miércoles, 1 de noviembre de 2023

Algo que también soy

Hace unos días que terminé de leer y de releer El huerto de Emerson, la última novela de Luis Landero. Como suelo hacer, subrayé el texto, entresaqué las ideas que me interesaron y las anoté en unos folios. Las que siguen son algunas de las que me parecieron más interesantes:

«Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos. […] En nuestro pasado está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. […] No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quién. […] Así que no hay más que salir a pasear por el bosque del tiempo ya vivido, sin otro rumbo que el azar».

Sentir la necesidad de escribir y no encontrar la inspiración necesaria confunde, desanima, enoja… desespera. Te abruma la impotencia casi tanto como cuando se acaba el agua o la gasolina, siempre en el momento inoportuno. La confusión y la inseguridad se adueñan de ti. Te percibes atrapado y caduco, sin ver la salida a un atolladero que te desborda. Buscas y rebuscas en la mente: temas, experiencias, sucesos, sentimientos, emociones…, que estimulen la inspiración. Pasan las horas sin que nada se haga perceptible. Te obstinas, persistes, sufres… Y por lo general, finalmente, encuentras un cabo del que tiras con determinación y cuidado hasta que contrastas que no es un hilo suelto, sino una hebra robusta que te reconecta a la sirga de la memoria, porque como dice Landero:

«Todo, todo está en el fardo de la vida. A veces da la sensación de que la vida es breve, sí, pero en cambio la memoria de lo vivido no se acaba nunca. […] La memoria, como la imaginación, es un pozo sin fondo».

Efectivamente, leyendo a Luis Landero redescubres que así es. Vuelve a poner el dedo en la llaga y acierta con la pócima que mitiga los achaques de la obcecación. Nos la brinda y, no satisfecho con ello, previene sobre los peligros que conlleva empeñarse en escribir a fuerza de oficio y de tesón, al abrigo del puro lenguaje, del amparo de la sintaxis y las palabras, que por sí solas deslumbran, aunque en tales casos ni alumbran ni dan calor:

«Confía en el lenguaje, me digo, ese sutil ejército capaz de descubrir y conquistar las más ignotas tierras, de hacer reales y tangibles hasta los mismos espejismos. […] No hay quizá mayor logro literario que conseguir que un sustantivo adquiera toda la mágica potencia que tuvo en sus orígenes. […] El arte habla en el lenguaje ingenuo e infantil de la intuición, no en el abstracto y serio de la reflexión (Schopenhauer) […] La sintaxis es fuente inagotable de invención: basta cambiar el sujeto o el verbo o los complementos de una frase para encontrar un nuevo punto de vista y dar un giro de caleidoscopio a la realidad. No apartes de la memoria la certeza de que no hay nada definitivo, de que todo cuanto se afirma está amenazado siempre por una oración adversativa.

Como otros han dicho y yo mismo he reiterado en ocasiones, me cuento entre los humanos que hemos acabado comprendiendo que nuestra individualidad es solo una estación transitoria en el proceso de permanente renovación de la vida, me cuento entre los que sabemos que algún día desaparecerá toda huella de nuestro paso por el mundo, incluso en la memoria de los nuestros. Porque, mal que nos pese, nacemos, nos agitamos algún tiempo y desaparecemos por completo, y debemos reconocer modestamente que nada sustancial pierde el mundo con ello. Así lo ratifica también Landero:

«[…] Pensé en cómo mi mundo propio e irrepetible, con su infinita minucia de sucesos, al que a última hora vendría a agregarse el de la muerte, se perdería conmigo, igual que se perdió el de mis padres y el de todos los muertos que ahora me rodeaban. Algo único y prodigioso muere irreparablemente con cada uno de nosotros. El pensamiento, que tanto gusta de burlas y desmanes, él y no yo propiamente, pensó por un momento en la gloria literaria, en la loca esperanza de pervivir, más allá de las tapias que cercan a los muertos por obra y magia de unas palabras puestas sobre un papel».

Particularmente, me desazona la desaparición de los saberes y los recuerdos de cada persona por anodinos o vulgares que parezcan, porque son únicos y valiosos para cada cual. Es verdad que, como se ha dicho, contarlos en memorias, en diarios o en autobiografías sirve de poco. La sabiduría, las vivencias y las evocaciones ajenas, por interesantes que resulten, nos suelen dejar indiferentes o, en el mejor de los casos, las escuchamos o leemos con displicente curiosidad. Son sus protagonistas quienes realmente las aprecian y se conmueven con ellas. Pero, bueno, creo que quienes hemos optado por compartirlas, bien en su literalidad o en formato fabulado, albergamos la recóndita esperanza de encontrar entre los lectores algún alma gemela.

Finalmente, referiré que me reconozco extensamente en el autorretrato del autor que se perfila en algunas de las páginas de El huerto de Emerson, especialmente las que se resumen en los dos párrafos siguientes:

«[…] Yo soy un hombre sin oficio. Ahora que ya soy viejo como los viejos tan sabios y respetados de mi infancia, puedo decirlo y anotarlo en mi cuaderno con autoridad y sin reparos. Carezco de un repertorio de conocimientos sólidos sobre algo concreto, no domino un arte o una técnica, y aunque a veces puede parecer que sé mucho o que al menos hablo como experto, en el fondo todo son vaguedades, palabrería, filfa y apariencia, con algunos relumbrones que crean la ilusión de un vasto saber apenas entrevisto. A mí me pasa como a un barrendero al que un día le pregunté qué tal le iba en su oficio. —¿Oficio?, dijo él, con asombrada y amarga cara de desprecio. —Esto no es un oficio. Aquí no hay nada que aprender. Aquí no se mejora. Aquí a los pocos días cualquiera barre igual que uno que lleva barriendo veinte años. Oficio bonito, el de albañil o el de mecánico. Pero ¿este? ¡Bah! Para esto solo sirve el que no vale para nada.

[…] Yo me considero un hombre sin oficio, con solo algunas habilidades difusas que me han permitido ganarme la vida y encontrar un lugar en el mundo. […] Aunque puede que sí, que sepa mucho, pero todo confuso, suelto, desparejado. Un poco como en los bazares chinos, donde hay de todo, pero de poca calidad. […] Si en algo soy bueno de verdad es en crear apariencias y hacer ilusionismo con las palabras. Mientras hablo, parece que sé mucho, pero en cuanto me callo, roto el espejismo, solo quedan mondas, pellejos, desperdicios. Como lacónicamente anotó en su diario Thomas Mann después de asistir a una conferencia de Lukács: - Mientras hablaba, tenía razón ».

Hace ya muchos años, en aquel entonces —como dice Landero y dicen en mi pueblo—, oí decir a Enrique Cerdán Tato en una de sus conferencias algo parecido a lo siguiente: «Cuando eché el cierre a los cincuenta tuve la impresión de que dejaba atrás todo un mundo, que ahora la memoria me devuelve no tan chato ni tan insípido como se me figuraba (…)  Fue justamente por entonces cuando levanté la mirada por encima del recogido horizonte y descubrí, con asombro, la vida. Y con la vida, el compromiso de expresarla». Pienso que algo similar me ha sucedido a mí, aunque con algunos años más de los que tenía él. El registro que he utilizado para componerlo nada tiene que ver con los enfoques literarios porque insisto en que no soy un escritor. En el mejor de los casos puedo ser un escribano o un escribiente aceptable, con el relativo oficio aprendido a lo largo de mi dilatada trayectoria como maestro y profesor.

No es la pretensión de contar historias lo que me ha estimulado para ponerme frente a la hoja en blanco. Más bien ha sido la necesidad de abordar reflexivamente situaciones profesionales o académicas que me pareció que debían escribirse, argumentarse o resolverse. De ahí que me mueva más cómodamente en los ámbitos de la narración y de la descripción que en ningún otro. Y tal vez por ello he sido frecuentemente un cronista de la cotidianeidad, un relator curioso, atento a lo que acaecía a su alrededor. Ello ha propiciado que haya dejado testimonio escrito de algunos de los efímeros viajes sentimentales que emprendí o compartí.

He reflexionado a veces sobre la necesidad de escribir que tengo, una autoexigencia casi diaria. Escribir es una experiencia muy personal y por eso tiene tantos significados. La única manera de responder con honestidad al sentido que tiene la escritura es expresar lo que significa para uno mismo. Para mí, la acción de escribir refleja múltiples intenciones, algunas bastante simples y otras más pretenciosas. A veces escribo para dejar correr el pensamiento e intentar ponerlo negro sobre blanco en una hoja de papel o en un archivo digital. Otras lo hago para precisar lo que siento o lo que medito, como si radiografiase mi raciocinio o mis emociones. A veces escribir me permite desatar la conciencia o la pasión, la preocupación o la petulancia, la memoria casi olvidada o las sensaciones más vegetativas. Y, casi siempre, escribir significa para mi decir lo que no se puede o no se debe callar.

Por otro lado, escribir resulta una aventura fascinante, que en mi caso es más resultado de la transpiración que de la inspiración. La escritura exige esfuerzo, dedicación, hacer y deshacer, buscar, corregir, reescribir... No una, sino decenas de veces. Me complace extraordinariamente recuperar las palabras, recordarlas, utilizarlas, componerlas entre sí para intentar expresar mi pensamiento. No quiero olvidar las palabras y menos lo que significan. Y solo por eso merece la pena escribir.

He descubierto que la escritura tiene una función antioxidante y hasta propiedades curativas que me distraen del proceso de envejecer, de huir de las hermanas Cloto, Láquesis y Átropos, y de acercarme a la muerte. Es como si las palabras acogiesen entre sus trazos retazos de mi existencia, lo que pienso que ha sido y cómo he creído vivirla. Es como si me ayudasen a disociar el vivir del morir, lo que es de lo que ya no será. Como si solo acogiesen la parte briosa de mi ser, la que permanece, aquello que no quiero abandonar y que me hace sentir en este mundo. Eso es para mí la escritura. Y tal vez por eso escribo, para sentirme vivo y renegar de la parca. Y con ello, justo en este punto, regreso de nuevo a Landero, que dice:

«[…] Era en este momento cuando les hablaba del huerto de Emerson. El libro se titula Ensayos escogidos, de la colección Austral. Viene a ser un exaltado y romántico canto a uno mismo. Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las muestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean».


 

8 comentarios:

  1. Sempre interessant i reflexiu... magnífic Vicent.
    Me trobe molt reflexada en algunes de les reflexions. Gràcies per escriure, totes les dies.
    Carme Jorques

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    1. Moltes gràcies, estimada Carme. En som filles i fills d'un temps i d'un país, i tenim molta vida i molta història comuna i profitosa.
      Una forta abraçada.

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  2. Magnífic! M'has fet recordar Panglos. Potser el personatge mes equilibrat de "Càndid", la gran novel.la de Voltaire. Una abraçada.
    Joan Carles

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  3. Això són paraules majors, Joan Carles. Moltes gràcies, ets molt amable. Jo vaig a lo meu i amb els peus a terra, com no potser d'altra manera.
    Una forta abraçada.

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  4. Me quedo con el último párrafo. Admiro tu don de plasmar por escrito con gran elegancia y claridad.Yo me quedo en esa última etapa de la vida de ir leyendo y saboreando lo realizado en mi vida como maestro, enseñar y estimular a los alumnos el uso de las palabras a través de la expresión oral y escrita a través de lectura y los libros.Un buen artículo Gracias.Diego

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    1. Muchas gracias, Diego. Un fuerte abrazo.

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  5. Reflexiono con el último párrafo y sí hay que rebuscar en nuestros recuerdos que con los años recopilamos muchos y a veces ni los activamos, un abrazo

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  6. Como deducirás, concuerdo plenamente contigo. Otro abrazo para ti.

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