domingo, 30 de diciembre de 2018

Judit

Hoy, 30 de diciembre, celebran su onomástica las personas de nombre Judit. Santa Judit, como tantas advocaciones del santoral cristiano, fue mujer beatífica y memorable, heroína del Antiguo Testamento, que con su belleza e inteligencia planificó y condujo la liberación de su pueblo, Israel, asediado por Holofernes, ínclito general del rey Nabucodonosor. Hoy celebran su santo miles de conciudadanas de todo el mundo, entre ellas algunas especialmente famosas, como Judit Mascó o Jodie Foster.

Pero no es de la efeméride de lo que me propongo escribir. No sé por qué regla de tres apenas eran las siete de la mañana y ya estaba despierto. Y lo que es peor, sin ganas ni propósito de seguir durmiendo. De modo que me he levantado y comprobado que, pese a lo intempestivo de la hora, tratándose como se trataba de un domingo cualquiera, alguien se me había adelantado. Mi “santa” andaba ya un buen rato entretenida con sus generosos desayunos, sus inquietudes matinales y las preocupaciones culinarias propias de estos días. He despenado mi habitual tentempié a base de café con leche y pan tostado con tomate, he “estirado” las sábanas, he recogido los despendolados enseres que mis nietos esparcieron por el salón la tarde-noche anterior, y me he dispuesto a emprender una de mis habituales caminatas.

Apenas eran las nueve y ya estaba pateando las aceras. Hoy ha amanecido un día especialmente fresquito. Seis u ocho grados que eran toda una invitación a buscar el confort del incipiente sol que porfiaba por sobrepasar la infranqueable barrera de los bloques de viviendas. Ir atravesando la planicie asfaltada en la que se autoorganiza el mercadillo de la calle Teulada los jueves y sábados me ha procurado ese gratificante encuentro, a cuyo rescoldo he contemplado la temprana laboriosidad de ocho o diez parejas de tórtolas turcas que, con paso presuroso, picoteaban los casi inapreciables residuos que no consiguieron recoger las máquinas que manejan los empleados de la limpieza municipal. A una prudente distancia les hacían la competencia algunas parejas de desvergonzadas lavanderas que, abusando de la ligereza de su porte, porfiaban a sus vecinas los ínfimos y aparentemente suculentos manjares descuidados por los comerciantes.

Todavía no había traspuesto los límites del descampado, casi no me había adentrado en la trama urbana, y ya contrastaba por enésima vez el abandono y la suciedad que impera en la ciudad: aceras tapizadas de hojarasca y salpicadas con  las deposiciones de canes que pertenecen a individuos que no practican la ciudadanía; genuinas siembras de papel y bolsas de plástico en jardines y vallas; enseres mal amontonados en las proximidades de los contenedores de residuos; edificios sin mantenimiento, con fachadas y cubiertas destartaladas si no en estado ruinoso; miles de árboles, farolas, señales de tráfico, esquinas y paramentos ennegrecidos por efecto del orín diario de los alrededor de cincuenta mil perros que habitan en la ciudad, alcorques repletos de malvas que crecen exhuberantes sin que nadie las moleste. No sucumbiré a la tentación de atribuir en exclusiva tamaño despropósito a la proverbial desidia de nuestros munícipes que, sin duda, han hecho méritos más que suficientes para que nadie los exonere de su responsabilidad. Pero también los demás tenemos la nuestra y debemos reconocer que somos bastante laxos a la hora de autoexigírnosla. En el paseo de hoy, como en tantos otros precedentes, he visto botes vacíos de cerveza y de bebidas refrescantes y vigorizantes en alféizares y quicios de puertas y ventanas, decenas de electrodomésticos y utensilios extraídos de los contenedores y destripados por los chatarreros en las aceras colindantes, he visto calles que hace semanas que no se barren y aceras que es imposible adivinar cuando se baldearon por última vez. En fin, nada novedoso. Un  paisaje que acompaña cada una de mis caminatas y que acentúa su crudeza conforme sus trayectorias se adentran en la periferia de la ciudad, donde es evidente que llega menos la actuación de las contratas de limpieza.

Estamos en la antesala del Nuevo Año y es tiempo de urdir los mejores propósitos. Tan es así que al hilo de mi paseo recordaba la historia de Judit, la viuda de bellas facciones, buena educación, gran piedad, celo religioso y pasión patriótica, como corresponde a cualquier hebrea que se precie. Fue ella quien maquinó la estratagema para eludir el sitio a que sometía a su ciudad, Betulia, el general Holofernes. La explicó a las autoridades, que consintieron que lo visitase e intentase enamorarlo, cosa que consiguió con sus proverbiales atributos casi de inmediato. Taimadamente, logró quedarse a solas con él en su tienda de campaña y, antes de acceder a sus reclamos amorosos, lo emborrachó y cayó dormido. Fue justamente entonces cuando Judit lo decapitó con su propia espada, huyendo del campamento con la cabeza del general escondida en el interior de un saco. Una vez descabezado el ejército babilonio, fue presa de la confusión, batiéndose en retirada y evitándose así la conquista de la ciudad.​ Naturalmente, Judit fue aclamada como una heroína y vivió una larga vida plena de virtud y buenas obras.

Pues bien, no es que me haya propuesto redescubrir a una nueva y mítica Judit que encare por derecho la solución de un problema que ha situado a la ciudad entre las más sucias de España. Ni siquiera llego a imaginar que encontraré a alguien capaz de emular los arrestos que exhibe Jodie Foster encarnando a la madre coraje Kyle Pratt en la película Plan de vuelo. Simplemente he puesto mi esperanza en que los munícipes que salgan de las elecciones del próximo mayo logren mejorar algo el calamitoso estado en que se encuentra Alicante. Verdaderamente lo tienen fácil porque empeorarlo es prácticamente imposible. Feliz y venturoso 2019.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Alberto Barrios

Siguiendo una casi inveterada costumbre asociada a estas semanas finales del año, ayer comí con un grupo de buenos amigos: Lourdes, Chari, Juanjo, Jose y Amalia. A todos los considero amigos de verdad, personas con las que puedo pensar en voz alta, sin autocensuras ni remilgos; mujeres y hombres en los que puedo confiar porque lo han demostrado sobradamente en muchas ocasiones. Los buenos amigos son un bálsamo para la vida y un antídoto contra las enfermedades físicas y emocionales. Pocas cosas encuentro que me satisfagan más que las amistades sinceras y profundas, y no sé si pueden hallarse vivencias más seductoras que la certeza de que alguien, apenas sepa que algo te inquieta gravemente, procurará estar al tanto de lo que te ocurre y se hará presente, sin esperar a que lo busques. Desconozco si existe algo más valioso que el desvelo desinteresado de los amigos auténticos.

Hace años que me propuse colgar el retrato de todos y cada uno de ellos en la galería de personajes que habilité en este blog. Pasa el tiempo y no lo consigo, distraído, como vivo, entre las muchas cosas que me interesan y víctima, también, por qué no decirlo, de la pereza que nos embarga a los ociosos. Por eso, sin perjuicio de reconocer públicamente que a la mayoría de ellos les debo al menos un dibujo a carboncillo, quiero obsequiarles este boceto de un paisaje con figuras que se pergeñó en el verano de 1985 y que reconocerán inmediatamente.

Transcurría aquel año del señor en el que, atribulado, decidí renunciar a la dirección del Ruperto Chapí, un eximio colegio de la zona norte de la ciudad. Algunos cursos ejerciendo la función directiva en él fueron suficientes para agotar mis ímpetus y mi paciencia. Decidí cesar en un quehacer que inicié ilusionadamente y que terminó por parecerme absurdo y acabó desbordándome. No fue graciosa mi decisión porque para materializarla hube de ceder a la presión de la autoridad y aceptar, como contrapartida, poner en pie una empresa que, afortunadamente, se reveló como uno de los desafíos profesionales más ilusionantes que he vivido.

Entonces el tiempo corría muy deprisa. Estoy seguro de que nuestra juventud no era ajena a ello, pero lo cierto es que el país entero soñaba su futuro cada mañana mientras se asomaba al horizonte de una nueva modernidad. Una sociedad doblegada y silenciada durante décadas, involucionada por mor de su secular atraso, abría sus ojos a un tiempo nuevo que se ofrecía extraordinariamente esperanzador. En ese contexto de ilusión y grandes expectativas, alguien, seguramente sin pretenderlo, percibió una ventana diáfana que le llevó a ofrecerme una oportunidad única. Sí, fueron Joan Mingot y María Dolores Marcos quienes me brindaron la ocasión de pergeñar un proyecto moderno, ilusionante y retador, en cuya redacción ocupé buena parte del verano y que logramos materializar pocos meses después, empeñando cuantas fuerzas teníamos y la relativa sabiduría que entonces nos acompañaba. Ese fue el origen del Centro de Adultos del Barrio Virgen del Remedio, que algunos meses después se llamaría “Alberto Barrios”, en homenaje al viejo maestro, luchador y mesetario, que influyó significativamente en el movimiento vecinal de aquellos años.

Aquel proyecto significó muchas cosas en mi vida profesional, y estoy convencido de que también en las vuestras. La más importante de todas ellas, sin duda, propiciar la ocasión de que trabajásemos conjuntamente unas personas que compartíamos –y seguimos haciéndolo– muchas cosas, especialmente un elocuente poso de pensamiento pedagógico, unas arraigadas convicciones personales y unas actitudes vitales que se revelaron congruentes con la tarea que nos aguardaba. Lo he dicho muchas veces y lo volveré a repetir: en mis cuarenta y dos años de vida laboral, es la única vez que he logrado compartir las responsabilidades profesionales con las personas que consideraba idóneas para sacar a flote la empresa que se nos había encomendado. Eso, para quienes hemos recorrido una largo circuito funcionarial, no tiene precio. Obviamente, conocía la trayectoria de todos y cada uno de vosotros, lo que me permitió jugar con ventaja porque sabía de antemano que no me defraudaríais. Pese a todo, nada comparable a la constatación de que la realidad supera a la ficción más optimista. No solo hicisteis realidad mis expectativas y os ganasteis la confianza de quienes la habían depositado en nosotros, sino que fuisteis mucho más allá. Tan es así que, más allá de lo que han dicho y continuarán diciendo y reconociendo los miles de usuarios del centro al que dedicasteis vuestros mejores esfuerzos, yo, particularmente, os debo que en los escasos meses que os acompañé me ayudaseis a aprender de verdad, sin retóricas, que el trabajo en equipo hace mejores a sus integrantes; que el esfuerzo colectivo trasciende los empeños individuales y resulta incomparablemente más provechoso y,  quizá lo más importante, que nadie es mejor que nadie. Todos y cada uno habéis hecho y hacéis de mí un privilegiado.

Gracias Amalia, por cuanto te dejaste en este empeño que tan ilusionadamente vivimos, además de por tantos otros motivos. Gracias Jose por tu inteligencia, tu compromiso y tu imperturbable afecto. Gracias Juanjo por tu bonhomía, tu inagotable laboriosidad y tu decencia. Gracias Chari por tu entusiasmo, tu tesón y tu habilidad para manejar los pequeños detalles que nos ayudan a ser felices. Gracias Lourdes por tu humanidad, tu inconmensurable generosidad y tu imprescindible temperamento. Una vez más, os deseo lo mejor.

jueves, 13 de diciembre de 2018

¡Vivan los maestros!

“Los maestros son la joya de la corona porque, además del conocimiento, transmiten sus valores a los hombres y mujeres del futuro”, aseguraba recientemente Francisco Mora, neurocientífico, una referencia de reconocido prestigio internacional. Menciono la cita por ser la última de las que tengo noticia. ¡Qué no se habrá dicho de los maestros y maestras! Piedra angular del sistema educativo, clave de bóveda de la educación, auténticos sans-culottes de la revolución educativa, el corazón de la educación… ¡Flatus vocis, retórica vacua, obstinado fariseísmo!

Tal vez quienes más saben –o al menos debieran saber– acerca de lo que significa el magisterio son los profesores de las facultades de educación, que tienen la responsabilidad de formar inicialmente a los maestros del futuro. Saben, o deberían saber, de las altas capacidades, de la extremada competencia, de la exquisita formación que necesitan perfeccionar quienes se han propuesto dedicarse profesionalmente a formar a sus conciudadanos. Aprender a ser maestro es algo que no debiera estar al alcance de cualquiera aunque, lamentablemente, debemos reconocer que casi siempre ha sido así. Mucho es lo que puede decirse y escribirse sobre las carencias y excentricidades que han acompañado históricamente a la formación de los maestros y profesores, pero todo ello es poco comparado con lo que sucede ahora.

Me explico. No solamente no se educa a los maestros y profesores como se debería (algo que acreditaría cualquier profesional que conozca o haya reflexionado mínimamente sobre la condición docente), es que hemos llegado a un extremo que supera a todo lo precedente. En este país, desde hace años, no solamente se forma inadecuadamente a los futuros maestros, sino que se gradúan muchos más de los que el mercado puede absorber. Tan es así que, según ha alertado la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) en su último informe rotulado La universidad en cifras, correspondiente al curso 2016-17, las universidades públicas y privadas de las diferentes comunidades autónomas ofrecen un 50,5% más de plazas que suman los puestos de trabajo que se crean. Cual no será la gravedad del asunto que, por primera vez, este organismo llama a la responsabilidad de las propias universidades para solucionar el desajuste entre la oferta y la demanda en esa profesión (pongo entre paréntesis que no estaría mal que también analizasen las demás, en las que probablemente sucede algo parecido, y apelasen a idénticas responsabilidades).

Dicho de otro modo, las autoridades autonómicas  –que es lo mismo que decir los responsables de las universidades, que imponen o influyen decisivamente en la designación de los cargos a quienes, entre otras funciones que parecen preocuparles menos, compete la gestión de los provechos de los grupos de interés de facultades, departamentos e institutos universitarios– mantienen el número de plazas pese a la reducción de la natalidad. Les da lo mismo que se necesiten o no maestros y maestras. El asunto es que su “fábrica” siga produciendo profesionales para que no pierdan la ocupación sus trabajadores y trabajadoras (y, sottovoce, se perpetúe el “poder” institucional). Si hay o no crisis de sobreproducción, no es su problema. Lo importante es que no les afecte a ellos ni a quienes les acompañan, aunque sea a costa de alimentar un descomunal stock de graduados desocupados, que les han costado y les cuestan un dineral a sus familias y al conjunto de los contribuyentes, y que acumulan toneladas y toneladas de ira y frustración producidas por la sobreeducación y la infraocupación.

El referido informe subraya las grandes diferencias que existen entre las distintas Comunidades Autónomas, como sucede cuando se barajan otros parámetros. En este caso, Castilla y León es la que más se excede, con una oferta que casi duplica sus necesidades reales de empleo (un 186%), seguida de La Rioja (un 174%), Extremadura (135%) y Aragón (124%). Si en cualquier asunto de la vida resulta disparatado que se duplique la inversión de los recursos necesarios para la adecuada atención de una determinada prestación o servicio, parece que no es así en la formación inicial de los maestros. Hasta el punto de que solo existen dos autonomías en las que la oferta de plazas universitarias del Grado de Maestro está por debajo de la demanda del mercado: Cataluña, que anuncia un 6,5% menos de las que necesita y Baleares, en las que el déficit alcanza el 9,3%. Para realizar estos cálculos los rectores han analizado los datos de natalidad y las necesidades de escolarización. Su estudio les ha permitido constatar que en los últimos cuarenta años se ha registrado una caída de más de 10 puntos en la tasa bruta de natalidad, pasando de 18,7 niños por cada 1.000 habitantes a 8,4. Han complementado su trabajo añadiendo a los cálculos anteriores las tasas de reposición por jubilación y las sustituciones por bajas. Considerando todo ello, España necesita 369.000 maestros y está formando a 555.000, por lo tanto sobrarían 186.345.

Ante una situación como la descrita, que conocen las autoridades educativas y todos los rectores de las universidades públicas y privadas de España, Cataluña es la única comunidad que ha hecho algo para intentar hacer frente al problema, reduciendo en los últimos cuatro años el 15% de las plazas que se ofertan en Magisterio, tanto en las universidades públicas como en las privadas. Adicionalmente, el Consejo Interuniversitario de Cataluña decidió instituir una prueba para el acceso a los Grados de Maestro, que se añade a la selectividad, así como no permitir a la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) impartir esos Grados. Que sepamos, nada parecido ha sucedido en otros territorios pese a que, como se asegura en el referido informe, la profesión de maestro no puede ejercerse “en sociedades distintas a la española por la dependencia que el proceso de aprendizaje tiene de la lengua a la que está vinculado el alumno”, reduciéndose al mínimo la empleabilidad de los graduados cuando no consiguen una plaza docente. Pero es que, además, en el perfil de los alumnos de Magisterio destaca la precariedad de los recursos familiares, la abrumadora feminización (más del 75 % son mujeres), las elevadísimas tasas de rendimiento académico, que superan en 12 puntos a la media del resto (89,6% frente a 78,6%), una abandono que no llega al 10 % (la mitad que la media del resto de los Grados) y unas tasas de graduación que exceden en más de 20 puntos a la obtenida para el conjunto de las enseñanzas universitarias (70,8% frente a 49,3%).

A la vista de estas realidades (hay muchas más que añadir) tomaré como meros sarcasmos los atributos que se presumen a los maestros y maestras, que anoté en el primer párrafo. Me parece que es opción más prudente que tirar por el camino del medio y emprenderla con los exabruptos y las imprecaciones, si no con las más sonoras blasfemias.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Política, ¡claro que sí!

Celebramos estos días el 40º aniversario de la promulgación de la Constitución Española en un ambiente revuelto, que es reflejo de los diferentes frentes abiertos en el panorama político, entre otros: el conflicto catalán; la eclosión parlamentaria de la extrema derecha en Andalucía; la inestabilidad e incertidumbre que genera el Gobierno socialista con su exiguo apoyo parlamentario; el espectáculo continuo que ofrece la Judicatura, las incontinentes apetencias de recuperar o alcanzar el poder de la oposición conservadora, etc.

Este horizonte tiene entre sus condimentos una expectativa de reforma de la Ley fundamental que a unos les parece tarea inaplazable, mientras que otros consideran que no es momento oportuno para ello, defendiendo el inmovilismo más absoluto en relación con la reforma del texto constitucional, como si fuese su bien privativo, cuando no debieran olvidar que el 34 % de sus ancestros de Alianza Popular (AP) votaron en contra de su aprobación y que el 13 % se abstuvieron, apoyándola poco más de la mitad de aquel grupo parlamentario (56 %). Más allá de unas y otras opiniones y de sus interesadas, partidistas y hasta inconfesables intenciones, me parece que existen problemas de fondo y necesidades más urgentes que el mencionado debate.

Entiendo, por ejemplo, que hay mucho que avanzar en la formación política y en la madurez democrática de la sociedad española. Es verdad que venimos de sufrir dos largos siglos de guerras civiles, salpicados con intervalos de dictaduras y dictablandas (más de las primeras que las segundas), y que ello es un excelente caldo de cultivo para que sedimenten los tics autoritarios, las prácticas antidemocráticas o la inexistencia de cultura democrática. Pero no es menos verdad que cuarenta años de parlamentarismo, de ejercicio democrático, debieran haber dado para bastante más, o por lo menos habernos enseñado mucho más de lo que lo que hemos aprendido. ¿O es que lo que ha existido en este país en los últimos cuarenta años no puede calificarse de régimen democrático auténtico? ¿Será que no hemos logrado consolidar el Estado democrático y lo que hemos vivido es tan solo alguna de sus apariencias? ¿Realmente hemos logrado garantizar en esas cuatro décadas la materialización efectiva del contenido del primer renglón del texto de la Carta Magna, que dice: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”?

Confesaré que los franceses no son precisamente los ciudadanos europeos que más admiro, pero reconozco que tienen algo que me parece envidiable y que ansío para el conjunto de mis conciudadanos. En reiteradas ocasiones han expresado y reivindicado sus pareceres y han logrado aspiraciones que están solo al alcance de quienes poseen una profunda cultura democrática, que impregna el ADN de su ciudadanía. Mencionaré solamente el último de estos episodios: la lucha de los “chalecos amarillos”. Todos recordamos la imagen del Presidente Macron hace pocas semanas. Aparentaba ser el redivivo Luis XIV, si no Napoleón I, un estadista de talla secular que se codeaba de tú a tú con la todopoderosa Alemania y con los gerifaltes de los principales países del mundo, un mandatario con un apoyo parlamentario descomunal, sin oposición efectiva posible. Alguien que en sus expresiones y declaraciones, y también en sus comportamientos, exhibía una prepotencia inaudita, producto de su presunta sabiduría, de su saber hacer y estar, de su capacidad para sintonizar con los nuevos tiempos. Pues bien, han bastado unas pocas semanas para que un amplio conjunto de ciudadanos, aparentemente amorfo, desestructurado y desorganizado, en cuyo pensamiento se adivina mucho poso de antipolítica y de antiparlamentarismo, haya logrado lo que no han conseguido ni la oposición política ni los sindicatos en casi dos años de legislatura. Han obligado a dar marcha atrás en sus propósitos a un Presidente que se había propuesto diferenciarse de sus predecesores manteniendo el rumbo de unas reformas que había diseñado para resistir a los estallidos callejeros. Hoy Macron está en franca retirada. Es más está por conocerse el desenlace de una revuelta popular que seguramente concluirá con mayores éxitos de los que los gobernantes galos pudieron imaginar.

Si sorprendentes y esperanzadores parecen los acontecimientos en Francia, no menos interesante es la brega política que se desarrolla en el Reino Unido como consecuencia del proceso de materialización del Brexit. Después de semanas de discusiones y de interpelaciones parlamentarias, Theresa May se ha quedado sin estrategia y corre el riesgo de perder la poca autoridad que le queda para pilotar el proceso de salida de la UE, si no el propio cargo de primera ministra. May ha encajado dos golpes consecutivos impensables en nuestro parlamentarismo. Por un lado, la cámara ha declarado en desacato al gobierno, obligándole a publicar los documentos legales del proceso. Y apenas unos días después, le ha impuesto la obligación de entregar las riendas del mismo al legislativo, si el acuerdo alcanzado con la Unión Europea no consigue el respaldo mayoritario de la Cámara de los Comunes la próxima semana. Lo que subyace al primero de los golpes, al que por cierto se han sumado algunos diputados conservadores del partido de May, es la convicción de que la primera ministra oculta la verdad. Con el segundo se desmonta, al menos en teoría, la hipótesis gubernamental de que no hay otro acuerdo posible y que rechazarlo supondría abandonar la Unión Europea a las bravas con el riesgo económico que ello supone. La realidad es que gracias a las mociones parlamentarias se ha abierto un abanico de opciones de diferente signo. Podría aprobarse que el gobierno renegociara con Bruselas un nuevo acuerdo “a la Noruega”, o podría forzarse al ejecutivo convocar un nuevo referéndum y dejar que la ciudadanía tuviera la última palabra. La realidad es que los conservadores británicos viven un auténtico drama político cuya solución nadie se atreve a pronosticar.

Finalmente, el tercer asunto que traigo a colación alude a los Estados Unidos de América. Hace poco que leía un artículo en el diario El País alusivo a Mélisande Short-Colomb, una persona sexagenaria y negra que estudia en la Universidad de Georgetown. A mediados del siglo XIX, esa universidad jesuita estaba agobiada por una deuda que amenazaba su futuro. Para enjuagarla sus líderes de Washington decidieron vender 272 esclavos de su propiedad, que vivían en una plantación en Maryland. Esa operación les reportó el equivalente a más de tres millones de dólares actuales, que fueron una de las claves para que Georgetown sea actualmente una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos. Uno de aquellos negros esclavos era un antepasado de Mélisande y, cinco generaciones después, ella es uno de los cinco estudiantes cuyos ascendentes esclavos fueron vendidos por la Universidad. Tras una vida como chef en Luisiana, después de haber abandonado sus estudios universitarios y crear una familia, se ha autoimpuesto la responsabilidad de conectar con sus incómodos orígenes. La mujer, que es agnóstica, acusa a la Universidad de Georgetown de no hacer lo suficiente en educación sobre la esclavitud y de ser incoherente con el catolicismo por haber comerciado con seres humanos, en lugar de responder al ideario jesuita de ser hombres y mujeres que viven para los demás. Lo que trasluce esta realidad es algo mucho más profundo: Mélisande representa a la gente que consideraron prescindible y que no importaba. Ella ha hecho un ejercicio profundo de introspección sobre el significado del ser estadounidense, de cómo el tráfico de esclavos iniciado en 1619 es clave para el desarrollo de un país y para el origen de las enquistadas disparidades entre blancos y negros. Asegura que ve la historia de la Universidad de Georgetown como un microcosmos de la sociedad actual, de las dificultades existentes para abordar el nacimiento de los Estados Unidos sobre la base de una sociedad esclavista.

Las tres realidades que he mencionado radican en otros tantos países de inequívoca tradición democrática de los que tenemos mucho que aprender.  Fundamentalmente, su capacidad de autocrítica, de cuestionamiento del statu quo por encima de presuntos determinismos, condicionamientos o dificultades. Estoy convencido que el día que en que aquí se den acontecimientos equiparables a cualesquiera de los que he referido este país será otro, porque otra será su ciudadanía: más crítica, más sabia y mucho más resuelta a defender los derechos y las conquistas sociales. Intentar llegar a ese punto me parece que es la tarea prioritaria que deben favorecer los representantes políticos, junto con los agentes sociales, los ciudadanos y las instituciones y organizaciones. Las chanzas y dramaturgias que exhiben hoy muchos políticos, abusando de la visibilidad que les proporcionan sus organizaciones y las instituciones, no representan otra cosa que fuegos de artificio que no hacen sino encubrir o disuadir la preocupación de los ciudadanos por los déficits y quebrantos de una sociedad que necesita con urgencia profundizar sus comportamientos y compromisos democráticos para evitar el ensanchamiento de los populismos y los extremismos. Cada vez me parece más imprescindible promover la formación política y la madurez democrática de los ciudadanos, tarea que debiéramos exigir a los políticos y en la que debiéramos implicarnos todos. Porque, querámoslo o no, los ciudadanos estamos concernidos por la política y, si ansiamos que otros no decidan por nosotros, estamos llamados a recuperarla para redefinirla de manera acorde con sus orígenes, es decir, como herramienta útil para la transformación social, ajena a los intolerables usos y comportamientos de los desaprensivos que la desacreditan.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Fake news

En 1992 vio la luz la vigesimoprimera edición del diccionario de la Real Academia, que presentaba la marca Informática 50 veces, en 41 palabras (en Lexicografía, ‘marca’ se refiere a todo aquello que se separa del lenguaje normal o común). La vigesimosegunda edición, en 2001, admitió un conjunto más amplio de términos relacionados con las que entonces se denominaban tecnologías de la información y la comunicación (TIC), aunque obvió centenares de ellas que formaban parte del léxico específico de las nuevas tecnologías. Así, por ejemplo, recogía "procesador" pero no "servidor"; "hipertexto", pero no "enlace"; "arroba" y "correo electrónico", pero ni "email" ni "mensaje"; "emoticono", pero no "chat"; "página web", pero no "sitio" ni "dominio"; "cargar un programa" y "colgarse un ordenador", pero no "bajar un archivo", etc. Por último, en 2014, la vigesimotercera edición incorporó numerosos términos asociados a la tecnología, como "tableta", "gigabyte", "hacker", "hipervínculo", "dron", "Intranet" o "wifi", y otros asociados a las redes sociales, como "tuit", "tuitear" o "bloguero". De modo que no puede acusarse a la Real Academia de ser insensible con el léxico de las NN.TT y de las RR.SS., aunque personalmente echo a faltar en el DRAE un término que está muy en boga en los últimos tiempos: “fake news”.

Existe un cierto consenso en considerar este neologismo como sinónimo de  información falsa, que se difunde por los medios tradicionales o por las redes sociales con la finalidad de engañar o manipular a la gente para lograr determinados objetivos. Puede asimilarse con el concepto de desinformación, que significa presentar y difundir información deliberadamente falsa, incompleta y errónea, a menudo combinada con elementos verdaderos, con el fin de engañar y manipular a colectivos concretos, o al público en general, y lograr determinados objetivos. Lo que se pretende con las fake news es transmitir un discurso creíble, capaz de captar la atención del público, basándose en estereotipos y prejuicios y suscitando emociones para movilizar e inducir opiniones, decisiones y acciones.

Nada nuevo bajo el sol. La difusión de falsedades para distorsionar la visión de la realidad  e intentar influir y modificar la conducta de la gente ha existido siempre, aunque jamás al nivel que se consigue en la era de la globalización. Tan es así que hasta el Papa Francisco ha llegado a afirmar que fue la serpiente la artífice de la primera fake news, al engañar a Eva, mezclando verdad y mentira con un objetivo claro. Así pues, la historia está plagada de relatos que aluden a las falsedades, desde las descripciones que hacen Aristóteles o Virgilio de las realidades en que vivieron hasta los consejos que ofrece Sun Tzu en su celebérrimo Arte de la Guerra, una práctica que él mismo asegura que se basa fundamentalmente en el engaño.

Las fake news han sido utilizadas a lo largo de la historia para lograr el respaldo popular a medidas difíciles o para movilizar a la gente para que secundase determinados intereses. Sucedió en España con los judíos a finales del siglo XVI antes de decretar su expulsión, como ocurrió con María Antonieta en el XVIII. Si a los primeros les difamaron tachándolos de herejes, usureros o idólatras, a la segunda los revolucionarios le allanaron el camino hacia la guillotina atribuyéndole frases y actos atroces, que ni dijo ni protagonizó. Por otro lado, las guerras son los mejores caldos de cultivo para difundir falsedades. Siguiendo las enseñanzas de Sun Tzu,  las partes en conflicto utilizan múltiples estrategias para introducir noticias falsas entre el enemigo, filtrando propaganda y escritos derrotistas, mezclados con noticias reales, con el objetivo de quebrar la resistencia del enemigo.

Ciertamente, cuando en otras ocasiones he abordado el asunto de las falsedades me ha parecido que eran más producto de la especulación interesada que de la auténtica realidad. Sin embargo, últimamente vengo reparando en detalles que me convencen de lo contrario. Por ejemplo, acabo de saber que a partir del próximo uno de enero las grandes plataformas de Internet tendrán que informar mensualmente a Bruselas del resultado de su combate contra las fake news, y en particular sobre las cuentas falsas clausuradas, el rastreo de bots (mensajes propagados de manera automática sin interacción humana) y sobre cómo colaboran con verificadores externos de datos y contenidos. Facebook, Google, YouTube y Twitter son, entre otras, las compañías obligadas a rendir esos informes porque hace pocos meses suscribieron voluntariamente con la UE un código de conducta, comprometiéndose a redoblar los esfuerzos para combatir las noticias falsas. Esta estrategia forma parte del plan de actuaciones contra la desinformación que ha aprobado recientemente la Comisión Europea cuyo objetivo prioritario es blindar las más de cincuenta elecciones previstas para los próximos meses en los países de la Unión. El plan de la Comisión considera que las campañas de desinformación contra las instituciones comunitarias aumentarán en la recta final de las elecciones de mayo de 2019, dando por descontado que el objetivo de los atacantes no es otro que desacreditar a las instituciones y a sus representantes, y socavar el proyecto europeo. El documento describe las fake news como una de las armas de la guerra híbrida en la que se han embarcado algunas potencias extranjeras, particularmente Rusia, a la que se señala como uno de los principales agresores. De hecho se dice que la desinformación forma parte de su doctrina militar y que su estrategia no es otra que debilitar y dividir a Occidente.

De manera que la cuestión de los infundios no parece cosa baladí porque hace ya un lustro que, a raíz del conflicto de Rusia con Ucrania, la Comisión Europea creó una unidad de comunicación estratégica para detectar y contrarrestar las campañas de desinformación. Por lo que he averiguado parece que esa unidad ha dispuesto de escasos recursos, aunque ha identificado más de 4500 ejemplos de falsedades propagadas desde Rusia. Lo que ahora se pretende es incrementar los efectivos personales y los caudales para lograr objetivos más ambiciosos.

En este punto y hora, tal vez resulta pertinente recordar a Larra cuando aseguraba que “el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus gobiernos”. Por otro lado, Nietzsche añade una vuelta de tuerca al pensamiento de Larra asegurando que “el hombre tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades”. Tal vez esa es la principal baza que ha hecho triunfar las fake news a lo largo de la historia. Atentos, pues, porque las unidades de comunicación estratégica, sean europeas, nacionales o universales, no lograran vacunar por completo nuestros entornos vitales. Para eludir los nefastos efectos de la proliferación de las falsedades en estos tiempos de posverdad se precisa una ciudadanía atenta, activa y estimulada para filtrar y combatir la desinformación interesada y empujar la vida social a la dirección que demanda el interés general, que no es otra cosa que la universalización del interés particular. No conviene olvidar lo que dijo Václav Havel: “La primera pequeña mentira que se contó en nombre de la verdad, la primera pequeña injusticia que se cometió en nombre de la justicia, la primera minúscula inmoralidad en nombre de la moral, siempre significarán el seguro camino del fin”.