sábado, 27 de marzo de 2021

De Gestalgar a Santa Eulalia- II

Las tierras de la Colonia corresponden a una gran propiedad rústica que se había mantenido casi intacta desde la Edad Media. A partir del siglo XVII perteneció a diversos propietarios de Villena y Valencia hasta que a principios del siglo XIX pasó a manos de la familia del conde de Gestalgar. El año 1862, Antonio de Padua recibió ese legado conjuntamente con los numerosos títulos y dignidades que ostentaba su estirpe. Era persona de rigurosa educación y muy culta, que estudió Derecho, aunque no obtuvo el correspondiente título universitario, y sentía pasión por el arte y la música.

La Colonia está situada en una zona de topografía prácticamente llana, excepto la superficie que corresponde a la falda de una colina, el cerro del Cuco, que remonta hasta aproximadamente los quinientos metros de cota. Dista unos nueve kilómetros de Villena y aproximadamente siete de Sax, lo que le proporciona cierto aislamiento y facilita su autonomía respecto a ambos núcleos urbanos. Radica, a su vez, junto a un camino que se dirige al oeste, en dirección a Salinas, que arranca a menos de un kilómetro hacia el este, desde la actual autovía E-903, que sigue el viejo trazado de la carretera nacional que enlazaba Alicante con Madrid. Aproximadamente a la misma distancia, casi paralelamente a ella, discurre la línea ferroviaria que une ambas ciudades, en cuyo margen se levantó antaño una estación de tren que fue demolida posteriormente. Finalmente, el río Vinalopó discurre por las inmediaciones del núcleo poblacional, hallándose hacia el noroeste la llamada Acequia del Rey que pertenece al municipio de Villena y que tradicionalmente ha cedido agua a la Colonia. Estas privilegiadas condiciones geográficas han determinado que este territorio haya sido un paraje ocupado desde tiempo inmemorial. De hecho, junto a ella existe un yacimiento arqueológico que corresponde a una villa romana y también se ha localizado en sus proximidades un cementerio andalusí, que no ha sido estudiado suficientemente por lo que se desconoce a qué lugar o alquería perteneció. La explotación tenía una superficie de 138 Has. plantadas de frutales, almendros, olivos y vid. El cultivo de esta última fue muy relevante porque la elaboración y exportación de vino y alcoholes dio pujanza a la explotación, siendo fuente de riqueza para toda la comarca y sustentando en buena medida las fortunas de los terratenientes.

Para su puesta en marcha el conde de Gestalgar se inspiró en las colonias industriales catalanas que visitaba frecuentemente. En Barcelona residía su amigo y compañero carlista don Manuel María de Llanza y Pignatelli de Aragón, duque de Solferino y de Monteleón. Los viajes a aquella ciudad posibilitaron que el conde conociese el funcionamiento de la producción que se desarrollaba en las colonias textiles instaladas en la cuenca del río Llobregat. La amistad entre el conde de Gestalgar y la Alcudia y el duque de Solferino se consolidó especialmente a partir del 1915 cuando su primogénito, Antonio de Paula Saavedra y Fontes, se casó con Concepción de Llanza y Bobadilla, hija del duque de Solferino.

Las tierras pertenecían al conde desde 1862. En 1878 contrajo matrimonio con María de la Concepción Fontes y Sánchez de Teruel. Desde su creación, el uno de julio de 1887, hasta 1900 fue su único impulsor y director. En este periodo tiene una vocación esencialmente agrícola aspirando a convertirse en un enclave autosuficiente. En él se construyen la casa-palacio, las viviendas para los obreros, las estructuras de almacenamiento y algunos espacios de transformación de la producción. Se logra así mismo la instalación de una línea telefónica (1890), de una rueda hidráulica (1896) y de una oficina de correos.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Será a principios del siglo XX cuando adquirirá y reforzará su sesgo industrial. El año 1900 el conde de Gestalgar se asoció con su primo el ingeniero agrónomo Mariano Bertodano Rocalí, vizconde de Alzira, que estaba casado con María de la Concepción Avial Peña, hija de un rico indiano de Cuba que, según la tradición, en 1892 había dotado al matrimonio con 18.000.000 de pesetas por la unión conyugal y, además recibiría un millón adicional por año cumplido en matrimonio. Así pues, los cónyuges aportaron buena parte del dinero que se precisaba desarrollar una empresa cuya administración correspondía al conde de Gestalgar y que a partir de esos años adquiere su orientación industrial. La sociedad explotadora se denominó «La Unión» y tenía como objetivo el cultivo, la recolección y la elaboración industrial de la producción agrícola, preparándola para su comercialización, tarea que facilitaba mucho la situación estratégica de la explotación. Según un informe pericial de 1907 realizado por el Ayuntamiento de Sax se construyen en esos años nuevos molinos de aceite, la alcoholera, las bodegas y la fábrica de harinas, además de otros edificios, y se llevó a cabo la transformación de la base productiva con nuevas plantaciones de vides, olivos y almendros. La referida Sociedad se constituyó el año 1900 y cuatro años más tarde María Avial se convirtió en la propietaria única de la Colonia pues se había comprado con el dinero de su dote. Tres años después, en 1907, la Sociedad entró en crisis coincidiendo con el adulterio que protagonizaron ella y el conde, siendo embargada e iniciándose así su decadencia. El divorcio entre los cónyuges Bertodano-Avial se materializó en 1908 y, a partir de entonces, la Colonia pasó a manos de María en exclusiva, figurando el conde como simple empleado. Así aparece en los padrones municipales posteriores a 1910. Por otro lado, no es irrelevante recordar que el 23 de mayo de 1907 se extinguen los beneficios legales y tributarios de los que disfrutaba la explotación. Desde entonces hasta su práctica extinción, en los primeros años cuarenta, sigue funcionando pese a los referidos problemas personales entre los socios, el aumento de las cargas tributarias y la crisis del sector vitivinícola. La diversificación de la producción, la plaga de filoxera en el sur de Francia y una ligera recuperación durante los años de la I Guerra Mundial explican que, a pesar del contexto adverso, la Colonia pudiera seguir funcionando durante veintitrés años, tras la extinción de los beneficios ligados a su creación.

En marzo de 1908 se insta procedimiento de quiebra de la referida sociedad en el juzgado de primera instancia de Villena. A partir de este momento se abre un periodo continuista (1908-39) tanto en cuanto a la estructura urbana de la Colonia —solo se construye el Teatro Cervantes, en 1919— como en lo referido a la producción agroindustrial del conjunto, que disminuyó notablemente. Se trata de una etapa muy condicionada por el juicio por adulterio al que fueron sometidos el conde de la Alcudia y María Avial, en 1910, por la muerte de este en 1925, por la subasta pública de la finca en 1934 y por la posterior salida de María Avial en 1936. Durante la Guerra Civil, los colonos solicitaron a los ayuntamientos de Sax y Villena el cambio de nombre, pasando a denominarse Colonia de Lina Ódena, en homenaje a la militante comunista.

No me adentraré en los pormenores de la estructura urbanística de la Colonia de Santa Eulalia. Simplemente apuntaré que consta de dos grandes plazas conectadas por la calle Salinas que la atraviesa de noreste a suroeste. La primera de ellas, la plaza de S. Antonio, estaba perimetrada por viviendas de planta baja destinadas para residencia de los trabajadores, además de acoger la fábrica de harinas y la almazara. En el otro extremo de la calle se encuentra la plaza de Santa Eulalia, que delimitan el teatro, la bodega, la fachada lateral de la almazara y una casa de labranza demolida en los años 80. También la componen la ermita de Santa Eulalia, que da nombre al conjunto, y alrededor de ella están la casa palacio y la fábrica de alcoholes En el perímetro de la plaza se encuentra así mismo la carnicería, una tienda, un casino y un horno de pan. La educación se impartían el colegio de Carmelitas ubicado en la avenida Margot, cerca del parque Gilabert. El conjunto urbanístico lo completaban estatuas, zonas verdes, fuentes, elementos decorativos y el lago de la condesa. Fuera del recinto se localizaban establos y corrales en la zona denominada el Ventorrillo, una estación de tren que ya no existe y la casa de la Azuda. Así pues, su trazado responde a las especificaciones de los manuales europeos de la época para el diseño de esta tipología de espacios agrarios. Con él se pretendía el control del campesinado, la reducción de los tiempos de desplazamiento hacia los campos y la concentración de las actividades. A medida que avanza el siglo XX, al afán por la vigilancia y el control del campesinado le sustituye una tendencia a la mejora de sus condiciones de vida intentando neutralizar los posicionamientos políticos radicales. Ello redundará en el mejoramiento de la vivienda, la extensión de la educación y la habilitación de espacios de ocio y esparcimiento.

Sobre la Colonia de Santa Eulalia, especialmente sobre sus fundadores y moradores, han surgido leyendas, dimes y diretes y especulaciones de todo tipo. Se ha imaginado como lugar de residencia de nobles desdichados, impotentes para asegurar su descendencia, que acudían a la brujería y a otros hechizos para lograrla. Menudean otras especulaciones en torno a familias de relumbrón vencidas por la lascivia y la ludopatía que hicieron de algunas de sus instalaciones lupanares y casas de tolerancia. Lo cierto es que la concepción de las edificaciones era ajena a tales ensoñaciones. Sin embargo, debe reconocerse que en su época de esplendor tenía su encanto, todo lo provinciano y agropecuario que se desee, pero que lograba interesar a cualificados representantes de la alta sociedad que solían pasar por allí en las épocas estivales. En todo caso, devaneos y chismes al margen, debe destacarse que fue una de las pocas colonias rurales exitosas, con una fructífera vida productiva que contrasta con la atribulada existencia de sus promotores y moradores.

Planimetría (Puig Moneva, 2016)

En este sentido, me parece que una de las personas que mejor se aproxima a esos detalles es Pilar Marés y de Saavedra, a través de un trabajo titulado Estudio del linaje poseedor de la hacienda Santa Eulalia, desde el siglo XVI al siglo XX, que se publicó originalmente en la revista «El Castillo de Sax», con el título El origen de la Colonia de Santa Eulalia de la prosperidad la decadencia, en 2011 y 2012. En esa detallada aportación aborda prolijamente los ancestros de su antepasado Antonio de Padua y de Saavedra. Dice conocer por transmisión oral, pues escasea la documentación al respecto, que cuando alcanzó la mayoría de edad se hizo cargo de los bienes que le correspondían y que su abuela y parientes, todos designados albaceas por su progenitor, se habían encargado de administrar tras la prematura muerte de sus padres, más en beneficio propio que en el de sus pupilos. El conde de Gestalgar se casó a la edad de veintiún años en Murcia (en 1878) con María de la Concepción Fontes Sánchez de Teruel Álvarez de Toledo y Rocafull, nieta del marqués de Torre-Pacheco, de la nobleza local. Antonio era hombre de exquisita educación y extremadamente culto, pero al mismo tiempo persona poco agraciada. De ese matrimonio nacieron cuatro hijos, dos Antonios (el segundo alumbrado tras el fallecimiento del primero), que vieron la luz en el palacio de los Saavedra, de Murcia, además de Luis Gonzaga y Joaquina, nacidos en Valencia. Los condes alternaban la residencia entre sus propiedades de Madrid, Valencia y Murcia. Antonio se dedicaba intensamente a la administración de sus bienes y a la política, pues militaba muy activamente en el partido carlista. Por tal razón viajaba con frecuencia a Barcelona donde se intrigaba intensamente. Allí conoció a Manuel María de Llanza y Pignatelli, duque de Solferino, que era a la sazón el jefe regional carlista y que acabaría siendo su consuegro. Como ya se ha dicho, en Cataluña le impactaron las colonias industriales establecidas en las márgenes del río Llobregat, cuya estructura se articulaba sobre la fábrica, incluyendo la casa señorial, viviendas para los trabajadores, colegio, iglesia, hospital, economato, teatro, etc. Es el modelo que transplantó a la Colonia de Santa Eulalia.

A los pocos años de iniciar su proyecto contrastó que tenía un problema importantísimo, pues su economía no le permitía atender las inversiones requeridas por semejante empresa. Antes de 1887 ya había vendido el palacio de los Saavedra y otras propiedades para hacer frente a los gastos de construcción de la Colonia. En esos años levantó la fábrica de harina, la de alcohol, la escuela, la estación y el pequeño palacio de 425 m² con una decidida inspiración modernista, que terminó en 1898. De hecho los blasones de los Saavedra todavía lucen en ambos lados de la puerta principal con el lema familiar "padecer por vivir". Consciente de sus dificultades le propuso a su primo Mariano Bertodano Roncalli (1866-1912) asociarse a la empresa, cosa que sucedió en 1900, constituyéndose la sociedad Saavedra-Bertodano. Los refinados gustos del conde y la inyección económica que proporcionaron al proyecto los nuevos socios facilitaron que se amueblase profusamente el pequeño palacio con mobiliario y complementos de inspiración modernista, como se contrasta a través de las colecciones de postales que se hicieron del interior de la edificación.

Interior del palacete (2021)

Esas instantáneas permiten comprobar que durante los veranos la vida en la Colonia era bulliciosa y divertida. El nivel social de los visitantes se correspondía con el de los propietarios. Generalmente se trataba de citas efímeras, pues las limitadas dimensiones del palacio no permitían pernoctar en él a personas ajenas a la familia. El teatro era otro aliciente pues, según la tradición popular, en él actuaron figuras de la lírica y de la comedia. Durante los nueve años que perduró la sociedad Saavedra-Bertodano ambas familias se reunían en la Colonia durante el verano y en Madrid en otras épocas del año pues, además de ser parientes, pertenecían a la misma clase social. La única persona ajena a ese círculo era la condesa de Gestalgar, María de la Concepción Fontes y Sánchez de Teruel, que nunca visito la Colonia. Era persona «de ciudad» y, por tanto, detestaba el campo. Por otra parte, parece que era intuitiva y muy inteligente y no cabe descartar que intuyese algo especial en el ambiente, o bien que le llegasen rumores y comentarios sobre las tribulaciones que sucedían en la Colonia. Así pues, si durante esos años el negocio marchaba excelentemente no podía decirse lo mismo de la situación familiar, que era harina de otro costal. Debe suponerse que en ese periodo hubo algo más que trato filial entre el conde de Gestalgar y María Avial, 12 años más joven que él. La consecuencia de ello fue la separación del matrimonio Bertodano-Avial y la disolución de la Sociedad. María permaneció en la Colonia viviendo con el conde, pues no debe olvidarse que había aportado el caudal que posibilitó la compra de tierras y dotó de liquidez al negocio; por tanto, se quedaba con lo que era suyo aunque perdía a sus hijos, a los que ya no volvería ver, y se enfrentaba a una demanda por adulterio.

Durante los meses de enero a marzo de 1910 los periódicos se hicieron eco de la causa por adulterio instruida contra María Avial y el conde de La Alcudia, que se resolvió finalmente el 3 de marzo con una sentencia que condenaba a ambos a tres años, seis meses y veintiún días de prisión correccional y que fue la comidilla del momento. No se tienen noticias de que se cumpliera la sentencia pues es posible que los inculpados la recurrieran y, por tanto, que se alargase la resolución del pleito. A ello se añade la defunción de Mariano Bertodano pocos años después. Todas ellas son circunstancias que debieron coadyuvar a su archivo. Pese a todo, durante los años que siguieron al escándalo —un auténtico culebrón en la época— la explotación rendía desde el punto de vista económico, aunque no lo suficiente para afrontar los gastos que generaba el mantenimiento de las instalaciones, el pago de los salarios a los trabajadores, los impuestos y el elevado nivel de vida de sus propietarios. Antonio de Paula Saavedra conservaba las casas de Valencia y Madrid, donde residía su esposa, e intentó casar bien a sus hijos. Pese a todo, se vio obligado a vender propiedades para tapar agujeros y mantener las apariencias durante el periodo que media entre 1915 y 1925. La relatora afirma que tiene noticias orales relativas a algunas visitas que su propio abuelo, Antonio de Saavedra y Fontes, hizo a su padre, el conde de Gestalgar, en Santa Eulalia. Ya entonces los negocios no marchaban bien y su estado de salud tampoco. En los primeros días de 1925, avisados del agravamiento del conde, se trasladaron a la Colonia Antonio, desde Barcelona, y Luis, desde Alicante, acompañándole en sus últimos momentos, contrariamente a lo que recogen las habladurías y leyendas. La señora Marés y de Saavedra menciona que conserva un billete de tren a nombre de su abuelo para realizar el trayecto Barcelona-Alicante el 8 de enero de 1925, que demostraría lo que refiere. El conde falleció el 13 de ese mes y fue enterrado en una cripta de la ermita de Santa Eulalia, según consta en la partida de defunción, con entierro de primera clase. Años más tarde, sus hijos trasladaron sus restos a Villena o a Valencia, desconociéndose ese detalle.

Interior del teatro (2021)

Por otro lado, su esposa, María Concepción Fontes y Sánchez de Teruel, condesa viuda de Gestalgar, falleció el 10 de junio de 1936, resignada y discreta como fue su vida, que llevó con enorme resignación pese a lo tormentoso de su matrimonio. Finalmente, se tiene noticia de que alrededor de 1935 María Avial Peña había fallecido, aproximadamente a la edad de 70 años.

En fin, las variopintas tribulaciones que he relatado nos traen al momento presente.  En la actualidad la Colonia de Santa Eulalia se encuentra en estado de casi pleno abandono. Algunas de las viviendas continúan ocupadas, bien de forma permanente o como segunda vivienda, pero los principales edificios industriales, el teatro y la casa-palacio se hallan en un estado ruinoso. Durante los últimos lustros se han presentado algunas propuestas de recuperación sin que haya cuajado ninguna de ellas. En el año 2016 fue declarada Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de Espacio Etnológico, por parte de la Conselleria de Cultura. A pesar de la evidente dejadez por parte de propietarios y administraciones públicas no faltan las ideas aportadas por especialistas en patrimonio cultural para asegurar el futuro de la Colonia, que proponen fórmulas para gestionarla de manera sostenible y equilibrada por los dos municipios a los que pertenece, concertando la inversión privada o los consorcios público-privados para acometer su recuperación y explotación cultural y turística.

Es evidente que este espacio patrimonial merece algo más que la mera declaración de intenciones, pues atesora potencial más que suficiente para acometer su recuperación integral, inclusiva de la restauración de los edificios y su aprovechamiento para fines culturales, sociales y educativos. Entre otras, se han hecho propuestas para transformar la Colonia en un «museo de sitio», es decir, en una suerte de exposición monográfica permanente que pueda ofrecer a los visitantes la historia del lugar y su contexto histórico. Ideas no faltan, lo que escasean son las sensibilidades y las voluntades para preservar un patrimonio que da fe de una experiencia singular de urbanismo utópico y de los proyectos de colonización interior que no debieran ser olvidados.

De Gestalgar a Santa Eulalia-I

Lo que voy a contar sucedió hace más de cien años y a más de ciento cincuenta kilómetros de Gestalgar. Es un relato protagonizado por Antonio de Padua de Saavedra Rodríguez de Guerra Frígola y Díez de Riguero —XII conde de Gestalgar y IX de La Alcudia— que se propuso materializar algunas de las ideas del socialismo utópico —aunque intuyo que no era devoto ni de lo uno ni de lo otro— y a tal efecto en el último tercio del siglo XIX levantó un proyecto singular radicado entre las localidades alicantinas de Villena y Sax, la denominada Colonia de Santa Eulalia, una iniciativa que llegó a ser un productivo núcleo agrario, industrial y urbano ideado para dar respuesta a algunas de las necesidades socioeconómicas del momento.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Haré un inciso para referir que el condado de Gestalgar es un título nobiliario creado por Felipe IV que, el 20 de febrero de 1628, concedió al noble valenciano Baltasar de Montpalau y Ferrer la titularidad del señorío, que se convertía en condado. El dominio señorial tenía su origen en 1237, cuando Jaime I lo donó a Rodrigo Ortiç aunque posteriormente revirtió de nuevo a la Corona hasta 1296, en que se otorga a Bernardo Guillermo de Entenza. Desde entonces y hasta 1484 su titularidad la ostentaron diferentes casas nobiliarias, siendo en esa fecha cuando Salelles de Montpalau, antepasado del mencionado Baltasar, adquirió en subasta pública el castillo y el lugar de Gestalgar, sucediéndose los señores de su linaje de manera ininterrumpida hasta 1666, cuando heredó el condado una nieta del mencionado Baltasar, la IV condesa, Francisca Felipa de Monsoriu, Montpalau y Centelles. Y así se prolonga la dinastía en el tiempo llegando hasta nuestros días en los que la titularidad del condado corresponde, desde 2005, a María Asunción de Saavedra y Bes, XV condesa de Gestalgar.

Retomando el hilo del relato, la iniciativa que concibió Antonio de Padua no era una empresa desusada sino que, por el contrario, replicaba otras similares promovidas fundamentalmente en Cataluña. La idea subyacente era poner en funcionamiento una sociedad autosuficiente sustentada en una realidad productiva. Obviamente, la propiedad en cuestión correspondía a sus promotores que lógicamente aspiraban a obtener beneficios con sus inversiones, aunque sin desatender las necesidades y exigencias de la vida en colectividad y, por ende, asegurando el autoabastecimiento y la autosuficiencia del lugar. Sus inicios fueron prometedores, pues funcionó muy bien desde su creación hasta que se precipitó el declive durante los primeros años veinte. Es entonces cuando se desencadena una regresión que no se detuvo hasta la extinción de la actividad pocos años después de finalizada la Guerra Civil.

Conviene recordar que el galés Robert Owen (1771-1858), considerado el padre del cooperativismo, creía firmemente en que el desarrollo de las personas está muy mediatizado por las circunstancias que acompañan sus vidas. En consecuencia, proponía extremar el cuidado de los entornos vitales para asegurar las condiciones favorables para el desarrollo personal. Esa idea matriz subyace a su propuesta para construir aldeas comunitarias de nueva planta, que concibe como colectividades de acogida para grupos de personas que asumen el cultivo y las manufacturas de los productos necesarios para su subsistencia. Evidentemente, poner en pie tales empresas dependía en buena medida de la voluntad fundacional de un terrateniente o de un industrial. Sin embargo, pese a esa paradoja, Owen estaba convencido de que si se conseguía instaurar un nuevo orden moral, basado en la razón y en la fraternidad universal, unos y otros activarían sus disposiciones para que cristalizasen tales empresas pues ambos obtenían beneficios, unos mejorando la calidad de sus vidas y otros rentabilizando sus inversiones. Y parece que no andaba desencaminado porque las colonias de inspiración utópica no solo germinaron en Gran Bretaña sino también en Estados Unidos, Francia, Brasil, México, Argelia y en España, con distintas modulaciones adaptadas a cada territorio. Así sucedió en la que prosperó en el Alto Vinalopó con el nombre de Colonia de Santa Eulalia.

Entrada principal del palacete (2021)

Previamente a detallar los pormenores de la iniciativa y para contextualizarla conviene recordar que desde hacía décadas, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, coexistían en España tres fenómenos aparentemente paradójicos: un importante aumento de la población, numerosos espacios despoblados y el incremento de las rentas de la tierra. Tal problemática motivó que los gobernantes ilustrados adoptasen distintas medidas para hacerle frente. Entre las disposiciones que promulgaron a tal efecto destacan las que atañen a la propiedad agraria, que ejemplifican la importancia que se concedió a la repoblación interior en tanto que mecanismo para poner tierras en cultivo y crear nuevas explotaciones. Iniciativas que fueron del gusto de Olavide y Jovellanos, defensores de las pequeñas propiedades frente a las grandes colonias. A esa finalidad responden las colonizaciones que se emprendieron en el último tercio del s. XVIII en Sierra Morena, Mallorca, Salamanca o Guadalajara, todas ellas ejemplos de una actuación fragmentaria que solo incidía sobre núcleos aislados del territorio nacional. Años después se promulgaron otras medidas que repercutirían en el proceso colonizador de la segunda mitad del siglo XIX y hasta inspirarían a los agraristas del régimen franquista en el siglo XX. Constituyen lo que se ha denominado el «camino hacia el individualismo de las relaciones socioeconómicas del agro español» y, entre otras, deben subrayarse la libertad para cercar fincas particulares arboladas, la desamortización de ciertos bienes en manos muertas y la liberalización de la propiedad particular con la reducción de algunos censos y el repartimiento de tierras municipales. Todas ellas disposiciones inspiradas en la denominada «escuela doctrinal española» que influirá decisivamente en posteriores colonizaciones, como la que nos ocupa.

La Colonia Santa Isabel es, por tanto, una iniciativa que debe incardinarse en un proceso que venía desgranándose desde hacía décadas en España. Como se ha referido y refrendan numerosas publicaciones, hasta la segunda mitad del siglo XIX la casi única preocupación de nuestros gobernantes con relación a la ocupación del territorio se circunscribe a apoyar las iniciativas para poblar físicamente el espacio —que implícitamente equivalen a emplazar población en grandes despoblados mediante proyectos puntuales y heterogéneos— o a impulsar alguna experiencia de colonización de tipo americano. En consecuencia, no existía una visión estructurada para orientar la intervención en el conjunto del territorio; se actuaba, sin más, en los lugares donde eran evidentes la peligrosidad social o la inseguridad, o bien había recursos inexplotados. Es a partir de 1855 cuando se modifican los fines de la colonización y cambia el panorama como consecuencia de la unificación de la legislación y el inicio de un programa general de ocupación del suelo. Lo que ahora se pretende es dar respuesta al intenso crecimiento de la población distribuyéndola mejor sobre el espacio disponible, de ahí que se empiece a sustituir el viejo léxico. Ya no se alude a las colonias sino que referencia la población del espacio rural, de la misma manera que se desechan las intervenciones en espacios concretos, imponiéndose una visión que abarca el conjunto del territorio.

En ese marco general, el año 1855 se promulgó la Ley de Colonización  —reformada por otras disposiciones posteriores— con un objetivo primordial: fijar la población rural y evitar su marcha hacia los núcleos urbanos. Esta iniciativa fue secundada mayoritariamente por empresarios burgueses, que acapararon el 62% de las concesiones, seguidos de grupos vecinales, que optaron al 26%, siendo muy escasas las concesiones a nobles, municipios y sociedades, que apenas alcanzaron el 12%. La procedencia de las tierras objeto de colonización era mayoritariamente pública (baldíos o tierras del Estado) siendo escasos los particulares que aportaron terrenos. En definitiva, se puede afirmar que la colonización desarrollada entre 1855 y 1866, a diferencia de lo que ocurrirá posteriormente, se centra casi exclusivamente en tierras de dominio público, aprovechando las oportunidades que ofrecía el patrimonio de titularidad estatal resultado de la desamortización. La Ley de 1855 trataba de armonizar las consecuencias de las leyes desamortizadoras con el proceso de colonización aunque lo cierto es que la complementariedad desamortización–colonización no se materializó ni legislativamente ni en la práctica. De ahí que las críticas a la Ley insistan en que no logró la redistribución de la propiedad y, en consecuencia, tampoco sus pretendidas finalidades sociales.

Sede de la Sociedad La Unión (2021)

En esta coyuntura debe aludirse a un libro del conquense Fermín Caballero, titulado Fomento de la población rural (1864), que rompe con la tradición existente y propone un nuevo modelo. Se publica cuando ya se ha comprobado que la desamortización no había logrado las mejoras previstas en lo referente a la población y al poblamiento y, a su vez, se había constatado el fracaso de la Ley de 1855, pese a que se habían eliminado los mayorazgos, liberado la propiedad rural de los condicionantes legales del Antiguo Régimen y llevado a cabo los procesos desamortizadores, todas ellas iniciativas que acarrearon el traspaso de muchas propiedades en manos muertas a propietarios burgueses que, lógicamente, tenían una concepción capitalista de las relaciones de producción. Por tanto, la obra de Caballero alumbra en el momento en que culminaba el proceso liberalizador de la propiedad de la tierra, se habían desarrollado mejoras en la función agraria y se había reformado el comercio al aumentar su radio de acción.

Caballero parte de una definición restrictiva de población rural que circunscribe a las personas que viven en una casa aislada, edificada sobre el terreno que cultivan, excluyéndose a los residentes en núcleos concentrados. Propone que las «caserías» (casas de labor) dispersas deben situarse sobre un «coto redondo», es decir, en una posesión cerrada o acotada que aprovechará exclusivamente su dueño, sin extensión predeterminada, que se fijará en función de lo que en cada localidad se considere el terrazgo que puede cultivar un agricultor. Con tal solución se pretendía distribuir la propiedad homogéneamente en todo el territorio nacional, sin disparidades ni desequilibrios. Es decir, se proyectaba la creación de explotaciones familiares que no obligasen a realizar desplazamientos diarios, optimizándose con ello la utilización del suelo y del trabajo. Tal propuesta colisionaba con la legislación colonizadora, mucho más orientada a levantar pueblos en lugares distantes unos de los otros y a facilitar las comunicaciones entre los espacios deshabitados que a mejorar las condiciones del cultivo. Caballero consideraba que las colonias representaban un sistema que no se adaptada a todas las regiones españolas, siendo que era especialmente aplicable a las propiedades extensas. No es que rechazase el procedimiento, simplemente lo consideró inadecuado para un momento histórico caracterizado por el aumento de población. En su opinión las leyes colonizadoras debían proponerse mejorar las condiciones de vida de la población, más que satisfacer las aspiraciones de las políticas «poblacionistas». Su obra tuvo una amplia repercusión, recibiendo elogios y críticas. Las reacciones más virulentas tenían carácter ideológico, económico y legal, pues su ideal de «coto redondo» se consideró un ataque al derecho de propiedad que colisionaba frontalmente con los presupuestos ideológicos de la Restauración.

Así pues, ni las tesis de Fermín Caballero encontraron demasiado eco, ni las leyes promulgadas en el último tercio del siglo XIX lograron impulsar nuevas explotaciones de labriegos y propietarios, pese a que parecían fórmulas pertinentes para fomentar la fijación de la población rural. Por el contrario, se logró que aumentase la masa de colonos, sin derecho al arrendamiento a largo plazo o de compra sobre los terrenos que cultivaban. De modo que la colonización que regularon leyes como la Ley de población rural de 11 de julio de 1886 y otras posteriores solo sirvió para poblar y cultivar algún despoblado, sanear amplias extensiones de terreno o ejecutar importantes obras de riego, pero no constituyeron una estrategia eficaz y prolongada para el mantenimiento y la conservación de la población rural. En consecuencia, a lo largo del siglo XIX la agricultura seguía anclada en las viejas tradiciones y no alcanzaba para abastecer las necesidades generadas por el constante crecimiento de la población, lo que motivó numerosas crisis de subsistencia que solo resolvieron parcialmente la ralentización del crecimiento demográfico y la liberalización de la emigración hacia América, que se produjeron en la segunda mitad del siglo.

Sirva este amplio preámbulo para contextualizar la iniciativa del conde de Gestalgar en las tierras del Alto Vinalopó que, como se deducirá, no fue fruto de una tórrida ensoñación ni de un espíritu radicalmente innovador y filantrópico. Bien al contrario, engarza perfectamente con las iniciativas agrarias que promovieron las disposiciones legislativas y las políticas gubernamentales desarrolladas a lo largo del siglo XIX para intentar detener el vaciamiento de amplísimos territorios del Estado y contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la población, inercias que lamentablemente subsisten dos siglos después casi en idénticos términos.

La Ley de 3 de junio de 1868 sobre Colonias Agrícolas favorecía explícitamente la creación y el levantamiento de esta tipología de corporaciones para la gestión del suelo agrícola a través de beneficios fiscales que estimularon a muchos emprendedores, tanto terratenientes como industriales. Se pretendía incentivar la formación de nuevos núcleos rurales y, sobre todo, la transformación de los cultivos, la roturación de nuevas tierras y la creación de explotaciones en coto redondo. Se trataba de impulsar la radicación de la población rural en el campo, basándose en conceptos como la deseable homogeneidad y racionalidad productiva del territorio. Se buscaba, como se ha dicho, frenar el éxodo imparable de la población hacia los pueblos y las ciudades, proteger y modernizar la agricultura y combatir sus endémicas crisis.

En un país como el nuestro no se hizo esperar la picaresca, de modo que bastantes proyectos fueron sancionados por incumplir los requisitos aducidos para acceder a los beneficios fiscales previstos en la Ley, que eran de mayor relevancia conforme aumentaba la distancia del asentamiento rural hasta las respectivas poblaciones. Estaban exentas de contribución industrial las explotaciones que formasen parte de una colonia rural. Se estimulaba la transformación de cultivos y la creación de nuevos regadíos. Por otro lado, los cambios o mejoras en ellos también podían acogerse a beneficios tributarios. A las ventajas fiscales se añadían otras que afectaban al coste de las maderas extraídas de los montes del Estado o de las dehesas comunales, al disfrute de leñas, pastos y otros aprovechamientos, a la facultad explotar canteras y establecer talleres en terrenos públicos, etc.


Pues bien, la Colonia de Santa Eulalia constituye un enclave agrícola e industrial fundado en 1886 al amparo de la mencionada Ley de 3 de junio de 1868, que compendió numerosos aspectos de la legislación anterior estableciendo nuevas disposiciones para favorecer las iniciativas privadas de tipo agroindustrial mediante exenciones de diversos impuestos o a través de beneficios fiscales por la roturación de terrenos con determinados cultivos y, en el caso de las colonias de más de 100 habitantes, con el mantenimiento de servicios médicos, educativos y religiosos por parte del Estado. Tuvo mucho mayor repercusión que las disposiciones precedentes, aunque las solicitudes fueron limitadas hasta el comienzo del reinado de Alfonso XII. Concretamente en 1875 se produjeron cerca de 800 solicitudes en toda España, aunque en los años siguientes la demanda se estabilizó en torno a 50 solicitudes anuales hasta 1886. Pocas empresas continuaron más allá de dos años, aunque las que se diseñaron con objetivos claros, orientados a la rentabilidad económica, funcionaron como ejemplos de innovación tecnológica. Es justamente lo que sucedió con la Colonia Santa Eulalia, una empresa agroindustrial radicada en una finca que fue declarada colonia agrícola de primera clase el 1 de julio de 1887, con todos los beneficios y privilegios establecidos por la Ley de 1868. Se pretendía poner en cultivo los terrenos de los denominados «prados de Santa Eulalia» aprovechando los incentivos legales y tributarios para la promoción de las colonias agrícolas y funcionó satisfactoriamente durante cuatro décadas. Una vez que decreció su actividad económica se inició un progresivo declive que llega hasta el casi total abandono actual, perviviendo unos edificios reconocibles, aunque mayoritariamente ruinosos.


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domingo, 14 de marzo de 2021

Antonio García

Mi amigo Antonio García Botella es el principal responsable del apelativo con que autodenominamos a un selecto grupo de amigos. Hace más de 50 años que por motivos que desconozco y que él evocará, si lo considera oportuno o logra recordarlos, en complicidad con un reducido núcleo de colegas empezó a aludir a ciertas cosas alterando su denominación convencional mediante la anexión del sufijo «–amen». De ese modo conferían a los sustantivos elegidos —porque nunca eran adjetivos—una impronta particular que traslucía matices diferenciales predominantemente positivos o elogiosos, y a menudo ampulosos. De modo que, inopinadamente, se instalaron en la jerga estudiantil vocablos como «botellamen», «moramen», «bosamen», «chochamen», etc. Justamente de esta eventualidad nació la determinación unánime de asignar al referido grupo de amigos el calificativo de «Botellamen de Dios», en honor al apellido de Antonio y como recuerdo explícito de esa anécdota.


Debo decir, no obstante, que «–amen» es una terminación que se puso de moda por aquellos años, o quizá algunos más tarde, para designar castizamente las partes más sinuosas del cuerpo femenino. A su divulgación contribuyó muy generosamente el humorista gráfico Forges, que echaba mano del recurso con prodigalidad. Ello, por otro lado, es coherente con lo que he leído acerca de las palabras castellanas que terminan en «–amen», en el sentido de que comportan una idea de conjunto: («maderamen», 'conjunto de maderas que intervienen en una obra', «pelamen», 'conjunto de pelo abundante en todo el cuerpo', «velamen», 'conjunto de velas de una embarcación', «botamen», 'conjunto de botes de una oficina de farmacia' o «barrilamen», 'conjunto de barriles'). Aunque también aluden al volumen: («tetamen», 'busto de la mujer, especialmente cuando es muy voluminoso' y «caderamen», 'caderas de mujer, generalmente ‘rotundas’; y en la misma línea, «pechamen», «muslamen» y «culamen». Adicionalmente, es innegable el tono humorístico que estas últimas comportan, que tampoco debió ser ajeno a la anécdota en cuestión.

Pero dejemos digresiones y anecdotarios y vayamos al grano. Cuando decidimos afrontar nuevos retos o emprender nuevos caminos es frecuente que quienes nos aprecian nos estimulen con recomendaciones como: «no te preocupes, simplemente sé tú mismo y verás como todo irá bien». Tal exhortación no es sino una incitación a que actuemos según nuestras convicciones, aunque para ello se precisan las premisas del autoconocimiento y la autogestión, ambos compañeros inseparables de la autenticidad, la característica diferencial de quienes aborrecen la hipocresía.

«Auténtico» es una palabra que hace pocas décadas definía lo que merecía la pena, lo que tenía valor. Estaba presente en los argumentos de las novelas y de las películas, en las letras de las canciones e incluso en los mensajes publicitarios. Lo mejor que podía exhibir cualquier persona era su autenticidad, que era como una declaración explícita de integridad y legalidad, de compromiso con la palabra dada y de asunción de las consecuencias de sus actos, sin dejarse mediatizar por el ambiente. Vamos, lo que hoy significa comúnmente «ir por libre y a contracorriente». Es decir, algo inusual, incómodo, inadecuado y hasta provocador. Pero en aquellos tiempos era el modelo a imitar, el patrón por el que se regían los arquetipos y las aspiraciones juveniles.

Tal vez sea ese calificativo, «auténtico», el que mejor conceptúa —valga nuevamente el oxímoron— a mi amigo Antonio que, en mi opinión, atesora un valor que define a las personas que dicen verdad, aceptan la responsabilidad de sus sentimientos y conductas, y son sinceras y coherentes consigo mismas y con los demás. Ser auténtico, como lo es él, equivale a pensar con convicción, a actuar coherentemente con la realidad percibida, con el pensamiento, la palabra y la acción. Él ya era así cuando lo conocí hace más de medio siglo en la Escuela de Magisterio de Alicante, compartiendo aula y otras cosas que han permanecido secularmente anejas a la condición de estudiante.

Por otro lado, en este apresurado bosquejo de su persona, para serle fiel, me parece que debo resaltar otra de sus características diferenciales, que no es otra que el arraigo, es decir, la respuesta natural de los seres vivos hacia un determinado territorio que les provoca bienestar y seguridad y que, cuando se produce espontánea y/o deliberadamente —como es el caso— resulta absolutamente positivo, siendo por el contrario extremadamente nefasto cuando se impone. Si en el primer caso el arraigo provee de cuanto necesitamos para crecer y ser fuertes, en el segundo, nos desgarra vinculándonos a entornos que nos resultan yermos y tóxicos. Tengo la certeza de que Antonio hace tiempo que optó por el arraigo auténtico, por vincularse a su tierra y a su gente, que es lo mismo que adoptar un patrón de vida asentado en pocas pero inequívocas premisas: ser consciente de quién es, de donde está, con qué recursos cuenta y con qué personas desea entablar relaciones. Decidió lo que comúnmente se denomina tener los pies en la tierra, probablemente convencido de que a la fuerza del arraigo le suele acompañar la seguridad y la tranquilidad que con él logramos las personas. Y Antonio no me parece que haya sido nunca un ser dado a la ensoñación, sino más bien alguien que tiene los pies en el suelo permanentemente.

De igual modo, considero que si le preguntásemos por sus mayores compromisos respondería muy probablemente diciendo que es hombre que se propuso vivir y envejecer con dignidad y con la mayor lucidez posible. Y lo ha logrado en buena medida. Contrastando su trayectoria y sus comportamientos personales y profesionales, me parece persona con ideas firmes, que aprecia su coherencia y la de los demás, entendiendo por tal la concordancia entre pensamientos y acciones. Una posición doctrinal que a veces defiende con vehemente intransigencia, actitud que en ciertas ocasiones le resta crédito y en otras erosiona la contundencia de sus argumentos. En todo caso, sería profundamente injusto no reconocer que los años no han transcurrido en balde —tampoco para él— y nos han templado a todos. Sin duda, pese a que tal vez no hemos aprendido cuanto debíamos, la experiencia nos ha enseñado al menos a convivir transigente y amistosamente.

Dejado por sentado que mi amigo Antonio es persona auténtica, legal e íntegra, responsable, lúcida, digna y coherente, además de profundamente arraigada en Aspe, su pueblo natal; y del mismo modo que es empedernido andarín y reputado «cocinitas», también atesora importantes habilidades socioemocionales como la resiliencia, la tenacidad, la conciencia social, la empatía o la comunicación asertiva. Y no solo eso, recuerdo una frase de Hemingway que reza más o menos literalmente: "el hombre puede ser destruido, pero no derrotado", una expresión que considero que sintetiza como ninguna otra la filosofía vital del escritor y que, en cierta medida, pienso que también identifica algunos pasajes de la vida de mi amigo. Un hombre que, como yo mismo y tantos otros de nuestra generación, ha vivido tiempos y circunstancias en los que la masculinidad dura y viral lograba impedir, o casi, la exteriorización de los sentimientos y nos trasformaba en activistas con coraza. La exhibíamos ufana y ostentosamente a la par que escondíamos en su interior corazones vulnerables y sensibles, dispuestos a compartir y compadecer el sufrimiento de los más débiles y a afrontar con humildad las propias adversidades. Por encima de su aparente y/o circunstancial armadura, también reivindico para mi amigo las cualidades que subsumen adjetivos como cariñoso, acogedor, intenso, afable, jovial, amigable, apacible, comprensivo, empático, leal, servicial, sensible, humilde, apasionado y respetuoso.

Gracias por tu amistad, Antonio. Salud, felicidad y larga vida.


sábado, 13 de marzo de 2021

Domingo Moro Planells

Pese a que resuene a topicazo, para abordar el perfil de mi amigo Domingo debo referirme en primer lugar a la insularidad, que es lo mismo que revelar su condición y carácter isleños. Ese atávico y ancestral sentido del aislamiento que ha caracterizado la identidad de los habitantes de las islas, que enraízan sus existencias en patrias diminutas, de pocos kilómetros cuadrados, abandonadas en medio de la mar, que viene a ser como el gran telón de fondo de sus vidas y tal vez por ello lo mismo les sirve para aislarse que para protegerse de las tribulaciones del resto del mundo. Sí, ansían la mar como anhelan la estima de sus progenitores, aunque aparentemente parezcan ignorarla. Necesitan la amplitud de sus horizontes para afianzar el sosiego y la seguridad que reclaman pues, por más siglos que pasen, no logran abandonar el viejo e irracional convencimiento de que el peligro y las desgracias casi siempre vienen de fuera.

Debo precisar que mi amigo y su familia son ibicencos y que su idiosincrasia responde a las peculiaridades mencionadas, que hoy están mucho más diluidas que antaño, pues hace décadas que su territorio rebosa de turistas que han desencajado en buena medida las vetustas tradiciones locales influyendo en el carácter de los lugareños que, pese a todo, me parece que continúan percibiendo la isla como un pequeño cosmos engarzado armoniosamente con el universo mundo. Sí, bien mirado, en su exiguo espacio se suceden las mismas cosas que en cualquier otro lugar, como testimonia su historia y su rica tradición oral. De hecho, lo que pasa en este pequeño ecosistema que apenas rebasa los quinientos kilómetros cuadrados replica la realidad del archipiélago y de la propia Península, y hasta del mundo global. En él se desatan pasiones y odios, amores y desamores, trabajo y desocupación, realismos y ensoñaciones…, como en todo lugar. Aunque tal vez la insularidad dota de especial intensidad a los hechos y a las personas que los protagonizan, condicionando su mentalidad y sus formas de vida, reforzando su personalidad y haciéndoles adoptar perfiles peculiares, como el que corresponde a Domingo, un ser esencialmente alegre, tranquilo y divertido, como la inmensa mayoría de los «pitiusos».

Corría el año de 1967 cuando este singular isleño, con raigambre salmantina por la rama paterna —seguramente le venga de ahí su afición taurina—, decidió emigrar a tierras alicantinas. Probablemente su intención de cursar Magisterio no le dejó otra opción aunque es probable que tampoco fuese ajeno a su decisión el secular vínculo existente entre las «Pitiusas» y la costa alicantina, apenas separadas por doscientos kilómetros, que equivalen a poco más de cien millas, distancia que en días claros les permiten avistarse mutuamente. Si no recuerdo mal, es posible que le ayudase a decantarse, también, la circunstancia de que algunos de sus familiares tenían alguna radicación por estos pagos, pues disponían de una vivienda vacacional en la costa de Calpe. Ya entonces Domingo estaba impregnado de un espíritu cosmopolita, probablemente influenciado por el ambiente que empezaba a instalarse en la isla. Pronto se adaptó al ecosistema alicantino y forjó un grupo de amigos con los que completó un venturoso periplo a lo largo de la carrera. En él se imbricaron compañeros como Juan Silvestre Vivo, Paco Ochando, Antonio Garcia Botella, Elias Cascant y algunos otros. Para admiración de todos disponía de una guitarra eléctrica que tocaba con desigual fortuna, castigando los tímpanos de sus vecinos cuando ensayaba en la vivienda que ocupaba en las proximidades de la vertiente este del castillo de San Fernando, cercana al paseo de Campoamor, donde jueves y sábados se celebraba el celebérrimo y popular mercadillo.

Domingo era entonces un joven de su tiempo y ello lo evidenciaban los signos externos que mostraba, como su indumentaria, que replicaban las tendencias del momento. Lo recuerdo particularmente con los pantalones acampanados, la media melena «beatliana» o los celebérrimos botines que arrasaban en aquellos finales 60 y primeros 70. Era persona que disfrutaba con la música rock, el soul y el pop y que, además de estudiar y cumplir con sus obligaciones, le encantaba festejar y pasárselo bien. Y a buen seguro que lo logró pues guarda grandes y buenos recuerdos de aquella etapa. Prueba concluyente de ello es que mantiene vínculos con las amistades que forjó hace más de 50 años.

Concluida la carrera, regresó a su isla. Allí ejerció la profesión a lo largo de cuarenta años gozando del reconocimiento de propios y extraños, incluidos sus empleadores, alumnos, compañeros y amigos. Pese a que transcurrió una larga temporada sin que existiese algo más que un contacto circunstancial con algunos de sus viejos amigos alicantinos, nunca llegó a interrumpir completamente esa relación. Jamás ha roto su ligazón con una tierra a la que parece unirle un invisible cordón umbilical que cuida y salvaguarda, ahora sí, con la complicidad de sus viejos colegas. Y ello explica que concurriese entusiastamente a las celebraciones que los integrantes de su promoción de Magisterio llevamos a cabo en los años noventa, y de nuevo entrado el siglo actual. Y sorprendentemente, a estas alturas de la vida, lo sigue haciendo cada año, desplazándose ex profeso desde Ibiza a Alicante para participar en directo —porque siempre lo hace virtualmente— en alguno de los cónclaves de la amistad que celebramos periódicamente, mientras lo ha permitido la pandemia. No satisfecho con ello, se ha erigido en el principal animador del grupo de whastsup «Botellamen de Dios», que es el órgano oficial de un colectivo de amigos creado exclusivamente para reivindicar y disfrutar la amistad.

Cuanto antecede ha contribuido a forjar una entrañable atmósfera que nos ha permitido redescubrir en estos últimos tiempos a un Domingo amable, alegre, simpático, atento, diligente, educado, ingenioso, entusiasta, generoso, fiel, confiado, sincero, soñador, divertido, inteligente, campechano, risueño y parece que razonablemente feliz. Como lo estamos nosotros por gozar casi diariamente de la oportunidad de disfrutarlo gracias a las nuevas tecnologías. Tan es así que hace meses que ansiamos —y comenzamos a maquinar— cómo perdernos un par de días por Ibiza en cuanto lo permita la pandemia, aunque ya no podamos —se lo diré en su propia lengua—“anar molt gats” ni “tampoc no fumem pota”, malgrat que “ens arrufem prou”,  “anirem poc mudats” i tenim prou amb un “parell de Joan Bonet”. Pensem atracar-nos per enllà tot i que ja no podem “anar de palanca” i que xiulem malament a “les famellasses”.

Salud, felicidad y larga vida, amigo.


martes, 9 de marzo de 2021

Antonio Antón

Hace años que un grupo de amigos que roza la docena, reunido en torno a una mesa en un restaurante irrelevante, acordó y ratificó un convenio tácito y ágrafo que ampara el funcionamiento societario de una agrupación de personas que responde a las siglas ADAAL, acrónimo de Admiradores de Antonio Antón Latour. Este pacto implícito alumbró una asociación espontánea, carente de estatutos y de junta directiva, que sin embargo involucra a un batiburrillo de seres variopintos —todos maestros, aunque algunos no ejercientes— y mayoritariamente heterodoxos. Cada vez que se reúne tan genuino cónclave cristaliza una expectativa, solo ocasionalmente frustrada, que se gesta cual presagio en los días precedentes: Antonio acabará cantando a mayor gloria de todos, y los demás le acompañaremos como podamos. Obviamente, nadie cuestiona tal premisa, siendo deseo general que se materialice cuanto antes.

Si uno mira hacia atrás, mientras enhebra los recuerdos contrasta que son muchos los escenarios de toda condición en los que Antonio ha compartido el don que le dieron sus padres o que le confirió la madre naturaleza, como se prefiera. Me refiero a su portentosa y educada voz de tenor, que si bien carece del marchamo academicista y no ha llegado a auparle a los primeros planos de la escena —aunque probablemente ni se lo ha propuesto, e incluso, según se mire, tal vez ni siquiera sea así— no lo es menos que ha posibilitado que su nombre haya destacado en los carteles, quizá sin alcanzar cimas deslumbrantes, pero llenando siempre un segundo primer plano —valga el oxímoron— que lo ha hecho más atractivo, si cabe. Porque la suya es una tesitura que fluye para delicia de melómanos y aficionados al arte de Euterpe. De hecho los integrantes de su club de fans preferimos que se mantenga así, como la de los grandes intérpretes, natural, discreta y sin estridencias, haciendo brotar de su garganta ese mensaje implícito, que está presente en todas sus interpretaciones, y que sin necesidad de palabras nos dice con cada melodía: «cuando canto me rompo por dentro».

Pero vamos muy deprisa. Tengo decenas de motivos para admirar y reconocer la valía de Antonio aunque, para no desbordar las dimensiones de estos breves apuntes biográficos, me circunscribiré a tres de ellos. El primero que destacaré es su referida y estrechísima vinculación con la música, y muy singularmente su inalienable unción con el Misteri, esa joya que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2001, que tanto significa para él —y para tantos miles y miles de personas—, al que ha entregado buena parte de su vida durante los más de sesenta años que ha consumido protagonizando distintas facetas de tan singularísimo drama «sacromusical». Las crónicas aseguran que la vocación le viene de familia, no en vano su padre también formó parte de la Festa, haciendo de Ángel en los años 1932 y 1933, y desempeñando varios cargos en el organigrama del Misteri. Por otro lado, su hermano Luis es así mismo cantor y compartió con él durante casi dos décadas el Araceli. Antonio entró a la Capella con ocho años y uno después hizo de María Salomé, participando como María Mayor en 1961 y 1962. Cuando le cambió la voz colaboró un tiempo como consueta hasta que pudo volver a cantar. En 1969 empezó a salir como tenor del Araceli, papel que realizó hasta 2009, año en que pasó a ser Maestro de Ceremonias, cargo relevantísimo que desempeñó durante una década y que junto al de Mestre de Capella son los de máxima importancia en la representación, pues a él corresponde la dirección escénica del Misteri.

Destacaré también el inquebrantable compromiso de Antonio con su núcleo familiar. Tengo la impresión de que la familia es para él como la música, una composición que incluye notas agudas y graves, habitualmente armoniosas y en ocasiones discordantes, pero que siempre acaban por conformar una hermosa canción. Esa me parece que es la melodía que incorpora la banda sonora que acompaña a su linaje. Percibo su incansable dedicación al cuidado y a la educación de sus hijas y nietos. Contrasto, como creo que ratificarán cuantos lo conocen, que es un gran compañero y un padrazo enorme. Un par de ejemplos ayudarán a disipar dudas. El primero alude al entusiasmo con que sus hijas organizaron el pasado año la celebración de su septuagésimo aniversario, lamentablemente coincidente con la pandemia, circunstancia que impidió llevarlo a cabo en los términos que diseñaron inicialmente. Me pareció un esfuerzo inusual que evidenció la devoción que tienen por su progenitor. Por otro lado, que año tras año complete un puñado de etapas por distintas rutas jacobeas acompañado de una de ellas es un rasgo no menos distintivo de la recíproca complicidad.

En tercer lugar, un atributo de Antonio que debe destacarse es su compromiso con el ejercicio riguroso de su profesión y con la gestión eficiente y comprometida de la escuela pública. Su trayectoria laboral acredita esa inequívoca actitud a través de una práctica educativa progresista, equitativa, respetuosa con las diferencias y orientada a asegurar la cohesión y el progreso. Ese currículo lo avala el reconocimiento recibido de las comunidades escolares con las que ha trabajado y de otras instancias profesionales y agentes sociales de su ciudad. Una responsabilidad y un compromiso que trascienden la profesión e involucran a su familia, a su lengua y a sus amistades. Una autoimpuesta encomienda que impregna muchas de sus canciones, engarzando en ellas sensibilidades y reivindicaciones de poetas como Nicolás Guillén, Blas de Otero, Luis Cernuda, o de cantautores como Violeta Parra, Víctor Jara, Donovan, Pete Seeger, Lluís Llach o Raimon, entre otros muchos.

Antonio ha incorporado a su oficio y a su vocación la experiencia que ha ido obteniendo en la vida. Su aire de «resistente» da a entender a las claras que puedes contar con él para poner los palos del sombrajo no importa dónde. Su manera de cantar tiene algo de artesana, pues aparenta fabricarse el alma pieza a pieza durante todos y cada uno de los días. La suya es una labor hecha a mano, modulada y sin ínfulas. Se sabe interesante pero jamás avasalla con su seducción. Es consciente de que los oídos adoran su voz, pero nunca hace valer su laringe para esconder o adulterar sus penurias. Puede que haya deseado la fama pero jamás le ha tentado supeditar a ella su integridad personal, esa que conforman un cúmulo de pequeñas grandes cosas como arreglar el jardín de su casa, comprar en el centro comercial, hacer la comida, recoger a los nietos en el colegio o llevarlos al dentista. Ciertamente, me parece que siempre hay un momento estelar en la vida pública de todos los artistas. Y creo que en el caso de Antonio son dos: el primero, cada vez que ataca la interpretación de Al vent, de Raimon; y el segundo, cuando susurra los primeros compases de Que tinguem sort, de Lluis Llach. Pese a su condición de artista grande, sigue sintiéndose un convicto de su viejo grupo La Pedrada o un colaborador circunstancial de formaciones con tan escaso relieve como incuestionable compromiso. Los años y su extracción popular le han regalado un buen olfato para moverse en la realidad, pese a que probablemente nada le gustaría más que volverse loco. Seguramente por eso sigue siendo el mejor a juicio unánime de cuantos integramos la ADAAL, pues no en vano somos —y seremos— sus incondicionales más fervorosos.


jueves, 4 de marzo de 2021

Luis Gómez

Como bien saben los artistas plásticos no resulta fácil ser buen caricaturista porque es pericia que requiere un aprendizaje exigente que no está al alcance de todos. La caricatura es un arte que tiene escasas reglas y demanda medios poco sofisticados. No obstante, esos limitados recursos le permiten por el contrario expresar la riqueza de la vida, de las costumbres o del pensamiento de las personas y también compendiar la complejidad de los contextos sociales y/o de los rasgos característicos de una determinada época. Con pocos trazos logra aflorar las cualidades ocultas y/o las categóricas de cualquier entidad personal o social haciéndola fácilmente aprehensible para quienes están frente a ella. Si en unas ocasiones provoca la sonrisa e incluso la carcajada del observador, en otras apela a su conciencia motivándole análisis y reflexiones de mayor enjundia. Así pues, caricaturizar es tarea compleja, aunque no lo es menos tratar de remedar tal destreza plástica con recursos lingüísticos. De modo que cada día me parece más quimérica la pretensión que me autoimpuse cuando determiné haceros estas fútiles semblanzas, intencionadamente esquemáticas y almibaradas, que en el mejor de los casos aspiran exclusivamente a abocetar sinopsis verosímiles de algunas de las parcelas que conforman vuestras personales entidades, todas complejas y deliciosas. El turno que establecen mis aleatorias pulsiones ha determinado que hoy sea Luis Gómez el sujeto de mis cavilaciones.


Como decía, pretender acotar con poco más de un millar de palabras la formidable riqueza que abarca la vida de cualquier persona es una aspiración absurda. Si además se trata de alguien con profusas inquietudes y con una prolífica proyección social tal propósito deviene un objetivo casi imposible. Por tanto, hago expresa mi renuncia a que este remedo literario subsuma siquiera una síntesis de lo que mi memoria retiene de mi amigo Luis. De él podría decir infinidad de cosas, como que lo conocí hace más de cincuenta años cuando era un mozo bien «plantao» que, desde su Novelda natal, llegaba a la Escuela de Magisterio conduciendo el único seiscientos que circulaba por aquellos pagos. Que con su mayoría de edad recién estrenada, su porte juvenil, sus maneras, sus habilidades y su carácter hacía estragos entre las féminas, despertando sus anhelos y pasiones. Pero no solo de pan vive el hombre. Luis había pasado algunos de sus años adolescentes en las Escuelas Pías del Cap i Casal, en la calle Micer Mascó, donde probablemente aprendió algo más que literatura y francés. Si su fisonomía jugaba a favor, no lo hacía menos su talante. Era hace medio siglo, y lo sigue siendo, una persona divertida, perspicaz, simpática, apasionada, atenta y con carácter. Era y es, además, alegre, interesante, responsable, extrovertido, capaz, amable y obstinado. Y también persona generosa, razonablemente satisfecha e inequívocamente afortunada. Luis es, en síntesis, un ser inteligente —y, por tanto, algo hipócrita— familiar, dúctil e independiente, y un punto fanfarrón, con apariencia de ser feliz, que no es poca cosa cuando se han cumplido los setenta.

Soy consciente de que siguiendo por este camino no alcanzaré el final. De modo que por un elemental pragmatismo abordaré exclusivamente tres facetas que concretan otras tantas proyecciones de su personalidad. La primera se vincula a uno de sus rasgos característicos. Luis responde al canon aristotélico del «zoon politikón», es un animal político en el mejor sentido de la palabra, un concepto que incluye tanto las facetas teoréticas de la convivencia como las extensiones más prosaicas de la práctica política. Como propone H. Arendt, no debe olvidarse la distinción entre «lo político» —la ineludible vida en sociedad que atañe a todos y sus reguladores como la justicia, la igualdad, la solidaridad o la equidad—  y «la política» —expresión de lo político—, que concierne a sus vertientes procedimentales abordando aspectos estructurales (formas de gobierno), mecanismos (institucionalidad) y procedimientos (maneras que confieren legalidad y legitimidad a las dos anteriores) que permiten la organización y la convivencia de las diferencias y de la pluralidad de y entre las personas. 

En mi opinión, Luis ha estado en lo uno y en lo otro desde los albores de su madurez. Ni la política ni lo político le han resultado ajenos un solo minuto desde entonces, cuando ya apuntaba maneras discutiendo acaloradamente o enredándose en diatribas ideológicas, unas veces sustantivas y otras fronterizas. Instigaba, hacía proselitismo, reclutaba y embarcaba a terceros en peripecias que a veces compartía y otras abandonaba al albur de su destino. Luis ha sido hombre de aparato y servidor institucional, muñidor y conocedor de las triquiñuelas y maldades del día a día partidista y entendido, a la vez, en la política institucional que promueve y posibilita las transformaciones que mejoran la vida de los ciudadanos. Es persona que gusta de «estar al plato y a las tajadas» y que nunca ha abandonado la acción política, esa que se escribe con minúsculas y que hace grande a la que se rotula con letras mayúsculas. 

Más allá de su incursión circunstancial en la gestión de los órganos de la Administración autonómica, la segunda faceta de su personalidad que en mi opinión merece subrayarse es el sesgo municipalista de su actividad política, que inició en Elx —algo más que su ciudad adoptiva, porque allí labró buena parte de su porvenir— y que ha desplegado en su Novelda natal. Su apuesta para la política municipal se aparta de los sesgos de carácter geográfico, utópico o burocrático que suelen acompañar al municipalismo convencional. En realidad se orienta a concretar una sociedad local más justa y solidaria. Su gestión al frente del consistorio noveldense ofrece ejemplos evidentes de cómo el municipalismo puede trascender la mera respuesta a los problemas diarios. Sus ideas acerca de las necesidades de la población y del futuro de su pueblo jamás han sido quimeras irrealizables. Y mucho menos ha limitado su actividad como munícipe a llevar a cabo exclusivamente la escrupulosa gestión de las competencias que tienen las corporaciones locales. Por el contrario, parece más bien que se ha esforzado en construir estructuras políticas de base local, más ambiciosas que las lógicas verticales y burocráticas de los partidos políticos. Porque conoce de sobra que la vida en los pueblos y en las pequeñas ciudades en absoluto replica la política nacional, de la misma manera que los ayuntamientos tampoco son parlamentos en miniatura con sus correspondientes gobiernos. Sabe que la política local es un entramado de relaciones de poder en el que intervienen muchos de los agentes que también están presentes en otros niveles sociopolíticos y económicos (empresas, multinacionales, bancos, especuladores…), que aquí intervienen y se involucran de otro modo. Sabe que el municipalismo está mediado por la proximidad, por la necesidad de descender a lo concreto y entrar en contacto con otras realidades: vecinos, asociaciones, tradiciones autóctonas, liderazgos locales… Y tal vez por ello hacer política municipal significa interpretar esa realidad diferenciada que es cada pueblo, entenderla y saber construir a partir de ella utilizando sus propios códigos y ritmos. Luis fue alcalde en dos legislaturas y estoy convencido de que ese periodo lo tiene asociado a uno de los estadios más venturosos y productivos de su vida. Estoy convencido que en su decisión de volver a casa y lograr auparse a la alcaldía encontró una síntesis casi perfecta de su vocación política con su raigambre existencial.

La tercera y última faceta que destacaré de Luis se refiere a sus desempeños en el terreno corto, el que forjan las relaciones personales y las emociones que les acompañan. No sería justo ni respondería a la verdad hurtar a la imagen que proyecta alguna de sus vertientes más esenciales. Más allá de la pasta que conforma su dimensión política, cuando se le conoce a fondo se aprecian en él aristas que subyugan y humanizan la indiferencia o la aureola de frialdad que pudiera traslucir su pertenencia a la «clase política». Cuando se accede al territorio emocional que cultiva Luis se aprecia su humanidad, su cercanía. En ese terreno emerge el Luis primigenio, el ciudadano que abre las puertas de su casa a sus conciudadanos y amigos, que lo mismo colabora con un artículo en las revistas locales (Betania y otras) que participa entusiastamente en su «filà» La polseguera. El hombre que no tiene problema en reconocer que vive en una casa sobre la que proyecta su sombra «la Madalena», protagonista de uno de los días más importantes en su ciudad, según él lo percibe y declara. Es el muchacho que sigue tomándose sus «palomas» con la misma candidez que lo hacía cuando era adolescente, a las que hace años añadió sus inseparables cigarros, habanos a ser posible, aunque no sean Montecristo Nº 4, Partagás 8-9-8 o Siglo V de Cohiba. Y por si fuera poco ahí están algunas de sus más sinceras confesiones reconociendo que es partidario de las virtudes laicas de la tolerancia activa, la autocrítica y la amistad cívica con los adversarios. En algún lugar citó a Goethe con una frase que apunta a la esencia de sus aspiraciones vitales: «seamos nobles, amables y buenos». Pues, eso mismo, Luis: suscrito y rubricado.

Salud y felicidad, amigo.