pierde siempre la inmensa mayoría. Ello, objetivamente, ni es justo ni razonable. De ahí mi absoluta intransigencia al reivindicar la exclusiva utilización de medios pacíficos para resolver los conflictos entre las personas y los grupos sociales.

Abundantes pensadores han abordado el problema normativo de la guerra a lo largo de la historia. Unos y otros han hablado y escrito sobre los principios de la guerra justa, tanto para emprenderla como para llevarla a cabo. Desde S. Agustín y el monje Graciano hasta Francisco de Vitoria y Maquiavelo; desde Hobbes o Klausewitz hasta Marx, Engels o Lenin. Sus respectivas argumentaciones han contribuido a la prevalencia en el discurso belicista de axiomas como la causa justa, la intención correcta, la autoridad competente, la declaración formal, la razonable expectativa de victoria, el agotamiento de todos los demás recursos, la proporcionalidad entre los daños y los logros, la coherencia de los medios bélicos con los fines perseguidos o la inmunidad para los no combatientes. De alguna manera, todos ellos dibujan los límites que teóricamente se imponen a las guerras.

Por otra parte, se han justificado los conflictos bélicos cuando se declaran para defender a personas inocentes o restituir los bienes arrebatados injustamente; para castigar acciones punibles y también para defenderse de un ataque, o evitar aquellos con los que otros han amenazado a cualquiera. En este sentido, se ha discutido mucho sobre las nociones de agresión y defensa, sin que se haya alcanzado al respecto claridad inequívoca. Obviamente, me refiero a un contexto que concibe la guerra como último recurso, y con la concurrencia de causas que a priori la justifican. Premisas que no comparto, pues contrariamente me identifico con la general aspiración a una suerte de sociedad multinacional que haga realidad el ideal kantiano de la paz perpetua. Sí, pese a que suene a trivial ingenuidad, me cuento entre quienes consideran que la única guerra justa es la que no se emprende.

Hoy, reivindico de nuevo el poder de la imagen. «Una imagen vale más que mil palabras», reza el dicho popular, aunque no olvido aquel otro que asegura que «un texto vale más que mil imágenes». En este caso, la imagen que retengo en mi retina es la de un padre treintañero. Un joven que estrecha entre sus brazos un improvisado sudario, tan inmaculado como tenebroso, envolviendo el cuerpecito de una criatura (acaso su propio hijo), víctima de un infierno que ni ha tenido oportunidad de conocer.

Sabemos por experiencia que el curso de la vida es impredecible. Casi todos hemos comprobado en más de una ocasión que cuando todo marcha según nuestras previsiones, cuando las cosas parecen seguir el curso pronosticado, surge inopinadamente el imprevisto que lo trastoca todo. Sobrevienen realidades inesperadas que unas veces estimulan nuestros pequeños universos y otras los oscurecen y nos sumen en el abatimiento. En general, tendemos a recordar especialmente las circunstancias desfavorables, hasta el punto de que llegamos a decir que aprendemos mucho más de las desgracias que de las experiencias gozosas. Una opinión que he sostenido durante muchos años y a la que, sin embargo, ahora le atribuyo menor sentido.

Por experiencia, sé lo que significa perder a un hijo al término de su gestación, cuando se espera como agua de mayo. Fue el primer gran «palo» que me dio la vida. Una enorme frustración, un brutal desengaño del que me parece que no he terminado de recuperarme todavía. Una criatura que no quise ver cuando me ofrecieron hacerlo. Rechacé conservar para siempre en mi retina la imagen de un bebé inerte, a quien jamás imaginé llegar a ver de tal manera. Lo recogí acomodado en una párvula cajita de tablero aglomerado, que ni siquiera estaba chapada con melamina. Con la criatura bajo el brazo, en esa humilde mortaja, me dirigí al coche y, siguiendo las instrucciones de su madre, náufrago en un mar de lágrimas, logré llevarlo al cementerio y depositarlo junto a mis suegros, que reposaban en el panteón familiar. Siempre me ha quitado el sueño recordar aquel infausto día, en que pude volver a casa sin ninguno de los dos.

Tal vez por ello, aunque medie una eternidad entre mi desgracia y la suya, aunque nada tenga que ver una cosa con la otra, cuando me echo a la cara la imagen derrotada del muchacho de mirada perdida, cuando presiento cómo percibe entre sus brazos la levedad del inocente cuerpecito infantil, inmaculadamente amortajado, asesinado por quienes promueven la última de las guerras conocida, me desembrido, me rebelo radicalmente y grito con toda mi alma: ¡No a la guerra! 



sábado, 21 de octubre de 2023

Elogio de la ironía

La ironía, además de figura retórica que permite decir lo contrario de lo que se expresa, es también un recurso inteligente, una estrategia genuina para doblegar a los inquisidores. Tan es así que se dice que ni los animales ni los dioses la conocen.

El DRAE ofrece tres acepciones para el término. En la tercera de ellas se define como «expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada». Por otra parte, en el Diccionario de Filosofía, de Ferrater Mora, se lee que el verbo griego εἰρωνεύομαι (eironeúomai) significa «disimular», y singularmente «disimular que se ignora algo». Generalmente, quienes practican la ironía en el ámbito filosófico dicen menos de lo que piensan, intentando con ello desatar la lengua de sus antagonistas. Así pues, la ironía no es una mera ficción. Bien al contrario, quienes la ejercitan lo hacen con una concreta intención. En este sentido la concibió Sócrates. De hecho, la celebérrima frase que se le atribuye —«Solo sé que no sé nada»— expresa aparentemente la conciencia de su propia ignorancia, cuando lo que realmente hace al utilizarla es ironizar, pues simula su necedad como estrategia para poner a prueba la verdad del saber que los demás creen poseer. De ahí que pueda concluirse que la ironía socrática lo cuestiona todo, pues no en vano el filósofo concibió la conversación como destreza para sembrar dudas e interrogaciones, y no para obtener certezas.

Así pues, aunque el concepto ofrece numerosos matices, según la perspectiva de pensamiento que se elija o la materia del asunto que se aborde, podría decirse que la ironía es una modalidad expresiva de carácter burlesco para denunciar, criticar o censurar algo, sin expresarlo de manera explícita o directa, sino más bien sobreentendiéndolo. De modo que con ella se valoriza algo que se quiere desvalorizar, y, contrariamente, se desvaloriza aquello cuyo valor se pretende realzar. La ironía se instituye, así, como arma idónea para dar jaque a las verdades indiscutibles y como vacuna contra el fanatismo, pues descubre la incongruencia de quienes creen poseer la verdad sin cuestionar sus creencias. Sin lugar a dudas, es una de las herramientas fundamentales para la forja de la sabiduría humana.

Con la ironía se logra desmitificar y dar al traste con las jerarquías, se cuestionan las idolatrías, se menoscaban las diversas modalidades de dictadura moral y política. Los regímenes autoritarios se desmoronan frente a la sátira, que no es sino un recurso inteligente con el que tradicionalmente se ha hecho frente a los poderosos, bien a través de la palabra o mediante otras formas expresivas, que han proporcionado miradas mordaces de los desempeños de gobernantes, clérigos y todopoderosos. Se ha dicho, con razón, que sin ironía no puede haber libertad de pensamiento ni democracia. Y seguramente así es, pues resulta innegable que la sátira es un elemento medular del espíritu libre, crítico e iconoclasta que, en mi opinión, representa muy sagazmente la vertiente más descreída que ha caracterizado históricamente a la sociedad y a la cultura valencianas.

Me rindo frente a la habilidad que tenemos los valencianos para incorporar la ironía, la mordacidad y el sarcasmo a nuestros desempeños comunicativos, tanto en el ámbito de lo cotidiano como en los formatos más elaborados de la reflexión y la creación literaria y artística. Son pericias que tenemos acreditadas y que nos «reconocen» las gentes de otros territorios, a las que incomodan el natural descreimiento y la aparente banalidad con que impregnamos nuestros desempeños. El padre Mariana aseguró en su día que los valencianos éramos los españoles que practicábamos el humor más acre. En mi opinión, generalizar de este modo es arriesgarse en demasía a deslizarse por la senda del error, aunque parece incuestionable nuestra propensión al sarcasmo y a la guasa. Una inclinación cuyo origen es difícil concretar, aunque autores como Milà i Fontanals aluden a una escuela satírica valenciana que dio sus frutos en el último tercio del siglo XV.

A esta escuela se adscribe al clérigo Bernat Fenollar, originario de Penáguila, que incorporó a un puñado de poetas y aficionados a la literatura a las tertulias que organizaba en su casa de Valencia. Eran caballeros, notarios y médicos con inquietudes culturales, entre ellos Santiago Gassull, Juan Moreno, Baltasar Portillo o Narciso Vinyoles. La mayoría de su producción es de carácter poético. Suelen ser obras conjuntas, orientadas hacia la sátira amable de personas y costumbres, como la que incorporan Lo procés de les olives (1497) o Lo Passi en cobles (1493).  La tertulia de Fenollar se ha contrapuesto a otra más aristocrática que impulsó Berenguer Mercader, miembro de un linaje de importantes servidores de la monarquía. De cualquier modo, unos y otros atestiguan nuestro inveterado interés por la creación literaria y artística, y por la socarronería.

Obviamente, el transcurrir de la historia ha alumbrado literatos, músicos, creadores, artistas y ciudadanos de toda condición que han legado abundantes y valiosas obras que reflejan nuestra inveterada propensión a la práctica lúcida de la ironía, el sarcasmo y hasta el histrionismo. Recordemos, si no, a García Berlanga, a Carles Mira, a Toni Canet, a Miguel Alabalejo, a Vicent Tamarit o Sigfrid Monleó en el ámbito de la cinematografía. O algunas de las mejores aportaciones literarias de Joan Fuster, Vicent Andrés Estellés, Blasco Ibáñez o Bernat i Baldoví. Por no mencionar artistas falleros como Regino Más, la saga de los Ribes, los Devís, los Puche y los Santaeulalia, además de los Pere Baenas, Carlos Carsí, David Sánchez Llongo o los hermanos Fontelles, que durante décadas han llenado nuestras calles y plazas con magistrales sátiras falleras, poniendo patas arriba las convenciones sociales y arrancándonos algo más que sonrisas. Caricaturistas, diseñadores gráficos, cartelistas… Una pléyade inagotable de talentos que han puesto a disposición de la ciudadanía su ingenio y su inteligencia.

Percibo entre mis habilidades comunicativas un poso atávico de ironía y sarcasmo que he ido alimentando en un entorno familiar en el que se han prodigado ambos recursos. He sido sensible y me ha permeabilizado la actitud crítica y las maneras cáusticas que impregnan las obras que nos ha legado la pléyade de valencianos a que aludía, que ha contribuido tan espontánea como desenfadadamente a forjar mi carácter. Por ello, a veces siento un sano orgullo al descubrir mi capacidad para mirar lo que me rodea con desapasionamiento, con ironía y escepticismo, en suma, con escasas y provisionales convicciones, como diría mi admirado Joan Fuster.



jueves, 12 de octubre de 2023

Mi reino no es de este mundo

Pese a que no soy creyente, he repetido en bastantes ocasiones la frase del evangelio de S. Juan «mi reino no es de este mundo» (Juan, 18:36), que expresa la categórica sentencia que dirigió Jesús a Pilatos y que hago mía salvando la infinita distancia que obviamente me separa de ambos. Con ella, el nazareno se lo decía todo al romano: su reino no podía ser el de un mundo en el que el hombre es un lobo para el hombre, en el que el respeto a los demás brilla por su ausencia, en el que cualquiera cree ser el rey del mambo, y en el que no se escucha a los otros porque realmente importa un bledo lo que digan. Insisto en que suscribo tan concluyente resolución ahora que parece que los tiempos no paran de cambiar. Justamente, porque no sé si realmente es así y, en su caso, si lo hacen para bien.

Hoy es 12 de octubre, Día de la Hispanidad, fiesta nacional decretada por el gobierno en el ya lejano 1918, pese a que la epidemia de gripe que asoló España ese año impidió su celebración. Paradojas de la vida. Originariamente, era una festividad de carácter civil, pero la guerra del Rif motivó la creciente presencia militar en los actos. Fue en 1920 cuando se le adjudicó el rótulo de Día de la Hispanidad, por iniciativa del sacerdote Zacarías de Vizcarra, un agitador de convicciones tradicionalistas y pensamiento integrista, cuyas ideas defendió posteriormente Ramiro de Maeztu, personaje filofascista, megalómano y de temperamento violento, fusilado tras una de las tristemente célebres «sacas» por las milicias revolucionarias madrileñas en octubre de 1936, en el cementerio de Aravaca. La festividad perdió su carácter oficial concluida la Guerra Civil, retomando su connotación religiosa bajo los nombres de Día de la Hispanidad o Día de la Raza. En 1958, el gobierno franquista acabaría oficializándola como Día de la Hispanidad. Desde 1987, el nombre oficial que la ley atribuye al 12 de octubre es el de «Fiesta Nacional de España», aunque siguen utilizándose otros como: Día de la Fiesta Nacional, Día Nacional de España, Fiesta/Día de la Hispanidad o Día de la Raza. Ya lo dijo Tomás de Lampedusa: Tutto deve cambiare perché nulla cambi.

Este año el Rey aprovechó la celebración para presentar ante la sociedad española a su heredera, próxima a alcanzar la mayoría de edad, con lo que ello significa. En esta singular puesta de largo, en la escenografía dispuesta al efecto en la plaza de Neptuno de la Villa y Corte, la princesa de Asturias saludó a las principales autoridades del Estado y acompañó a su progenitor a depositar la corona de laurel en la tradicional ofrenda a los caídos. Permaneció a su diestra durante la parada militar, atenta a sus comentarios sobre algunos detalles del carpetovetónico desfile. Una vez concluido, se desplazaron al Palacio Real, en cuyo Salón del Trono la princesa de Asturias se estrenó en un interminable besamanos en el que participaron más de 2.000 invitados. Como corolario de la recepción, la primogénita aseguró lacónicamente estar «muy contenta». Verdaderamente, no era para menos.

Aunque alcancé el grado de sargento durante mi servicio militar obligatorio, ni soy experto en faceta alguna del arte de la guerra, ni entiendo los entresijos de la milicia. No obstante, cuando veo por TV retazos de las paradas militares que se realizan en España y en otros países del mundo (cuya suntuosidad y exhibicionismo suelen ser inversamente proporcionales a sus respectivas haciendas) me sorprendo muchísimo. Casi siempre tengo la impresión de estar observando un desfile de soldaditos de plomo, donde todo parece ser de juguete, desde los aviones de la Patrulla Águila a las piezas de artillería utilizadas para hacer las salvas de ordenanza, que acaban arrastradas por caballerías enjaezadas a la usanza decimonónica tirando de armones y cureñas. Por no mencionar el boato conformado por uniformes, bicornios, tricornios, birretinas y casacas; escarapelas, fajines y faldones, fusiles, sables, guiones, estandartes, banderas… Y el punto filipino que pone al conjunto el trote de la cabra de la legión.

Más allá de los distintos significados que a lo largo de la historia se han atribuido al Día de la Hispanidad o a la Fiesta Nacional de España (como se desee), por encima de las recurrentes polémicas y los disensos interpretativos que la festividad ha suscitado en los diferentes países y entre distintos sectores sociales latinoamericanos, que atribuyen a la conquista española significados bien distintos a los que suelen prevalecer en la «madre patria», este año 2023, el contrapunto a esta suerte de coso multicolor lo puso el pasado sábado, tan anticipada como dramáticamente, Hamás, el grupo armado islamista, que ese día materializó el mayor ataque realizado sobre el territorio israelí, causando más de 1300 muertos y secuestrando a un largo centenar de personas. A las pocas horas, el ejército sionista desencadenó un brutal e inmisericorde huracán de fuego sobre los territorios gazatíes, amenazando con abrasarlos por completo durante las próximas semanas.

Por lo general, las personas ideamos previamente las acciones que hemos de llevar a cabo para intentar satisfacer nuestras necesidades y aspiraciones. Lo mismo suelen hacer las organizaciones y las instituciones. Al elaborar esa programación, unas y otras consideramos la concurrencia de principios como la conveniencia, la oportunidad y la proporcionalidad, entre otros. Y en ese sentido, considerando el aquí y el ahora, con dos guerras declaradas en países fronterizos de Europa, cuyas novedades abren los telediarios desde hace semanas, siendo  incontables los conflictos que asolan casi todas las latitudes del mundo, generando centenares de miles de muertos y tragedias humanitarias que afectan a millones de personas inocentes e indefensas, con el Mediterráneo convertido en la mayor fosa común conocida, abarrotada de cadáveres que alguna vez aspiraron a vivir como personas... Con todo ello, insisto, no me parece que esta dramática realidad invite a emprender fastos superfluos y trasnochados eventos sociales, y mucho menos a producir innecesarios dispendios y ostentaciones de vanidad y frivolidad exasperantes, que humillan y degradan a quienes las pagan y no las disfrutan. Quienes quieran fiestas, que se las paguen y las organicen en sus «corralitos», sin molestar a los demás. Como debe ser, como establecen las normas y como hacemos casi todos.



jueves, 5 de octubre de 2023

Crónicas de la amistad: La Vila (49)

Tras haber sobrevivido a uno de los tres veranos más cálidos desde que existen registros climáticos en el mundo, en el que se han batido 552 récords históricos de temperaturas diurnas y nocturnas, acreditados por las agencias meteorológicas y sufridos estoicamente por cuantos vivimos por estos lares a lo largo y ancho de los pasados meses estivales, hoy, por fin, estábamos emplazados en La Vila. Tomás, el anfitrión, nos convocó una vez más en la cabecera de una de las rutas comerciales que más han contribuido históricamente a la pujanza de la única ciudad que ostenta tan insigne título en toda la comarca. La cita era a las 12:30 horas, en el punto de encuentro habitual: el Bar Diego, en la avenida del País Valencià, del que es asiduo parroquiano, pues no en vano se ubica frente a su domicilio.

Surgía de ese modo una nueva oportunidad para disfrutar de la amistad, que Laín Entralgo consideró uno de los ingredientes fundamentales del problema histórico y antropológico de España, tema medular de su obra, compendiado esencialmente en su libro Sobre la amistad (1972), en el que aborda una teoría general de la misma, la amistad en la relación médico-enfermo y, finalmente, la amistad como meta ideal de la convivencia sociopolítica entre los hombres. Previamente, en un ensayo titulado Vocación de amigo (1963), Laín aseguraba que «la amistad consiste, cuando se la reduce a su quintaesencia, en dejar que el otro sea lo que es y quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que debe ser. La relación amistosa exige, según esto, un cuidadoso respeto de la libertad del otro y un amoroso fomento de su vocación. Sin la justicia y la libertad como presupuestos, la amistad no es posible. No apoyada en la justicia, se trueca en compadrazgo; carente de atención a la libertad, se convierte en el mejor de los casos, en mera tutela». Pues bien, para cultivar estas y otras virtudes de no menor grandeza, nos habíamos congregado.

Pero antes de abordar los detalles de la jornada, siquiera para compensar la ausencia de la parcela recreativa y cultural que hoy hemos eludido y que otras veces inaugura nuestros encuentros, me vais a permitir una digresión sobre ciertos aspectos del devenir histórico y socioeconómico de la ciudad que nos acoge. Diré al respecto que en plena época ibérica, veinte siglos atrás, la ruta que muchos años después se conocería como El Camí del Peix ya conectaba dos metrópolis que llegarían a ser los núcleos cardinales de sus respectivos entornos geográficos: La Vila Joiosa y Alcoi. Así lo acreditan los oppida (poblados) existentes en lugares estratégicos del trazado a su paso por la propia Vila, Orxeta, Relleu y La Torre de les Maçanes. Durante la Edad Media, las tropas cristianas continuaron utilizando este camino para acceder desde la costa a las comarcas interiores —L’Alcoià y El Comtat—, cuando se sucedían en ellas las revueltas que acaudillaba el mítico Al Azraq. Más tarde, desde los siglos XVI al XVIII, cuando los piratas berberiscos incursionaban en los enclaves costeros practicando la rapiña y el pillaje, las tropas acantonadas en Alcoi utilizaron la ruta para desplazarse a socorrer La Vila, que entonces era pieza clave del sistema defensivo anti-corsario del Reino. Posteriormente, durante la Guerra de la Independencia, tanto las tropas españolas como las francesas utilizaron el itinerario para trasladarse desde la costa a las tierras interiores y viceversa. A medio camino, en Relleu —lugar con importante e inveterado valor estratégico—, el ejército imperial estableció una posición de control para interceptar los movimientos entre ambos territorios y controlar de cerca La Vila, que era a la sazón un importante foco anti-napoleónico.

Sin embargo, pese a cuanto antecede, es indiscutible que El Camí del Peix alcanza su mayor relevancia durante la época de esplendor de las exportaciones de la industria alcoyana hacia las colonias de ultramar, como consecuencia de la promulgación del Reglamento para el Comercio Libre, en 1778. Lo establecido en esta disposición quebró el secular monopolio de la Baja Andalucía en las transacciones con América. Cádiz dejó de ser el único puerto autorizado, pasando a ser ahora nueve los puertos habilitados para mercadear con Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Trinidad. Lo que se pretendía era contribuir a desarrollar los intercambios entre la Península y sus colonias, dentro de un marco de protección y vigilancia. Entre los puertos autorizados a tal efecto se incluía el de Alacant.

En esa época no existía comunicación directa entre las ciudades de Alcoi y Alacant, enlazadas exclusivamente por una senda que partía desde Xixona. El transporte de mercaderías desde la ciudad industrial a la portuaria, y viceversa, se realizaba dando un gran rodeo que seguía el trazado de la ruta que se dirigía desde Alcoi hasta Villena, y desde allí hasta la capital. El Camí del Peix era, por tanto, la vía de comunicación más rápida, eficaz y directa entre Alcoi y el Port d’Alacant, único habilitado en la zona para comerciar con las colonias. Desde aquí partían, además, otras rutas comerciales internacionales, lo que favoreció el asentamiento en la ciudad de una notable colonia de comerciantes extranjeros, cuyos apellidos perduran en algunos patronímicos. Durante estos años, la dársena alicantina se erigió como uno de los principales puertos del Reino para abastecer el comercio nacional y el colonial. Esa pujanza revitalizó extraordinariamente El Camí del Peix y el puerto de La Vila, que se consolidaron como piezas esenciales de la principal ruta utilizada por los industriales alcoyanos para trasladar sus productos a Alacant, exportándolos desde aquí a otros lugares del Reino y a las colonias de ultramar.

Así pues, el mencionado Reglamento incentivó extraordinariamente los flujos comerciales. Hasta el punto de que cada día más de dos mil caballerías, cargadas con productos textiles y papel de fumar, recorrían el camino que enlazaba las factorías y talleres alcoyanos con el puerto de la Vila, regresando a su origen colmadas de materias primas provenientes de ultramar. El puerto alcanzó la segunda matrícula naval de España y sus grandes goletas y pailebotes recorrían el mundo. La construcción del ferrocarril Alcoy-Gandía a finales del siglo XIX y el trazado de una nueva carretera entre La Vila y Alcoy, que pasa por Sella, influyeron en la decadencia de El Camí, aunque entre el final de la Guerra Civil y principios de los años sesenta, durante el periodo de autarquía, siguió utilizándose para comerciar con productos como el carbón, la leña o el esparto, y también para el estraperlo.

Pese a todo, fue en el siglo XIX cuando la vía recibió el nombre de Camí del Peix, con el que popularmente se conoce desde entonces. Alude al pescado fresco que, durante décadas, los arrieros de La Vila cargaron en sus caballerías para venderlo en Alcoi y Cocentaina, llegando a hacerlo incluso en Xàtiva. En esta época, el camino se utilizaba, además, para transportar a las ciudades la nieve almacenada durante el invierno en los pozos de las montañas, que incluso llegó a exportarse a Orán desde el puerto de La Vila. La irrupción de los vehículos a motor y el trazado de nuevas carreteras durante los años cincuenta/sesenta del pasado siglo hicieron que El Camí perdiese su utilidad, desapareciendo parte de su trazado. Unas veces la carencia de mantenimiento lo ha hecho pasto de la maleza. Ciertos tramos han sido sustituidos o destruidos por la construcción de nuevas carreteras. Incluso algunos de sus trechos se los han apropiado particulares, vallándolos y cultivándolos ilegalmente, obviando la imprescriptibilidad de su carácter público, que ninguna autoridad ha preservado ni hecho prevalecer.

Quienes han estudiado sus particularidades y conocen los valores culturales y paisajísticos que atesora reclaman con insistencia su recuperación y su puesta en valor. Una tarea que requiere la cooperación de los siete municipios por los que discurre el trazado, a saber, La Vila, Orxeta, Relleu, La Torre de les Maçanes, Penàguila, Benifallim y Alcoi. Ese recorrido, de aproximadamente 50 kilómetros, lo encuadra entre los parámetros que corresponden a los senderos de pequeño recorrido (PR), de acuerdo con las normas establecidas por la Federación Española de Deportes de Montaña y Escalada (FEDME). Refuerza esa pretensión la constatación de que, además de lo dicho, al menos desde 1734 (probablemente con anterioridad) llegan a La Vila peregrinos con la intención de iniciar desde aquí su camino por tierra hasta «Santiago de Galicia». De modo que el Camino de Santiago vilero, recuperado del olvido en 2015 y reconocido como ruta oficial en este itinerario cultural europeo, tiene su kilómetro 0 en el antiguo Hospital de Pobres, hoy Casa de la Juventud, en la calle Fray Posidonio Mayor, 30.

Pues bien, como decía al principio, era poco más del mediodía y ya habíamos llegado al Bar Diego los convocados. Hoy, además de Elías, nos faltaba Pascual, a quien inconvenientes sobrevenidos le han impedido concurrir a tan esperado encuentro. Como sucede habitualmente, Domingo Moro nos seguía la pista y supervisaba el cónclave telemáticamente desde Ibiza. Nos ha sorprendido gratamente la presencia en la terraza de las esposas de Tomás y de Luchoro, que nos han acompañado durante unos minutos. Luchoro, viejo conocido de algunos, ha permanecido con nosotros y, poco después, se ha incorporado al grupo el insigne vilero Vicente Sellés. En la terraza del bar hemos consumido un primer aperitivo a base de mejillones escabechados en conserva, queso curado, atún en aceite y torreznos. Desde allí nos hemos desplazado a las inmediaciones del puerto.

Tomás había hecho la comanda en el Restaurante El Nàutic, un establecimiento familiar y señero, regentado actualmente por Antonio (camarero) y Sergio (cocinero), con casi cuatro décadas de historia, que conocimos hace ahora un septenio, cuando Tomás se incorporó al grupo Botellamen, y que es una referencia en la preparación de especialidades de la gastronomía local, con su peculiar «comida del mar» a base de productos procedentes de la pesca artesana en la que, como no puede ser de otro modo, predominan el pescado y el marisco, así como diferentes maneras de preparar los arroces. Más allá del «suquet de peix”», «els polpets amb orenga» y la «pebrereta» o el «caldero de peix», entre los platos más apreciados destacan «l’arròs amb ceba», «l’arròs amb espinacs» y «l’arròs amb llampuga». Sergio nos había preparado un aperitivo exuberante que incluía alioli casero, hueva de bonito, calamar de potera, gamba blanca al ajillo, gamba roja a la plancha y unas rodajas de lechola con ajetes. Todos ellos manjares exquisitos con una preparación esmeradísima y una calidad inmejorable. Para rematar tan suculento preámbulo, Tomás había escogido como plato principal «l’arròs amb llampuga», pues no en vano nos encontramos en temporada de capturas de estos singulares ejemplares.

La llampuga, también llamada llampec, daurat, lampuga, dorado, lirio, perico o sandalio, es una especie que está presente en todos los mares tropicales y subtropicales del mundo, incluido el Mediterráneo. Son peces migratorios, por lo que en invierno viajan a latitudes más cálidas, y en verano viceversa. Son muy populares entre los pescadores deportivos por su tamaño y belleza, así como por la calidad de su carne. Cualidades todas ellas apreciadas desde muy antiguo, como atestiguan registros que aluden a que se consumían generosamente en tiempos de las civilizaciones egipcia y griega. De hecho, son abundantes sus reproducciones en grabados y en la decoración de diferentes tipologías de vasos griegos (ánforas, hidrias, cráteras, lécanes, carquesios o cántaros), en los que pueden admirarse los pescadores portando profusas ristras de inconfundibles llampugas, llamadas así por el reflejo iridiscente que proyectan sus gualdos vientres cuando nadan velozmente rasgando la superficie de los mares.

De postre nos han servido un combinado de anchoas, dátiles deshuesados y queso curado, que ha puesto dignísimo contrapunto a un menú que puede calificarse de memorable, sin exageraciones. Ciertamente, no esperábamos menos de Tomás. Como es habitual, hemos rematado el ágape con el acostumbrado concierto que ha comandado Antonio Antón mientras despachábamos los cafés y las copas de rigor. Con su maestría y paciencia habituales, ha desgranado una docena de piezas de su repertorio, que han puesto el habitual broche a un encuentro formidable. El próximo está previsto para el próximo noviembre y será en Aspe. Hasta entonces, amigos.



domingo, 1 de octubre de 2023

Más allá del utilitarismo

 «La ética es, en cierta medida, como el oxígeno: 

solo nos damos cuenta de su importancia cuando nos falta».

 Amartya Sen




En la filosofía moral contemporánea, una vez descartados los enfoques religiosos y marxistas, se ha impuesto la ética utilitarista, cuyo lema fundacional es: «El mayor bien para el mayor número de personas». Han prevalecido, así, las perspectivas basadas en los postulados que acotaron inicialmente los filósofos británicos Jeremy Bentham y John Stuart Mill, proponiendo el principio de utilidad como modelo único para juzgar las acciones humanas. De este modo, el utilitarismo se revela en nuestro tiempo como la mejor alternativa a la crisis ideológica, instituyéndose en la corriente prevalente de pensamiento ético. Y lo hace hasta el punto de erigirse como uno de los fundamentos filosóficos subyacentes en el liberalismo occidental, e incluso en el sistema económico capitalista, en los que se articula con un enfoque dual. Por un lado, a través de la corriente que encarnan quienes propugnan el liberalismo a ultranza que, en el plano político, se traduce en una propuesta de limitación de las funciones del Estado. La alternativa la encarnan, por otro lado, quienes consideran que la libertad es inseparable del bienestar y, por tanto, abogan por la justicia distributiva. Es la opción propugnada por la socialdemocracia.

Es evidente que en las últimas décadas han predominado los modelos económicos utilitaristas, que promueven en teoría el bien y la felicidad para los seres humanos, sean las personas individualmente consideradas o la sociedad en su conjunto. Y es, así mismo, incuestionable que existe una relación vinculante entre economía y felicidad. Partiendo de ambos postulados cabe preguntarse: ¿por qué cada vez hay más personas que viven por debajo del umbral de la pobreza?, ¿por qué las diferencias entre ricos y pobres son cada vez mayores?, ¿por qué los modelos utilitaristas no han dado respuesta a las necesidades de las sociedades donde se han implantado? Responder a estas y a otras preguntas obliga a poner sobre la mesa el debate sobre los modelos capitalistas, puesto que es indudable que el derrumbe de las economías planificadas no ha significado, recíprocamente, el éxito de las economías de libre mercado, como lo demuestran las recurrentes crisis que ha sufrido el mundo occidental en la última década del siglo XX y en las iniciales del siglo XXI.

Personalmente, las preguntas anteriores me suscitan otras relativas al papel de los intelectuales en el debate público y en la política. Me parece que hoy es altamente pertinente abordar su papel, así como llevar a cabo su comparación con el que tuvieron anteriormente, incluso durante las décadas intermedias del siglo XX. No cabe duda de que las transformaciones generadas por la globalización han influenciado sustantivamente el rol de los intelectuales en la construcción de la opinión pública, y han contribuido a diluir sus contribuciones en tanto que referencias para abordar el análisis y la crítica económica, social y cultural. Recientemente, muchas de estas facetas han logrado eludir su escrutinio, pues la sociedad global ha trastocado sustantivamente su existencia y sus clásicos roles. No solo es que han ido desapareciendo de la escena pública las que pudiéramos denominar referencias intelectuales «clásicas», como las que representan, por ejemplo, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Raymond Aron, Bertrand, Russell, Albert Camus o Toni Judt, entre otros. Además, parece que, hoy por hoy, no existe la posibilidad de que alguien pueda ocupar el privilegiado espacio que ellos cultivaron antaño y en el que todavía «viven», diría que residualmente, figuras longevas como Chomsky, Habermas, Morin y algún otro.

Javier de Lucas, catedrático, político y opinador, escribía hace unos meses en su blog acerca de esta penuria que, en su opinión, obedece a dos razones. La primera de ellas a que ha cambiado el concepto de intelectual. Lo que caracterizaba a los intelectuales clásicos son tres rasgos fundamentales: una sólida formación humanista, en sentido amplio (no así científica, de la que suelen estar desprovistos), una capacidad creativa y comunicativa muy destacada y, finalmente, la voluntad de contribuir a conformar la opinión pública sobre cuestiones clave. Si somos sinceros, hoy es muy difícil encontrar referencias revestidas con la autoridad que confiere a una determinada persona la concurrencia en ella de los rasgos enunciados. Una segunda razón alude a que se ha reducido el caldo de cultivo que permite a los intelectuales desplegar sus funciones. Ellos necesitan un mínimo de reflexión antes de pronunciarse y, sin embargo, los medios y las redes no permiten ese margen porque hoy todo es instantáneo. De modo que los medios, que en otro tiempo ofrecían un curso más pausado (libros, revistas, congresos…), interesan a un público muy reducido y tienen comprometida su continuidad. Por no hablar de la televisión, la radio o las redes en las que se ha sustituido al intelectual por el tertuliano, el influencer o el bloguero de moda. Además, otro factor que inhibe la exposición pública de los intelectuales es el riesgo inducido por la lógica perversa que domina las redes. Y por ello, insisten en salvaguardar sus espacios y tiempos de reflexión, porfiando por sustraerse a la lógica que desata la marea de odio, prejuicios y descalificaciones que domina en ellas.

Pese a todo, no cabe duda que existen voces valiosas consideradas desde el punto de vista de su capacidad de análisis y crítica, e incluso de intervención positiva en el debate de cuestiones que nos afectan a todos. Circunscribiéndonos a nuestro país, ahí están, por ejemplo, las de Luis García Montero, Juan Luis Arsuaga, Emilio Lledó o Adela Cortina, a las que se unen las de otros científicos, historiadores, ensayistas, economistas, artistas o periodistas relevantes. En todo caso, entiendo que su presencia y peso es muy diferente de los que tuvieron los intelectuales clásicos.

Y por ello, echo de menos crecientemente a los intelectuales auténticos. Y reclamo sus comparecencias, aunque sean efímeras o estén motivadas por la efervescencia inducida por alguna polémica, como la que originó Max Gallo en los años ochenta, en nuestro vecino país. Este escritor, siendo portavoz del presidente Mitterrand, apeló en las páginas de Le Monde al silencio de los intelectuales de izquierda, motivando una reacción que fue más lejos de lo que se esperaba. Generó, así, una polémica que sirvió para que la sociedad francesa se preguntase por primera vez, desde mayo del 68, para qué sirve un intelectual de izquierdas. Y a mí también me encantaría pronunciar aquí, en España, similares preguntas porque, como dice hoy Elvira Lindo en su columna dominical del diario El País, a veces tengo la impresión de que no vivimos en uno, sino en dos o más países diferentes, el (o los) de los que se toman un tiempo irritante en deshojar la margarita y el de aquellos a los que, por sufrir una situación vital angustiosa, el tiempo se les hace eterno. 



martes, 26 de septiembre de 2023

Contra la desidia educativa

La semana pasada leí con asombro una columna titulada «Vienen a por nuestros hijos», en el diario El País, firmada por Najat El Hachmi, una colaboradora habitual del periódico. En ella afirmaba con rotundidad que estamos dejando que los niños sean educados por desconocidos que se cuelan en sus móviles. Aseguraba, con razón, que los chiquillos europeos no son «dickensianos» porque no tienen que apañárselas para sobrevivir autónomamente en la realidad material, pero contrariamente sí están desamparados y solos ante el peligrosísimo espejo que es el móvil. Y es que, según parece, el acceso a la pornografía se inicia a los ocho años porque el omnipotente aparato suele ser un regalo típico que se hace con motivo de la primera comunión. Frente a ello, Najat se preguntaba con angustia: «¿De verdad a alguien le puede parecer sensato que le demos a un ser humano que necesita de sus padres para alimentarse y vestirse un artilugio que lo aboca a una realidad abisal en la que incluso a los adultos nos cuesta identificar a los lobos?».

Según he podido averiguar, el 50% de los niños y niñas entre 11 y 13 años han visto pornografía en internet, pues las plataformas de contenidos pornográficos no exigen verificación de edad. El vídeo porno on line más visto suma 225 millones de visitas y recrea una brutal violación en grupo, que se puede visualizar con un par de clics aun teniendo solo nueve años… Mientras tanto, la mayoría de madres y padres siguen pensando que los menores que ven porno son siempre los hijos de los demás. Y despreocupadamente olvidan, como lo hacemos casi todos, algo fundamental: la responsabilidad hacia la infancia incluye a todas las niñas y niños, y nos atañe a todos, tanto si somos padres o madres, abuelas o abuelos, como si no tenemos esa condición.

Por otro lado, y para completar el panorama, la última revolución del tecno-porno infantil ya está aquí. No es otra cosa que el uso de inteligencia artificial para generar de manera ágil e impune contenido pornográfico protagonizado por menores. Como nos cuentan últimamente en los telediarios, los creadores de este novedoso porno son niños (inimputables cuando son menores de 14 años) que crean los contenidos a través de apps al alcance de cualquiera. Se inspiran en el porno duro que consumen en plataformas en las que no existe la verificación de edad y los difunden en aplicaciones como WhatsApp, donde los mensajes están cifrados de extremo a extremo. Es decir, donde nadie (ni siquiera WhatsApp) puede leer o escuchar lo que se envía. Obviamente, las plataformas no se responsabilizan del contenido que generan ni del que difunden. Paradójicamente, los agresores (y a la vez víctimas) son niños y niñas, hijas del último tsunami feminista, víctimas de violencia sexual en un contexto de absoluta desprotección.

No debe extrañar, por tanto, la crudeza de los datos que se contrastan en la estadística de condenados menores, que difunde el Instituto Nacional de Estadística (INE). En concreto, el Registro Central de Delincuentes Sexuales, que contiene la información relativa de los condenados en sentencia firme por cualquier delito tipificado por la ley como sexual, refleja 3.201 condenados adultos por estos delitos para el año 2022, lo que supone un 0,2% más que el año anterior. El 97,0% fueron varones y el 3,0% mujeres. En el caso de los menores, hubo 501 condenados por delitos sexuales, un 14,1% más que el año anterior. El 97,0% fueron varones y el 3,0% mujeres. Los adultos cometieron 3.835 delitos, un 3,2% menos que en 2021. De este total, 762 fueron considerados abuso y agresión sexual a menores de 16 años, 1.458 abuso sexual, y 462 agresión sexual, de las que 46 fueron consideradas violación. Por su parte, los menores cometieron 636 delitos, un 4,4% más que en 2021. De este total, 389 fueron considerados abuso y agresión sexual a menores de 16 años, 134 abuso sexual, y 27 agresión sexual, de las que cuatro fueron consideradas violación.

De manera que es hora de gritar que los derechos de la infancia se incumplen en Europa de manera generalizada. Es hora de exigir que Europa se ponga las pilas y lidere una regulación capaz de adaptarse al ritmo que la tecnología exige. Es hora de reclamar a los ciudadanos europeos (padres y madres, abuelas y abuelos; y a quienes no son una cosa ni otra) que se tomen en serio la educación de las nuevas generaciones. Porque mientras tanto, seamos claros, ningún menor está a salvo.



viernes, 22 de septiembre de 2023

Qué bello es vivir!

Cumplir años es menos grave de lo que piensan algunos. Simplemente, diría que es una constatación individualizada del inexorable paso del tiempo. A estas alturas del recorrido vital percibo los aniversarios como meros puntos de inflexión que me recuerdan —por cierto, bastante despiadadamente— que vivo el tiempo de descuento (o casi), agotando, o quién sabe si desafiando, la esperanza de vida que los cálculos estadísticos nos atribuyen. Como he dicho en alguna ocasión, considero saldadas mis deudas y casi agotadas mis aspiraciones. Y como dijo Miguel Hernández, aunque lo hago con muchos más años de los que tenía él cuando lo escribió, recorro los setenta con tres de las heridas que me procuró la vida: la del amor, la de la muerte y la de la vida. He amado, y sigo haciéndolo, a corazón abierto. Asumo, dolorosamente, los duelos por los seres que quise y se fueron. Me confronto de vez en cuando con la muerte y sus significados y me afano por aprender a enfrentarla con serena resignación. Y en tanto llega continuo seducido por la vida, consumiéndola con el empeño de siempre.

Y es que, como dijo alguien cuyo nombre olvidé, a cierta edad lo único necesario para ser feliz es saber medir bien las distancias y no pedir lo imposible. En mi opinión, una de las claves de la felicidad radica en no aspirar a llegar más allá de lo razonable. A fin de cuentas, quizás no nos toca saber qué significa la suma de los años que hemos cumplido. Pero lo que no podemos olvidar, lo que debemos reconocer sin regateos es la intensidad y la riqueza del ayer, y lo frágil y precario que resulta el mañana. En definitiva, hemos de asumir la vejez, esa edad de la autenticidad hallada y de los derechos adquiridos, en la que se vive exactamente como se es, sin ambages. Marguerite Yourcenar decía que una de las raras ventajas que se reconoce a la vejez es esta posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones. Y me parece que no le falta razón.

No obstante, sería ingenuo, o simplemente hipócrita, negar los estragos que acompañan a los años y que a la vista están: dolores musculares, artrosis, cataratas, patologías cardiacas, cojeras, cansancio sostenido, pereza para salir a caminar…, como males menores. En todo caso, lo hecho, hecho está, y es mejor no sentir rabia alguna con lo que, sin eufemismos, se llama vejez. Al contrario, resulta conveniente acogerla con algunas de sus ventajas, que también las tiene. En mi caso, por ejemplo, destaco una querencia crecientemente acentuada a vivir una soledad habitada, que afortunadamente he logrado compartir con algunas personas y muchas lecturas.

Por otro lado, cuando se han cumplido los setenta, en general, ya se ha aprendido a decir «no» con más frecuencia, pues se reconocen más claramente los límites y las prioridades. Del mismo modo que aceptamos determinadas citas y retos que consideramos indispensables o sugestivas para la salud o el bienestar, también sabemos decir «no» desde la certeza de que somos prescindibles, desde la convicción de que deben ser otros quienes encararen los desafíos futuros. La vejez matiza las ganas de competir e incrementa el deseo de estar cerca de la gente. Decrece el afán de querer decir o de querer saber, y se incrementa el deseo de sentir y de estar con los otros.

Por fin, con setenta y tantos años, uno se mira al espejo con permisividad. Lo que se nos grabó en el rostro y en el cuerpo allí está y no hay nada que hacer para eludirlo, porque casi nadie logra falsear su curso vital. Alcanzar esa edad es saber, sin equívocos, quiénes son los verdaderos amigos, las personas con que podemos estar sin fingimientos ni imposturas. Y disfrutar de ellos.

Estos son algunos de los retazos que me aproxima la mirada retrospectiva que imagino desde mi patrimonio emocional y desde el capital social y afectivo que he logrado amasar con el paso de los años. Naturalmente, caben otras perspectivas más pesimistas y descompuestas, que existen, conozco y justifico, pero que no comparto porque, con ingenua intención, cuando me levanto cada mañana, repito la inmortal sentencia que intituló la inefable peli de Frank Capra.



viernes, 15 de septiembre de 2023

El valor del silencio

El mundo occidental es hoy una sociedad avasallada por el exceso de palabras y de imágenes, en la que se ha instalado, además, el imperio del ruido desmedido. En muy pocas décadas, casi hemos olvidado que el silencio es esencial para discernir lo importante de lo insignificante, para discriminar lo fundamental de lo trivial.

En esta sociedad digital y posmoderna en la que estamos inmersos todo ocurre muy deprisa. Se han esfumado casi por completo los viejos lugares antropológicos: los pueblos, las plazas, los patios de vecindad…, espacios, todos ellos, cargados de sentido y significación cultural en tanto que ámbitos que posibilitaban las prácticas sociales y culturales. No hace muchos años que allí la gente se conocía, conversaba y se forjaban las identidades comunitarias. Estos lugares con personalidad definida se han diluido a medida que los han ido relevando otros muy diferentes, que son mayoritariamente zonas de paso, como las grandes superficies comerciales, las estaciones de trenes y autobuses, los aeropuertos, las grandes avenidas o las autopistas, que han suplantado a los viejos emplazamientos que invitaban a permanecer en ellos y a interactuar con los demás. No cabe duda de que se han impuesto definitivamente los que algunos autores han denominado «no-lugares», es decir, los espacios para la circulación rápida, carentes de identidad histórica y territorial, llenos de ruido y brevedad.

La prisa se ha adueñado de nuestras vidas: no aguantamos diez segundos cuando descargamos una página web, llegamos tarde a cualquier cita... Tenemos prisa para todo: para esperar una llamada de teléfono, para cocinar, para perder el tiempo, para relacionarnos con nuestra pareja. Aunque lo auténticamente insoportable es el silencio. Impera el ruido en sus múltiples versiones (acústica, visual o mental) e impide las pausas y los silencios que necesitamos las personas, pues es en los tiempos de calma cuando el cerebro internaliza y evalúa la información que recibe en los momentos de ajetreo. Sin tiempo para el silencio, para aceptar el dolor y el paso del tiempo, para reconocer el aburrimiento como oportunidad para no hacer nada. Una era «sin-tiempo» y «sin-lugar», cuando todo está conectado y siempre tenemos a mano una píldora para ser un poco más felices. Imbéciles pero felices.

Aunque millones de personas naturalicen los bocinazos, el trajinar de los ferrocarriles y los metros o el constante ir y venir de riadas de gente a su alrededor, esa marea sonora que nos envuelve diariamente trastoca nuestra salud. En reiteradas ocasiones, la ONU ha advertido que la contaminación acústica en las ciudades es un peligro creciente para la salud pública. En la Unión Europea los niveles de ruido aceptables se superan en numerosas ciudades, provocando 12 000 muertes prematuras al año y afectando a uno de cada cinco de sus ciudadanos. Los especialistas informan que esta problemática no solamente genera estrés, sino también molestias crónicas y alteraciones del sueño. Estos cuadros conducen a su vez a graves enfermedades cardíacas y trastornos metabólicos, como la diabetes, al tiempo que causan problemas auditivos y una peor salud mental.

Desconozco si soy un obseso «anti-ruido» o realmente me persigue el ruido incansablemente. Hace casi una década escribí en este blog que España es un país esencialmente ruidoso. En concreto, el segundo país más estridente del mundo, solo por detrás de Japón, según un ranking de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Nueve millones de españoles (el 20% de la población) estamos expuestos a niveles de sonido que diariamente sobrepasan los 65 decibelios que establece la OMS como máximo tolerable. Un disparate como otro cualquiera. Paradójicamente, la regulación del ruido en España es amplia y se aborda tanto en la normativa estatal como en la específica de las comunidades autónomas y en las ordenanzas locales. Los tres niveles institucionales tratan de desarrollar los mandatos constitucionales prescritos por los artículos 43 y 45 de la Constitución, que aluden a la necesidad de proteger la salud y el medio ambiente.

Pues bien, todo ello ni a mis conciudadanos ni a mí nos sirve de nada. Los fines de semana he de emigrar de mi domicilio habitual porque el ruido que produce un bar/discoteca en la planta baja del edificio me impide hacer vida normal y conciliar el sueño. Me desplazo a la segunda vivienda y, por mencionar el último episodio, me encuentro que desde el 12 de agosto hasta el 26 de septiembre se ha instalado un circo en un espacio dotacional público colindante con mi casa. En el periodo mencionado, ese negocio, imagino que autorizado por el municipio, genera niveles de ruido por encima de lo permitido a lo largo de 10 o 12 horas diarias, sin que hasta hoy nadie haya puesto coto a tamaño dislate, pese a las denuncias de algunos vecinos.

Sé que el ruido en España es un problema cultural y medioambiental, y como tal hay que abordarlo. Sé que no es asunto que se pueda resolver exclusivamente con medidas sancionadoras, ni tampoco con parches que atajen circunstancialmente sus causas. La erradicación del ruido exige una estrategia para lograr que los ciudadanos tomemos conciencia de que es una lacra que sufrimos innecesariamente todos en mayor o menor medida, y que vale la pena suprimirlo de nuestras vidas porque, entre otras cosas, es insalubre per se, produce muchos más perjuicios que beneficios y, además, si comparamos el contingente de quienes lo sufren con el de los que lo producen, contrastaremos la abrumadora e injusta asimetría existente entre ambos colectivos. Ni la ley permite, ni el sentido común justifica que nadie, sea una población minoritaria o mayoritaria, haga sujetos pasivos de las consecuencias de su incivilidad a otras personas, muchas de las cuales tienen situaciones económicas y/o estados físicos y/o anímicos que les incapacitan para hacer frente a tales agresiones, ya que ni siquiera poseen fuerzas o recursos para poner pies en polvorosa y alejarse de las fuentes del ruido, aunque no tengan obligación de hacerlo.

Como dije en otra ocasión, sigo creyendo que no me parece especialmente difícil ir mitigando paulatinamente los efectos del ruido si todos ponemos un poquito de nuestra parte (recordemos lo que ha sucedido con el tabaco, por ejemplo). Ahora bien, no dejemos todo en manos de las autoridades, porque ellas solas no pueden hacerlo. Aquí se ha instalado un statu quo privativo –no hay otro lugar de Europa donde suceda algo similar– cuya erradicación requiere más asenso y más compromiso que el que corresponde o pueden aportan la clase política y los funcionarios. Vamos, lo mismo que para evitar la corrupción. O nos ponemos a la faena una mayoría significativa de los ciudadanos, o unos pocos inciviles seguirán campando a sus anchas, apropiándose y viviendo de lo que es de todos y riéndose a mandíbula batiente. Y no creo que ese sea el camino del progreso y de la civilidad.