Hoy,
30 de diciembre, celebran su onomástica las personas de nombre Judit. Santa
Judit, como tantas advocaciones del santoral cristiano, fue mujer beatífica
y memorable, heroína del Antiguo Testamento, que con su belleza e inteligencia
planificó y condujo la liberación de su pueblo, Israel, asediado por
Holofernes, ínclito general del rey Nabucodonosor. Hoy celebran su santo miles
de conciudadanas de todo el mundo, entre ellas algunas especialmente famosas,
como Judit Mascó o Jodie Foster.
Pero
no es de la efeméride de lo que me propongo escribir. No sé por qué regla de tres
apenas eran las siete de la mañana y ya estaba despierto. Y lo que es peor, sin
ganas ni propósito de seguir durmiendo. De modo que me he levantado y
comprobado que, pese a lo intempestivo de la hora, tratándose como se trataba
de un domingo cualquiera, alguien se me había adelantado. Mi “santa” andaba ya un
buen rato entretenida con sus generosos desayunos, sus inquietudes matinales y
las preocupaciones culinarias propias de estos días. He despenado mi habitual tentempié
a base de café con leche y pan tostado con tomate, he “estirado” las sábanas, he
recogido los despendolados enseres que mis nietos esparcieron por el salón la tarde-noche
anterior, y me he dispuesto a emprender una de mis habituales caminatas.
Apenas
eran las nueve y ya estaba pateando las aceras. Hoy ha amanecido un día especialmente
fresquito. Seis u ocho grados que eran toda una invitación a buscar el confort
del incipiente sol que porfiaba por sobrepasar la infranqueable barrera de los
bloques de viviendas. Ir atravesando la planicie asfaltada en la que se
autoorganiza el mercadillo de la calle Teulada los jueves y sábados me ha
procurado ese gratificante encuentro, a cuyo rescoldo he contemplado la temprana
laboriosidad de ocho o diez parejas de tórtolas turcas que, con paso presuroso,
picoteaban los casi inapreciables residuos que no consiguieron recoger las
máquinas que manejan los empleados de la limpieza municipal. A una prudente
distancia les hacían la competencia algunas parejas de desvergonzadas lavanderas
que, abusando de la ligereza de su porte, porfiaban a sus vecinas los ínfimos y
aparentemente suculentos manjares descuidados por los comerciantes.
Todavía
no había traspuesto los límites del descampado, casi no me había adentrado en
la trama urbana, y ya contrastaba por enésima vez el abandono y la suciedad que
impera en la ciudad: aceras tapizadas de hojarasca y salpicadas con las deposiciones de canes que pertenecen a individuos
que no practican la ciudadanía; genuinas siembras de papel y bolsas de plástico
en jardines y vallas; enseres mal amontonados en las proximidades de los
contenedores de residuos; edificios sin mantenimiento, con fachadas y cubiertas
destartaladas si no en estado ruinoso; miles de árboles, farolas, señales de
tráfico, esquinas y paramentos ennegrecidos por efecto del orín diario de los
alrededor de cincuenta mil perros que habitan en la ciudad, alcorques repletos de malvas que crecen exhuberantes sin que nadie las moleste. No sucumbiré a la
tentación de atribuir en exclusiva tamaño despropósito a la proverbial desidia
de nuestros munícipes que, sin duda, han hecho méritos más que suficientes para que nadie
los exonere de su responsabilidad. Pero también los demás tenemos la nuestra y
debemos reconocer que somos bastante laxos a la hora de autoexigírnosla. En el
paseo de hoy, como en tantos otros precedentes, he visto botes vacíos de
cerveza y de bebidas refrescantes y vigorizantes en alféizares y quicios de
puertas y ventanas, decenas de electrodomésticos y utensilios extraídos de los
contenedores y destripados por los chatarreros en las aceras colindantes, he
visto calles que hace semanas que no se barren y aceras que es imposible
adivinar cuando se baldearon por última vez. En fin, nada novedoso. Un paisaje que acompaña cada una de mis caminatas
y que acentúa su crudeza conforme sus trayectorias se adentran en la periferia
de la ciudad, donde es evidente que llega menos la actuación de las contratas
de limpieza.
Estamos
en la antesala del Nuevo Año y es tiempo de urdir los mejores propósitos. Tan
es así que al hilo de mi paseo recordaba la historia de Judit, la viuda de
bellas facciones, buena educación, gran piedad, celo religioso y pasión
patriótica, como corresponde a cualquier hebrea que se precie. Fue ella quien maquinó la estratagema para eludir el sitio a que sometía a su
ciudad, Betulia, el general Holofernes. La explicó a las autoridades, que consintieron
que lo visitase e intentase enamorarlo, cosa que consiguió con sus proverbiales atributos casi de inmediato. Taimadamente, logró quedarse a solas con él en
su tienda de campaña y, antes de acceder a sus reclamos amorosos, lo emborrachó
y cayó dormido. Fue justamente entonces cuando Judit lo decapitó con su
propia espada, huyendo del campamento con la cabeza del general escondida en el
interior de un saco. Una vez descabezado el ejército babilonio, fue presa de la confusión, batiéndose en retirada y evitándose así la conquista de la ciudad.
Naturalmente, Judit fue aclamada como una heroína y vivió una larga vida plena
de virtud y buenas obras.
Pues
bien, no es que me haya propuesto redescubrir a una nueva y mítica Judit que
encare por derecho la solución de un problema que ha situado a la ciudad entre
las más sucias de España. Ni siquiera llego a imaginar que encontraré a alguien
capaz de emular los arrestos que exhibe Jodie Foster encarnando a la madre
coraje Kyle Pratt en la película Plan de
vuelo. Simplemente he puesto mi esperanza en que los munícipes que salgan
de las elecciones del próximo mayo logren mejorar algo el calamitoso estado
en que se encuentra Alicante. Verdaderamente lo tienen fácil porque empeorarlo
es prácticamente imposible. Feliz y venturoso 2019.