Celebramos
estos días el 40º aniversario de la promulgación de la Constitución Española en
un ambiente revuelto, que es reflejo de los diferentes frentes abiertos en el
panorama político, entre otros: el conflicto catalán; la eclosión parlamentaria
de la extrema derecha en Andalucía; la inestabilidad e incertidumbre que genera
el Gobierno socialista con su exiguo apoyo parlamentario; el espectáculo
continuo que ofrece la Judicatura, las incontinentes apetencias de recuperar o
alcanzar el poder de la oposición conservadora, etc.
Este
horizonte tiene entre sus condimentos una expectativa de reforma de la Ley
fundamental que a unos les parece tarea inaplazable, mientras que otros
consideran que no es momento oportuno para ello, defendiendo el inmovilismo más
absoluto en relación con la reforma del texto constitucional, como si fuese su
bien privativo, cuando no debieran olvidar que el 34 % de sus ancestros de Alianza
Popular (AP) votaron en contra de su aprobación y que el 13 % se abstuvieron,
apoyándola poco más de la mitad de aquel grupo parlamentario (56 %). Más allá de
unas y otras opiniones y de sus interesadas, partidistas y hasta inconfesables
intenciones, me parece que existen problemas de fondo y necesidades más urgentes
que el mencionado debate.
Entiendo,
por ejemplo, que hay mucho que avanzar en la formación política y en la madurez
democrática de la sociedad española. Es verdad que venimos de sufrir dos largos
siglos de guerras civiles, salpicados con intervalos de dictaduras y
dictablandas (más de las primeras que las segundas), y que ello es un excelente
caldo de cultivo para que sedimenten los tics autoritarios, las prácticas
antidemocráticas o la inexistencia de cultura democrática. Pero no es menos
verdad que cuarenta años de parlamentarismo, de ejercicio democrático, debieran
haber dado para bastante más, o por lo menos habernos enseñado mucho más de lo
que lo que hemos aprendido. ¿O es que lo que ha existido en este país en los
últimos cuarenta años no puede calificarse de régimen democrático auténtico?
¿Será que no hemos logrado consolidar el Estado democrático y lo que hemos
vivido es tan solo alguna de sus apariencias? ¿Realmente hemos logrado
garantizar en esas cuatro décadas la materialización efectiva del contenido del
primer renglón del texto de la Carta Magna, que dice: “España se constituye en
un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores
de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el
pluralismo político”?
Confesaré
que los franceses no son precisamente los ciudadanos europeos que más admiro,
pero reconozco que tienen algo que me parece envidiable y que ansío para el
conjunto de mis conciudadanos. En reiteradas ocasiones han expresado y reivindicado
sus pareceres y han logrado aspiraciones que están solo al alcance de quienes
poseen una profunda cultura democrática, que impregna el ADN de su ciudadanía. Mencionaré
solamente el último de estos episodios: la lucha de los “chalecos amarillos”. Todos
recordamos la imagen del Presidente Macron hace pocas semanas. Aparentaba ser
el redivivo Luis XIV, si no Napoleón I, un estadista de talla secular que se
codeaba de tú a tú con la todopoderosa Alemania y con los gerifaltes de los principales
países del mundo, un mandatario con un apoyo parlamentario descomunal, sin
oposición efectiva posible. Alguien que en sus expresiones y declaraciones, y también
en sus comportamientos, exhibía una prepotencia inaudita, producto de su presunta
sabiduría, de su saber hacer y estar, de su capacidad para sintonizar con los
nuevos tiempos. Pues bien, han bastado unas pocas semanas para que un amplio conjunto
de ciudadanos, aparentemente amorfo, desestructurado y desorganizado, en cuyo
pensamiento se adivina mucho poso de antipolítica y de antiparlamentarismo, haya
logrado lo que no han conseguido ni la oposición política ni los sindicatos en
casi dos años de legislatura. Han obligado a dar marcha atrás en sus propósitos
a un Presidente que se había propuesto diferenciarse de sus predecesores
manteniendo el rumbo de unas reformas que había diseñado para resistir a los
estallidos callejeros. Hoy Macron está en franca retirada. Es más está por
conocerse el desenlace de una revuelta popular que seguramente concluirá con
mayores éxitos de los que los gobernantes galos pudieron imaginar.
Si
sorprendentes y esperanzadores parecen los acontecimientos en Francia, no menos
interesante es la brega política que se desarrolla en el Reino Unido como
consecuencia del proceso de materialización del Brexit. Después de semanas de
discusiones y de interpelaciones parlamentarias, Theresa May se ha quedado sin
estrategia y corre el riesgo de perder la poca autoridad que le queda para pilotar
el proceso de salida de la UE, si no el propio cargo de primera ministra. May
ha encajado dos golpes consecutivos impensables en nuestro parlamentarismo. Por
un lado, la cámara ha declarado en desacato al gobierno, obligándole a publicar
los documentos legales del proceso. Y apenas unos días después, le ha impuesto
la obligación de entregar las riendas del mismo al legislativo, si el acuerdo
alcanzado con la Unión Europea no consigue el respaldo mayoritario de la Cámara
de los Comunes la próxima semana. Lo que subyace al primero de los golpes, al
que por cierto se han sumado algunos diputados conservadores del partido de May,
es la convicción de que la primera ministra oculta la verdad. Con el segundo se
desmonta, al menos en teoría, la hipótesis gubernamental de que no hay otro
acuerdo posible y que rechazarlo supondría abandonar la Unión Europea a las
bravas con el riesgo económico que ello supone. La realidad es que gracias a las
mociones parlamentarias se ha abierto un abanico de opciones de diferente
signo. Podría aprobarse que el gobierno renegociara con Bruselas un nuevo
acuerdo “a la Noruega”, o podría forzarse al ejecutivo convocar un nuevo
referéndum y dejar que la ciudadanía tuviera la última palabra. La realidad es
que los conservadores británicos viven un auténtico drama político cuya
solución nadie se atreve a pronosticar.
Finalmente,
el tercer asunto que traigo a colación alude a los Estados Unidos de América. Hace
poco que leía un artículo en el diario El País alusivo a Mélisande Short-Colomb,
una persona sexagenaria y negra que estudia en la Universidad de Georgetown. A
mediados del siglo XIX, esa universidad jesuita estaba agobiada por una deuda
que amenazaba su futuro. Para enjuagarla sus líderes de Washington decidieron
vender 272 esclavos de su propiedad, que vivían en una plantación en Maryland.
Esa operación les reportó el equivalente a más de tres millones de dólares
actuales, que fueron una de las claves para que Georgetown sea actualmente una
de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos. Uno de aquellos
negros esclavos era un antepasado de Mélisande y, cinco generaciones después,
ella es uno de los cinco estudiantes cuyos ascendentes esclavos fueron vendidos
por la Universidad. Tras una vida como chef en Luisiana, después de haber
abandonado sus estudios universitarios y crear una familia, se ha autoimpuesto
la responsabilidad de conectar con sus incómodos orígenes. La mujer, que es
agnóstica, acusa a la Universidad de Georgetown de no hacer lo suficiente en
educación sobre la esclavitud y de ser incoherente con el catolicismo por haber
comerciado con seres humanos, en lugar de responder al ideario jesuita de ser hombres
y mujeres que viven para los demás. Lo que trasluce esta realidad es algo mucho
más profundo: Mélisande representa a la gente que consideraron prescindible y
que no importaba. Ella ha hecho un ejercicio profundo de introspección sobre el
significado del ser estadounidense, de cómo el tráfico de esclavos iniciado en
1619 es clave para el desarrollo de un país y para el origen de las enquistadas
disparidades entre blancos y negros. Asegura que ve la historia de la
Universidad de Georgetown como un microcosmos de la sociedad actual, de las
dificultades existentes para abordar el nacimiento de los Estados Unidos sobre
la base de una sociedad esclavista.
Las
tres realidades que he mencionado radican en otros tantos países de inequívoca
tradición democrática de los que tenemos mucho que aprender. Fundamentalmente, su capacidad de autocrítica,
de cuestionamiento del statu quo por encima de presuntos determinismos, condicionamientos
o dificultades. Estoy convencido que el día que en que aquí se den
acontecimientos equiparables a cualesquiera de los que he referido este país
será otro, porque otra será su ciudadanía: más crítica, más sabia y mucho más resuelta
a defender los derechos y las conquistas sociales. Intentar llegar a ese punto me
parece que es la tarea prioritaria que deben favorecer los representantes políticos,
junto con los agentes sociales, los ciudadanos y las instituciones y
organizaciones. Las chanzas y dramaturgias que exhiben hoy muchos políticos,
abusando de la visibilidad que les proporcionan sus organizaciones y las
instituciones, no representan otra cosa que fuegos de artificio que no hacen
sino encubrir o disuadir la preocupación de los ciudadanos por los déficits y
quebrantos de una sociedad que necesita con urgencia profundizar sus
comportamientos y compromisos democráticos para evitar el ensanchamiento de los
populismos y los extremismos. Cada vez me parece más imprescindible promover la
formación política y la madurez democrática de los ciudadanos, tarea que
debiéramos exigir a los políticos y en la que debiéramos implicarnos todos. Porque, querámoslo o no, los ciudadanos estamos concernidos por la política y, si
ansiamos que otros no decidan por nosotros, estamos llamados a recuperarla para
redefinirla de manera acorde con sus orígenes, es decir, como herramienta útil
para la transformación social, ajena a los intolerables usos y comportamientos de
los desaprensivos que la desacreditan.
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