Hace años que un grupo de amigos que roza la docena, reunido en torno a una mesa en un restaurante irrelevante, acordó y ratificó un convenio tácito y ágrafo que ampara el funcionamiento societario de una agrupación de personas que responde a las siglas ADAAL, acrónimo de Admiradores de Antonio Antón Latour. Este pacto implícito alumbró una asociación espontánea, carente de estatutos y de junta directiva, que sin embargo involucra a un batiburrillo de seres variopintos —todos maestros, aunque algunos no ejercientes— y mayoritariamente heterodoxos. Cada vez que se reúne tan genuino cónclave cristaliza una expectativa, solo ocasionalmente frustrada, que se gesta cual presagio en los días precedentes: Antonio acabará cantando a mayor gloria de todos, y los demás le acompañaremos como podamos. Obviamente, nadie cuestiona tal premisa, siendo deseo general que se materialice cuanto antes.
Pero vamos muy deprisa. Tengo decenas de motivos para admirar y reconocer la valía de Antonio aunque, para no desbordar las dimensiones de estos breves apuntes biográficos, me circunscribiré a tres de ellos. El primero que destacaré es su referida y estrechísima vinculación con la música, y muy singularmente su inalienable unción con el Misteri, esa joya que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde 2001, que tanto significa para él —y para tantos miles y miles de personas—, al que ha entregado buena parte de su vida durante los más de sesenta años que ha consumido protagonizando distintas facetas de tan singularísimo drama «sacromusical». Las crónicas aseguran que la vocación le viene de familia, no en vano su padre también formó parte de la Festa, haciendo de Ángel en los años 1932 y 1933, y desempeñando varios cargos en el organigrama del Misteri. Por otro lado, su hermano Luis es así mismo cantor y compartió con él durante casi dos décadas el Araceli. Antonio entró a la Capella con ocho años y uno después hizo de María Salomé, participando como María Mayor en 1961 y 1962. Cuando le cambió la voz colaboró un tiempo como consueta hasta que pudo volver a cantar. En 1969 empezó a salir como tenor del Araceli, papel que realizó hasta 2009, año en que pasó a ser Maestro de Ceremonias, cargo relevantísimo que desempeñó durante una década y que junto al de Mestre de Capella son los de máxima importancia en la representación, pues a él corresponde la dirección escénica del Misteri.
Destacaré también el inquebrantable compromiso de Antonio con su núcleo familiar. Tengo la impresión de que la familia es para él como la música, una composición que incluye notas agudas y graves, habitualmente armoniosas y en ocasiones discordantes, pero que siempre acaban por conformar una hermosa canción. Esa me parece que es la melodía que incorpora la banda sonora que acompaña a su linaje. Percibo su incansable dedicación al cuidado y a la educación de sus hijas y nietos. Contrasto, como creo que ratificarán cuantos lo conocen, que es un gran compañero y un padrazo enorme. Un par de ejemplos ayudarán a disipar dudas. El primero alude al entusiasmo con que sus hijas organizaron el pasado año la celebración de su septuagésimo aniversario, lamentablemente coincidente con la pandemia, circunstancia que impidió llevarlo a cabo en los términos que diseñaron inicialmente. Me pareció un esfuerzo inusual que evidenció la devoción que tienen por su progenitor. Por otro lado, que año tras año complete un puñado de etapas por distintas rutas jacobeas acompañado de una de ellas es un rasgo no menos distintivo de la recíproca complicidad.
En tercer lugar, un atributo de Antonio que debe destacarse es su compromiso con el ejercicio riguroso de su profesión y con la gestión eficiente y comprometida de la escuela pública. Su trayectoria laboral acredita esa inequívoca actitud a través de una práctica educativa progresista, equitativa, respetuosa con las diferencias y orientada a asegurar la cohesión y el progreso. Ese currículo lo avala el reconocimiento recibido de las comunidades escolares con las que ha trabajado y de otras instancias profesionales y agentes sociales de su ciudad. Una responsabilidad y un compromiso que trascienden la profesión e involucran a su familia, a su lengua y a sus amistades. Una autoimpuesta encomienda que impregna muchas de sus canciones, engarzando en ellas sensibilidades y reivindicaciones de poetas como Nicolás Guillén, Blas de Otero, Luis Cernuda, o de cantautores como Violeta Parra, Víctor Jara, Donovan, Pete Seeger, Lluís Llach o Raimon, entre otros muchos.
Antonio ha incorporado a su oficio y a su vocación la experiencia que ha ido obteniendo en la vida. Su aire de «resistente» da a entender a las claras que puedes contar con él para poner los palos del sombrajo no importa dónde. Su manera de cantar tiene algo de artesana, pues aparenta fabricarse el alma pieza a pieza durante todos y cada uno de los días. La suya es una labor hecha a mano, modulada y sin ínfulas. Se sabe interesante pero jamás avasalla con su seducción. Es consciente de que los oídos adoran su voz, pero nunca hace valer su laringe para esconder o adulterar sus penurias. Puede que haya deseado la fama pero jamás le ha tentado supeditar a ella su integridad personal, esa que conforman un cúmulo de pequeñas grandes cosas como arreglar el jardín de su casa, comprar en el centro comercial, hacer la comida, recoger a los nietos en el colegio o llevarlos al dentista. Ciertamente, me parece que siempre hay un momento estelar en la vida pública de todos los artistas. Y creo que en el caso de Antonio son dos: el primero, cada vez que ataca la interpretación de Al vent, de Raimon; y el segundo, cuando susurra los primeros compases de Que tinguem sort, de Lluis Llach. Pese a su condición de artista grande, sigue sintiéndose un convicto de su viejo grupo La Pedrada o un colaborador circunstancial de formaciones con tan escaso relieve como incuestionable compromiso. Los años y su extracción popular le han regalado un buen olfato para moverse en la realidad, pese a que probablemente nada le gustaría más que volverse loco. Seguramente por eso sigue siendo el mejor a juicio unánime de cuantos integramos la ADAAL, pues no en vano somos —y seremos— sus incondicionales más fervorosos.
Disculpen la osadía ¿Cómo se inscribe uno la ADAAL? Aunque intuyo que hay ciertos pactos que se sellan por el hecho de desearlo... a su disposición, aunque sea para llevarles las maletas, afinarles la guitarra o lo que se tercie. Por otro lado, excelente retrato hiperrealista, a pesar de lo inabarcable del personaje y escrito, en mi humilde opinión, con el exquisito mimo que merece. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, don Alfonso. Usted no necesita inscribirse porque le dispensaremos un pase permanente. Gracias por los cumplidos y enhorabuena por pertenecer y disfrutar de familiares tan exquisitos. Otro gran abrazo para usted.
ResponderEliminarMuchas gracias. Yo también os quiero
ResponderEliminarQue descripción tan bonita sobre mi padre. Orgullosa de que tenga personas tan especiales a su lado. Gracias a todos.
ResponderEliminarMuchas gracias. Tu padre es un tipo fantástico. Lo sabéis perfectamente. Nosotros también estamos orgullosos de tenerlo como amigo...¡durante más de cincuenta años!
ResponderEliminarUn abrazo para toda la familia.