domingo, 30 de diciembre de 2018

Judit

Hoy, 30 de diciembre, celebran su onomástica las personas de nombre Judit. Santa Judit, como tantas advocaciones del santoral cristiano, fue mujer beatífica y memorable, heroína del Antiguo Testamento, que con su belleza e inteligencia planificó y condujo la liberación de su pueblo, Israel, asediado por Holofernes, ínclito general del rey Nabucodonosor. Hoy celebran su santo miles de conciudadanas de todo el mundo, entre ellas algunas especialmente famosas, como Judit Mascó o Jodie Foster.

Pero no es de la efeméride de lo que me propongo escribir. No sé por qué regla de tres apenas eran las siete de la mañana y ya estaba despierto. Y lo que es peor, sin ganas ni propósito de seguir durmiendo. De modo que me he levantado y comprobado que, pese a lo intempestivo de la hora, tratándose como se trataba de un domingo cualquiera, alguien se me había adelantado. Mi “santa” andaba ya un buen rato entretenida con sus generosos desayunos, sus inquietudes matinales y las preocupaciones culinarias propias de estos días. He despenado mi habitual tentempié a base de café con leche y pan tostado con tomate, he “estirado” las sábanas, he recogido los despendolados enseres que mis nietos esparcieron por el salón la tarde-noche anterior, y me he dispuesto a emprender una de mis habituales caminatas.

Apenas eran las nueve y ya estaba pateando las aceras. Hoy ha amanecido un día especialmente fresquito. Seis u ocho grados que eran toda una invitación a buscar el confort del incipiente sol que porfiaba por sobrepasar la infranqueable barrera de los bloques de viviendas. Ir atravesando la planicie asfaltada en la que se autoorganiza el mercadillo de la calle Teulada los jueves y sábados me ha procurado ese gratificante encuentro, a cuyo rescoldo he contemplado la temprana laboriosidad de ocho o diez parejas de tórtolas turcas que, con paso presuroso, picoteaban los casi inapreciables residuos que no consiguieron recoger las máquinas que manejan los empleados de la limpieza municipal. A una prudente distancia les hacían la competencia algunas parejas de desvergonzadas lavanderas que, abusando de la ligereza de su porte, porfiaban a sus vecinas los ínfimos y aparentemente suculentos manjares descuidados por los comerciantes.

Todavía no había traspuesto los límites del descampado, casi no me había adentrado en la trama urbana, y ya contrastaba por enésima vez el abandono y la suciedad que impera en la ciudad: aceras tapizadas de hojarasca y salpicadas con  las deposiciones de canes que pertenecen a individuos que no practican la ciudadanía; genuinas siembras de papel y bolsas de plástico en jardines y vallas; enseres mal amontonados en las proximidades de los contenedores de residuos; edificios sin mantenimiento, con fachadas y cubiertas destartaladas si no en estado ruinoso; miles de árboles, farolas, señales de tráfico, esquinas y paramentos ennegrecidos por efecto del orín diario de los alrededor de cincuenta mil perros que habitan en la ciudad, alcorques repletos de malvas que crecen exhuberantes sin que nadie las moleste. No sucumbiré a la tentación de atribuir en exclusiva tamaño despropósito a la proverbial desidia de nuestros munícipes que, sin duda, han hecho méritos más que suficientes para que nadie los exonere de su responsabilidad. Pero también los demás tenemos la nuestra y debemos reconocer que somos bastante laxos a la hora de autoexigírnosla. En el paseo de hoy, como en tantos otros precedentes, he visto botes vacíos de cerveza y de bebidas refrescantes y vigorizantes en alféizares y quicios de puertas y ventanas, decenas de electrodomésticos y utensilios extraídos de los contenedores y destripados por los chatarreros en las aceras colindantes, he visto calles que hace semanas que no se barren y aceras que es imposible adivinar cuando se baldearon por última vez. En fin, nada novedoso. Un  paisaje que acompaña cada una de mis caminatas y que acentúa su crudeza conforme sus trayectorias se adentran en la periferia de la ciudad, donde es evidente que llega menos la actuación de las contratas de limpieza.

Estamos en la antesala del Nuevo Año y es tiempo de urdir los mejores propósitos. Tan es así que al hilo de mi paseo recordaba la historia de Judit, la viuda de bellas facciones, buena educación, gran piedad, celo religioso y pasión patriótica, como corresponde a cualquier hebrea que se precie. Fue ella quien maquinó la estratagema para eludir el sitio a que sometía a su ciudad, Betulia, el general Holofernes. La explicó a las autoridades, que consintieron que lo visitase e intentase enamorarlo, cosa que consiguió con sus proverbiales atributos casi de inmediato. Taimadamente, logró quedarse a solas con él en su tienda de campaña y, antes de acceder a sus reclamos amorosos, lo emborrachó y cayó dormido. Fue justamente entonces cuando Judit lo decapitó con su propia espada, huyendo del campamento con la cabeza del general escondida en el interior de un saco. Una vez descabezado el ejército babilonio, fue presa de la confusión, batiéndose en retirada y evitándose así la conquista de la ciudad.​ Naturalmente, Judit fue aclamada como una heroína y vivió una larga vida plena de virtud y buenas obras.

Pues bien, no es que me haya propuesto redescubrir a una nueva y mítica Judit que encare por derecho la solución de un problema que ha situado a la ciudad entre las más sucias de España. Ni siquiera llego a imaginar que encontraré a alguien capaz de emular los arrestos que exhibe Jodie Foster encarnando a la madre coraje Kyle Pratt en la película Plan de vuelo. Simplemente he puesto mi esperanza en que los munícipes que salgan de las elecciones del próximo mayo logren mejorar algo el calamitoso estado en que se encuentra Alicante. Verdaderamente lo tienen fácil porque empeorarlo es prácticamente imposible. Feliz y venturoso 2019.

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